Read El invierno del mundo Online

Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (118 page)

BOOK: El invierno del mundo
7.98Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Si saltaba la alarma de forma prematura, Pete el Artero no conseguiría llegar al fortín, y entonces la sección perdería la ventaja del efecto sorpresa.

El camino era largo.

Pete llegó a una esquina y se detuvo. Woody supuso que estaba esperando a que el centinela más cercano abandonase su puesto junto al fortín y se dirigiera al centro del puente.

Los dos francotiradores encontraron un lugar donde ponerse a cubierto.

Woody se arrodilló sobre una pierna e indicó a los demás que hiciesen lo propio. Todos observaron al centinela.

El hombre dio una larga calada al cigarrillo, lo arrojó al suelo, pisoteó la punta para apagarlo y exhaló el humo formando una gran voluta. Luego se puso derecho, se colocó bien sobre el hombro la bandolera del fusil y empezó a caminar.

El centinela del extremo opuesto hizo lo mismo.

Pete recorrió el siguiente bloque de casas y llegó al final de la calle. Entonces se puso a cuatro patas y cruzó la calzada con rapidez. Cuando llegó junto al fortín, se levantó.

Nadie lo había descubierto. Los dos centinelas seguían caminando hacia el centro del puente.

Pete buscó una granada y tiró de la anilla. Esperó unos segundos; Woody imaginó que lo hacía para evitar que los hombres de dentro del fortín tuvieran tiempo de arrojar fuera la granada.

Luego rodeó con el brazo la construcción semiesférica y, con cuidado, soltó la granada dentro.

Se oyeron rugir las carabinas de Joe y Mack. El centinela más cercano cayó, pero el otro resultó ileso. El hombre fue muy valiente y, en lugar de darse media vuelta y echar a correr, se arrodilló sobre una pierna y descolgó el fusil. Con todo, fue demasiado lento: las carabinas volvieron a disparar de forma casi simultánea y el centinela cayó sin haber llegado a disparar.

Entonces se oyó el ruido amortiguado de la granada de Pete al explotar dentro del fortín más cercano.

Woody ya había echado a correr a toda velocidad, y los hombres lo seguían de cerca. En cuestión de segundos, llegaron al puente.

El fortín tenía una portezuela baja de madera. Woody la abrió de golpe y entró. En el suelo había tres alemanes uniformados; estaban muertos.

Se dirigió a una de las ranuras y miró por ella. Ace y los cuatro hombres que lo acompañaban estaban cruzando a toda prisa el pequeño puente y, mientras, disparaban sus armas contra el otro fortín. La longitud del puente era solo de unos trescientos metros, pero les sobraba la mitad. Cuando alcanzaron el centro, una ametralladora abrió fuego. Los norteamericanos quedaron atrapados en un estrecho paso sin ninguna posibilidad de ponerse a cubierto. La ametralladora disparaba como loca y, en cuestión de segundos, cayeron los cinco. El arma siguió acribillándolos durante varios segundos más, para asegurarse de que estuvieran muertos y, de paso, de que también lo estuvieran los dos centinelas alemanes.

Cuando el fuego cesó, no se movía nadie.

Todo quedó en silencio.

—Dios Todopoderoso —exclamó Cameron el Zurdo, situado junto a Woody.

Woody estuvo a punto de echarse a llorar. Acababa de provocar la muerte de diez hombres, cinco norteamericanos y cinco alemanes, y aún no había conseguido cumplir su objetivo. El enemigo seguía ocupando el extremo opuesto del puente y podía impedir que las fuerzas aliadas lo cruzasen.

Le quedaban cuatro hombres. Si volvían a intentarlo y cruzaban juntos el puente, los matarían a todos. Tenía que pensar en otra cosa.

Examinó el terreno. ¿Qué podía hacer? Ojalá tuviera un tanque.

Debía darse prisa, era posible que hubiese tropas enemigas en otros puntos de la población, y los disparos las habrían alertado. Pronto las tendrían encima. Podía ocuparse de eso si tomaba los dos fortines; si no, se encontraría en apuros.

Si sus hombres no podían cruzar el puente, pensó con desesperación, tal vez pudieran cruzar el río a nado. Decidió echar una rápida mirada a la orilla.

—Mack y Joe el Cigarros —dijo—, disparad al otro fortín. Intentad acertar en la ranura. Eso los mantendrá ocupados mientras yo doy un vistazo por aquí.

Las carabinas abrieron fuego, y Woody aprovechó el momento para salir por la puerta.

Pudo ponerse a cubierto detrás del fortín mientras se asomaba por encima del pretil para examinar la orilla del río. Luego tuvo que cruzar a hurtadillas la calzada para observarla por el otro lado. No obstante, nadie disparó desde la posición enemiga.

El río no tenía ningún muro de contención. En vez de eso, una pendiente de tierra se introducía en el agua. Daba la impresión de que en la orilla opuesta sucedía lo mismo, pensó; claro que la luz era insuficiente para estar seguro. Un buen nadador sería capaz de llegar hasta allí, y si nadaba por debajo del arco del puente no sería fácil descubrirlo desde la posición enemiga. Así, podrían repetir la acción de Pete el Artero y meter otra granada en el fortín opuesto.

Examinando la estructura del puente, se le ocurrió una idea mejor. Por debajo del pretil había una cornisa de piedra de unos treinta centímetros de anchura. Cualquiera con un poco de aplomo podría deslizarse a gatas por ella sin ser visto.

Regresó al fortín ocupado por sus hombres. El más menudo era Cameron el Zurdo, y también era valiente, no se arredraba así como así.

—Zurdo —dijo Woody—. Hay una cornisa oculta en la parte de fuera del puente, por debajo de la barandilla. Seguramente la utilizan para hacer trabajos de reparación. Quiero que la cruces a gatas y lances una granada dentro del otro fortín.

—Eso está hecho —dijo el Zurdo.

La respuesta era un poco atrevida después de presenciar la muerte de cinco compañeros.

Woody se volvió hacia Mack y Joe el Cigarros.

—Cubridlo —ordenó. Los hombres empezaron a disparar.

—¿Y si me caigo? —preguntó el Zurdo.

—Solo está a cinco o seis metros del agua como máximo —respondió Woody—. No te pasará nada.

—Vale —dijo el Zurdo, que se dirigió a la puerta—. Pero no sé nadar —aclaró. Y se fue.

Woody lo vio cruzar corriendo la calzada. Cameron el Zurdo se asomó por encima del pretil, luego se sentó a horcajadas sobre él y se des lizó por la parte exterior hasta desaparecer de la vista.

—Muy bien —dijo Woody a los demás—. Seguid disparando. Va hacia allí.

Todos miraron por la ranura. Fuera, no se movía nada. Woody notó que se estaba haciendo de día: la visión del pueblo era cada vez más nítida. Sin embargo, no apareció ni uno solo de los habitantes; eran demasiado listos para eso. Tal vez las tropas alemanas se estuvieran movilizando en alguna calle cercana, pero no oía nada. Entonces reparó en que estaba prestando atención a si oía algún ruido del agua, temeroso de que el Zurdo se hubiera caído al río.

Un perro cruzó trotando el puente. Era un chucho corriente, de tamaño mediano, con la cola muy tiesa. Olisqueó los cadáveres con curiosidad y luego siguió su camino con paso airoso, como si tuviera cosas más importantes que hacer. Woody lo observó pasar junto al fortín y adentrarse en el barrio del otro lado del río.

El hecho de que hubiera amanecido significaba que el grueso de la tropa estaría desembarcando en la playa. Se decía que era el ataque anfibio más importante de la historia. Woody se preguntó a qué clase de resistencia tendrían que hacer frente. No había nadie más vulnerable que un soldado de infantería cargado con todo el equipo teniendo que cruzar una marisma, pues la playa ofrecía un terreno llano y despejado para que los artilleros ocultos tras las dunas pudieran dispararle. Se sintió muy agradecido por encontrarse dentro del fortín de hormigón.

El Zurdo tardaba mucho. ¿Se habría caído al agua sin hacer ruido? ¿Era posible que alguna otra cosa hubiera salido mal?

Entonces lo vio. Su delgada silueta color caqui se deslizó boca abajo por encima del pretil en el extremo opuesto del puente. Woody contuvo la respiración. El Zurdo se puso a gatas, avanzó hasta el fortín y se levantó pegando la espalda a la curvada pared. Con la mano izquierda sacó una granada. Tiró de la anilla, esperó unos segundos y se estiró para colarla por la ranura.

Woody oyó el estruendo de la explosión y observó un fogonazo refulgente por las ranuras. El Zurdo levantó los brazos por encima de la cabeza como un campeón.

—¡Vuelve a ponerte a cubierto, imbécil! —gritó Woody, aunque el Zurdo no podía oírlo. Podía haber un soldado alemán oculto en algún edificio cercano, deseoso de vengar la muerte de sus amigos.

Sin embargo, no sonó ningún disparo. Tras su breve danza de la victoria, el Zurdo entró en el fortín, y Woody se quedó más tranquilo.

Con todo, aún no estaban a salvo del todo. En esas circunstancias, un repentino ataque por parte de unas decenas de alemanes podía hacer que volvieran a ocupar el puente. Y, entonces, todo habría sido en vano.

Se esforzó por aguardar un minuto más para ver si las tropas enemigas se dejaban ver. No observó ningún movimiento. Empezaba a darle la impresión de que en Église-des-Soeurs no había un solo alemán, aparte de los que guardaban el puente. Era posible que los relevasen cada doce horas desde unos barracones situados a varios kilómetros de distancia.

—Joe el Cigarros —dijo—. Deshazte de los alemanes muertos. Échalos al río.

Joe arrastró los tres cadáveres fuera del fortín y los arrojó al agua. Luego hizo lo mismo con los dos centinelas.

—Pete y Mack —dijo Woody—, id a reuniros con el Zurdo en el otro fortín. Los tres tenéis que aseguraros de mantener los ojos bien abiertos, aún no hemos acabado con todos los alemanes de Francia. Si veis que se acercan tropas enemigas a vuestra posición, no dudéis, no negociéis: disparadles.

Los dos hombres salieron por la puerta y se dirigieron con paso apresurado hasta el fortín opuesto. Si los alemanes trataban de volver a conquistar el puente, les costaría lo suyo, sobre todo teniendo en cuenta que se estaba haciendo de día.

Woody se dio cuenta de que los norteamericanos muertos en medio del puente llamarían la atención de las fuerzas enemigas y les harían reparar en que los fortines estaban ocupados. Eso arruinaría el efecto sorpresa.

Eso significaba que también tenía que deshacerse de los cadáveres de sus compañeros.

Explicó a Joe lo que debía hacer y salió del fortín.

El aire de la mañana era fresco y limpio.

Se dirigió al centro del puente. Comprobó que ningún cuerpo tuviera pulso. No cabía duda: estaban muertos.

Uno por uno, cargó con sus compañeros y los arrojó por encima del pretil.

El último fue Ace Webber.

—Descansad en paz, chicos —dijo Woody cuando el cadáver de Ace cayó al agua. Guardó un minuto de silencio, con la cabeza baja y los ojos cerrados.

Cuando se volvió para marcharse, el sol empezaba a ascender.

VII

El gran temor de los Aliados al planear la operación era que los alemanes enviasen rápidamente tropas de refuerzo a Normandía y organizasen un poderoso contraataque que obligara a los invasores a volver a embarcarse, en una réplica del desastre de Dunkerque.

Lloyd Williams era uno de los hombres encargados de que tal cosa no ocurriera.

La tarea de ayudar a prisioneros fugitivos a regresar a su país había pasado a un segundo plano tras la invasión, y ahora trabajaba junto con la Resistencia francesa.

A finales de mayo, la BBC empezó a transmitir mensajes encriptados que desencadenaron una campaña de sabotaje en la Francia ocupada por los alemanes. Durante los primeros días de junio, cientos de líneas telefónicas fueron cortadas, sobre todo en puntos difíciles de loca lizar. Se incendiaban depósitos de combustible, las carreteras quedaban cortadas por árboles caídos y se rajaban neumáticos.

Lloyd estaba ayudando a los ferroviarios, que eran comunistas acérrimos y se hacían llamar Résistance Fer. Llevaban años volviendo locos a los nazis con sus subrepticias acciones subversivas. Era un misterio por qué los trenes de las tropas alemanas se desviaban por vías recónditas y acababan a muchos kilómetros de distancia de su destino. Las máquinas se estropeaban sin motivo aparente y los vagones descarrilaban. La cosa llegó a tal punto que los invasores decidieron reclutar a ferroviarios alemanes para que controlasen el sistema. Pero la situación empeoró. En la primavera de 1944, los ferroviarios empezaron a causar destrozos en la propia red. Volaban las vías e inutilizaban las enormes grúas destinadas a retirar los trenes siniestrados.

Los nazis no se lo tomaron a la ligera. Cientos de ferroviarios fueron ejecutados, y miles, deportados a campos de concentración. Sin embargo, la campaña fue en aumento, y para el Día D el tráfico de trenes en algunas zonas de Francia había quedado interrumpido.

Ahora, una jornada después del Día D, Lloyd se encontraba tendido en la cima de un terraplén, junto a la línea principal de Ruán, la capital de Normandía, en un punto donde la vía penetraba en un túnel. Desde su atalaya, veía los trenes que se aproximaban desde un kilómetro y medio de distancia.

Lloyd estaba acompañado de dos hombres más, que respondían a los sobrenombres de Legionnaire y Cigare. Legionnaire era el jefe de la Resistencia en ese barrio. Cigare era un ferroviario. Lloyd había llevado dinamita. La principal tarea de los británicos en la Resistencia francesa era suministrar armamento.

Los tres hombres quedaban medio ocultos tras unos altos matojos de hierba salpicados de flores silvestres. Era el lugar perfecto para llevar a una chica en un día soleado como ese, pensó Lloyd. A Daisy le encantaría.

Apareció un tren en la distancia. Cigare lo escrutó mientras se acercaba. El hombre tenía unos sesenta años, era bajo y nervudo, y tenía el rostro surcado de arrugas propio de un fumador empedernido. Cuando el tren estaba a medio kilómetro de distancia, sacudió la cabeza con gesto negativo. No era el que estaban esperando. La máquina pasó de largo, expulsando humo, y entró en el túnel. Arrastraba cuatro vagones de pasajeros, todos abarrotados tanto de civiles como de hombres uniformados. Lloyd tenía una presa más importante en perspectiva.

Legionnaire miró el reloj. Tenía la piel morena y llevaba un bigote negro, y Lloyd supuso que debía de haber algún ascendiente norteafricano en su árbol genealógico. Se le veía nervioso. Allí estaban, expuestos a la intemperie y a la luz del día. Cuanto más tiempo transcurriera, mayor riesgo había de que los descubriesen.

—¿Cuánto falta? —preguntó preocupado.

BOOK: El invierno del mundo
7.98Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Blood Pact (McGarvey) by Hagberg, David
Lifetime by Liza Marklund
Dead Set by Richard Kadrey
Seven Years to Sin by Day, Sylvia
Bingo by Rita Mae Brown
Grandmaster by Klass, David