Read El invierno del mundo Online

Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (34 page)

BOOK: El invierno del mundo
11.92Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Le gustó ver a tanta gente ya en las calles. Encontró también otras señales alentadoras. El lema de «No pasarán», tanto en español como en inglés, estaba escrito a tiza en las paredes allá donde mirara. Se notaba también una gran presencia de los comunistas, que estaban repartiendo panfletos. Las banderas rojas cubrían los alféizares de muchas ventanas. Un grupo de hombres que lucían condecoraciones de la Gran Guerra sostenían una pancarta en la que se leía: «Asociación de Excombatientes Judíos». Los fascistas detestaban que les recordaran la cantidad de judíos que habían luchado del lado de Gran Bretaña. Cinco soldados judíos habían recibido la más alta condecoración al valor del país, la Cruz Victoria.

Lloyd empezaba a pensar que, al final, a lo mejor sí que habría personas suficientes como para detener la marcha.

Gardiner’s Corner era una amplia intersección de cinco calles que recibía su nombre de la tienda de ropa escocesa, Gardiner and Company, que ocupaba el edificio de la esquina con su inconfundible torre de reloj. Nada más llegar allí, Lloyd vio que se esperaba alboroto. Había varios puestos de primeros auxilios y cientos de voluntarios de St. John Ambulance vestidos con sus uniformes. Había ambulancias aparcadas en todas las calles. Lloyd esperó que no se produjeran peleas; pero era mejor arriesgarse a la violencia, pensó, que dejar que los fascistas marcharan sin ningún impedimento.

Decidió dar un rodeo y llegarse hasta la Torre de Londres desde el noroeste para que no lo identificaran como vecino del East End. Pocos minutos antes de llegar allí ya se oían las bandas de música.

La Torre era un palacio que se levantaba junto al río y había simbolizado autoridad y represión durante ochocientos años. Estaba rodeada por un largo muro de vieja piedra clara que parecía haber perdido el color tras siglos y siglos de lluvia londinense. En el exterior de esa muralla, en el lado que daba a tierra firme, había un parque llamado Tower Gardens, y era allí donde se estaban reuniendo los fascistas. Lloyd calculó que ya debían de ser unos dos mil, y su formación ocupaba una franja que se alargaba hacia el oeste, donde se internaba en el distrito financiero. De vez en cuando entonaban a ritmo una consigna:

Un, dos, tres, cuatro
,

con los judíos hay que acabar
.

¡
Hay que acabar, hay que luchar
!

¡
Con los judíos hay que acabar
!

Las banderas que llevaban eran la Union Jack. Lloyd se preguntó por qué aquellos que querían destruir todo lo bueno de su país eran precisamente los que más prisa se daban en enarbolar la bandera nacional.

Su aspecto militar impresionaba, todos con sus anchos cinturones de cuero negro y sus camisas negras, formando ordenadas columnas sobre la hierba. Los oficiales llevaban un uniforme más elegante: una chaqueta negra de corte militar, pantalones de montar de color gris, botas altas, una gorra militar negra con una punta metálica y un brazalete rojo y blanco. Había muchos motoristas de uniforme dando estruendosas vueltas en sus motocicletas con gran ostentación, entregando mensajes y ofreciendo saludos fascistas. Cada vez llegaban más integrantes de la marcha, algunos de ellos en furgonetas acorazadas con una malla metálica en las ventanillas.

Aquello no era un partido político. Era un ejército.

El objetivo de aquella exhibición era arrogarse una falsa autoridad, supuso Lloyd. Querían que pareciera que tenían derecho a cancelar mítines y a vaciar edificios, a irrumpir en casas y oficinas y arrestar a gente, a llevárselos a rastras hasta calabozos y campamentos para allí apalearlos, interrogarlos y torturarlos, igual que hacían los camisas pardas en Alemania bajo ese régimen nazi tan admirado por Mosley y el propietario del
Daily Mail
, lord Rothermere.

Aterrorizarían a los vecinos del East End, gente cuyos padres y abuelos habían huido de la represión y los pogromos de Irlanda, Polonia y Rusia.

¿Saldrían los habitantes del barrio a las calles para enfrentarse a ellos? Si no lo hacían, si la marcha de ese día salía adelante como habían planeado, ¿a qué se atreverían los fascistas el día de mañana?

Caminó bordeando el parque, haciéndose pasar por uno de los casi cientos de espectadores fortuitos. Las calles secundarias se extendían desde aquel centro como los radios de una rueda. Por una de ellas, Lloyd vio acercarse un Rolls-Royce negro y crema que le resultó familiar. El chófer abrió la puerta de atrás y Lloyd, estupefacto y consternado, vio que quien bajaba era Daisy Peshkov.

No había duda de para qué estaba allí. Llevaba una versión femenina del uniforme de cuidada confección, con una larga falda gris en lugar de los pantalones de montar. Sus rubios rizos escapaban por debajo de la gorra negra. Por mucho que odiara aquella vestimenta, Lloyd no pudo evitar pensar que estaba irresistiblemente seductora.

Se detuvo, sin poder quitarle los ojos de encima. No sabía de qué se sorprendía: Daisy le había dicho que le gustaba Boy Fitzherbert, y era evidente que las ideas políticas de Boy no podían cambiar eso. Pero verla apoyando abiertamente a los fascistas en su ataque a los judíos londinenses le cayó como un mazazo que le hizo comprender lo ajena que era ella a todo lo que le importaba a él en la vida.

Lo mejor habría sido dar media vuelta y punto, pero no pudo. Al verla apresurarse por la acera, le bloqueó el paso.

—¿Qué narices estás haciendo tú aquí? —preguntó con brusquedad.

Ella se mantuvo serena.

—Yo podría hacerle a usted la misma pregunta, señor Williams —contestó—. Supongo que no tendrá intención de marchar con nosotros.

—¿Es que no entiendes lo que representa esta gente? Revientan mítines pacíficos, acosan a periodistas, meten en la cárcel a sus rivales políticos. Tú eres norteamericana… ¿cómo puedes ponerte en contra de la democracia?

—La democracia no es necesariamente el sistema político más apropiado para todos los países y todas las épocas. —Lloyd supuso que estaba citando la propaganda de Mosley.

—¡Pero esta gente tortura y mata a todo el que no está de acuerdo con ellos! —Pensó en Jörg—. Lo he visto con mis propios ojos, en Berlín. Estuve brevemente en uno de sus campos. Me obligaron a mirar cómo unos perros hambrientos mataban a un hombre desnudo en un ataque salvaje. Esa es la clase de cosas que hacen tus amigos los fascistas.

Daisy no se dejó intimidar.

—¿Y exactamente a quién han matado los fascistas aquí, en Inglaterra, en los últimos tiempos?

—Los fascistas británicos aún no han llegado al poder, pero ese Mosley tuyo admira a Hitler. Si algún día tienen la oportunidad, harán exactamente lo mismo que los nazis.

—¿Te refieres a que eliminarán el desempleo y le darán al pueblo orgullo y esperanza?

La atracción que Lloyd sentía hacia ella era tan fuerte que se le rompió el corazón al oírla escupir aquella sarta de sandeces.

—Sabes perfectamente lo que han hecho los nazis con la familia de tu amiga Eva.

—Eva se ha casado, ¿lo sabías? —comentó Daisy con el tono resueltamente alegre de quien intenta cambiar de tema durante una cena para tocar asuntos más propios—. Con el bueno de Jimmy Murray. Ahora es una esposa inglesa.

—¿Y sus padres?

Daisy apartó la mirada.

—No los conozco.

—Pero sí sabes lo que les han hecho los nazis. —Eva se lo había explicado todo a Lloyd durante el baile del Trinity—. A su padre ya no le permiten ejercer la medicina, así que trabaja de ayudante en una farmacia. No puede entrar en los parques ni en las bibliotecas públicas. ¡Incluso han borrado el nombre del padre de él del monumento a los caídos en la guerra que hay en su pueblo! —Lloyd se dio cuenta de que había subido la voz. Más calmado, añadió—: ¿Cómo puedes estar aquí, apoyando a los mismos que han hecho todo eso?

Ella parecía turbada.

—Voy a llegar tarde. Si me disculpas —dijo, en lugar de contestarle a la pregunta.

—No hay forma de disculpar lo que estás haciendo.

—Muy bien, hijo, ya basta —intervino el chófer.

Era un hombre de mediana edad y estaba claro que no hacía demasiado ejercicio, así que Lloyd no se sintió ni mucho menos intimidado, pero tampoco quería provocar una pelea.

—Ya me voy —dijo en un tono más calmado—. Pero no me llame «hijo».

El chófer lo cogió del brazo.

—Será mejor que me quite las manos de encima o lo tumbaré de un puñetazo antes de irme —añadió Lloyd, mirándolo a los ojos.

El chófer dudó un momento y Lloyd se puso en guardia, preparándose para reaccionar a la espera de la más mínima señal, como haría en el ring de boxeo. Si el chófer intentaba atacarlo, sería con un golpe directo pero lento y cadencioso, le resultaría fácil esquivarlo.

El hombre, sin embargo, o bien percibió que Lloyd estaba en guardia, o bien notó los músculos trabajados del brazo que le tenía agarrado; por una u otra razón, el caso es que retrocedió y lo soltó.

—Tampoco hace falta andarse con amenazas.

Daisy se alejó.

Lloyd se quedó mirando su espalda, vestida con aquel uniforme que le caía a la perfección, mientras caminaba a toda prisa hacia las filas de los fascistas. Con un gran suspiro de frustración, dio media vuelta y echó a andar en la dirección contraria.

Intentó concentrarse en el trabajo que tenía entre manos. Había sido una tontería amenazar a aquel conductor. Si se hubiera metido en una pelea, seguramente lo habrían detenido y habría tenido que pasarse el día en un calabozo de la policía… ¿En qué habría ayudado eso a derrotar al fascismo?

Ya eran las doce y media. Se alejó de Tower Hill, buscó un teléfono público y llamó al Consejo del Pueblo Judío para hablar con Bernie. Después de informarle de todo lo que había visto, Bernie le pidió un cálculo aproximado de la cantidad de policías que había en las calles entre la Torre y Gardiner’s Corner.

Lloyd cruzó hacia el lado este del parque y exploró las calles secundarias que salían desde allí. Lo que vio lo dejó sin habla.

Había esperado encontrarse con un centenar de agentes, más o menos. En realidad eran miles.

Flanqueaban las calles a lo largo de las aceras, esperaban en decenas de autobuses aparcados, y también montados ya en enormes caballos que formaban unas filas increíblemente cerradas. Solo dejaban un estrechísimo pasillo para la gente que quería recorrer las calles a pie. Había más policía que fascistas.

Desde el interior de uno de los autobuses, un agente uniformado le dirigió el saludo hitleriano.

Lloyd lo recibió con consternación. Si todos esos policías estaban del lado de los fascistas, ¿cómo iban a enfrentarse a ellos los contramanifestantes?

Aquello era mucho peor que una simple marcha fascista: era una marcha fascista con autoridad policial. ¿Qué clase de mensaje enviaban con ello a los judíos del East End?

En Mansell Street vio a un policía al que conocía de cuando hacía la ronda, Henry Clark.

—Hola, Nobby —dijo. Por alguna razón, a todos los Clark los llamaban «Nobby»—. Un policía acaba de hacerme el saludo hitleriano.

—No son de por aquí —explicó Nobby en voz baja, como si le estuviera haciendo una confidencia—. No viven con los judíos, como yo. Yo ya les he dicho que los judíos son como todo el mundo, que casi todos son gente decente y que acata las leyes, y algunos, maleantes y buscapleitos. Pero no me creen.

—Aun así… ¿el saludo de Hitler?

—A lo mejor ha sido una broma.

Lloyd no creía que lo fuera.

Dejó a Nobby y siguió camino. Vio que la policía estaba formando cordones allí donde las calles secundarias se adentraban ya en la zona de Gardiner’s Corner.

Entró en un pub que tenía teléfono (el día anterior había localizado todos los teléfonos que tendría a mano) y le dijo a Bernie que había por lo menos cinco mil policías en el vecindario.

—No podemos enfrentarnos a tantos polizontes —dijo, sombrío.

—No estés tan seguro —repuso Bernie—. Ve a echar un vistazo a Gardiner’s Corner.

Lloyd encontró la forma de evitar el cordón policial y se unió a la contramanifestación. Hasta que no logró llegar al centro de la calle, frente a Gardiner’s, no pudo apreciar en su totalidad la magnitud de la muchedumbre.

Era la mayor reunión de gente que había visto en la vida.

La encrucijada de las cinco calles estaba abarrotada, pero eso era solo el principio. La gente ocupaba también todo Whitechapel High Street, al este, hasta donde alcanzaba la vista. Commercial Road, que se extendía en dirección sudeste, también estaba llena hasta los topes. Por Leman Street, donde se encontraba la comisaría, no se podía ni pasar.

Lloyd pensó que debían de ser un centenar de miles de personas. Sintió ganas de lanzar el sombrero al aire y soltar un grito de júbilo. Los vecinos del East End habían salido en bloque a impedir el avance de los fascistas. Ya no había duda de cuáles eran sus sentimientos.

En el centro del cruce había un tranvía detenido, abandonado por el conductor y los pasajeros.

Lloyd, cada vez más imbuido de optimismo, se dio cuenta de que nada podría atravesar aquella multitud de personas.

Vio a su vecino, Sean Dolan, subirse a una farola y atar una bandera roja en lo alto. La banda de viento de la Brigada de Jóvenes Judíos estaba tocando… seguramente sin el conocimiento de los respetables y conservadores dirigentes del club. Una avioneta de la policía sobrevolaba la zona, una especie de autogiro, le pareció a Lloyd.

Cerca de los escaparates de Gardiner’s se encontró con su hermana, Millie, y su amiga, Naomi Avery. No quería que Millie se viera envuelta en ninguna situación violenta: solo con pensarlo se le helaba el corazón.

—¿Sabe papá que has venido? —le preguntó en tono de reprimenda.

—No seas bobo —contestó Millie, siempre tan despreocupada.

De hecho, a Lloyd le sorprendía mucho encontrársela allí.

—Pero si a ti normalmente no te interesa nada que tenga que ver con la política —dijo—. Pensaba que te iba más hacer dinero.

—Es verdad —dijo ella—, pero esto es diferente.

Lloyd se imaginó el disgusto que se llevaría Bernie si Millie resultaba herida.

—Me parece que será mejor que vuelvas a casa.

—¿Por qué?

Él miró en derredor. El ambiente de la aglomeración era amistoso y tranquilo. La policía estaba a bastante distancia, a los fascistas no se los veía por ninguna parte. Ese día no habría ninguna marcha, estaba claro. La gente de Mosley no podría abrirse camino a codazos por una muchedumbre de cien mil personas decididas a detenerlos, y sería una locura por parte de la policía dejar que lo intentaran. Seguro que no habría ningún peligro para Millie.

BOOK: El invierno del mundo
11.92Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Get More by Nia Stephens
The Boy With Penny Eyes by Sarrantonio, Al
Revolt 2145 by Genevi Engle
Last Chance by A. L. Wood
Sunset Ridge by Nicole Alexander
Adam Gould by Julia O'Faolain
Vamped by Lucienne Diver
Niagara Falls All Over Again by Elizabeth McCracken