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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (36 page)

BOOK: El invierno del mundo
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Entonces Lloyd vio que la policía no sabía qué hacer a continuación. Lo único que habían conseguido atravesando la barricada era encontrarse con otra, más sólida aún. No parecían tener ánimo suficiente para ponerse a desmontar la segunda, así que se quedaron dando vueltas en mitad de Cable Street, intercambiando impresiones con desgana y mirando con resquemor a los vecinos que los observaban desde las ventanas superiores.

Era demasiado pronto para proclamar la victoria, pero de todas formas Lloyd no podía contener una alegre sensación de éxito. Empezaba a parecer que ese día iban a ganar los antifascistas.

Se quedó en su puesto otro cuarto de hora, pero la policía no hizo nada más, así que al final abandonó la escena para ir en busca de una cabina de teléfono desde la que llamar.

Bernie se mostró prudente.

—No sabemos qué está sucediendo —dijo—. Parece que en todas partes nos están dando tregua, pero tenemos que descubrir cuál es la intención de los fascistas. ¿Puedes regresar a la Torre?

Estaba claro que Lloyd no podía cruzar por entre aquella congregación de policías, pero a lo mejor había otro camino.

—Podría intentarlo yendo por St. George Street —dijo con ciertas dudas.

—Tú haz lo que puedas. Quiero saber cuál será su siguiente movimiento.

Lloyd regresó hacia el sur por un laberinto de callejuelas. Esperaba no equivocarse con St. George Street. Quedaba fuera de la zona más comprometida, pero era posible que la muchedumbre se hubiera extendido hasta allí.

Sin embargo, tal como había esperado, allí no había aglomeraciones, aunque todavía oía el alboroto de la contramanifestación y también los gritos y los silbatos de la policía. Había algunas mujeres hablando en la calle, y una pandilla de niñas que saltaban a la comba en medio de la calzada. Lloyd torció hacia el oeste apretando el paso hasta ir casi corriendo. A cada esquina esperaba ver grupos de manifestantes y policía. Se encontró con unas personas que intentaban alejarse de los altercados —dos hombres con vendajes en la cabeza, una mujer con el abrigo desgarrado, un excombatiente con medallas que llevaba el brazo en cabestrillo—, pero no había muchedumbres. Al final corrió hasta el lugar en que la calle desembocaba en la Torre y logró entrar caminando sin impedimentos en Tower Gardens.

Los fascistas seguían allí.

Solo eso ya era todo un logro; así lo sintió Lloyd. Eran las tres y media: los integrantes de la marcha llevaban horas esperando inmóviles. Vio que su ánimo exultante había desaparecido. Ya no cantaban ni entonaban consignas; se limitaban a esperar callados e indiferentes, todavía en formación pero ya no en filas tan ordenadas. Habían bajado sus estandartes, las bandas habían dejado de tocar. Ya parecían derrotados.

Sin embargo, pocos minutos después se produjo un cambio. Un coche sin capota salió de una travesía lateral y recorrió las líneas de los fascistas, que lo recibieron con gritos de júbilo. Las filas se enderezaron, los oficiales saludaron, los fascistas se pusieron firmes. En el asiento de atrás de ese coche iba sentado su cabecilla, sir Oswald Mosley, un hombre apuesto, con bigote, vestido con el uniforme completo, gorra incluida. La espalda erguida con rigidez, iba saludando sin parar mientras su coche avanzaba a paso lento, como si fuera un monarca pasando revista a sus tropas.

Su presencia insufló un nuevo ímpetu a las fuerzas fascistas y preocupó a Lloyd. Aquello significaba que seguramente marcharían tal como habían planeado. Si no, ¿qué hacía ese hombre allí? El coche recorrió toda la formación fascista y se internó en el distrito financiero por una calle lateral. Lloyd esperó. Media hora después, Mosley regresó, esta vez a pie, saludando de nuevo y recibido con más vítores.

Cuando llegó a la cabeza de la marcha, dio media vuelta y, acompañado por uno de sus oficiales, entró en una travesía.

Lloyd lo siguió.

Mosley se acercó a un grupo de hombres de más edad que formaban un corrillo en la acera. Lloyd se sorprendió al reconocer entre ellos a sir Philip Game, el inspector jefe de la policía, con pajarita y sombrero de fieltro. Los dos hombres se enzarzaron en una conversación enardecida. Sir Philip debía de estar diciéndole a sir Oswald que la muchedumbre de los contramanifestantes era demasiado nutrida y que no podrían dispersarla. Pero ¿cuál sería su consejo para los fascistas? Lloyd deseó poder acercarse lo bastante para oír lo que decían, pero decidió no arriesgarse a acabar detenido y se quedó a una distancia prudencial.

El inspector jefe fue el que más habló. El cabecilla de los fascistas asintió con brío varias veces e hizo algunas preguntas. Después, los dos hombres se dieron la mano y Mosley se alejó.

Regresó al parque y consultó con sus oficiales. Entre ellos Lloyd reconoció a Boy Fitzherbert, que llevaba el mismo uniforme que Mosley. A Boy no le quedaba tan bien: el corte militar de esa vestimenta no parecía ajustarse a su constitución blanda, suave, y a la relajada sensualidad de su pose.

Parecía que Mosley estaba dándoles órdenes. Los hombres se despidieron con un saludo y se alejaron, sin duda para llevar a cabo sus instrucciones. ¿Qué les habría ordenado? La única opción sensata era que se dieran por vencidos y se marcharan a casa; pero, de haber tenido algo de sensatez, no habrían sido fascistas.

Se oyeron silbatos, las órdenes se transmitieron a gritos, las bandas empezaron a tocar y los hombres se pusieron firmes. Lloyd comprendió que iban a marchar. La policía debía de haberles asignado un itinerario. Pero ¿cuál?

Entonces iniciaron la marcha… y avanzaron en la dirección contraria. En lugar de dirigirse hacia el este y el East End, fueron hacia el oeste, al distrito financiero, que estaba desierto aquel domingo por la tarde.

Lloyd casi no se lo podía creer.

—¡Se han rendido! —gritó en voz alta.

—Eso parece, ¿verdad? —dijo un hombre que estaba a su lado.

Se quedó cinco minutos mirando cómo las columnas se iban alejando lentamente. Cuando ya no hubo duda alguna de lo que estaba sucediendo, corrió a una cabina y llamó a Bernie.

—¡Están marchando!

—¿Qué? ¿Por el East End?

—¡No, en la otra dirección! Van hacia el oeste, hacia la City. ¡Hemos ganado!

—¡Dios bendito! —Bernie habló entonces con la gente que tenía junto a él—: ¡Oídme todos! Los fascistas marchan hacia el oeste. ¡Se han rendido!

Lloyd oyó cómo toda la sala estallaba en gritos de alegría.

—No les quites ojo de encima y avísanos cuando ya no quede ni uno solo en Tower Gardens —dijo Bernie cuando pudo hablar, un minuto después.

—Desde luego. —Lloyd colgó.

Recorrió todo el perímetro del parque loco de entusiasmo. A cada minuto que pasaba estaba más claro que los fascistas habían sido derrotados. Sus bandas tocaban y ellos marchaban siguiendo el ritmo, pero sus pasos no tenían ímpetu alguno y ellos ya no cantaban que pensaban acabar con los judíos. Los judíos habían acabado con ellos.

Al pasar por delante de Byward Street, volvió a ver a Daisy.

Caminaba hacia el inconfundible Rolls-Royce negro y crema, y su ruta la haría cruzarse con Lloyd. Él no pudo resistir la tentación de regodearse.

—La gente del East End os ha rechazado, a vosotros y a vuestras ideas repugnantes —le dijo.

Ella se detuvo y lo miró, fría como nunca.

—Nos ha obstruido el paso una panda de maleantes —espetó con desdén.

—Aun así, ahora marcháis en la dirección contraria.

—Habéis ganado una batalla, pero no la guerra.

Lloyd pensó que eso podía ser cierto, pero había sido una batalla bastante importante.

—¿No vuelves a casa marchando con tu novio?

—Prefiero ir en coche —contestó ella—. Y no es mi novio.

A Lloyd le dio un vuelco el corazón, lleno de esperanza.

Pero Daisy añadió:

—Es mi marido.

Se quedó mirándola. Nunca había pensado que de verdad pudiera ser tan tonta. Lo había dejado sin habla.

—Es verdad —dijo ella al ver la incredulidad de su expresión—. ¿No viste las crónicas de nuestro enlace en los periódicos?

—No leo las páginas de sociedad.

Daisy le enseñó la mano izquierda, en la que llevaba un anillo de compromiso de diamantes y una alianza de oro.

—Nos casamos ayer. Hemos pospuesto la luna de miel para participar hoy en la marcha. Mañana volamos a Deauville en el avión de Boy.

Recorrió los pasos que había hasta el coche y el chófer le abrió la puerta.

—A casa, por favor —le dijo ella.

—Sí, milady.

Lloyd estaba tan furioso que quería pegarle un puñetazo a alguien.

Daisy volvió la mirada por encima del hombro.

—Adiós, señor Williams.

—Adiós, señorita Peshkov —logró contestar Lloyd.

—Ah, no. Ahora soy la vizcondesa de Aberowen.

Él se dio cuenta de lo mucho que le gustaba decirlo. Se había convertido en una «lady» con título nobiliario, y eso lo era todo para ella.

Daisy se subió al coche y el chófer cerró la puerta.

Lloyd dio media vuelta. Se avergonzó al notar que tenía lágrimas en los ojos.

—Maldita sea —dijo en voz alta.

Inspiró fuerte y se tragó las lágrimas. Irguió los hombros y se dirigió de nuevo al East End apretando el paso. El triunfo del día había quedado empañado. Sabía que había sido una tontería encapricharse de ella puesto que estaba claro que él no le interesaba en absoluto, pero de todas formas le partía el corazón que Daisy hubiera decidido echarse a perder junto a Boy Fitzherbert.

Intentó quitársela de la cabeza.

Los agentes de la policía estaban regresando a sus autobuses y se marchaban de la zona. A Lloyd no le había sorprendido su brutalidad —había vivido en el East End toda su vida, y era un barrio duro—, pero sí que le había extrañado su antisemitismo. Habían insultado a las mujeres llamándolas «putas judías», y a los hombres, «judíos malnacidos». En Alemania, la policía había apoyado a los nazis y había hecho frente común con los camisas pardas. ¿Sucedería lo mismo en Inglaterra? ¡Claro que no!

El gentío de Gardiner’s Corner había empezado a celebrarlo dando gritos de alegría. La banda de la Brigada de Jóvenes Judíos tocaba una melodía de jazz para que hombres y mujeres bailaran, y las botellas de whisky y ginebra ya habían empezado a pasar de mano en mano. Lloyd decidió ir al Hospital de Londres a ver cómo estaba Millie. Después seguramente tendría que ir a la sede del Consejo Judío y darle a Bernie la noticia de que habían herido a su hija.

Antes de poder hacer nada más, se tropezó con Lenny Griffiths.

—¡Los hemos mandado al cuerno! —exclamó con entusiasmo.

—¡Ya lo creo que sí! —Lloyd sonreía de oreja a oreja.

Lenny bajó entonces la voz.

—Vencimos a los fascistas aquí y también los venceremos en España.

—¿Cuándo os marcháis?

—Mañana. Dave y yo vamos a coger el tren a París por la mañana.

Lloyd le puso un brazo sobre los hombros.

—Me voy con vosotros —dijo.

4

1937

I

Volodia Peshkov agachó la cabeza ante la copiosa nevada mientras cruzaba el puente sobre el río Moscova. Llevaba un grueso sobretodo, un sombrero de piel y un par de botas de cuero fuerte. Pocos moscovitas vestían tan bien. Volodia era afortunado.

Siempre había tenido botas de buena calidad. Su padre, Grigori, era comandante del ejército. Era un hombre con poca ambición: aunque había sido un héroe de la revolución bolchevique y había conocido a Stalin, su carrera se había estancado en algún punto durante los años veinte. Con todo, su familia siempre había vivido con holgura.

Por contra, Volodia sí tenía ambiciones. Después de terminar la universidad había ingresado en la prestigiosa Academia de los Servicios Secretos del Ejército. Un año más tarde lo habían destinado al cuartel general de los servicios secretos del Ejército Rojo.

Su mayor filón había sido conocer a Werner Franck en Berlín, donde su padre trabajaba como agregado militar en la embajada soviética. Werner estudiaba en la misma escuela que él, aunque en una clase de grado inferior. Al enterarse de que el joven Werner odiaba el fascismo, Volodia le sugirió que la mejor forma de luchar contra los nazis era trabajar de espía para los rusos.

En aquel entonces Werner solo tenía catorce años, pero ahora había cumplido los dieciocho, trabajaba en el Ministerio del Aire, odiaba a los nazis aún más y poseía un poderoso transmisor de radio y un libro de códigos. Era ingenioso y valiente, asumía grandes riesgos y recogía información de valor inestimable. Y Volodia era su contacto.

Volodia no veía a Werner desde hacía cuatro años, pero lo recordaba perfectamente. Era alto, tenía el pelo de un llamativo color bermejo y, por su apariencia y comportamiento, siempre daba la impresión de ser mayor de lo que en realidad era; incluso a los catorce años tenía un éxito envidiable con las mujeres.

Hacía poco que Werner lo había puesto sobre aviso con respecto a Markus, un diplomático de la embajada alemana en Moscú que era comunista en secreto. Volodia se había puesto en contacto con Markus y lo había reclutado como espía. Markus llevaba unos cuantos meses proporcionándole continuos informes que Volodia traducía al ruso y trasladaba a su jefe. El último era un relato fascinante de cómo los líderes empresariales estadounidenses filonazis abastecían a los insurgentes derechistas españoles de camiones, neumáticos y combustible. El presidente de Texaco y admirador de Hitler, Torkild Rieber, utilizaba los petroleros de la compañía para pasar combustible de contrabando a las tropas de Franco vulnerando la disposición expresa del presidente Roosevelt.

Volodia iba camino de encontrarse con Markus.

Avanzó por la avenida Kutúzovski y torció hacia la estación de Kiev. Ese día su cita debía tener lugar en un bar cercano a la estación frecuentado por obreros. Nunca se encontraban dos veces en un mismo sitio sino que al final de cada reunión concertaban la siguiente: Volodia era muy meticuloso en relación con la forma de efectuar los intercambios. Siempre utilizaban bares o cafés baratos donde los colegas diplomáticos de Markus no pondrían los pies ni por asomo. Si por algún motivo Markus acababa despertando sospechas y lo seguía un agente de contraespionaje alemán, Volodia lo sabría porque el hombre destacaría entre los demás clientes.

El bar en cuestión se llamaba Ucrania. Su estructura era de madera, como la de la mayoría de los edificios de Moscú. Las ventanas se veían empañadas, o sea que por lo menos el interior debía de estar caldeado. No obstante, Volodia no entró enseguida, tenía que tomar más precauciones. Cruzó la calle y se coló en el portal de un edificio de viviendas. Aguardó de pie en el frío vestíbulo mientras observaba el bar a través de un ventanuco.

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