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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (90 page)

BOOK: El invierno del mundo
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A lo largo de mayo empezaron a acumularse pruebas de que se estaba preparando un importante ataque japonés en una ubicación a la que llamaban AF.

La suposición más fundamentada de la unidad era que ese AF significaba Midway, el atolón que quedaba en el extremo occidental de la cadena de islas que empezaba en Hawai y se extendía a lo largo de 2.500 kilómetros. Midway quedaba a medio camino entre Los Ángeles y Tokio.

Con una suposición no bastaba, desde luego. Dada la superioridad numérica de la marina de guerra japonesa, el almirante Nimitz tenía que saberlo a ciencia cierta.

Día a día, los hombres con quienes trabajaba Chuck iban dibujando un agorero retrato del orden de batalla japonés. Sus portaaviones recibían nuevos aviones de combate, habían hecho embarcar a una «fuerza de ocupación»… Los japoneses tenían pensado aferrarse a todo territorio que conquistaran.

Parecía que aquella vez iba en serio, pero ¿dónde se produciría el ataque?

Los hombres del sótano estaban especialmente orgullosos de haber descodificado un mensaje de la flota japonesa que apelaba a Tokio: «Acelerar envío mangas repostaje». Estaban encantados, en parte por el lenguaje especializado, pero sobre todo porque esa señal demostraba la existencia de una maniobra oceánica de largo alcance inminente.

Sin embargo, el alto mando norteamericano pensaba que el ataque podía producirse en Hawai, y el ejército temía una invasión de la costa Oeste de Estados Unidos. Incluso el equipo de Pearl Harbor tenía la inquietante sospecha de que podía tratarse de la isla de Johnston, una pista de aterrizaje que quedaba a unos 1.700 kilómetros al sur de Midway.

Tenían que estar seguros al cien por cien.

A Chuck se le había ocurrido una idea para corroborarlo, pero dudaba de si decir algo. Los criptoanalistas eran muy inteligentes; él, en cambio, no. Nunca había sacado buenas notas en el colegio. Cuando iba a tercero, un compañero de clase lo llamó Chucky el Chusco y él se había echado a llorar, con lo que solo había conseguido que se le quedara el mote. Aún pensaba en sí mismo como Chucky el Chusco.

A la hora de comer, Eddie y él fueron a la cantina a por unos sándwiches y unos cafés, y luego se sentaron junto a los muelles, mirando a las aguas del puerto. El paisaje iba recuperando la normalidad. Gran parte de la gasolina había desaparecido, y también habían retirado muchos de los restos de los buques.

Mientras comían, un portaaviones tocado apareció por Hospital Point y se dispuso a entrar lentamente en el puerto dejando tras de sí una mancha de petróleo que se extendía hasta mar abierto. Chuck reconoció la nave: era el
Yorktown
. Tenía el casco ennegrecido a causa del hollín y presentaba un enorme boquete en la cubierta de vuelo, era de suponer que abierto por una bomba japonesa en la batalla del mar del Coral. Sirenas y bocinas empezaron a sonar como una fanfarria de bienvenida a medida que la embarcación se acercaba al Astillero Naval, y los remolcadores se reunieron para hacerla entrar por las compuertas abiertas del Dique Seco N.º 1.

—He oído decir que tiene trabajo para tres meses —comentó Eddie. Estaba destinado en el mismo edificio que Chuck, pero en la oficina de los servicios secretos navales, en el piso de arriba, así que se enteraba de más chismes—. Pero se hará otra vez a la mar dentro de tres días.

—¿Cómo van a conseguirlo?

—Ya han empezado. El jefe de mecánicos se trasladó en avión hasta el portaaviones… ya está a bordo, con un equipo. Y mira el dique seco.

Chuck vio que en el dique vacío se estaban reuniendo hombres y maquinaria a toda velocidad: no era capaz de contar la cantidad de sopletes que esperaban ya en el muelle.

—De todas formas solo le harán un apaño —explicó Eddie—. Repararán la cubierta y se asegurarán de que pueda navegar, todo lo demás tendrá que esperar.

El nombre de aquel barco tenía algo que inquietaba a Chuck. No se quitaba de encima esa sensación de comezón. ¿Qué significaba Yorktown? El sitio de Yorktown había sido la última gran batalla de la guerra de la Independencia de Estados Unidos. ¿Era eso significativo por alguna razón?

—Vosotros dos, mariposones, volved al trabajo —soltó el capitán Vandermeier, que pasaba por allí.

—Un día de estos le voy a dar una paliza —dijo Eddie a media voz.

—Cuando acabe la guerra, Eddie —repuso Chuck.

Al regresar al sótano y ver a Bob Strong en su escritorio, Chuck se dio cuenta de que había solucionado el problema del teniente.

Volvió a mirar por encima del hombro del criptoanalista y vio la misma hoja de papel con las mismas seis sílabas japonesas:

YO–LO–KU–TA–WA–NA

Tuvo la delicadeza de hacer que pareciera que lo había resuelto el propio Strong.

—¡Pero si ya lo tiene, teniente! —exclamó.

Strong reaccionó con desconcierto.

—¿Ah, sí?

—Es un nombre inglés, así que los japoneses lo han deletreado fonéticamente.

—¿
Yolokutawana
es un nombre inglés?

—Sí, señor. Así es como pronuncian Yorktown los japoneses.

—¿Qué? —Strong parecía perplejo.

Durante un angustioso momento, Chucky el Chusco se preguntó si no se habría equivocado por completo.

—¡Dios mío, tiene usted razón! —exclamó Strong entonces—.
Yolokutawana…
Yorktown, ¡con acento japonés! —Se echó a reír, encantado—. ¡Gracias! —le dijo, entusiasmado—. ¡Buen trabajo!

Chuck dudó un instante. Tenía otra idea. ¿Debía comentar lo que le rondaba por la cabeza? Descifrar códigos no era trabajo suyo, pero Estados Unidos estaba al borde de la derrota. Quizá sí debiera arriesgarse.

—¿Puedo hacer otra sugerencia?

—Dispare.

—Es sobre esa denominación de AF. Necesitamos la confirmación definitiva de que se trata de Midway, ¿verdad?

—Pues sí.

—¿No podríamos escribir un mensaje sobre Midway que los japoneses quisieran retransmitir en su propio código? Así, cuando interceptáramos esa retransmisión, podríamos descubrir cómo han cifrado el nombre.

Strong se quedó pensativo.

—Tal vez —dijo—. Quizá debiéramos enviar nuestro mensaje en abierto, para asegurarnos de que lo entienden.

—Podríamos hacerlo así, pero entonces tendría que ser algo no demasiado confidencial… Quizá: «Brote de enfermedades venéreas en Midway, envíen medicamentos, por favor», o algo por el estilo.

—Pero ¿por qué querrían retransmitir algo así los japoneses?

—Cierto, de modo que tiene que ser algo con relevancia militar, pero no alto secreto. Como las condiciones climatológicas.

—Hasta los partes meteorológicos son secretos, en la actualidad.

—¿Y algo sobre la escasez de agua? —sugirió el criptoanalista del escritorio contiguo—. Si están pensando en una ocupación, esa información será importante para ellos.

—Maldita sea, sí que podría funcionar. —Strong se iba entusiasmando por momentos—. Supongamos que Midway envía un mensaje en abierto a Hawai, diciendo que se les ha averiado la planta de desalinización.

—Y Hawai responde, diciendo que envían un cargamento de agua —añadió Chuck.

—Seguro que los japoneses retransmitirán el mensaje, si están planeando atacar el atolón. Tendrán que hacer planes para enviar agua potable.

—Y cifrarán el mensaje para evitar alertarnos de su interés por Midway.

Strong se puso en pie.

—Venga conmigo —le dijo a Chuck—. Vamos a planteárselo al jefe, a ver qué le parece a él la idea.

Los mensajes se enviaron ese mismo día.

Al día siguiente, un mensaje de radio japonés informaba de la escasez de agua potable en AF.

El objetivo era Midway.

El almirante Nimitz se dispuso a tender una trampa.

III

Esa noche, mientras más de mil trabajadores se afanaban por arreglar el portaaviones
Yorktown
, inutilizado desde el ataque a Pearl Harbor, y reparar los daños a la luz de arcos voltaicos, Chuck y Eddie salieron a The Band Round The Hat, un bar que había en una callejuela oscura de Honolulu. El local estaba abarrotado, como siempre, lleno de marineros y de lugareños. Casi todos los clientes eran hombres, aunque también había unas cuantas enfermeras, en parejas. A Chuck y a Eddie les gustaba aquel sitio porque los demás hombres eran como ellos. A las lesbianas les gustaba porque los hombres no intentaban ligar con ellas.

Nada sucedía abiertamente, claro está. A un hombre podían expulsarlo de la armada y encarcelarlo por cometer actos de homosexualidad. Aun así, en aquel establecimiento se sentían cómodos. El líder de la banda llevaba maquillaje. El cantante hawaiano iba travestido, aunque el resultado era tan convincente que había quien no se había dado cuenta de que era un hombre. El propietario tenía más pluma que un pavo real. Los hombres podían bailar juntos y a nadie le llamaban «finolis» por pedir vermut.

Desde la muerte de Joanne, Chuck sentía que quería a Eddie más aún. Evidentemente, siempre había sabido que a Eddie podían matarlo, en teoría; pero el peligro nunca le había parecido real. De pronto, tras el ataque a Pearl Harbor, no pasaba un día sin que visualizara a aquella chica tan guapa tirada en el suelo y cubierta de sangre, y a su hermano sollozando a su lado con el corazón roto. Bien podría haber sido el propio Chuck, arrodillado junto a Eddie, sintiendo ese mismo dolor insoportable. Chuck y Eddie habían escapado de la muerte el 7 de diciembre, pero seguían estando en guerra y la vida era algo fugaz. Cada día que pasaban juntos era muy valioso porque podía ser el último.

Chuck estaba apoyado en la barra con una cerveza en la mano, y Eddie se había sentado en un taburete. Se estaban riendo de un piloto de la armada que se llamaba Trevor Paxman —a quien todos conocían como Trixie—, que les estaba relatando la única ocasión en que había intentado acostarse con una chica.

—¡Estaba horrorizado! —exclamó Trixie—. Creía que ahí abajo todo sería pulcro, no sé, suave, como las chicas de los cuadros… ¡pero tenía más pelo que yo! —Todos estallaron en carcajadas—. ¡Era como un gorila! —En ese momento, Chuck vio por el rabillo del ojo la fornida figura del capitán Vandermeier entrando en el local.

Pocos oficiales frecuentaban los bares de los soldados rasos. No es que estuviera prohibido, simplemente se percibía como una falta de consideración, una descortesía, era como entrar con las botas llenas de barro en el restaurante del Ritz-Carlton. Eddie se volvió de espaldas con la esperanza de que Vandermeier no lo viera.

No tuvo suerte. Vandermeier fue directo hacia ellos.

—Vaya, vaya, todas las chicas vamos a parar al mismo sitio, ¿verdad? —dijo.

Trixie dio media vuelta y se fundió con la gente.

—¿Adónde va ese? —preguntó Vandermeier. Estaba ya tan borracho que arrastraba las palabras.

Chuck vio que el rostro de Eddie se ensombrecía.

—Buenas noches, capitán —dijo Chuck con formalidad—. ¿Me deja que le invite a una cerveza?

—Whisky con hielo.

Chuck le pidió la bebida. Vandermeier dio un buen trago.

—Bueno —dijo después—, he oído decir que en este sitio la acción está fuera, en la parte de atrás… ¿es eso cierto? —Miró a Eddie.

—Ni idea —repuso este con frialdad.

—Anda, venga —insistió Vandermeier—. Extraoficialmente.

Le dio unas palmaditas en la rodilla a Eddie, que se levantó con tal brusquedad que empujó el taburete hacia atrás.

—No me toque —dijo.

—Tranquilo, Eddie —advirtió Chuck.

—¡Ningún reglamento de la armada dice que tenga que dejarme manosear por esta reinona!

—¿Qué me has llamado? —preguntó Vandermeier con voz etílica.

—Si me vuelve a tocar, juro que le arranco esa cabeza repugnante que tiene.

—Capitán Vandermeier, señor, conozco otro sitio mucho mejor que este. ¿Le apetece que vayamos allí? —propuso Chuck.

—¿Qué? —El capitán parecía confuso.

—Un sitio más pequeño, más tranquilo… —improvisó Chuck—. Como este, pero más íntimo. ¿Sabe a qué me refiero?

—¡Suena bien! —Apuró su vaso.

Chuck tomó a Vandermeier del brazo derecho y le hizo una señal a Eddie para que se ocupara del izquierdo. Entre los dos sacaron al capitán borracho del local.

Por suerte, había un taxi esperando en la penumbra del callejón. Chuck abrió la portezuela del coche.

En ese momento, Vandermeier besó a Eddie. Lo rodeó con sus brazos y apretó los labios contra los del chico.

—Te quiero —dijo.

Chuck sintió que el miedo se apoderaba de él. Ya no había forma de acabar bien con aquello.

Eddie le atizó un puñetazo a Vandermeier en el estómago con todas sus fuerzas. El capitán soltó un gruñido y resopló. Eddie volvió a golpearle, esta vez en la cara. Chuck se interpuso entre ambos. Antes de que Vandermeier pudiera caer al suelo, lo empujó con destreza hacia el asiento de atrás del taxi.

Se inclinó por la ventanilla del acompañante y le dio al conductor un billete de diez dólares.

—Llévelo a casa y quédese con el cambio.

El taxi se alejó.

Chuck miró a Eddie.

—Vaya, hombre —dijo—, nos has metido en un buen lío.

IV

Sin embargo, nadie acusó a Eddie Parry de agredir a un oficial.

El capitán Vandermeier apareció a la mañana siguiente en el Viejo Edificio de la Administración con un ojo morado, pero no presentó cargos. Chuck supuso que la carrera del hombre terminaría en cuanto admitiera que se había visto involucrado en una pelea en The Band Round The Hat. Sin embargo, eso no impidió que allí todos comentaran su moratón.

—Vandermeier dice que resbaló por culpa de una mancha de gasolina que había en su garaje y que se dio un golpe en la cara contra el cortacésped, pero yo creo que ese ojo morado se lo ha puesto su mujer. ¿La habéis visto? Se parece a Jack Dempsey, el boxeador.

Ese día, los criptoanalistas del sótano le dijeron al almirante Nimitz que los japoneses atacarían Midway el 4 de junio. En concreto, informaron de que la fuerza japonesa se situaría a 280 kilómetros al norte del atolón a las siete de la mañana.

Estaban casi tan seguros como hacían pensar sus palabras.

Eddie tenía un ánimo sombrío.

—¿Qué posibilidades tenemos? —preguntó cuando Chuck y él se reunieron para comer.

Como también él trabajaba en los servicios secretos de la armada, conocía el potencial de las fuerzas japonesas, según las estimaciones de los descifradores.

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