Read El invierno del mundo Online
Authors: Ken Follett
—No hay clemencia para los cobardes —dijo Bobrov, y se alejó.
Lloyd contempló a Dave tendido en el suelo: delgado, mugriento, valiente como un león, con dieciséis años y muerto. No lo habían matado los fascistas sino un oficial soviético estúpido y sanguinario. Qué pérdida tan absurda, pensó Lloyd, y se le arrasaron los ojos en lágrimas.
Un sargento salió corriendo del establo.
—¡Se han rendido! —gritó con alegría—. La ciudad ha capitulado; han izado la bandera blanca. ¡Hemos tomado Belchite!
Al final el mareo venció a Lloyd, y se desmayó.
El clima en Londres era frío y húmedo. Lloyd recorrió Nutley Street bajo la lluvia, en dirección a casa de su madre. Aún lucía la cazadora con cremallera y los pantalones de pana que constituían el uniforme del ejército español, y unas botas sin calcetines. Llevaba una pequeña mochila que contenía la muda limpia, una camisa y una taza de hojalata. Alrededor del cuello llevaba el fular rojo que Dave había convertido en un cabestrillo improvisado para su brazo herido. El brazo seguía doliéndole, pero ya no necesitaba el cabestrillo.
Era un atardecer de octubre.
Tal como esperaba, lo habían subido a un tren de abastecimiento con rumbo a Barcelona, atestado de prisioneros rebeldes. El trayecto no debía de ser de más de ciento cincuenta kilómetros, pero habían tardado tres días en recorrerlo. En Barcelona, lo habían separado de Lenny y perdieron el contacto. Luego logró que lo recogiera un camión que se dirigía hacia el norte. Tras apearse, caminó, hizo autostop y viajó en vagones de tren llenos de carbón, de grava y, en una afortunada ocasión, de cajas de vino. Cruzó la frontera de Francia a hurtadillas, de noche. Había dormido al raso, mendigado comida y realizado todo tipo de tareas a cambio de unas pocas monedas; y durante dos semanas tuvo la suerte de trabajar de vendimiador en una viña de Burdeos, lo que le permitió ahorrar el dinero necesario para cruzar el canal de la Mancha en barco. Ahora estaba en casa.
Aspiró el olor del hollín y la humedad de Aldgate como si fuera perfume. Se detuvo frente a la verja del jardín y observó la casa donde había nacido más de veintidós años atrás. La luz brillaba tras las ventanas azotadas por la lluvia: había alguien en casa. Se dirigió a la puerta principal. Aún tenía la llave, la guardaba junto con el pasaporte. Entró.
Dejó la mochila en el suelo del recibidor, junto a la percha para sombreros.
Oyó una voz procedente de la cocina.
—¿Quién es? —Era su padrastro, Bernie.
Lloyd descubrió que se había quedado sin habla.
Bernie salió al recibidor.
—¿Quién…? —Entonces reconoció a Lloyd—. ¡Válgame Dios! —exclamó—. Eres tú.
—Hola, papá —lo saludó Lloyd.
—Hijo mío —dijo Bernie, y le dio un fuerte abrazo—. Estás vivo. —Lloyd notó el temblor de sus sollozos.
Al cabo de un minuto, Bernie se frotó los ojos con la manga de la chaqueta de punto y se dirigió al pie de las escaleras.
—¡Eth! —gritó.
—¿Qué?
—Tienes visita.
—Un momento.
Bajó al cabo de unos segundos ataviada con un vestido azul, tan guapa como siempre. A mitad de las escaleras, reparó en el rostro de Lloyd y palideció.
—Oh,
Duw
—dijo—. Lloyd… —Bajó corriendo el resto de los escalones y le echó los brazos al cuello—. ¡Estás vivo! —exclamó.
—Te escribí desde Barcelona…
—No he recibido esa carta.
—Así, no sabes…
—¿Qué?
—Que Dave Williams murió.
—¡Oh, no!
—Lo mataron en la batalla de Belchite. —Lloyd había decidido no contar la verdad acerca de la forma en que Dave había muerto.
—¿Y Lenny Griffiths?
—No lo sé. Perdimos el contacto. Esperaba que hubiera regresado a casa antes que yo.
—No, no saben nada de él.
—¿Qué tal van las cosas por allí? —preguntó Bernie.
—Los fascistas están ganando. Y la culpa es sobre todo de los comunistas, que están más interesados en combatir a los otros grupos de izquierdas.
Bernie se quedó horrorizado.
—No puede ser.
—Es cierto. Si algo he aprendido en España es que tenemos que combatir a los comunistas tanto como a los fascistas. Son perversos, los unos y los otros.
Su madre lanzó una sonrisa irónica.
—No sé por qué, ya me lo imaginaba. —Lloyd se dio cuenta de que hacía mucho tiempo que lo sospechaba.
—Basta de política —dijo él—. ¿Cómo estás, mamá?
—Ah, igual que siempre. Pero ¿y tú? Mírate, ¡estás en los huesos!
—En España no había gran cosa para comer.
—Voy a prepararte algo.
—No hay prisa. Llevo doce meses pasando hambre; podré resistirlo unos minutos más. Pero te diré qué me apetece mucho.
—¿Qué? ¡Pide lo que sea!
—Me encantaría que me prepararas una buena taza de té.
1939
Thomas Macke vigilaba la embajada soviética en Berlín cuando Volodia Peshkov salió de ella.
La policía secreta prusiana se había transformado en la nueva y más eficiente Gestapo hacía seis años, pero el comisario Macke continuaba al cargo de la sección que seguía el rastro a traidores y subversivos en la ciudad de Berlín. De ellos, los más peligrosos sin duda estaban recibiendo órdenes desde aquel edificio situado en los números 63-65 de Unter den Linden. Por ello Macke y sus hombres vigilaban a todo el que entraba y salía de él.
La embajada era una fortaleza
art déco
de piedra blanca que reflejaba la luz cegadora del sol de agosto. Una linterna sustentada en columnas se erigía atenta sobre la edificación central, y en las alas que se extendían a ambos lados había hileras de ventanas altas y estrechas, como soldados de gala en posición de firmes.
Macke estaba sentado frente a él, en la terraza de una cafetería. Por la avenida más elegante de Berlín transitaba un sinfín de coches y bicicletas; las mujeres iban de compras ataviadas con vestidos y sombreros veraniegos; los hombres caminaban con paso enérgico con trajes o elegantes uniformes. Resultaba difícil creer que aún hubiese comunistas alemanes. ¿Cómo podía nadie oponerse a los nazis? Alemania estaba transformada. Hitler había erradicado el desempleo, algo que ningún otro dirigente europeo había conseguido hacer. Las huelgas y las manifestaciones no eran sino un recuerdo lejano de los malos tiempos, ya pasados. La policía gozaba de eficaces competencias para sofocar la criminalidad. El país prosperaba; muchas familias disponían ya de una radio y pronto tendrían «coches del pueblo» con los que viajar por las nuevas autopistas.
Y eso no era todo. Alemania volvía a ser fuerte. El ejército estaba bien armado y era poderoso. En los dos años anteriores, tanto Austria como Checoslovaquia habían sido anexionados por la Gran Alemania, que era ya la potencia dominante de Europa. La Italia de Mussolini se había aliado con Alemania mediante el Pacto de Acero. Ese mismo año, Madrid había caído finalmente en manos de los rebeldes de Franco, y España tenía ahora un gobierno afín al fascismo. ¿Cómo podía ningún alemán desear la reversión de todo eso y colocar el país bajo el puño de los bolcheviques?
A ojos de Macke, quienes lo hacían eran escoria, mugre, sabandijas que había que buscar de forma implacable y aniquilar. Mientras pensaba en ellos, su cara se contrajo en un gesto ceñudo y furioso, y repiqueteó con el pie sobre la acera como preparándose para pisotear a un comunista.
Entonces vio a Peshkov.
Era un hombre joven, ataviado con un traje de sarga azul y con un abrigo ligero colgado del brazo, como en previsión de que el tiempo fuese a cambiar. Pese a ir vestido de civil, el pelo cortado al rape y el brío de sus andares evocaban al ejército, y el modo en que escrutó la calle, con un gesto falsamente despreocupado pero minucioso, hacía pensar en los servicios secretos del Ejército Rojo o bien en el NKVD, la policía secreta rusa.
A Macke se le aceleró el pulso. Obviamente, sus hombres y él conocían de vista a todos los empleados de la embajada. Las fotografías de sus pasaportes estaban archivadas, y el equipo las examinaba a todas horas. Pero él no sabía mucho acerca de Peshkov. Recordaba haber leído en su expediente que tenía unos veinticinco años, de modo que debía de ser un subalterno irrelevante. O tal vez se le daba bien fingir que lo era.
Peshkov cruzó Unter den Linden y caminó hacia donde se encontraba Macke, cerca de la esquina con Friedrichstrasse. Mientras se aproximaba a él, Macke observó que el ruso era bastante alto y de complexión atlética. Tenía un aire vivaz y mirada intensa.
Macke volvió la cara, repentinamente nervioso. Tomó la taza y sorbió los posos fríos del café, tapándose parcialmente la cara con ella. No quería encontrarse con aquellos ojos azules.
Peshkov dobló por Friedrichstrasse. Macke hizo un gesto afirmativo en dirección a Reinhold Wagner, que estaba apostado en la esquina de enfrente, y Wagner siguió a Peshkov. A continuación, Macke se puso en pie y siguió a Wagner.
No todos los agentes de los servicios secretos del Ejército Rojo eran espías al uso, claro está. Conseguían la mayor parte de la información por medios legítimos, en particular los periódicos alemanes. No creían necesariamente todo lo que leían, pero tomaban nota de claves como el anuncio de una fábrica de armas que solicitara diez torneros con experiencia. Asimismo, los rusos podían viajar libremente por Alemania y observar a su aire, a diferencia de los diplomáticos alemanes en la Unión Soviética, a quienes no se permitía abandonar Moscú sin escolta. El joven a quien Macke y Wagner seguían bien podía pertenecer a la clase de informadores mansos, un lector de periódicos; lo único que se requería para llevar a cabo ese trabajo era hablar alemán con fluidez y tener una buena capacidad de síntesis.
Siguieron a Peshkov más allá del restaurante del hermano de Macke. Aún se llamaba Bistro Robert, pero su clientela era distinta. Habían desaparecido ya los homosexuales opulentos, los ejecutivos judíos y sus señoras, y las actrices con sueldos desorbitados que pedían champán rosado. Todos ellos trataban ahora de pasar inadvertidos, si acaso no estaban ya en campos de concentración. Algunos habían abandonado Alemania, toda una bendición, pensó Macke, aunque eso significase, por desgracia, que el restaurante no tuviese tantos beneficios.
Se preguntó qué habría sido del anterior propietario, Robert von Ulrich. Recordaba vagamente que se había ido a Inglaterra. Tal vez hubiese abierto allí un restaurante para pervertidos.
Peshkov entró en un bar.
Wagner lo hizo uno o dos minutos después, y Macke se quedó fuera para vigilar la entrada. Era un local popular. Mientras esperaba a que Peshkov reapareciese, Macke vio entrar a un soldado y a una chica, y salir y alejarse a dos mujeres bien vestidas y a un anciano con un abrigo mugriento. Al poco Wagner salió solo, miró directamente a Macke y abrió los brazos en un gesto de perplejidad.
Macke cruzó la calle. Wagner parecía consternado.
—¡No está dentro!
—¿Has mirado en todas partes?
—Sí, incluso en los servicios y la cocina.
—¿Has preguntado si ha salido alguien por la puerta de atrás?
—Me han dicho que no.
Wagner estaba asustado, y con razón. Aquella era la nueva Alemania, y los errores ya no se sancionaban con un tirón de orejas. Podría recibir un castigo severo.
Aunque no en esa ocasión.
—Está bien —dijo Macke.
Wagner no pudo ocultar el alivio que sintió.
—¿De veras?
—Hemos averiguado algo importante —dijo Macke—. Que nos haya dado esquinazo con tanta pericia nos confirma que es un espía… y muy bueno.
Volodia entró en la estación de Friedrichstrasse y subió a bordo de un tren del U-bahn. Se quitó la gorra, las gafas y la gabardina sucia que le habían conferido la apariencia de un anciano. Se sentó, sacó un pañuelo y limpió el polvo con que se había embadurnado los zapatos para darles un aspecto gastado.
Había dudado con respecto a la gabardina. Era un día tan soleado que temía que la Gestapo hubiese reparado en ella y deducido lo que se proponía. Pero no habían sido tan astutos y nadie le había seguido desde el bar después de que se cambiara en el servicio de caballeros.
Estaba a punto de hacer algo extremadamente peligroso. Si lo sorprendían contactando con un disidente alemán, lo mejor que podía esperar era que lo deportasen de vuelta a Moscú con su carrera arruinada. Si tenía menos suerte, el disidente y él desaparecerían en el sótano de los cuarteles generales de la Gestapo, en Prinz Albrecht Strasse, y no volverían a ser vistos. Los soviéticos reclamarían la desaparición de uno de sus diplomáticos, y la policía alemana fingiría llevar a cabo una búsqueda del susodicho para, a continuación, informar de que, lamentándolo, no habían obtenido resultados.
Obviamente, Volodia nunca había estado en los cuarteles generales de la Gestapo, pero sabía cómo debían de ser. El NKVD disponía de unas instalaciones similares en la Delegación Comercial soviética, en el número 11 de la Lietsenburgerstrasse: puertas de acero, sala de interrogatorios con paredes de azulejos que podían lavarse fácilmente para retirar la sangre, una bañera para descuartizar los cuerpos y un horno eléctrico para incinerarlos.
Volodia había sido enviado a Berlín para ampliar la red de espías soviéticos en la ciudad. El fascismo triunfaba en Europa, y Alemania constituía más que nunca una amenaza para la URSS. Stalin había destituido a su ministro de Exteriores, Litvínov, y lo había reemplazado por Viacheslav Mólotov. Pero ¿qué podía hacer Mólotov? Los fascistas parecían imparables. El Kremlin estaba acosado por el humillante recuerdo de la Gran Guerra, en la que los alemanes habían derrotado a un ejército ruso formado por seis millones de hombres. Stalin había dado pasos para firmar un pacto con Francia y Gran Bretaña a fin de refrenar a Alemania, pero las tres potencias habían sido incapaces de ponerse de acuerdo, y las conversaciones habían fracasado en los últimos días.
Se esperaba que, antes o después, estallara la guerra entre Alemania y la Unión Soviética, y el trabajo de Volodia consistía en recabar información militar secreta que ayudara a los soviéticos a ganar esa guerra.
Se apeó del tren en Wedding, un distrito obrero y deprimido situado al norte del centro de Berlín. Una vez fuera de la estación, se detuvo a esperar, observando a los pasajeros que salían y fingiendo consultar un horario pegado a la pared. No se puso en marcha hasta que estuvo del todo seguro de que nadie lo había seguido hasta allí.