Read El invierno del mundo Online
Authors: Ken Follett
En ese momento, Lloyd estaba sentado a la luz del atardecer en el exterior de una iglesia destruida por el fuego de artillería, rodeado del polvo que desprendían los escombros de las casas y de los cuerpos extrañamente inmóviles de los muertos recientes. Un grupo de hombres exhaustos se reunió en torno a él: Lenny, Dave, Joe Eli, el cabo Rivera y un galés llamado Muggsy Morgan. En España había tantos galeses que alguien inventó una rima burlesca que jugaba con la similitud de sus nombres:
Había un soldadito llamado Price
y otro soldadito llamado Price
y un soldadito llamado Roberts
y un soldadito llamado Roberts
y otro soldadito llamado Price
.
Los hombres fumaban en silencio, a la espera de descubrir si esa noche les tocaría cenar. Se encontraban demasiado cansados incluso para bromear con Teresa, que continuaba allí, algo fuera de lo habitual, puesto que el transporte que debía llevarla a zona de retaguardia no apareció. De vez en cuando, oían una ráfaga de disparos procedentes de los combates que se estaban librando para eliminar los últimos puntos de resistencia, a pocas calles de distancia.
—¿Qué hemos ganado? —preguntó Lloyd a Dave—. Hemos ahorrado las municiones, hemos perdido a muchos hombres, y aun así no hemos conseguido avanzar. Peor todavía, hemos dado tiempo a los fascistas para que reciban refuerzos.
—Yo te diré para qué cojones ha servido —dijo Dave con su acento del East End. Su espíritu se había curtido más aún que su cuerpo, y se había vuelto cínico y desdeñoso—. Nuestros oficiales tienen más miedo de los comisarios políticos que del puto enemigo. Con la menor excusa podrían tacharlos de espías trotskistas-fascistas y torturarlos hasta la muerte, y por eso les aterra asomar demasiado la cabeza. Prefieren quedarse sentados antes que moverse, no harán nada por iniciativa propia, y menos asumir riesgos. Me apuesto algo a que ni siquiera cagan si no reciben la orden por escrito.
Lloyd se preguntó si el irrespetuoso razonamiento de Dave era acertado. Los comunistas no paraban de hablar de la necesidad de disponer de un ejército disciplinado con una cadena de mando bien definida. Se referían a un ejército que acatara las órdenes de los rusos, claro. Con todo, Lloyd comprendía sus motivos. Sin embargo, un exceso de disciplina podía acabar con el pensamiento crítico. ¿Era eso lo que no acababa de funcionar?
Lloyd prefería creer que no. A buen seguro los socialdemócratas, los comunistas y los anarquistas eran capaces de luchar por una causa común sin que ningún grupo tiranizara a los demás: todos odiaban el fascismo, y todos creían en una sociedad futura más justa para todo el mundo.
Se preguntó qué pensaba Lenny, pero Lenny estaba sentado junto a Teresa, hablándole en voz baja. Algo de lo que le dijo hizo que ella soltara una risita, y Lloyd dedujo que lo suyo debía de estar progresando. Si conseguías que una chica se riera, era una buena señal. Entonces ella le tocó el brazo, le dirigió unas palabras y se levantó.
—Vuelve pronto —dijo Lenny.
Ella se volvió y le sonrió.
Qué afortunado era Lenny, pensó Lloyd, pero no sentía ninguna envidia. No le atraían los romances pasajeros; no les veía la gracia. Suponía que él era un hombre de los de todo o nada. La única muchacha a quien había amado de verdad era Daisy, por entonces esposa de Boy Fitzherbert, y Lloyd todavía no había conocido a otra muchacha que ocupara ese lugar en su corazón. Algún día la conocería, estaba seguro; pero, mientras tanto, no le seducían las sustitutas temporales, aunque fueran tan fascinantes como Teresa.
—Ahí están los rusos —dijo alguien.
Quien había hablado era Jasper Johnson, un electricista de raza negra procedente de Chicago. Lloyd levantó la cabeza y vio aproximadamente a una decena de asesores militares que atravesaban la población como si fueran conquistadores. Los rusos se distinguían por sus guerreras de cuero y sus fundas de pistola abotonadas.
—Qué raro, no los he visto mientras luchábamos —prosiguió Jasper con ironía—. Debían de estar en otra zona del campo de batalla.
Lloyd miró alrededor para asegurarse de que no había cerca ningún comisario político que pudiera oír la charla subversiva.
Cuando los rusos cruzaron el camposanto de la iglesia en ruinas, Lloyd divisó a Ilia Dvorkin, el taimado agente de la policía secreta con quien había discutido hacía una semana. El ruso se topó con Teresa y se detuvo a hablar con ella. Lloyd oyó que le decía algo sobre la cena con su pobre español.
Ella le respondió, él volvió a hablarle y ella negó con la cabeza, obviamente rehusando su proposición. Se volvió para seguir su camino, pero él la agarró del brazo y la retuvo.
Lloyd vio enderezarse a Lenny, atento a la imagen de las dos figuras encuadradas por un arco de piedra que había dejado de servir de entrada.
—Mierda —exclamó Lloyd.
Teresa trató de alejarse de nuevo, pero Ilia pareció agarrarla con más fuerza.
Lenny se dispuso a ponerse en pie, pero Lloyd le posó la mano en el hombro y lo mantuvo sentado.
—Deja que me ocupe yo —dijo.
Dave musitó una advertencia.
—Cuidado, compañero; es del NKVD. Más vale no mezclarse con esos putos malnacidos.
Lloyd se acercó a Teresa e Ilia.
El ruso lo vio y le dijo en español:
—Piérdase.
—Hola, Teresa —saludó Lloyd.
—Puedo arreglármelas sola, no se preocupe —respondió ella.
Ilia miró a Lloyd con mayor atención.
—Yo a usted lo conozco —dijo—. La semana pasada quiso impedirme que detuviera a un peligroso espía trotskista-fascista.
—¿Y esta joven también es una peligrosa espía trotskista-fascista? —le espetó Lloyd—. Me ha parecido oír que la invitaba a cenar.
Entonces apareció Berezovski, el adlátere de Ilia, y se situó peligrosamente cerca de Lloyd.
Con el rabillo del ojo, Lloyd observó que Dave extraía la Luger de su funda.
La situación empezaba a salirse de madre.
—He venido a decirle, señorita, que el coronel Bobrov quiere que acuda de inmediato a su cuartel. Por favor, sígame y yo la acompañaré hasta allí —dijo Lloyd.
Bobrov era un «asesor» militar ruso de alto rango. No había hecho llamar a Teresa, pero la historia era verosímil, Ilia no sabía que se trataba de una mentira.
Transcurrieron unos instantes de desconcierto en los que Lloyd no sabía qué iba a ocurrir. Entonces se oyó un disparo cercano, tal vez procedente de la calle contigua, que pareció devolver a los rusos a la realidad. Teresa se apartó de Ilia de nuevo, y esa vez la dejó ir.
Ilia señaló a Lloyd con gesto pugnaz.
—Nos veremos las caras —dijo, y se alejó con un ademán teatral. Berezovski lo siguió con actitud servil.
—Maldito imbécil —espetó Dave.
Ilia fingió no haberlo oído.
Todos se sentaron.
—Te has buscado un enemigo peligroso, Lloyd —dijo Dave.
—No tenía muchas opciones.
—Sea como sea, a partir de ahora guárdate las espaldas.
—Solo ha sido una disputa por una chica —dijo Lloyd quitándole importancia—. Ocurre miles de veces a diario.
Al caer la noche, una campanilla los convocó a la cocina de campaña. Lloyd recibió un cuenco de carne estofada cortada muy fina, un pedazo de pan duro y un gran vaso de vino tinto tan fuerte que tuvo la impresión de que le iba a corroer el esmalte de los dientes. Mojó el pan en el vino, lo cual mejoró el sabor de ambas cosas.
Cuando se hubo terminado la comida, seguía teniendo hambre, como de costumbre.
—Nos darán una buena taza de té, ¿verdad? —preguntó.
—Claro —respondió Lenny—. Dos terrones de azúcar para mí, por favor.
Desenrollaron las delgadas mantas y se prepararon para dormir. Lloyd fue a buscar una letrina, pero no encontró ninguna y orinó en un pequeño huerto a las afueras de la población. Había casi luna llena, y pudo observar las polvorientas hojas de los olivos que habían sobrevivido al fuego de artillería.
Mientras se abotonaba la bragueta oyó pasos. Se volvió despacio; demasiado despacio. Para cuando vio el rostro de Ilia, el garrote estaba a punto de golpearle la cabeza. Notó un dolor atroz y cayó al suelo. Medio mareado, miró hacia arriba. Berezovski lo apuntaba a la cabeza con un revólver de cañón corto. Ilia, apostado a su lado, dijo:
—No se mueva o es hombre muerto.
Lloyd estaba aterrado. Sacudió la cabeza con fuerza para aclararse las ideas. Qué situación tan absurda.
—¿Muerto? —preguntó con incredulidad—. ¿Y cómo justificarán el asesinato de un teniente?
—¿Asesinato? —dijo Ilia, y sonrió—. Esto es el frente. Le ha alcanzado una bala perdida. —Lo siguiente lo dijo en inglés—. Golpes del azar.
Lloyd reconoció con desesperanza que Ilia tenía razón. Cuando encontraran su cadáver, parecería que hubiera perdido la vida en la batalla.
Menuda forma de morir.
Ilia se dirigió a Berezovski.
—Acaba con él.
Se oyó un disparo.
Lloyd no notó nada. ¿Era eso la muerte? Entonces Berezovski se derrumbó y cayó al suelo. Al mismo tiempo, Lloyd se dio cuenta de que el disparo procedía de detrás y se volvió con incredulidad. A la luz de la luna vio a Dave empuñando la Luger robada, y lo invadió una gran sensación de alivio, como si fuera un maremoto. ¡Estaba vivo!
También Ilia había visto a Dave, y echó a correr como un conejo asustado.
Dave lo siguió con el arma unos segundos, y Lloyd deseó que disparara, pero Ilia, frenético, empezó a corretear entre los olivos como una rata en un laberinto hasta que desapareció en la oscuridad.
Dave bajó la pistola.
Lloyd miró a Berezovski. No respiraba.
—Gracias, Dave —dijo.
—Ya te había dicho que te guardaras las espaldas.
—Por suerte, me las has guardado tú. Lástima que no hayas podido acabar también con Ilia. Ahora el NKVD irá por ti.
—Me pregunto si Ilia querrá que la gente sepa que su compinche ha perdido la vida por su culpa, por haberlo metido en una pelea por una mujer —dijo Dave—. Hasta el NKVD tiene miedo del NKVD. Me parece que preferirá mantenerlo en secreto.
Lloyd volvió a mirar el cadáver.
—¿Cómo explicaremos esto?
—Ya has oído a ese tipo —respondió Dave—. Esto es el frente. No hay nada que explicar.
Lloyd asintió. Dave e Ilia tenían razón. Nadie preguntaría cómo había muerto Berezovski. Lo había alcanzado una bala perdida.
Dejaron el cadáver donde estaba y se alejaron.
—Golpes del azar —dijo Dave.
Lloyd y Lenny hablaron con el coronel Bobrov y se quejaron de que el ataque a Zaragoza había llegado a un punto muerto.
Bobrov era un ruso mayor que ellos, con el pelo cano casi al rape, estaba a punto de jubilarse y era sumamente ortodoxo. En teoría, solo estaba allí para ayudar y aconsejar a los mandos españoles. En la práctica, los rusos eran quienes tenían la última palabra.
—Estamos perdiendo tiempo y energías en estas poblaciones pequeñas —dijo Lloyd, traduciendo al alemán lo que opinaban Lenny y los hombres experimentados—. Se supone que los tanques son puños blindados que deben utilizarse para la incursión profunda, para penetrar bien en territorio enemigo. La infantería debe ir detrás para limpiar el terreno y afianzar la operación una vez que se ha conseguido dispersar al enemigo.
Volodia se apostaba cerca, escuchando, y por su expresión parecía estar de acuerdo aunque no dijera nada.
—Los pequeños puntos fortificados como este pueblucho de mala muerte no deben retrasar el avance sino que debemos rodearlos y dejar que las fuerzas de segunda línea se ocupen de ellos —terminó Lloyd.
Bobrov parecía escandalizado.
—¡Esa es la teoría del desacreditado mariscal Tuchachevski! —espetó en voz muy baja. Era como si Lloyd hubiera pedido a un obispo que rezara a Buda.
—¿Y qué? —preguntó Lloyd.
—Confesó que era un traidor y un espía, y lo ejecutaron.
Lloyd se quedó mirándolo sin dar crédito.
—¿Me está diciendo que el gobierno de España no puede utilizar las modernas tácticas de los tanques porque en Moscú han purgado a un general?
—Teniente Williams, me está faltando al respeto.
—Aunque los cargos contra Tuchachevski sean ciertos, eso no implica que sus métodos no funcionen —repuso Lloyd.
—¡Ya está bien! —rugió Bobrov—. Esta conversación ha terminado.
Si Lloyd todavía albergaba alguna esperanza, debió de desvanecerse cuando hicieron retroceder a su batallón desde Quinto en otra maniobra indirecta. El 1 de septiembre participaron en la ofensiva de Belchite, una pequeña población con buenas defensas pero sin ningún valor estratégico, situada a cuarenta kilómetros de distancia de su objetivo.
La batalla también fue dura.
Unos siete mil soldados del bando nacional se encontraban bien parapetados en San Agustín, la mayor iglesia de la localidad, y en una cumbre cercana, con trincheras y albarradas. Lloyd y su sección alcanzaron las inmediaciones de la ciudad sin haber sufrido bajas, pero entonces fueron atacados con una violenta ráfaga de disparos procedentes de las ventanas y los tejados.
Al cabo de seis días seguían allí.
Los cadáveres exhalaban un olor fétido bajo el calor. Además de personas, también había animales muertos, pues el suministro de agua estaba cortado y el ganado moría de sed. Siempre que podían, los ingenieros apilaban los cadáveres, los rociaban con gasolina y les prendían fuego; pero el olor de los cuerpos humanos abrasándose era peor que la hediondez de la descomposición. Costaba respirar, y algunos hombres llevaban puesta la máscara antigás.
Los callejones que rodeaban la iglesia eran campos de exterminio. No obstante, Lloyd ideó una manera de avanzar sin salir al exterior. Lenny había encontrado unas herramientas en un taller y dos hombres se encontraban abriendo un agujero en la pared de la casa donde se refugiaban. Joe Eli utilizaba un pico, y el sudor perlaba su coronilla calva. El cabo Rivera, que llevaba una camisa de rayas rojas y negras, los colores de los anarquistas, empuñaba un mazo. La pared estaba construida con los delgados ladrillos color ocre propios del lugar, fijados de forma precaria con argamasa. Lenny dirigía la operación para asegurarse de que no derribaran la casa entera: como era minero, tenía cierta intuición acerca de la resistencia de una techumbre.
Cuando la abertura fue lo bastante grande para que un hombre pudiera pasar por ella, Lenny hizo una señal con la cabeza a Jasper, otro cabo. Jasper tomó una de las pocas granadas que le quedaban en la cartuchera, tiró de la anilla y la arrojó contra la casa vecina para evitar una posible emboscada. En cuanto explotó, Lloyd se coló por el agujero con el fusil a punto.