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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (93 page)

BOOK: El invierno del mundo
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Durante varias semanas había falseado el registro para que pareciera que se había hecho un uso legítimo de lo que estaba robando. Había preferido alterarlo de antemano, de forma que si se llevaba a cabo alguna comprobación sobrase material, lo que indicaría un mero descuido, en lugar de que faltase, lo que revelaría que lo habían robado.

Había hecho eso mismo dos veces con anterioridad pero no por ello estaba menos asustada.

Salió con el carrito del cuarto del material esperando presentar un aspecto inocente: el de una enfermera que llevaba suministros de primera necesidad a un enfermo en cama.

Entró en la sala de pacientes y, consternada, vio que el doctor Ernst estaba sentado junto a uno de ellos, tomándole el pulso.

Se suponía que todos los médicos estaban comiendo.

Sin embargo, era demasiado tarde para cambiar de opinión. Trató de adoptar una actitud confiada, justo al contrario de como se sentía, y para ello mantuvo la cabeza bien alta mientras cruzaba la sala empujando el carrito.

El doctor Ernst la miró y le sonrió.

Berthold Ernst era el hombre con quien soñaban todas las enfermeras. Era un hábil cirujano con un talante afable para tratar a los pacientes, alto, guapo y soltero. Había tenido escarceos amorosos con la mayoría de las enfermeras atractivas, y con muchas había llegado a acostarse, si se daba crédito a los rumores que corrían por el hospital.

Ella lo saludó con la cabeza y pasó de largo sin entretenerse.

Salió con el carrito de la sala y torció de inmediato para entrar en el vestuario de las enfermeras.

Tenía el impermeable en el perchero. Junto a este había una cesta de la compra de mimbre que contenía un viejo fular de seda, una col y un paquete de compresas higiénicas dentro de una bolsa de papel marrón. Carla vació la cesta y, rápidamente, sacó el material médico del carrito y lo trasladó allí. Luego lo tapó con el fular, un modelo con dibujos geométricos azules y dorados que su madre debía de haber comprado en los años veinte. Depositó encima la col y las compresas higiénicas, colgó la cesta en el perchero y dispuso su abrigo de modo que la cubriera.

«Lo he logrado», se dijo. Reparó en que estaba temblando un poco. Respiró hondo, recobró el control, abrió la puerta… y vio al doctor Ernst plantado delante.

¿La había seguido? ¿Iba a acusarla de robo? No tenía aspecto de enfadado; de hecho, su expresión era amigable. Tal vez lo hubiera logrado, después de todo.

—Buenas tardes, doctor —saludó—. ¿En qué puedo ayudarlo?

Él le sonrió.

—¿Cómo está, enfermera? ¿Va todo bien?

—Estupendamente, creo. —El sentimiento de culpa hizo que prosiguiera en tono obsequioso—. Claro que es usted, doctor, quien debe decir si las cosas van bien o no.

—Ah, no tengo ninguna queja —dijo él con indiferencia.

«¿De qué va todo esto? —pensó Carla—. ¿Está jugando conmigo, demorando con sadismo el momento de acusarme?»

No dijo nada, pero se mantuvo a la espera, tratando de que el nerviosismo no la hiciera temblar.

Él miró el carrito.

—¿Por qué ha entrado con eso en el vestuario?

—Necesitaba una cosa —respondió, improvisando de forma desesperada—. Una cosa del impermeable. —La voz le temblaba de miedo y trató de disimularlo—. Un pañuelo que llevaba en el bolsillo.

«Deja de atropellarte —se dijo—. Es médico, no un agente de la Gestapo.» Aun así, le imponía el mismo respeto.

Él parecía divertido, como si se regocijase con su nerviosismo.

—¿Y el carrito?

—Voy a devolverlo a su sitio.

—El orden es esencial. Es una enfermera muy buena… fräulein Von Ulrich… ¿O debo llamarla «frau»?

—Fräulein.

—Deberíamos hablar más.

La forma en que la miraba le decía que aquella situación no tenía nada que ver con el material robado. Estaba a punto de pedirle que saliera con él. Si aceptaba, se convertiría en la envidia de decenas de enfermeras.

Sin embargo, no sentía ningún interés por él. Tal vez fuera porque ya había amado a un apuesto don Juan, Werner Franck, y este había resultado ser un cobarde egocéntrico. Supuso que Berthold Ernst también lo era.

Con todo, no quería arriesgarse a llevarle la contraria, así que se limitó a sonreír sin decir nada.

—¿Le gusta Wagner? —preguntó.

Ella ya veía por dónde iba la cosa.

—No tengo tiempo de escuchar música —respondió con determinación—. Mi madre es anciana, y debo cuidarla. —En realidad, Maud tenía cincuenta y un años y disfrutaba de una salud de hierro.

—Tengo dos entradas para asistir a un concierto mañana por la noche. Interpretan el
Idilio de Sigfrido
.

—¡Una pieza de cámara! —exclamó ella—. Es poco habitual. —La mayoría de las obras de Wagner eran de gran formato.

Él parecía complacido.

—Veo que entiende de música.

Carla deseó no haberlo dicho; solo había servido para animarlo.

—Mi familia sabe música; mi madre da clases de piano.

—Entonces tiene que acompañarme. Estoy seguro de que encontrará a alguien que se ocupe de su madre por una noche.

—Es imposible, de veras —replicó Carla—. Pero muchas gracias por la invitación. —Observó la airada expresión de sus ojos: no estaba acostumbrado a que lo rechazasen. No obstante, dio media vuelta y se dispuso a seguir empujando el carrito.

—¿Tal vez en otra ocasión? —gritó él a su espalda.

—Es muy amable —respondió ella sin aminorar la marcha.

Tenía miedo de que la siguiera, pero la ambigua respuesta a su última pregunta parecía haberlo aplacado. Cuando volvió la cabeza, él ya no estaba. Devolvió el carrito a su sitio y respiró más tranquila.

Luego retomó sus tareas. Comprobó el estado de todos los pacientes de su sala y redactó los informes pertinentes. Era hora de dar paso al turno de noche.

Se puso el impermeable y se colgó la cesta del brazo. Había llegado el momento de salir del edificio con el material robado, y el miedo volvió a invadirla.

Frieda Franck también se marchaba y salieron juntas. Frieda no tenía ni idea de que Carla ocultase material robado. Caminaron bajo el sol de junio hasta la parada del tranvía. Carla llevaba puesto el impermeable, más que nada para que no se le manchara el uniforme. Creía que presentaba un aspecto de absoluta normalidad hasta que Frieda preguntó:

—¿Te preocupa algo?

—No, ¿por qué?

—Se te ve nerviosa.

—Estoy bien. —Para cambiar de tema, señaló un cartel—. Mira eso.

El gobierno había inaugurado una exposición en el Lustgarten de Berlín, el parque que quedaba frente a la catedral. «El paraíso soviético» era el irónico nombre de una muestra sobre la vida bajo el régimen comunista que presentaba el bolchevismo como una falacia de los judíos y a los soviéticos como eslavos infrahumanos. Sin embargo, ni siquiera en los tiempos que corrían los nazis lo tenían todo a su favor, y alguien se había dedicado a recorrer Berlín fijando carteles que parodiaban los de la muestra y rezaban:

Exposición permanente

EL PARAÍSO NAZI

Guerra, hambre, mentiras, Gestapo

¿Cuánto durará?

En la marquesina de la parada del tranvía había uno de esos carteles, y Carla se animó.

—¿Quién se dedica a poner esas cosas? —comentó.

Frieda se encogió de hombros.

—Quienquiera que sea, tiene mucho valor. Si lo pillan, lo matarán. —Entonces recordó lo que llevaba en la cesta. A ella también la matarían si la pillaban.

—Eso seguro —se limitó a responder Frieda.

Ahora era Frieda quien parecía un poco nerviosa. ¿Sería una de las encargadas de colgar los carteles? Probablemente no. Tal vez fuera cosa de su novio, Heinrich, un tipo vehemente y moralizador capaz de hacer una cosa así.

—¿Cómo está Heinrich? —preguntó Carla.

—Quiere que nos casemos.

—¿Y tú no?

Frieda bajó la voz.

—No quiero tener hijos. —Era un comentario subversivo: las mujeres jóvenes debían mostrarse encantadas de tener hijos para el Führer. Frieda señaló con la cabeza el cartel ilegal—. No quiero traer hijos a este paraíso.

—Supongo que yo tampoco —dijo Carla. Tal vez fuera por eso por lo que había rechazado al doctor Ernst.

Llegó un tranvía y se subieron. Carla depositó la cesta en el regazo con aire despreocupado, como si no contuviera nada más importante que la col. Observó a los demás pasajeros y la alivió no ver ningún uniforme.

—Ven a mi casa esta noche —la invitó Frieda—. Escucharemos jazz. Podemos poner los discos de Werner.

—Me encantaría, pero no puedo —se disculpó Carla—. Tengo que hacer una llamada. ¿Te acuerdas de la familia Rothmann?

Frieda miró alrededor con cautela. No era seguro que Rothmann fuera un nombre judío, pero podría serlo. Por suerte, no había nadie lo bastante cerca para oírlas.

—Claro, el padre era nuestro médico de cabecera.

—En teoría ya no ejerce. Eva Rothmann se marchó a Londres antes de la guerra y se casó con un soldado escocés. Pero los padres no pueden salir de Alemania, claro. Su hijo, Rudi, fabricaba violines y al parecer se le daba muy bien. Pero perdió el trabajo y ahora se dedica a reparar instrumentos y a afinar pianos. —Cuatro veces al año acudía a casa de los Von Ulrich para afinar el piano de cola Steinway—. La cuestión es que esta noche me había comprometido a pasar a verlos.

—Oh —exclamó Frieda. Fue la prolongada exclamación propia de quien acaba de reparar en algo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Carla.

—Ahora entiendo por qué aferras ese capazo como si contuviera el Santo Grial.

Carla se quedó sin habla. ¡Frieda había descubierto el secreto!

—¿Cómo lo has adivinado?

—Has dicho que «en teoría ya no ejerce», lo cual indica que en la práctica sí que lo hace.

Carla se dio cuenta de que acababa de traicionar al doctor Rothmann. Debería haber dicho que no ejercía porque lo tenía prohibido. Por suerte, solo lo había delatado ante Frieda.

—¿Qué otra cosa puede hacer? Los enfermos se presentan en su casa y le piden de rodillas que los cure. ¡No puede echarlos! Ni siquiera gana dinero; todos sus pacientes son judíos y otras pobres gentes que le pagan con cuatro patatas o un huevo.

—Por mí no hace falta que lo justifiques —dijo Frieda—. Me parece muy valiente. Y tú eres toda una heroína por robar material del hospital y llevárselo. ¿Es la primera vez?

Carla negó con la cabeza.

—La tercera. Pero me siento muy estúpida por haber permitido que lo descubras.

—No eres ninguna estúpida. Lo que ocurre es que te conozco demasiado bien.

El tranvía estaba llegando a la parada de Carla.

—Deséame suerte —dijo, y se apeó.

Cuando entró en casa, oyó las vacilantes notas del piano procedentes del piso de arriba. Maud estaba con un alumno, y Carla se alegró de ello, pues así su madre se animaría y, de paso, ganaría un poco de dinero.

Se despojó del impermeable, entró en la cocina y saludó a Ada. Cuando Maud había anunciado a Ada que no podía seguir pagándole, esta le preguntó si podía quedarse a vivir allí de todas formas. Ahora trabajaba de noche limpiando una oficina, y de día limpiaba la casa de los Von Ulrich a cambio de la comida y el alojamiento.

Carla arrojó los zapatos debajo de la mesa y se frotó un pie con el otro para aliviar el dolor. Ada le preparó una taza de sucedáneo de café.

Maud entró en la cocina con ojos centelleantes.

—¡Tengo un alumno nuevo! —dijo, y mostró a Carla un fajo de billetes—. ¡Y quiere que le dé clases todos los días! —Lo había dejado practicando escalas, y el sonido de fondo de su inexperta pulsación recordaba al de un gato paseándose por encima del teclado.

—Estupendo —dijo Carla—. ¿Quién es?

—Un nazi, por supuesto, pero necesitamos el dinero.

—¿Cómo se llama?

—Joachim Koch. Es bastante joven y tímido. Si te lo encuentras, por lo que más quieras, muérdete la lengua y sé amable.

—Claro.

Maud desapareció.

Carla sorbió el café con gusto. Se había acostumbrado al sabor de las bellotas tostadas, como casi todo el mundo.

Charló unos minutos con Ada. En otro tiempo la mujer había sido rellenita, pero ahora estaba delgada. En la Alemania actual había poca gente metida en carnes; sin embargo, en el caso de Ada ocurría algo más. La muerte de su hijo discapacitado, Kurt, había supuesto un duro golpe. Se la veía apática. Cumplía bien con su trabajo, pero luego se pasaba horas sentada frente a la ventana con expresión ausente. Carla le tenía cariño, y se compadecía de ella, pero no sabía qué hacer para ayudarla.

El sonido del piano cesó y, unos instantes después, Carla oyó dos voces en el recibidor, la de su madre y la de un hombre. Supuso que Maud estaba despidiéndose de herr Koch; pero al cabo de unos instantes se horrorizó cuando su madre entró en la cocina seguida de cerca por un hombre ataviado con un inmaculado uniforme de teniente.

—Esta es mi hija —dijo Maud en tono alegre—. Carla, este es el teniente Koch, un alumno nuevo.

Koch era un hombre atractivo y de aspecto tímido que rondaba los veinte años. Llevaba un bigote rubio, y a Carla le recordó a las fotografías de cuando su padre era joven.

A Carla se le aceleró el corazón por el miedo. La cesta con el material médico robado se encontraba en la silla de la cocina que tenía justo al lado. ¿Se delataría ante el teniente Koch por accidente tal como había hecho con Frieda?

Apenas podía hablar.

—En… en… encantada de conocerlo —farfulló.

Maud la observó con curiosidad, sorprendida de su nerviosismo. Todo cuanto Maud deseaba era que Carla se mostrase amable con el nuevo alumno para que este no abandonase las clases. No veía nada de malo en invitar a entrar a la cocina a un oficial del ejército; no tenía ni idea de que Carla ocultase material robado en la cesta de la compra.

Koch efectuó una formal reverencia.

—El placer es mío —dijo.

—Y Ada es la criada.

Ada lo obsequió con una mirada hostil pero él no se percató: nunca prestaba atención al servicio. Apoyó todo el peso en una pierna y permaneció inclinado; trataba de adoptar una actitud relajada pero daba justo la impresión contraria.

Su comportamiento era más infantil que su apariencia. En él se adivinaba una inocencia que hacía pensar que de niño lo habían protegido en exceso. De todos modos, seguía siendo un peligro.

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