Read El invierno del mundo Online
Authors: Ken Follett
Cuando hubieron terminado, Zoya fue al servicio. Cuando se hubo alejado lo suficiente para que no pudiera oírlo, Volodia dijo:
—Creemos que la ofensiva alemana es inminente.
—Opino lo mismo —convino su padre.
—¿Estamos preparados?
—Claro que sí —aseguró Grigori, pero se le veía nervioso.
—Atacarán por el sur. Quieren hacerse con los yacimientos de petróleo del Cáucaso.
Grigori sacudió la cabeza.
—Volverán a Moscú. Es lo único que importa.
—Stalingrado también es todo un símbolo. Lleva el nombre de nuestro dirigente.
—A la mierda los símbolos. Si conquistan Moscú, se acabó la guerra. Si no, no habrán ganado, da igual los sitios que invadan.
—Estás haciendo conjeturas —repuso Volodia con irritación.
—Tú también.
—Al contrario, yo tengo pruebas. —Miró alrededor, pero no había nadie cerca—. La ofensiva se conoce con el nombre en clave de Operación Azul. Empezará el 28 de junio. —Había obtenido la información de la red de espías que Werner Franck tenía en Berlín—. Encontramos parte de la información en el maletín de un oficial alemán que durante un reconocimiento aéreo tuvo que realizar un aterrizaje de emergencia cerca de Járkov.
—Los jefes de reconocimiento no andan con los planes de combate en el maletín —dijo Grigori—. El camarada Stalin cree que es una treta para engañarnos, y yo estoy de acuerdo. Los alemanes quieren debilitar nuestro frente central haciendo que enviemos fuerzas al sur para enfrentarse a lo que no resultará ser más que una distracción.
Ese era el problema de la información secreta, pensó Volodia, contrariado. Incluso cuando se disponía de ella, los viejos cabezotas seguían creyendo lo que les daba la gana.
Vio que Zoya regresaba, todos los ojos se posaron en ella cuando cruzó la terraza.
—¿Qué necesitas para convencerte? —preguntó a su padre antes de que ella llegase.
—Más pruebas.
—¿Por ejemplo?
Grigori se quedó pensativo un momento; se había tomado en serio la pregunta.
—Muéstrame el plan de combate.
Volodia suspiró. Werner Franck todavía no había obtenido el documento.
—Si lo consigo, ¿Stalin lo pensará mejor?
—Si lo consigues, le pediré que lo haga.
—Un trato es un trato —dijo Volodia.
Se estaba precipitando. No tenía ni idea de cómo iba a conseguir el plan. Werner, Heinrich, Lili y los demás ya habían corrido unos riesgos terribles. Ahora tendría que presionarlos todavía más.
Zoya llegó a la mesa y Grigori se puso en pie. Los tres iban a tomar caminos distintos, así que se despidieron.
—Hasta esta noche —dijo Zoya a Volodia.
Él la besó.
—Llegaré a las siete.
—Trae el cepillo de dientes —dijo ella.
Él se marchó sintiéndose un hombre afortunado.
Una muchacha sabe cuándo su mejor amiga guarda un secreto. Tal vez no sepa cuál es ese secreto, pero sabe que existe, igual que se sabe que hay un mueble bajo la sábana que lo protege del polvo. A fuerza de respuestas reticentes y lacónicas a preguntas inocentes, descubre que su amiga está viéndose con quien no debería; no sabe su nombre, aunque adivina que el amor prohibido es un hombre casado, o un extranjero de piel oscura, u otra mujer. Se fija en el collar de su amiga y, por la silenciosa reacción de esta, deduce que está vinculado a alguna historia vergonzosa. Sin embargo, hasta años más tarde no descubre que lo robó del joyero de su senecta abuela.
Eso era lo que pensaba Carla meditando sobre Frieda.
Frieda tenía un secreto, y estaba relacionado con la resistencia a los nazis. Era posible que estuviera muy implicada, hasta un punto delictivo. Tal vez todas las noches registrara el maletín de su hermano Werner, copiara documentos secretos y entregara las copias a algún espía ruso; aunque lo más probable era que la cosa no fuera tan dramática: seguramente tan solo ayudaba a imprimir y distribuir los carteles y panfletos ilegales que criticaban al gobierno.
Así, Carla estaba decidida a contarle a Frieda lo de Joachim Koch. Sin embargo, no se le presentó la ocasión de inmediato. Carla y Frieda trabajaban de enfermeras en distintas salas de un gran hospital, y cubrían turnos diferentes, por lo que no siempre se veían a diario.
Mientras tanto, Joachim acudía diariamente a su clase de piano. No reveló más información secreta, pero Maud seguía coqueteando con él.
—¿Se da cuenta de que tengo casi cuarenta años? —le oyó decir un día Carla, aunque en realidad tenía cincuenta y uno. Joachim estaba prendadísimo de ella, y Maud disfrutaba comprobando que todavía era capaz de seducir a un joven atractivo, aunque se tratase de uno muy ingenuo. A Carla se le pasó por la cabeza que su madre podría estar encariñándose con aquel muchacho de bigote rubio que se parecía un poco a Walter cuando era joven; pero la idea le pareció ridícula.
Joachim se deshacía por complacerla, y pronto le llevó noticias de su hijo. Erik seguía con vida y se encontraba bien.
—Su unidad está en Ucrania —informó Joachim—. Es todo cuanto puedo decirle.
—Ojalá consiguiera un permiso para volver a casa —dijo Maud con nostalgia.
El joven oficial vaciló.
—Una madre sufre mucho —prosiguió ella—. Si al menos pudiera verlo, aunque fuera por un día, me quedaría mucho más tranquila.
—Tal vez… Tal vez pueda arreglarlo.
Maud fingió estupefacción.
—¿De verdad? ¿Tanto poder tiene?
—No es seguro. Pero puedo intentarlo.
—Solo por eso, le estoy muy agradecida. —Le besó la mano.
Eso sucedió una semana antes de que Carla volviera a ver a Frieda. Cuando se encontraron, le explicó todo lo de Joachim Koch. Le detalló la historia como si estuviera contándole un mero cotilleo, pero estaba segura de que su amiga no lo vería de un modo tan inocente.
—Imagínatelo —dijo—. ¡Si hasta nos ha revelado el nombre secreto de la operación y la fecha del ataque! —Aguardó para ver la reacción de Frieda.
—Podrían ejecutarlo por eso —dijo Frieda.
—Si conociéramos a alguien que tuviera contacto con Moscú, podríamos cambiar el curso de la guerra —prosiguió Carla, como recreándose en la gravedad de la acción que había cometido Joachim.
—Es posible —respondió Frieda.
Ahí estaba la prueba. Ante semejante historia, Frieda debería haber reaccionado con sorpresa y vivo interés, y hacerle más preguntas. Sin embargo, solo pronunciaba frases neutras y gruñidos evasivos. Cuando Carla regresó a casa, confirmó a su madre que sus sospechas eran ciertas.
Al día siguiente, en el hospital, Frieda apareció en la sala de Carla con aspecto desesperado.
—Tengo que hablar contigo enseguida —la apremió.
Carla se encontraba cambiando el vendaje a una joven que había sufrido graves quemaduras en la explosión de una fábrica de municiones.
—Espérame en el vestuario —dijo—. Iré en cuanto pueda.
Al cabo de cinco minutos se encontró con Frieda en el pequeño cuarto. Su amiga estaba fumando delante de una ventana abierta.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
Frieda apagó el cigarrillo.
—Es sobre tu teniente Koch.
—Ya me lo imaginaba.
—Tienes que averiguar más cosas de él.
—¿Cómo que «tengo»? ¿De qué estás hablando?
—Puede conseguir el plan de combate completo de la Operación Azul. De momento, sabemos unas cuantas cosas, pero en Moscú necesitan conocer los detalles.
Frieda estaba dando por sentadas demasiadas cosas, pero Carla decidió seguirle la corriente.
—Puedo preguntarle…
—No. Tienes que conseguir que te muestre el plan de combate.
—Pero no sé si eso será posible. No es tonto del todo. ¿No te parece que…?
Frieda ni siquiera la escuchaba.
—Y tienes que fotografiarlo —la interrumpió. Se sacó del bolsillo del uniforme un receptáculo de acero inoxidable del tamaño aproximado de un paquete de tabaco, solo que más largo y más estrecho—. Es una cámara en miniatura especialmente diseñada para fotografiar documentos. —Carla reparó en el nombre «Minox» que aparecía en un lateral—. En cada carrete caben once fotos. Aquí tienes tres carretes. —Sacó tres cintas en forma de haltera lo bastante pequeñas para encajarlas en la cámara—. Así es como se carga. —Frieda hizo una demostración—. Para hacer una foto, tienes que mirar por esta ventanita. Si tienes dudas, léete el manual.
Carla nunca había observado en Frieda una actitud tan dominante.
—La verdad es que tengo que pensarlo.
—No hay tiempo. Este es tu impermeable, ¿verdad?
—Sí, pero…
Frieda guardó en los bolsillos de la prenda la cámara, los carretes y el folleto de instrucciones. Parecía aliviada de habérselos quitado de encima.
—Tengo que irme. —Se dirigió a la puerta.
—Pero ¡Frieda!
Al fin Frieda se detuvo y miró a Carla a la cara.
—¿Qué ocurre?
—Bueno… No te estás comportando como una amiga.
—Esto es más importante.
—Me pones entre la espada y la pared.
—Es culpa tuya, por explicarme lo de Joachim Koch. No finjas que no esperabas que hiciera algo con la información.
Era cierto. Ella solita había provocado la situación. Sin embargo, no había previsto que las cosas tomasen ese rumbo.
—¿Y si se niega?
—Entonces seguramente vivirás toda tu vida bajo el régimen nazi.
Frieda se marchó.
—Maldita sea —renegó Carla.
Permaneció sola en el vestuario, pensando. Ni siquiera podía deshacerse de la cámara sin correr riesgos. La tenía en el impermeable, y no podía arrojarla en un cubo de basura del hospital. Tendría que salir de allí con la cámara en el bolsillo y buscar un lugar donde pudiera quitársela de encima en secreto.
Pero ¿quería hacerlo?
Parecía poco probable que pudieran convencer a Koch para que sacase a hurtadillas una copia del plan de combate del Ministerio de Guerra y se la mostrase a su amada, por muy ingenuo que fuera el joven. Claro que si alguien podía persuadirlo, esa persona era Maud.
Sin embargo, Carla tenía miedo. No tendrían compasión con ella si la pillaban. La detendrían y la torturarían. Pensó en Rudi Rothmann, gimiendo de agonía a causa de los huesos rotos. Recordó a su padre; le habían propinado una paliza tan brutal que, cuando lo soltaron, murió. Su delito sería más grave que los que habían cometido ellos, y el castigo sería proporcional. La matarían, claro. Pero el sufrimiento sería breve.
Se dijo que estaba dispuesta a correr ese riesgo.
Lo que no podía aceptar era la posibilidad de que matasen a su hermano por su culpa.
Seguía en el frente oriental, Joachim lo había confirmado. Estaba implicado en la Operación Azul. Si Carla permitía que los soviéticos ganasen la batalla, Erik podría morir como resultado de ello. Eso sí que no podía consentirlo.
Volvió a ocuparse de su trabajo. Estaba distraída y cometió errores, pero, por suerte, los médicos no lo notaron y los pacientes no dijeron nada. Cuando por fin terminó el turno, se marchó deprisa. La cámara le quemaba en el bolsillo, y no encontraba un lugar seguro para deshacerse de ella.
Se preguntaba de dónde la había sacado Frieda. Su amiga tenía mucho dinero, y le habría resultado fácil comprarla, aunque para ello tendría que haberse inventado una historia que justificase para qué necesitaba una cosa así. Lo más probable era que se la hubieran dado los soviéticos cuando clausuraron la embajada un año atrás.
Cuando Carla llegó a casa, la cámara seguía en el bolsillo de su impermeable.
No se oía el piano en el piso de arriba. Ese día Joachim llegaba más tarde a la clase. Su madre se encontraba sentada a la mesa de la cocina. Cuando Carla entró, Maud sonrió.
—¡Mira quién está aquí! —exclamó.
Era Erik.
Carla se lo quedó mirando. Estaba escuálido, pero parecía ileso. Tenía el uniforme muy sucio y rasgado, aunque se había lavado la cara y las manos. Se levantó y la abrazó.
Ella lo estrechó con fuerza, sin importarle que le manchase el uniforme inmaculado.
—Sano y salvo —observó ella. Estaba tan enjuto de carnes que le notaba los huesos, las costillas, las caderas, los hombros y la columna vertebral, a través de la fina tela.
—De momento sí —dijo él.
Ella lo soltó.
—¿Cómo estás?
—Mejor que la mayoría.
—No llevarás un uniforme tan delgado en Rusia en pleno invierno, ¿verdad?
—Le robé el abrigo a un ruso muerto.
Carla se sentó a la mesa. Ada también se encontraba allí.
—Tenías razón —empezó Erik—. Me refiero a los nazis. Tenías razón.
Ella se sintió complacida, aunque no sabía muy bien a qué se refería.
—¿En qué sentido?
—Asesinan a gente. Tú me lo advertiste, y papá también; y mamá. Siento no haberos hecho caso. Lo siento, Ada, por no haber querido creer que asesinaron a tu pobre Kurt. Ahora sé que era cierto.
La transformación era impresionante.
—¿Qué te ha hecho cambiar de opinión? —preguntó Carla.
—Los vi hacerlo, en Rusia. Mandaron detener a todas las personas importantes de la ciudad, porque podían ser comunistas. Y también cogieron a los judíos. No solo a los hombres, también a las mujeres y a los niños. Y a ancianos, tan débiles que era imposible que hicieran ningún daño. —Las lágrimas le rodaban por las mejillas—. Los soldados regulares no lo hacen; son grupos especiales. Se llevan a los prisioneros fuera de la ciudad. A veces hay una cantera, o una fosa de alguna clase. Si no, obligan a los más jóvenes a cavar un gran hoyo. Entonces…
Se le hizo un nudo en la garganta; pero Carla tenía que oírselo decir.
—Entonces, ¿qué?
—Lo hacen de doce en doce; seis parejas. A veces marido y mujer se dan la mano mientras bajan a la fosa. Las madres llevan en brazos a los bebés. Los fusileros esperan a que los prisioneros estén bien situados. Entonces disparan. —Erik se enjugó las lágrimas con la sucia manga del uniforme—. ¡Pum! —exclamó.
En la cocina se hizo un largo silencio. Ada lloraba. Carla estaba horrorizada. Tan solo Maud permanecía impertérrita.
Al final, Erik se sonó. Luego sacó un paquete de cigarrillos.
—Me sorprendió que me dieran permiso y un billete para volver a casa —dijo.
—¿Cuándo tienes que volver? —preguntó Carla.
—Mañana. Solo puedo quedarme veinticuatro horas. Aun así, soy la envidia de todos mis compañeros. Darían lo que fuera por poder pasar un día en casa. El doctor Weiss me ha dicho que debo de tener amigos muy bien situados.