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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (88 page)

BOOK: El invierno del mundo
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Chuck miró desesperado a ambos lados de la carretera. No había lugar donde esconderse, solo cañaverales.

Empezó a zigzaguear. El piloto tuvo el buen juicio de no imitarle. La carretera era ancha y, si Chuck metía el coche en el cañaveral, tendría que reducir la marcha hasta casi detenerse. Pisó a fondo el acelerador, y se dio cuenta de que, cuanto más rápido fuera, más oportunidades tenía de que no le dieran.

Pero entonces fue demasiado tarde para reflexionar sobre la mejor opción. El avión estaba tan cerca que Chuck veía los agujeros negros del cañón de las alas. Sin embargo, tal como había supuesto, el piloto empezó a disparar las ametralladoras, y las balas impactaron en el asfalto, justo por delante del coche.

Chuck dio un volantazo a la izquierda, hacia el centro de la calzada; luego, en lugar de seguir por la izquierda, se situó a la derecha. El piloto rectificó. Las balas dieron en la capota. El parabrisas se hizo añicos. Eddie rugió de dolor y, en la parte trasera, una de las mujeres gritó.

Y el Zero desapareció.

El coche empezó a dar bandazos, fuera de control. Debía de haberse pinchado una de las ruedas delanteras. Chuck luchó con el volante, intentando no salirse de la carretera. El coche iba de un lado para el otro, deslizándose por el asfalto hasta que fue a dar contra el cultivo al borde de la carretera y se detuvo por el impacto.

Empezaron a salir llamas del motor, y Chuck olió a gasolina.

—¡Todo el mundo fuera! —gritó—. ¡Antes de que explote el depósito!

Abrió su puerta y saltó al suelo. Tiró de la portezuela trasera y su padre salió disparado, llevando a su madre de la mano. Chuck vio que los demás salían por el otro lado.

—¡Corred! —gritó, pero fue innecesario.

Eddie ya se dirigía hacia el cañaveral cojeando como si estuviera herido. Woody tiraba de Joanne y al mismo tiempo la llevaba en volandas; ella también parecía herida. Sus padres iban corriendo por el sembrado, en principio, ilesos. Chuck se unió a ellos. Corrieron cientos de metros hasta que se tiraron en plancha al suelo.

Hubo un momento de silencio. El ruido de los aviones se convirtió en un rumor lejano. Chuck levantó la vista y vio el humo del combustible que se elevaba desde el puerto a varios miles de metros del suelo. Por encima de aquello, los últimos bombarderos de alto nivel se dirigieron hacia el norte.

Entonces se produjo una explosión que les retumbó en los tímpanos. Incluso con los ojos cerrados, Chuck vio el fogonazo del combustible que había provocado la detonación. Una ola de calor le pasó por encima.

Levantó la cabeza y miró hacia atrás. El coche estaba en llamas.

Se levantó de golpe.

—¡Mamá! ¿Estás bien?

—Es un milagro, pero no estoy herida —respondió con seriedad mientras su marido la ayudaba a levantarse.

Recorrió el campo con la mirada para localizar a los demás. Corrió hacia Eddie, que estaba sentado, apretándose el muslo.

—¿Te han dado?

—Me duele a rabiar —respondió Eddie—. Pero no hay mucha sangre. —Logró esbozar una sonrisa—. Es en la parte superior del muslo, creo, pero no está afectado ningún órgano vital.

—Te llevaremos al hospital.

En ese instante, Chuck oyó un ruido terrible.

Su hermano estaba llorando.

Woody estaba llorando no como un bebé, sino como un niño perdido: era un llanto intenso, de profundísima desdicha.

Chuck supo de inmediato que era el lamento de un corazón roto.

Corrió hacia su hermano. Woody estaba de rodillas, le temblaba el pecho, tenía la boca abierta y le caían lágrimas de los ojos. Tenía todo el traje de lino blanco cubierto de sangre, pero no estaba herido.

—¡No, no! —gritaba entre sollozos.

Joanne estaba tendida en el suelo frente a él, boca arriba.

Chuck se dio cuenta enseguida de que estaba muerta. No se movía y tenía los ojos abiertos, mirando al vacío. La pechera de su alegre vestido de rayas estaba empapado de sangre arterial, roja y brillante, que ya empezaba a oscurecerse en algunas partes. Chuck no logró ver la herida, pero supuso que la bala habría impactado en el hombro y le habría perforado la arteria axilar. Debía de haber muerto desangrada en cuestión de minutos.

No sabía qué decir.

Los demás se acercaron y permanecieron a su lado: su madre, su padre y Eddie. Su madre se arrodilló junto a Woody y lo rodeó con los brazos.

—Mi pobre niño —dijo, como si fuera muy pequeño.

Eddie rodeó con un brazo a Chuck por los hombros y le dio un discreto apretón.

El senador se arrodilló junto al cuerpo. Alargó un brazo y tomó a Woody de la mano.

Este dejó de llorar por un instante.

—Ciérrale los ojos, Woody —dijo su padre.

A Woody le temblaba la mano. Con un gran esfuerzo, logró controlar el temblor.

Alargó los dedos hacia los párpados de su amada.

Y, a continuación, con gesto de infinita ternura, le cerró los ojos.

12

1942 (I)

I

El primer día de 1942, Daisy recibió una carta de su antiguo prometido, Charlie Farquharson.

La abrió sentada a la mesa del desayuno en la casa de Mayfair, sola salvo por el anciano mayordomo que le sirvió el café y la criada de quince años que le llevó la tostada caliente de la cocina.

Charlie no escribía desde Buffalo, sino desde Duxford, una base aérea de la RAF que quedaba en el este de Inglaterra. Daisy había oído hablar de aquel lugar: estaba cerca de Cambridge, donde había conocido tanto a su marido, Boy Fitzherbert, como al hombre al que amaba, Lloyd Williams.

Le alegró tener noticias de Charlie. La había dejado plantada, no cabía duda, y en aquel entonces lo había odiado por ello, pero ya había pasado mucho tiempo. Daisy sentía que era una persona diferente. En 1935 había sido una heredera norteamericana, la señorita Peshkov; en 1942 era la vizcondesa de Aberowen, una aristócrata inglesa. Fuera como fuese, le gustó saber que Charlie se acordaba de ella. Una mujer siempre prefería ser recordada a caer en el olvido.

Charlie escribía con una pesada pluma negra. Su caligrafía resultaba desaliñada, las letras eran grandes e irregulares. Daisy leyó:

Antes que nada, claro está, necesito disculparme por la forma en que te traté cuando aún vivías en Buffalo. Me estremezco de vergüenza cada vez que lo recuerdo.

«Madre mía —pensó Daisy—, parece que ha madurado.»

Qué esnobs éramos todos, y qué débil fui yo al permitir que mi difunta madre me presionara para que me portara tan mal contigo.

«Ah —pensó—, su “difunta” madre. O sea que la vieja arpía ha muerto. Eso podría explicar el cambio.»

Me he unido al 133.º Escuadrón Eagle. Volamos con aviones Hurricane, pero cualquier día de estos nos traerán los Spitfire.

Había tres escuadrones Eagle, unidades de la Royal Air Force tripuladas por voluntarios norteamericanos. Daisy se sorprendió: no había pensado que Charlie pudiera presentarse voluntario para ir a luchar. Cuando ella frecuentaba su compañía, lo único que le interesaba eran los perros y los caballos. Sí que había madurado.

Si encuentras en tu corazón la fuerza para perdonarme, o al menos para dejar atrás el pasado, me encantará verte y conocer a tu marido.

Supuso que la mención a un marido era una forma educada de decir que no tenía intenciones románticas.

La semana que viene estaré en Londres, de permiso. ¿Dejarías que os invitara a los dos a cenar? Acepta, por favor.

Con mis mejores deseos,

CHARLES H. B. FARQUHARSON

Boy no estaba en casa ese fin de semana, pero Daisy aceptó aunque tuviera que acudir ella sola. Echaba en falta la compañía de un hombre, igual que muchas mujeres en el Londres de la guerra. Lloyd se había ido a España y había desaparecido. Antes de marchar le había dicho que ocuparía un puesto de agregado militar en la embajada británica de Madrid, y Daisy deseó que fuera cierto que tuviera un trabajo tan seguro, aunque no le creyó. Cuando le preguntó por qué enviaba el gobierno a un joven oficial tan capaz a hacer un trabajo de despacho en un país neutral, él le había explicado lo importante que era conseguir que España no entrara en la contienda para ponerse del lado de los fascistas. Pero se lo dijo con una sonrisa compungida que a ella le confirmó claramente que no podía engañarla. Daisy temía que en realidad hubiese cruzado la frontera en secreto para unirse a la Resistencia francesa, y tenía pesadillas en las que lo capturaban y lo torturaban.

Hacía más de un año que no lo veía. Su ausencia era como una amputación: la sentía todas las horas del día. Sin embargo, se alegró de tener la oportunidad de salir fuera una noche acompañada por un hombre, aunque ese hombre fuera Charlie Farquharson, con su torpeza, su absoluta falta de glamour y su sobrepeso.

Charlie había reservado una mesa en el restaurante asador del hotel Savoy.

En el vestíbulo, mientras un camarero la ayudaba a quitarse el abrigo de visón, se le acercó un hombre alto con un esmoquin de buena hechura que le resultó vagamente conocido.

—Hola, Daisy —dijo con timidez tras tenderle una mano—. Es un placer verte después de tantos años.

Al oír su voz se dio cuenta de que era Charlie.

—¡Santo cielo! —exclamó—. ¡Cómo has cambiado!

—He perdido algo de peso —admitió él.

—Desde luego. —Unos veinte o veintidós kilos, calculó ella. Estaba más guapo. Parecía un hombre de rasgos duros, en lugar de poco agraciado.

—Pero tú no has cambiado nada de nada —comentó él, mirándola de arriba abajo.

Daisy se había esforzado por estar radiante. La sobriedad de la guerra le había impedido comprarse nada nuevo desde hacía años, pero para esa noche había rescatado un vestido de seda, de color azul zafiro y con los hombros descubiertos, que había adquirido en su último viaje a París, antes de que estallara el conflicto.

—Dentro de un par de meses cumpliré veintiséis años —dijo—. No puedo creer que esté igual que cuando tenía dieciocho.

—Créeme que sí —repuso él tras mirarle el escote y sonrojarse.

Entraron en el restaurante y tomaron asiento.

—Tenía miedo de que no vinieras —confesó Charlie.

—Se me había parado el reloj. Siento haber llegado tarde.

—Solo han sido veinte minutos. Habría esperado una hora entera.

Un camarero les preguntó si querían tomar una copa.

—Este es uno de los pocos sitios de Inglaterra donde sirven un martini decente.

—Dos martinis, por favor —pidió Charlie.

—A mí me gusta sin hielo y con aceituna.

—Igual que a mí.

Se lo quedó mirando, intrigada por lo mucho que se había transformado. Su antigua torpeza se había suavizado y se había convertido en una timidez encantadora, aunque todavía era difícil imaginarlo pilotando un caza y derribando aviones alemanes. Bueno, de todas formas el Blitz sobre Londres había terminado hacía medio año y ya no se libraban batallas aéreas en los cielos del sur de Inglaterra.

—¿Qué clase de vuelos realizas? —preguntó.

—Sobre todo operaciones
circus
diurnas en el norte de Francia.

—¿Qué es una operación
circus
?

—Un ataque de bombarderos con una abundante escolta de cazas. Su objetivo principal consiste en atraer al enemigo para provocar una batalla aérea en la que están en inferioridad numérica.

—Detesto los bombarderos —comentó Daisy—. Tuve que vivir el Blitz.

Él pareció sorprenderse.

—Habría dicho que te gustaría ver a los alemanes tragando un poco de su propia medicina.

—Ni mucho menos. —Daisy lo había pensado en numerosas ocasiones—. Podría echarme a llorar solo con pensar en todas las mujeres y los niños inocentes que murieron quemados o quedaron mutilados en Londres… Y saber que hay mujeres y niños alemanes sufriendo lo mismo no ayuda en nada.

—Nunca lo había considerado así.

Pidieron la cena. Las disposiciones especiales para tiempos de guerra la restringían a tres platos, y la comida no podía costarles más de cinco chelines. En la carta había platos nuevos por motivos de austeridad, como el «Sucedáneo de pato» (hecho de salchichas de cerdo) o el «Pastel de carne Woolton», que no contenía ni una pizca de carne.

—Soy incapaz de expresar lo mucho que me alegra oír a una chica hablar americano de verdad —dijo Charlie—. Me gustan las inglesas, e incluso he salido con una, pero echo de menos las voces de Estados Unidos.

—A mí me pasa lo mismo —repuso ella—. Esto se ha convertido en mi hogar y no creo que regrese nunca a Norteamérica, pero sé cómo te sientes.

—Lamento no haber podido conocer al vizconde de Aberowen.

—Está en la fuerza aérea, como tú. Es instructor de pilotos. Viene a casa de vez en cuando… pero este fin de semana no está.

Daisy había vuelto a dormir con Boy en sus ocasionales visitas. Después de sorprenderlo con esas espantosas mujeres de Aldgate, había jurado que jamás volvería a acostarse con él, pero Boy la había presionado diciéndole que los hombres que luchaban en la guerra necesitaban consuelo al regresar a casa. Además, le había prometido que nunca volvería a relacionarse con prostitutas. No es que Daisy creyera en sus promesas, pero cedió de todas formas, aun en contra de sus propios deseos. «A fin de cuentas —se dijo—, me casé con él para lo bueno y para lo malo.»

Sin embargo, por desgracia ya ni siquiera disfrutaba del sexo cuando estaba con su marido. Podía irse a la cama con Boy, pero no podía volver a enamorarse de él. Tenía que utilizar crema para lubricarse. Había intentado revivir aquellos sentimientos de cariño que una vez sintiera por él, cuando lo veía como un aristócrata joven y apasionante, con el mundo a sus pies, todo diversión, capaz de disfrutar de la vida al máximo. Pero en realidad se había dado cuenta de que no era apasionante ni mucho menos: Boy no era más que un hombre egoísta y bastante limitado con un título nobiliario. Cuando estaba encima de ella, lo único en lo que podía pensar Daisy era que a lo mejor le contagiaba una infección repugnante.

—Seguro que no te apetecerá demasiado hablar sobre la familia Rouzrokh… —comentó Charlie con cautela.

—No.

—… pero ¿te enteraste de que Joanne murió?

—¡No! —Daisy quedó sobrecogida—. ¿Cómo?

—En Pearl Harbor. Estaba prometida con Woody Dewar, y había ido con él a visitar a su hermano, Chuck, que está destinado allí. Iban en un coche que fue alcanzado por un Zero, un cazabombardero japonés, y murió.

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