Escribía cartas y las esperaba. Se fue edificando una vida perfectamente clandestina en la que no intervenían ni el paso del tiempo ni la realidad. Todas las tardes, a las cinco, cuando terminaba sus clases, subía al Topo y regresaba a su casa, con la corbata oscura ceñida al cuello y su cartera como de cobrador de algo bajo el brazo, leía el periódico durante el breve viaje o miraba los altos bloques de pisos y los caseríos dispersos entre las colinas. Luego se encerraba con llave y ponía discos. Había comprado a plazos un piano vertical, pero lo tocaba muy poco. Prefería tenderse y fumar oyendo música. Nunca en su vida volvería a escuchar tantos discos y a escribir tantas cartas. Sacaba la llave del portal, y antes de hacerlo, desde la calle, ya miraba el buzón que tal vez contendría una carta y se estremecía al abrirlo. En los primeros dos años las cartas de Lucrecia solían llegarle cada dos o tres semanas, pero no había tarde en que él no esperara encontrar una cuando abría el buzón, y desde que se despertaba vivía para alcanzar ese instante: habitualmente cosechaba cartas de banco, citaciones del colegio, hojas de propaganda que tiraba con odio, con un poco de rencor. Automáticamente cualquier sobre que tuviera los bordes listados del correo aéreo lo sumía en la felicidad.
Pero el silencio definitivo tardó dos años en llegar, y él no podría decir que no lo hubiera esperado. Al cabo de seis meses en los que no pasó un solo día sin que él no la esperara, llegó la última carta de Lucrecia. No vino por correo: Billy Swann se la trajo a Biralbo varios meses después de que fuera escrita.
No he olvidado aquel regreso de Billy Swann a la ciudad. Supongo que hay ciudades a las que se vuelve siempre igual que hay otras en las que todo termina, y que San Sebastián es de las primeras, a pesar de que cuando uno ve la desembocadura del río desde el último puente, en las noches de invierno, cuando mira las aguas que retroceden y el brío de las olas blancas que avanzan como crines desde la oscuridad, tiene la sensación de hallarse en el fin del mundo. En los dos extremos de ese puente, que llaman de Kursaal, como si estuviera en un acantilado de Sudáfrica, hay dos altos fanales de luz amarilla que parecen los faros de una costa imposible, anunciadores de naufragios. Pero yo sé que a esa ciudad se vuelve y que lo comprobaré algún día, que cualquier otro sitio, Madrid, es un lugar de tránsito.
Billy Swann volvió de América, parece que justo a tiempo de eludir una condena por narcóticos, acaso huyendo sobre todo de la lenta declinación de su fama, pues había ingresado casi al mismo tiempo en la mitología y en el olvido: muy pocos de quienes escuchaban sus discos antiguos, me contó Biralbo, imaginaban que siguiera vivo. En la persistente soledad y penumbra del Lady Bird dio un largo abrazo a Floro Bloom y le preguntó por Biralbo. Tardó un poco en darse cuenta de que Floro no comprendía sus exclamaciones en inglés. Había llegado sin más equipaje que una maleta maltratada y el estuche de cuero negro y doble fondo donde guardaba su trompeta. Caminó a grandes zancadas entre las mesas vacías del Lady Bird, pisó enérgicamente la tarima donde estaba el piano y le quitó la funda. Con una delicadeza muy semejante al pudor tocó el preludio de un blues. Acababa de salir de un hospital de Nueva York. En un español que exigía de quien lo oyera menos atención que cualidades adivinatorias le pidió a Floro Bloom que telefoneara a Biralbo. Desde que salió del hospital vivía en un estado de permanente urgencia: tenía prisa por comprobar que no estaba muerto, por eso había regresado tan rápidamente a Europa. «Aquí un músico todavía es alguien», le dijo a Biralbo, «pero en América es menos que un perro. En los dos meses que he pasado en Nueva York sólo la Oficina de Narcóticos se interesó por mí».
Había vuelto para instalarse definitivamente en Europa: tenía grandes y nebulosos planes en los que estaba incluido Biralbo. Le preguntó por su vida en los últimos tiempos, hacía más de dos años que no sabía nada de él. Cuando Biralbo le dijo que ya casi nunca tocaba, que ahora era profesor de música en un colegio de monjas, Billy Swann se indignó: ante una botella de whisky, firmes los codos en la barra del Lady Bird, renegó de él con esa ira sagrada que exalta a veces a los viejos alcohólicos y le hizo acordarse de los antiguos tiempos: cuando tenía veintitrés o veinticuatro años y él, Billy Swann, lo encontró tocando a cambio de bocadillos y cerveza en un club de Copenhague, cuando quería aprenderlo todo y juraba que nunca sería sino un músico y que no le importaban el hambre y la mala vida si eran el precio para conseguirlo.
—Mírame —me contó Biralbo que le dijo—: Siempre he sido uno de los grandes, antes de que esos tipos listos que escriben libros lo supieran y también después de que hayan dejado de decirlo, y si me muero mañana no encontrarás en mis bolsillos dinero suficiente para pagar mi entierro. Pero soy Billy Swann, y cuando yo me muera no habrá nadie en el mundo que haga sonar esa trompeta como lo hago yo.
Cuando apoyaba los codos en la barra los puños de su camisa retrocedían mostrando unas muñecas muy delgadas y duras y surcadas de venas. Biralbo se fijó en lo sucios que estaban los bordes de los puños y anotó con alivio, casi con gratitud, que aún permanecían en ellos los enfáticos gemelos de oro que tantas veces, en otro tiempo, había visto brillar contra las luces de los escenarios cuando Billy Swann alzaba su trompeta. Pero ya no creía seguir mereciendo su predilección, sólo temía sus palabras, el brillo húmedo de sus ojos tras las gafas. Con un vago sentimiento de culpabilidad o de estafa advirtió de pronto hasta qué punto había cambiado y claudicado en los últimos años: como una piedra arrojada al fondo de un pozo la presencia de Billy Swann estremecía la inmovilidad del tiempo. Frente a ellos, al otro lado de la barra, Floro Bloom asentía apaciblemente sin entender una sola palabra y procuraba que las copas no quedaran vacías. Pero tal vez estaba comprendiéndolo todo, pensó Biralbo al advertir una mirada de sus ojos azules. Floro Bloom lo había sorprendido cuando miraba cobardemente su reloj y calculaba las pocas horas que le quedaban aún para llegar al trabajo. Absorto en algo, Billy Swann apuró su copa, chasqueó la lengua y se limpió la boca con un pañuelo más bien sucio.
—No tengo nada más que decirte —concluyó severamente—. Ahora mira otra vez el reloj y dime que debes irte a dormir y te partiré la boca de un puñetazo.
Biralbo no se fue: a las nueve de la mañana llamó al colegio para decir que estaba enfermo. Acompañados silenciosamente por Floro Bloom siguieron bebiendo durante dos días. Al tercero Billy Swann fue ingresado en una clínica y tardó una semana en recuperarse. Volvió a su hotel con la vacilante dignidad de quien ha pasado algunos días en la cárcel, con las manos más huesudas y la voz un poco más oscura. Cuando Biralbo entró en su habitación y lo vio tendido en la cama se asombró de no haber notado hasta entonces la cara de muerto que tenía.
—Mañana debo irme a Estocolmo —dijo Billy Swann—. Tengo allí un buen contrato. En un par de meses te llamaré. Tocarás conmigo y grabaremos juntos un disco.
Al oír eso Biralbo casi no sintió alegría, ni agradecimiento, sólo una sensación de irrealidad y de miedo. Pensó que si se marchaba a Estocolmo perdería su contrato en el colegio, que tal vez le llegaría en ese tiempo una carta de Lucrecia que iba a quedarse durante varios meses abandonada e inútil en el buzón. Puedo imaginar la expresión de su cara en aquellos días: la vi en una foto del periódico donde se daba noticia de la llegada de Billy Swann a la ciudad. Se veía en ella a un hombre alto y envejecido, con la cara angulosa medio tapada por el ala de uno de esos sombreros que usaban los actores secundarios en las películas antiguas. Junto a él, menos alto, desconcertado y muy joven, estaba Santiago Biralbo, pero su nombre no venía en la nota del periódico. Por ella supe yo que Billy Swann había vuelto. Tres años después, en Madrid, comprobé que Biralbo guardaba ese recorte ya amarillo y vago entre sus papeles, junto a una foto en la que Lucrecia no se parece nada a mis recuerdos: tiene el pelo muy corto y sonríe con los labios apretados.
—En enero estuve en Berlín —dijo Billy Swann—. Vi allí a tu chica.
Tardó un poco en continuar hablando: Biralbo no se atrevía a preguntarle nada. Vio de nuevo lo que el regreso de Billy Swann le había hecho revivir: una noche de hacía más de dos años, en el Lady Bird, cuando salió a tocar buscando el rostro de Lucrecia entre las cabezas oscuras de los bebedores y lo encontró al fondo, impreciso entre el humo y las luces rosadas, sereno y firme en aquella mesa donde también estaba Malcolm y otro hombre de aspecto familiar en quien al principio no me reconoció.
—Yo llevaba un par de noches tocando en el Satchmo, un sitio muy raro, parece un bar de putas —continuó Billy Swann—. Cuando entré en el camerino ella estaba esperándome. Sacó del bolso una carta y me pidió que te la mandara. Estaba muy nerviosa, se marchó en seguida.
Biralbo aún no dijo nada: que al cabo de tanto tiempo alguien le hablara de Lucrecia, que Billy Swann hubiera estado con ella en Berlín, provocaba en él un raro estado de estupor, casi de miedo, de incredulidad. No le preguntó a Billy Swann qué había sido de la carta: tampoco se le ocurrió indagar por qué Lucrecia no la había confiado al correo. Según sus noticias, Billy Swann se había marchado de Berlín hacía tres o cuatro meses, volvió a América, casi lo dieron por muerto en aquel hospital de Nueva York donde tardó semanas en recobrar la conciencia. No quería preguntarle nada porque temía que dijera: «Olvidé la carta en el hotel de Berlín, se me extravió en un aeropuerto la maleta donde la guardaba.» Deseaba tanto leerla que tal vez en aquel instante la habría preferido a una aparición súbita de Lucrecia.
—No la he perdido —dijo Billy Swann, y se incorporó para abrir el estuche de su trompeta, que estaba sobre la mesa de noche. Todavía le temblaban las manos, la trompeta cayó al suelo y Biralbo se inclinó para recogerla. Cuando se puso en pie, Billy Swann había abierto el doble fondo del estuche y le tendía la carta.
Miró los sellos, la dirección, su propio nombre escrito con aquella letra que nunca vulnerarían la soledad ni la desgracia. Por primera vez el remite no era una larga inicial, sino un nombre completo, Lucrecia. Palpó el sobre y le pareció delgadísimo, pero no llegó a abrirlo. Lo percibía liso y sensitivo bajo las yemas de los dedos como el marfil de un teclado que aún no se decidiera a pulsar. Billy Swann había vuelto a tenderse en la cama. Era una tarde de finales de mayo, pero él estaba tendido con su traje negro y sus zapatones de cadáver y se había tapado con la colcha hasta el cuello, porque le dio frío al levantarse. Su voz era más lenta y nasal que nunca. Hablaba como repitiendo circularmente los primeros versos de un
blues
.
—Vi a tu chica. Yo abrí la puerta y ella estaba sentada en mi camerino. Era muy pequeño y ella estaba fumando, lo había llenado todo de humo.
—Lucrecia no fuma —dijo Biralbo; fue una satisfacción menor afirmar ese detalle, tan preciso como la exactitud de un gesto: como si de verdad recordara de pronto el color de sus ojos o el modo en que ella sonreía.
—Estaba fumando cuando yo entré. —A Billy Swann le enojaba que alguien dudara de su memoria—. Antes de verla me dio el olor de los cigarrillos. Sé distinguirlo del de la marihuana.
—¿Recuerdas qué te dijo? —Ahora sí, ahora Biralbo se atrevía. Billy Swann se volvió muy despacio hacia él, con su cabeza de mono segada por la blancura de la colcha, y sus arrugas se agravaron cuando empezó a reír.
—No dijo casi nada. Le preocupaba que yo no me acordara de ella, como a esos tipos que me encuentro de vez en cuando y me dicen: «Billy, ¿no te acuerdas de mí? Tocamos juntos en Boston el cincuenta y cuatro.» Así me habló ella, pero yo me acordaba. Me acordé cuando le vi las piernas. Puedo reconocer a una mujer entre veinte mirándole sólo las piernas. En los teatros hay muy poca luz, y uno no ve las caras de las mujeres que hay sentadas en la primera fila, pero sí sus piernas. Me gusta mirarlas mientras toco. Las veo mover las rodillas y golpear el suelo con los tacones para llevar el ritmo.
—¿Por qué te dio la carta? Tiene puestos los sellos.
—Ella no llevaba tacones. Llevaba unas botas planas, manchadas de barro. Unas botas de pobre. Tenía mejor aspecto que cuando me la presentaste aquí.
—¿Por qué tenías que ser tú quien me diera la carta?
—Supongo que le mentí. Ella quería que tú la recibieras cuanto antes. Sacó del bolso el tabaco, el lápiz de labios, un pañuelo, todas esas cosas absurdas que llevan las mujeres. Lo dejó todo en la mesa del camerino y no encontraba la carta. Hasta un revólver tenía. Se arrepintió antes de sacarlo, pero yo lo vi.
—¿Tenía un revólver?
—Un treinta y ocho reluciente. No hay nada que una mujer no pueda llevar en el bolso. Por fin sacó la carta. Yo le mentí. Ella quería que lo hiciera. Le dije que iba a verte en un par de semanas. Pero luego me marché del club y vino todo aquello de Nueva York… Puede que no le mintiera entonces. Supongo que pensaba venir a verte y que me equivoqué de avión. Pero no perdí tu carta, muchacho. La guardé en el doble fondo, como en los viejos tiempos…
Al día siguiente Biralbo despidió a Billy Swann con una doble sospecha de orfandad y de alivio. En el vestíbulo de la estación, en la cantina, en el andén, intercambiaron promesas embusteras: que Billy Swann abandonaría provisionalmente el alcohol, que Biralbo escribiría una carta blasfema para despedirse de las monjas, que iban a verse en Estocolmo dos o tres semanas más tarde. Biralbo no escribiría más cartas a Berlín, porque contra el amor de las mujeres no cabía mejor remedio que el olvido. Pero cuando el tren se alejó Biralbo entró de nuevo en la cantina y leyó por sexta o séptima vez aquella carta de Lucrecia, eludiendo sin éxito la melancolía de su apresurada frialdad: diez o doce líneas escritas en el reverso de un plano de Lisboa. Lucrecia aseguraba que regresaría pronto y le pedía disculpas por no haber encontrado otro papel donde escribirle. El plano era una borrosa fotocopia en la que había, hacia la izquierda, un punto retintado en rojo y una palabra escrita con una letra que no pertenecía a Lucrecia:
Burma
.
Que Floro Bloom no hubiera cerrado todavía el Lady Bird era inexplicable si uno ignoraba su inveterada pereza o su propensión a las formas más inútiles de la lealtad. Parece que su verdadero nombre era Floreal: que venía de una familia de republicanos federales y que hacia 1970 fue feliz en algún lugar del Canadá, a donde llegó huyendo de persecuciones políticas de las que no hablaba nunca. En cuanto a ese apodo, Bloom, tengo razones para suponer que se lo asignó Santiago Biralbo, porque era gordo y pausado y tenía siempre en sus mejillas una rosada plenitud muy semejante a la de las manzanas. Era gordo y rubio, verdaderamente parecía que hubiera nacido en el Canadá o en Suecia. Sus recuerdos, como su vida visible, eran de una confortable simplicidad: un par de copas bastaban para que se acordara de un restaurante de Quebec donde trabajó durante algunos meses, una especie de merendero en mitad de un bosque a donde acudían las ardillas para lamer los platos y no se asustaban si lo veían a él: movían el hocico húmedo, las diminutas uñas, la cola, se marchaban luego dando menudos saltos sobre el césped y sabían la hora exacta de la noche en que debían regresar para apurar los restos de la cena. A veces uno estaba comiendo en aquel lugar y una ardilla se le posaba en la mesa. En la barra del Lady Bird, Floro Bloom las recordaba como si pudiera verlas ante sí con sus lacrimosos ojos azules. No se asustaban, decía, como refiriendo un prodigio. Moviendo el hocico le lamían la mano, como gatitos, eran ardillas felices. Pero luego Floro Bloom adquiría el gesto solemne de aquella alegoría de la República que guardaba en la trastienda del Lady Bird y establecía vaticinios: «¿Te imaginas que una ardilla se acercara aquí a la mesa de un restaurante? La degollaban, seguro, le hincaban un tenedor.»