El invierno en Lisboa (8 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

Tags: #Drama

BOOK: El invierno en Lisboa
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Toussaints Morton hablaba en español como quien conduce a toda velocidad ignorando el código y haciendo escarnio de los guardias. Ni la gramática ni la decencia entorpecieron nunca su felicidad, y cuando no encontraba una palabra se mordía los labios, decía
miegda
y se trasladaba a otro idioma con la soltura de un estafador que cruza la frontera con pasaporte falso. Pidió disculpas a Biralbo por su
intgomisión
: se declaró devoto del jazz, de Art Tatum, de Billy Swann, de las tranquilas veladas en el Lady Bird: dijo que prefería la intimidad de los recintos pequeños a la evidente bobería de la muchedumbre —el jazz, como el flamenco, era una pasión de minorías—: dijo su nombre y el de su secretaria, aseguró que regentaba en Berlín un discreto y floreciente negocio de antigüedades, más bien clandestino, sugirió, si uno abre una tienda e instala un rótulo luminoso los impuestos rápidamente lo decapitan. Señaló vagamente la carpeta de su secretaria, la bolsa de papel que él mismo sostenía: en Berlín, en Londres, en Nueva York —sin duda Biralbo había oído hablar de la Nathan Levy Gallery—, Toussaints Morton era alguien en el negocio de los grabados y los libros antiguos.

Daphne sonreía con la placidez de quien escucha el ruido de la lluvia. Biralbo ya había abierto la puerta del ascensor y se disponía a subir solo al piso octavo, un poco aturdido, siempre le ocurría eso cuando hablaba con alguien después de estar solo durante muchas horas. Entonces Toussaints Morton retuvo ostensiblemente la puerta del ascensor apoyando en ella la rodilla y dijo, sonriendo, sin quitarse el cigarro de la boca:

—Lucrecia me habló mucho de usted allá en Berlín. Fuimos grandes amigos. Decía siempre: «Cuando no me quede nadie, todavía me quedará Santiago Biralbo.»

Biralbo no dijo nada. Subieron juntos en el ascensor, manteniendo un difícil silencio únicamente mitigado por la sonrisa irrompible de Toussaints Morton, por la fijeza de las pupilas azules de su secretaria, que miraba la rápida sucesión de los números iluminados como vislumbrando el paisaje creciente de la ciudad y su serena lejanía. Biralbo no les dijo que entraran: se internaron en el corredor de su casa con el complacido interés de quien visita un museo de provincias, examinando aprobadoramente los cuadros, las lámparas, el sofá donde en seguida se sentaron. De pronto Biralbo estaba parado ante ellos y no sabía qué decirles, era como si al entrar en su casa los hubiera encontrado conversando en el sofá del comedor y no acertara a expulsarlos ni a preguntar por qué estaban allí. Cuando pasaba muchas horas solo su sentido de la realidad se le volvía particularmente quebradizo: tuvo una breve sensación de extravío muy semejante a la de algunos sueños, y se vio a sí mismo parado ante dos desconocidos que ocupaban su sofá, intrigado no por el motivo de su presencia sino por los caracteres de la inscripción que había en la medalla de oro que llevaba al cuello Toussaints Morton. Les ofreció una copa: recordó que no tenía nada de beber. Gozosamente Toussaints Morton descubrió la mitad de la botella que traía y señaló la marca con su ancho dedo índice. Biralbo pensó que tenía dedos de contrabajista.

—Lucrecia siempre lo decía: «Mi amigo Biralbo sólo bebe el mejor bourbon.» Me pregunto si éste será lo bastante bueno para usted. Daphne lo encontró y me dijo: «Toussaints, es algo caro, pero ni en Tennessee lo encontrarás mejor.» Y la cuestión es que Daphne no bebe. Tampoco fuma, y no come más que verduras y pescado hervido. Díselo tú, Daphne, el señor habla inglés. Pero ella es muy tímida. Me dice: «Toussaints, ¿cómo puedes hablar tanto en tantos idiomas?» «¡Porque tengo que decir todo lo que no dices tú!», le contesto… ¿Lucrecia no le habla de mí?

Como si el impulso de su carcajada lo empujara hacia atrás Toussaints Morton apoyó la espalda en el sofá, posando una mano grande y oscura en las rodillas blancas de Daphne, que sonrió un poco, serena y vertical.

—Me gusta esta casa. —Toussaints Morton paseó una mirada ávida y feliz por el comedor casi vacío, como agradeciendo una hospitalidad largamente apetecida—. Los discos, los muebles, ese piano. De niño mi madre quería que yo aprendiera a tocar el piano. «Toussaints», me decía, «alguna vez me lo agradecerás». Pero yo no aprendí. Lucrecia siempre me hablaba de esta casa. Buen gusto, sobriedad. En cuanto lo vi a usted la otra noche se lo dije a Daphne: «Él y Lucrecia son almas gemelas.» Conozco a un hombre mirándolo una sola vez a los ojos. A las mujeres no. Hace cuatro años que Daphne es mi secretaria, ¿y cree usted que la conozco? No más que al presidente de los Estados Unidos…

«Pero Lucrecia nunca ha estado aquí», pensó lejanamente Biralbo: la risa y las incesantes palabras de Toussaints Morton actuaban como un somnífero sobre su conciencia. Aún estaba de pie. Dijo que iría a buscar vasos y un poco de hielo. Cuando les preguntó si querían agua, Toussaints Morton se tapó la boca como fingiendo que no podía detener la risa.

—Por supuesto que queremos agua. Daphne y yo pedimos siempre whisky con agua en los bares. El agua es para ella, el whisky para mí.

Cuando Biralbo volvió de la cocina Toussaints Morton estaba de pie junto al piano y hojeaba un libro, lo cerró de golpe, sonriendo, ahora fingía una expresión de disculpa. Por un instante Biralbo advirtió en sus ojos una inquisidora frialdad que no formaba parte de la simulación: ojos grandes y muertos, con un cerco rojizo en torno a las pupilas. Daphne, la secretaria, tenía las manos juntas y extendidas ante sí, con las palmas hacia abajo, y se miraba las uñas. Las tenía largas y sonrosadas, sin esmalte, de un rosa un poco más pálido que el de su piel.

—Permítame —dijo Toussaints Morton. Le quitó a Biralbo la bandeja de las manos y llenó dos vasos de bourbon, hizo como si al inclinar la botella sobre el vaso de Daphne recordara de pronto que ella no bebía. Dejó el suyo sobre la mesa del teléfono después de paladear ruidosamente el primer trago. Se hundió más en el sofá, confortado, casi hospitalario, prendiendo con amplia felicidad su cigarro apagado.

—Yo lo sabía —dijo—. Sabía cómo era usted antes de verlo. Pregúntele a Daphne. Le decía siempre: «Daphne, Malcolm no es el hombre adecuado para Lucrecia, no mientras viva ese pianista que se quedó en España.» Allá en Berlín Lucrecia nos hablaba tanto de usted… Cuando no estaba Malcolm, desde luego. Daphne y yo fuimos como una familia para ella cuando se separaron. Daphne se lo puede decir: en mi casa Lucrecia tenía siempre a su disposición una cama y un plato de comida, no fueron buenos tiempos para ella.

—¿Cuándo se separó de Malcolm? —dijo Biralbo. Toussaints Morton lo miró entonces con la misma expresión que lo había inquietado cuando volvió al comedor con los vasos y el hielo, e inmediatamente rompió a reír.

—¿Te das cuenta, Daphne? El señor se hace de nuevas. No necesario, amigo, ustedes ya no tienen que esconderse, no delante de mí. ¿Sabe que algunas veces fui yo quien echó al correo las cartas que le escribía Lucrecia? Yo, Toussaints Morton. Malcolm la quería, él era mi amigo, pero yo me daba cuenta de que ella estaba loca por usted. Daphne y yo conversábamos mucho sobre eso, y yo le decía, «Daphne, Malcolm es mi amigo y mi socio pero esa chica tiene derecho a enamorarse de quien quiera». Eso es lo que pensaba yo, pregúntele a Daphne, no tengo secretos para ella.

A Biralbo las palabras de Toussaints Morton comenzaban a producirle un efecto de irrealidad muy semejante al del bourbon: sin que él se diera cuenta habían bebido ya más de la mitad de la botella, porque Toussaints Morton no cesaba de volcarla con brusquedad sobre los dos vasos, manchando la bandeja, la mesa, limpiándolas en seguida con un pañuelo de colores tan largo como el de un ilusionista. Biralbo, que desde el principio sospechó que mentía, empezaba a escucharlo con la atención de un joyero no del todo indecente que se aviene por primera vez a comprar mercancía robada.

—No sé nada de Lucrecia —dijo—. No la he visto desde hace tres años.

—Desconfía. —Toussaints Morton movió melancólicamente la cabeza mirando a su secretaria como si buscara en ella un alivio para la ingratitud—. ¿Te das cuenta, Daphne? Igual que Lucrecia. No me sorprende, señor —se volvió digno y serio hacia Biralbo, pero en sus ojos había la misma mirada indiferente al juego y a la simulación—. También ella desconfió de nosotros. Díselo, Daphne. Dile que se marchó de Berlín sin decirnos nada.

—¿Ya no vive en Berlín?

Pero Toussaints Morton no le contestó. Se puso en pie muy trabajosamente, apoyándose en el respaldo del sofá, jadeando con el cigarro en la boca entreabierta. La secretaria lo imitó con un gesto automático, la carpeta como acunada entre los brazos, el bolso al hombro. Cuando se movía, su perfume se dilataba en el aire: había en él una sugerencia de ceniza y de humo.

—Está bien, señor —dijo Toussaints Morton, herido, casi triste. Al verlo de pie recordó Biralbo lo alto que era—. Lo entiendo. Entiendo que Lucrecia no quiera saber nada de nosotros. Hoy en día no significan nada los viejos amigos. Pero dígale que Toussaints Morton estuvo aquí y deseaba verla. Dígaselo.

Impulsado por una absurda voluntad de disculpa Biralbo repitió que no sabía nada de Lucrecia: que no estaba en San Sebastián, que tal vez no había regresado a España. Los tranquilos y ebrios ojos de Toussaints Morton permanecían fijos en él como en la evidencia de una mentira, de una innecesaria deslealtad. Antes de entrar en el ascensor, cuando ya se marchaban, le tendió a Biralbo una tarjeta: aún no pensaban regresar a Berlín, le dijo, se quedarían unas semanas en España, si Lucrecia cambiaba de opinión y quería verlos ahí le dejaban un teléfono de Madrid. Biralbo se quedó solo en el pasillo y cuando entró de nuevo en su casa cerró con llave la puerta. Ya no se escuchaba el ruido del ascensor, pero el humo de los cigarrillos de Toussaints Morton y el perfume de su secretaria aún permanecían casi sólidamente en el aire.

CAPÍTULO VII

—Míralo —dijo Biralbo—. Mira cómo sonríe.

Me acerqué a él y aparté ligeramente la cortina para mirar a la calle. En la otra acera, inmóvil y más alto que quienes pasaban a su lado, Toussaints Morton miraba y sonreía como aprobándolo todo: la noche de Madrid, el frío, las mujeres quietas que fumaban cerca de él, al filo de la acera, apoyadas en un indicador de dirección, en la pared de la Telefónica.

—¿Sabe que estamos aquí? —me aparté del balcón: me había parecido que la mirada de Toussaints Morton me alcanzaba, desde lejos.

—Seguro —dijo Biralbo—. Quiere que yo lo vea. Quiere que sepa que me ha encontrado.

—¿Por qué no sube?

—Tiene orgullo. Quiere darme miedo. Lleva dos días ahí.

—No veo a su secretaria.

—Tal vez la ha mandado al Metropolitano. Por si yo salgo por otra puerta. Lo conozco. Todavía no quiere atraparme. Por ahora sólo pretende que yo sepa que no puedo escaparme de él.

—Apagaré la luz.

—Da igual. Él sabrá que seguimos aquí.

Biralbo echó del todo las cortinas y se sentó en la cama sin soltar el revólver. La habitación se me volvía cada vez más pequeña y oscura bajo la sucia luz de las mesas de noche. Sonó entonces el teléfono: era un modelo antiguo, negro y muy anguloso, de aspecto funeral. Parecía únicamente concebido para transmitir desgracias. Biralbo lo tenía al alcance de la mano: se lo quedó mirando y luego me miró a mí mientras sonaba, pero no lo descolgó. Yo deseaba que cada timbrazo fuera el último, pero volvía a repetirse tras un segundo de silencio, más estridente aún y más tenaz, como si lleváramos horas escuchando. Al fin cogí el teléfono: pregunté quién era y no me contestó nadie, luego escuché un pitido intermitente y agudo. Biralbo no se había movido de la cama: estaba fumando y ni siquiera me miraba, comenzó a silbar una lenta canción al mismo tiempo que expulsaba el humo. Me asomé al balcón. Toussaints Morton ya no estaba en la acera de la Telefónica.

—Volverá —dijo Biralbo—. Siempre vuelve.

—¿Qué quiere de ti?

—Algo que yo no tengo.

—¿Vas a ir al Metropolitano esta noche?

—No me apetece tocar. Llama tú de mi parte y pregunta por Mónica. Dile que estoy enfermo.

Hacía un calor insano en la habitación, el aire caliente zumbaba en los acondicionadores, pero Biralbo no se había quitado el abrigo, parecía que de verdad estuviera enfermo. Siempre lo veo con él en mis recuerdos de aquellos últimos días, siempre tendido en la cama, o fumando tras las cortinas del balcón, la mano derecha en el bolsillo del abrigo, buscando el tabaco, acaso la culata de su revólver. En el armario guardaba un par de botellas de whisky. Bebíamos en los vasos opacos del lavabo, metódicamente, sin atención ni placer, el whisky sin hielo me quemaba los labios, pero yo seguía bebiendo y casi nunca decía nada, sólo escuchaba a Biralbo y miraba de vez en cuando hacia la otra acera de la Gran Vía, buscando la alta figura de Toussaints Morton, estremeciéndome al confundirlo con cualquiera de los hombres de piel oscura que se detenían en las esquinas al anochecer. Desde la calle subía el miedo hacia mí como un sonido de sirenas lejanas: era una sensación de intemperie, de soledad y viento frío de invierno, como si los muros del hotel y sus puertas cerradas ya no pudieran defenderme.

Pero Biralbo no tenía miedo: no podía tenerlo, porque no le importaba lo que ocurriera en el exterior, al otro lado de la calle, tal vez mucho más cerca, en los corredores de su hotel, detrás de la puerta, cuando sonaban pasos amortiguados y llaves girando en una cerradura muy próxima y era un huésped desconocido e invisible al que luego oíamos toser en la habitación contigua. Con frecuencia limpiaba su revólver empleando en ello la desocupada atención de quien se lustra los zapatos. Recuerdo la marca inscrita en el cañón:
Colt trooper 38
. Tenía la extraña belleza de una navaja recién afilada, en su forma reluciente había una sugestión de irrealidad, como si no fuera un revólver que súbitamente podía disparar o matar, sino un símbolo de algo, letal en sí mismo, en su recelosa inmovilidad, igual que un frasco de veneno guardado en un armario.

Había pertenecido a Lucrecia. Ella lo trajo de Berlín, era un atributo de su nueva presencia, como el pelo tan largo y las gafas oscuras y la inexpresada voluntad de sigilo y de incesante huida. Volvió cuando Biralbo ya había dejado de esperarla: no vino del pasado ni del Berlín ilusorio de las postales y las cartas, sino de la pura ausencia, del vacío, investida de otra identidad tan ligeramente perceptible en su rostro de siempre como el acento extranjero con que entonaba ahora algunas palabras. Volvió una mañana de noviembre: el teléfono despertó a Biralbo, y al principio no reconoció aquella voz, porque también la había olvidado, como el color exacto de los ojos de Lucrecia.

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