Read El jardín de las hadas sin sueño Online
Authors: Esther Sanz
Tags: #Infantil y Juvenil, Romántica
—Creía que Rodrigoalbar era un ermitaño —dije pensando en la idea del viejo de barbas que me había formado en mi cabeza.
—Y lo era. No soportaba la vida en comunidad y se volvió a su cabaña. De vez en cuando les visitaba y se instalaba con ellos temporadas, pero enseguida sentía que debía volver a su casa y estar cerca de sus raíces… —Respiró profundamente antes de continuar—. Siglos después descubrió que había tenido descendencia y que lo que realmente sentía era la llamada de la sangre.
Suspiré al recordar la historia de Bosco y de cómo su retatarabuelo le había salvado la vida.
—¿Llegaste a conocerlos? —pregunté llena de curiosidad.
—La Aldea de los Inmortales desapareció muchos siglos antes de que yo naciera.
—¡Pero eran inmortales! —exclamé—. ¿Cómo pudieron desaparecer?
El cuerpo de Robin se agitó asustado a mi lado. Por un momento temí haberle despertado, pero al instante su respiración profunda volvió a ocupar el silencio de la noche, y el latido acelerado de su corazón se fue apaciguando.
El rostro de Bosco se contrajo un instante en una mueca de dolor.
—Esa es otra larga y triste historia… —susurró—. Pero ahora duerme. Si vuelves a asustar a Robin seré yo quien desaparezca.
C
uando abrí los ojos, estaba abrazada a Bosco. Alcé la mirada para contemplarlo mejor. La sonrisa de sus labios delataba un sueño apacible.
Durante un instante admiré embelesada la perfección de su rostro, anguloso y bello como el de una estatua griega. Sus rizos alborotados caían en cascada sobre mi cabeza haciéndome cosquillas. Me pareció extraño que aún durmiera, pero deduje que se habría pasado gran parte de la noche en vela, custodiando nuestro sueño.
Me giré para comprobar si Robin también dormía, pero solo hallé un vacío al otro lado.
Me incorporé y lo busqué con la mirada. Las primeras luces del alba junto a la bruma matinal habían teñido el bosque de un color blanquecino. Robin estaba a unos metros de nosotros, sentado junto a un pino, con la espalda apoyada en el tronco y la vista fija en el horizonte.
Saqué el botiquín de la mochila y me dirigí hacia él.
—¿Te duele? —Señalé su hombro.
—Esta herida no mucho. —Alzó la mirada y clavó sus ojos grises en los míos—. Tu ermitaño ha hecho un buen trabajo.
Pronunció la última frase sin acritud, pero aun así había un poso de reproche en sus palabras.
No quise preguntarle por el resto de sus heridas. Su corazón había acumulado demasiadas en poco tiempo: la muerte de Grace, el disparo de su madre…
—Déjame ver…
Me agaché y deshice el vendaje de su hombro. Había visto cómo Bosco le curaba y cambiaba la venda aplicándole el ungüento de miel, pero aun así no pude evitar que mis dedos temblaran.
Al retirar la gasa, me sorprendió el buen aspecto de su hombro. Sabía, por experiencia propia, que una herida normal podía tardar hasta dos semanas en secarse. La suya había sido profunda, y sin embargo, apenas un día después ya había empezado a cicatrizar.
Sorprendida, le apliqué un poco más de aquel néctar de abeja que Bosco guardaba en un frasquito de cristal.
—¿Saldré de esta, doctora?
—Sí, chico listo. Las abejas han hecho bien su trabajo —dije guardando el bote de miel en el botiquín—. Agradéceselo a ellas.
—Ya me gustaría, pero la única abeja que me interesa no se deja…
Fijó la vista un instante en mi vientre, justo en el lugar donde tenía el tatuaje de la abeja. Me intimidó darme cuenta de que él la había visto
y la persona por quien me la había tatuado aún no.
—Ten cuidado con ella —repuse muy seria—. Si se siente acorralada, te clavará su aguijón.
—Ya lo ha hecho. —Se llevó la mano al corazón—. Tu advertencia llega tarde… La acorralé no hace mucho en Londres.
Confundida, no se me ocurrió ninguna frase con la que darle réplica. En vez de eso, mi mente viajó de nuevo a aquel sótano. Recordé el momento en que Berta y James habían llegado justo antes de que Robin me hiciera tragar aquellas pastillas para dormirme.
—¿Adonde pensabas llevarme? —le pregunté con un hilo de voz.
—Lejos de todo esto…
—Mi destino está aquí, Robin.
Negó con la cabeza, pero no respondió. Su mirada se perdió un instante en la figura tendida de Bosco.
Evoqué la triste vida que había llevado los últimos meses en Londres, alejada del bosque, y me acordé de una persona en la que hacía tiempo que no pensaba: Emma. Mi amiga gótica le había ayudado a capturarme, así que le pregunté por ella:
—¿Cómo conseguiste que Emma me traicionara?
Tardó unos segundos en contestar. Pensé que tal vez necesitaba tiempo para seguir el hilo de mis pensamientos y llegar hasta mi compañera de habitación en Lakehouse. Sin embargo, su respuesta me demostró que la tenía muy presente.
—Me acuerdo de ella todos los días.
Un mal presagio cruzó mi mente.
—Y rezo para que salga del coma.
—¿Qué quieres decir?
—Antes de explicarte lo que pasó, tienes que saber algo, Clara: Emma no te traicionó.
—Pero James vio cómo te entregaba algo… Y yo vi fotos mías en un sobre y…
—Le pedí que me ayudara a protegerte. Le expliqué que corrías un grave peligro y que si no te alejaba de allí te matarían… Al principio no me creyó, pero tampoco se atrevió a contarte nada ni a avisar a la policía. Pensó que era un lunático y no te dejaba nunca sola. Cuando ella no podía estar a tu lado, le pedía a ese tal James que estuviera contigo… Creo que le hizo creer que te habías enamorado de él o algo así.
De nuevo todo lo sucedido en Londres volvía a encajar como una pieza más de aquel extraño rompecabezas.
—Para convencerla, tuve que demostrarle que Alice no existía y explicarle quién eras —continuó Robin—. Emma te aprecia de vedad y por eso colaboró conmigo.
—Entonces, ¿por qué le pagaste? Vi el fajo de billetes en su armario.
—No sé de qué hablas —repuso extrañado—. No le di ni una libra.
Me sentí estúpida por haber sacado falsas conclusiones sobre aquel dinero. Lo más probable era que sus padres se lo hubieran dado. La propia Emma me había explicado que en la destilería vendían el excedente de whisky en botellas sin etiquetar. La cara residencia de su hija era una forma fácil de blanquear aquel dinero extra, libre de impuestos.
Sentí las lágrimas surcar en mis mejillas.
—íQué le ha pasado a Emma? —sollocé.
—Mi padre vio cómo me pasaba un sobre con información sobre tí, fotos y datos con tus movimientos. Después de aquello, desaparecí del mapa en un lugar que tú ya conoces pero que él ni sospechaba. Nervioso por haberme perdido la pista, decidió tirar del hilo de la última persona con la que me había visto.
— ¿Qué le ha hecho?
—Tras el secuestro, Emma me llamó un día al móvil y me explicó que un hombre le había preguntado por mí y que no dejaba de acosarla. Le dije que huyera lejos… El resto lo sé por su novio, Miles. Me llamó muy preocupado y me explicó lo del accidente. Hubo una persecución y… tu amiga salió muy mal parada.
Aquella versión coincidía con lo que me había explicado James tras el secuestro. Miles le había dejado un extraño mensaje en el móvil en el que decía que tenían que desaparecer una temporada y que Emma estaba muy asustada.
—Cuando le dije a mi padre que la semilla estaba en el lugar que tú me dijiste, tras la cascada, prometió dejarnos en paz si la encontraba.
Sentí una fuerte presión en el pecho y la necesidad de alejarme de allí. Emma estaba en coma. De nuevo alguien a quien quería estaba sufriendo por mi culpa. ¿Y si moría por haber tratado de ayudarme? ¿Cómo iba a cargar con aquel peso el resto de mi vida?
Las lágrimas nublaron mi visión, pero aun así arranqué a correr. Necesitaba aire.
Estuve a punto de chocar contra un cervatillo que huía despavorido en mi dirección. Un muro se interpuso entre los dos desviando en el último momento la trayectoria del animalito y envolviéndome en su abrazo cálido y protector. Había aterrizado en el pecho de Bosco.
Me obligó a alzar el mentón y me besó con ternura en las mejillas.
—Tu amiga se pondrá bien —dijo evidenciando que había escuchado nuestra conversación.
Le creí. Era imposible que él lo supiera. Ni siquiera conocía a Emma… Pero, aun así, acepté su palabra como un dogma. Necesitaba creer que aquello ocurriría y que mi amiga saldría de aquella pesadilla. Me impulsé de puntillas y le besé en los labios justo antes de ver un fuego a lo lejos.
Aunque Bosco nos aseguró que las llamas no estaban en nuestra trayectoria, supe que algo malo había ocurrido.
Nos pusimos de nuevo en ruta. Los tres queríamos llegar pronto a nuestro destino y ver qué había pasado. Me preocupaba la semilla, pero cuanto más nos acercábamos a la Aldea de los Inmortales, más temía por la suerte que hubieran podido correr Berta y James. Si Hannah había sido capaz de disparar a su propio hijo, ¿qué no haría con dos desconocidos que se interponían en sus planes?
—No sufras por ellos —me dijo Robin adivinando mis pensamientos—. Si la farmacéutica consigue su objetivo y destruye la semilla, no les pasará nada. No suponen ninguna amenaza. ¿Quién iba a creerles? No se mancharán de sangre por nada…
—¿Y si es la Organización la que consigue la semilla?
—Entonces todos pagaremos por ello. No dejarán testigos.
—Deja de asustarla —se quejó Bosco—. Puse la semilla en un sitio de difícil acceso… Aunque me vieran salir de allí, les costará dar con su escondite. Llegaremos antes que ellos y la pondremos a salvo.
—¿Y qué pasará con Berta y James cuando los okupas no la encentren?
—Tranquila. Si es cierto que quieren destruirla, negociaremos con la semilla a cambio de sus vidas.
Aunque el plan sonaba infalible en sus labios, había otra posibilidad que él no había contemplado: ¿qué ocurriría si Henry y Adam la habían encontrado o nos asaltaban después de recuperarla? ¿De qué manera íbamos a negociar con ellos?
Las llamas cada vez más altas de aquel fuego lejano nos sumieron a los tres en un silencio cargado de preocupación.
Horas después, llegamos a una zona montañosa de rocas altísimas que la naturaleza había esculpido con formas fantásticas. Mientras caminaba, me entretuve un rato buscando figuras escondidas en aquellos bloques de piedra conglomerada. Sin dejar volar mucho la imaginación, reconocí en una de ellas el torso de un ángel alado.
A nuestros pies, el agua fluía en pequeños hilos por el suelo rocoso volviendo el terreno muy resbaladizo.
Bosco se agachó y bebió de un pequeño cuenco de piedra que se abría en el suelo. Imité su gesto. Un agua helada con sabor a hierro inundó mi garganta.
Seguimos los pasos de Bosco hasta que, de pronto, una pared de piedra se interpuso en nuestro camino.
—Tenemos que escalarla para llegar al otro lado —nos dijo.
Aquello era imposible. No había un camino transitable por aquella ladera de piedra. Me quedé inmóvil mientras Bosco sacaba una cuerda de su mochila y la ataba a mi cintura. Después la lió alrededor de la suya de manera que ambos quedamos unidos.
Antes de iniciar el ascenso, tomó mi mano libre, me miró a los ojos con ternura y me dijo con una voz muy dulce:
—Clara, yo seré tu red, Pero es muy importante que no tengas miedo. Si te asustas, puedo perder la concentración y caer contigo al vacío.
Asentí consciente de lo que aquello significaba. Me pregunté sí le haría revivir lo que ocurrió con Flora casi un siglo atrás, cuando había caído desde un tejado de Madrid mientras paseaba de su mano por las azoteas.
Respiré profundamente y me concentré en no estar asustada.
Antes de iniciar la escalada, se giró hacia Robin y le dijo con tono amable:
—Puedes hacerlo. El truco es no mirar abajo.
Robin asintió.
Seguí sus pasos, apoyando las manos y los pies en los pequeños salientes que él me indicaba. Las piedras se desprendían con peligrosa facilidad. Más de una vez estuve a punto de resbalar y hacer caer a Robin, pero incluso entonces conseguí mantener la calma.
Después de un primer tramo muy inclinado, el resto no supuso demasiada dificultad. Avanzamos muy lentamente pero con paso firme por aquel terreno escarpado.
Tardamos una hora en alcanzar la vertiente opuesta de la montaña. Me invadió una mezcla de euforia e incredulidad.
Según Bosco, habíamos logrado atajar una buena parte del camino, pero eso no era garantía de nada.
Desde nuestra nueva situación, el fuego había quedado atrás. Las llamas eran más bajas, pero parecían haberse extendido ocupando una masa forestal mayor.
—¿Qué habrá ocurrido? —me atreví a preguntar.
—Tal vez haya sido un rayo —dijo Bosco angustiado—. No son muy frecuentes, pero cuando caen sobre la pinaza y no ha llovido pueden provocar grandes incendios.
Su semblante serio me hizo pensar que ni él mismo se creía aquella versión.
T
ras cruzar aquel terreno escarpado, nos adentramos en un hayedo tan denso, que el sol apenas se filtraba entre el dosel de sus altas ramas.
El bosque se extendía a nuestro alrededor en un laberinto de árboles gigantes que bebían de la humedad del aire.
Aquel umbrío paraje era muy distinto al monte de pino albar que envolvía la Dehesa. Las cortezas de los troncos eran lisas y finas como la piel de un niño. Y las raíces, que se extendían por el suelo como tentáculos, estaban teñidas de musgo. No había helechos ni matorrales tras los que ocultarse.
Después de un rato, la luz pasó de un tono oliváceo a otro más tenebroso y oscuro. Aún faltaban varias horas para el crepúsculo, pero a medida que avanzábamos la claridad se quedaba enredada entre las sombras de las frondosas copas.
—¿Falta mucho? —pregunté como una niña impaciente.
—Al final de este bosque hay una pradera —respondió Bosco—. Allí se asentaba la Aldea de los Inmortales.
En aquel contexto de tinieblas, la historia que había dejado a medias volvió a tomar posesión de mis pensamientos.
—¿Qué ocurrió con ellos?
El eco de mi voz resonó bajo la bóveda forestal, y Robin, que se había quedado rezagado, aceleró el paso hasta colocarse a mi lado.
Su interés por aquella historia me hizo pensar que tal vez no dormía mientras Bosco me había explicado el inicio la noche anterior.