En la zona montañosa de Valencia, una casa olvidada guarda sus secretos. Abandonada desde que las tropas de Franco arrasaron España en 1936, sus paredes se han desmoronado y el jardín ha sido invadido por la maleza. Guiada por una serie de cartas y una llave que su madre le ha dejado en herencia, Emma Temple abandona su trabajo como perfumista en Londres para devolver su antiguo esplendor a la ahora ruinosa casa de campo. A medida que esta va revelando sus secretos, Emma se sumerge cada vez más en la historia de su abuela, una enfermera británica que pasó la Guerra Civil en España como voluntaria. Pronto comprende que una cosa es querer dejar atrás el pasado y otra muy distinta que este te lo permita.
Kate Lord Brown
El jardín de los perfumes
ePUB v1.0
AlexAinhoa20.03.13
Título original:
The perfume garden
© 2013, Kate Lord Brown
Traducción: Paula Vicens Martorell
Editor original: AlexAinhoa (v1.0)
ePub base v2.1
Para VL y KL, PB y DB
«He tenido peores despedidas,
pero ninguna que siga remordiéndome tanto la conciencia.
Tal vez esto sea decir aproximadamente
lo que solo Dios podría demostrar a la perfección:
que la individualidad comienza con una partida
y el amor se demuestra dejando partir.»
Cecil Day Lewis
«Podéis marcharos orgullosos. Sois la historia, sois la leyenda.»
La Pasionaria
(Discurso de despedida a las Brigadas Internacionales,
Barcelona, octubre de 1938)
1«Lo que pervive de nosotros es el amor.»
Philip Larkin
ESPAÑA, septiembre de 1936
En el postrer otoño de su vida, la joven estaba tendida sobre la hierba susurrante, al sol de Andalucía. Las nubes pasaban lentamente mientras seguía con la mirada una solitaria mariposa que revoloteaba a escasa altura. Se dio la vuelta, pasó la película de su cámara Rolleiflex y miró por el visor.
—Aquí estás —le dijo Capa, tumbándose a su lado. Entrecerró los ojos mirando hacia la cima de la colina, donde había tres milicianos de pie, con los rifles amartillados, apuntando hacia las montañas del otro lado de la llanura—. Te he buscado por todas partes. Ya creía que había perdido a mi rubita… —Le besó el hombro y su Leica osciló—. Pareces una raposa, aquí escondida en la hierba. —Pegados el uno al otro, con el sol reflejándose en las lentes de sus cámaras, se pusieron a hacer fotos.
—Me aburría. Me ha parecido que ibas a pasarte toda la tarde jugando a las cartas. —Gerda enfocó a los hombres, girando despacio las lentes para que la imagen fuera nítida, en primer plano los tallos herbosos y, en segundo, las caras sudorosas de los milicianos. El sol caía a plomo sobre ellos, implacable, y las cigarras chirriaban en la colina.
—Aquí no pasa nada, solo hay hombres formando y comiendo el mejor jamón del pueblo. —Capa avanzó poco a poco, apoyando los codos en la tierra seca.
Ella se lamió los labios, saboreando el polvo, la sal en su piel. De repente se dio cuenta de que tenía hambre, pero la luz era tan buena y había tanta claridad esa mañana que no había querido perderse la oportunidad de conseguir la foto perfecta.
—Necesitamos algo bueno que mandar a la revista
Vu
, André. Ya es hora de que regresemos a Madrid. ¿Dónde estamos, además? ¿Cerca de Espejo?
—Sí, cerca de Córdoba. Creo que vamos hacia Cerro Muriano. —Capa movía la cámara de izquierda a derecha.
Gerda lo notaba distraído, como en otra cosa. Solía estar así cuando trabajaba, atrapado en el instante de la fotografía. Se acordó de haber estado persiguiendo una mariposa de niña, en Alemania, intentando atraparla con las manos. A veces la fotografía era eso mismo para ella: un fogonazo de color y luz perfecto justo fuera de su alcance. Los dos eran cazadores, se dijo, cazadores de luz. Se dio cuenta de que Capa había enfocado el objetivo en un miliciano que, de pie, solo en la colina, tenía el rifle en la mano derecha. El hombre llevaba una cartuchera de piel por encima de la camisa blanca, pero parecía más un civil, un joven cazando conejos, que un combatiente.
—Los tenemos demasiado lejos. —Capa reptó hacia delante sobre el vientre—. ¿Qué te digo siempre?
—Si la foto no es buena, es que no estás lo bastante cerca. —Gerda se apartó el pelo rubio cobrizo de la cara.
Capa sonrió y luego soltó una risita que fue como un arrullo.
—Estás aprendiendo. —Cerró el puño y lo levantó—. ¡Adelante! —Los dos subieron gateando la colina, riendo como niños. Las alpargatas se deslizaban silenciosas por la hierba seca.
—Aquí —dijo ella, mirando por el visor. Disparó un par de fotos en las que capturó a dos soldados con el rifle apuntando al cielo, al igual que la hierba que pisaban, con los rostros morenos, del mismo color que la tierra.
Capa se puso de pie y caminó decidido hacia ellos.
—¡Salud!
En la cima de la colina, Gerda se acuclilló para comprobar la película. Al incorporarse, conteniendo el aliento, repasó los grupos de soldados republicanos que había a lo lejos: siluetas delgadas y desharrapadas acurrucadas entre la hierba y repartidas por la colina como ovejas pastando, con un vasto cielo de El Greco punteado de nubes hinchadas sobre sus cabezas. Se apretó el cinturón de cuero que llevaba al cinto del mono azul y palpó la pistola. Por una vez, no estaban en primera línea del frente, pero sabía que no tardarían en volver a estarlo. Achicó los ojos y miró cautelosa a lo lejos, hacia la bruma morada de las montañas situadas al otro lado de la llanura. Incluso allí, lejos del frente, seguía existiendo el riesgo de que hubiera francotiradores. Se sacó del bolsillo de la pechera un lápiz de labios escarlata y se lo aplicó. Se alisó el arco de las cejas y se quitó el polvo de las mejillas. Capa se rio y ella lo miró, sonriente.
—Acabo de hablar con los chicos. Nos vamos —dijo. Mientras caminaba hacia ella, Gerda notó el familiar acelerón del deseo. Siempre era así, desde el momento en que lo había visto por primera vez en París—. Hacemos un par de fotos más y volvemos a Madrid.
Ella le pasó la mano por el pelo, espeso y moreno, y le levantó la barbilla.
—Vámonos al hotel…
—Pues mira —dijo Capa, pasándole el brazo por la cintura—: es la mejor idea que he oído en todo el día, señorita Taro.
—Francamente, lo único que quiero es tomar un baño caliente y dormir en una cama limpia, señor Robert Capa. —Le miró brevemente de reojo, zafándose de su abrazo.
—André —le gritó él cuando ya se alejaba—. Para ti no soy Capa. Siempre seré tu André.
—Siempre —dijo ella riéndose. Miró el cielo y se protegió los ojos del sol—. En cualquier caso, Robert Capa tiene tanto de ti como de mí. —Gerda se volvió hacia él—. Los dos hemos creado al mejor fotógrafo estadounidense del mundo.
—¿Decías? —Capa levantó una ceja y le devolvió la sonrisa—. Un día de estos voy a hacer de ti una mujer honrada —le dijo, dejando de rebobinar la película.
Gerda lo miró por encima del hombro y bajó la colina ágilmente, dando saltitos.
—Ya veremos, André. Primero convirtamos a Robert Capa en leyenda, ¿te parece? —En aquel momento lo vio subir corriendo de nuevo hacia la cima de la colina, levantar la Leica y encuadrar a uno de los milicianos. Se oyó el ruido del diafragma, sonó un tiro y, mientras el soldado caía, la cámara congeló su imagen, entre el cielo y la tierra, para la posteridad.
LONDRES, 11 de septiembre de 2001
—¿Sabes, Em? El inconveniente es que ellos, me refiero a los médicos, han dicho que me dará una sensación de «conclusión» (qué palabra tan horrorosa) dejarte una carta. Les he dicho si realmente creen que puedo destilar el valor de toda una vida de experiencia en una carta. ¿Puedo resumir todo cuanto querría decirle a mi hija en unas cuantas hojas de papel? No puedo. Me conoces. Siempre me enrollo, ¿verdad, cariño?
Emma se acordó entonces de Liberty, su madre, sentada a la mesa de la cocina en casa de su abuela Freya. Seguramente sería a finales de los setenta, porque, recortado contra el sol matutino, el pelo de Liberty formaba un halo rizado a lo Kate Bush y en la radio sonaba Blondie. Gesticulaba con los brazos mientras hablaba, y Freya se estaba partiendo de risa. Emma, ovillada en la cesta del perro, junto a la estufa, se comía una tostada haciéndole carantoñas al nuevo cachorrito de dogo de Charles. Eso es lo que recordaba: el aroma del hogar, de café colado, tostadas recién hechas, el olor de las galletas secas del perro que le tocaba con la pata la chapa de esmalte verde de delegada del colegio que llevaba prendida en el jersey de lana. Algunos recuerdos se basan en imágenes o canciones, pero en el caso de Emma siempre en fragancias. Liberty la había educado bien y, ya de niña, detectaba instintivamente las notas armónicas del aroma que le hacía evocar el hogar.
—Emma, levántate, cariño —le había dicho Freya—. Mira el uniforme del colegio. Lo llevas lleno de pelos.
Emma recordaba la calidez del perro, el delicioso cuerpo canela meneándose entre sus manitas. Recordaba el modo en que Liberty le había hecho cosquillas hasta que las dos estuvieron en el suelo riéndose con el perrito brincando alrededor. Cuando su madre la había abrazado, Emma había inhalado su perfume. Rosas: Liberty siempre olía como una rosaleda en plena floración; un aroma cálido, luminoso, un puro
soliflore
.
[1]
Como verás, me he entusiasmado un poco. Te he dejado una caja llena de cartas, una para cada ocasión que se me ha ocurrido. Además, he adjuntado mi último cuaderno. Me gusta imaginarte retomándolo allí donde yo lo he dejado, Em. Prométeme que lo continuarás. Úsalo. Llénalo de cosas hermosas.
Emma apoyó el codo en la maleta que tenía al lado. Llevaba meses viajando, pero cuando el autobús de dos pisos número 22 iba dando bandazos entre el tráfico a la hora punta del almuerzo por King’s Road, tuvo la sensación de que los días desaparecían. Era un día gris y frío típico de Londres y un ligero viento de otoño hacía revolotear las hojas en las aceras. Nada había cambiado aparte de ella. Las náuseas que durante meses la habían acosado volvieron y rebuscó un caramelo de menta en el bolsillo. El forro estaba roto y, mientras leía la nota de Liberty, metió el índice en el dobladillo, buscando en vano.
Había vuelto a la última página del cuaderno de su madre un centenar de veces, con el lapicero preparado, y se había quedado helada, incapaz de continuar donde Liberty lo había dejado. Nada parecía lo bastante hermoso. Emma repasó la nota una última vez. Era la única que se había llevado en sus viajes, y la había leído tantas veces que el papel se estaba rompiendo por las dobleces. Las cartas las estaban esperando, sin abrir, en una caja negra lacada, en el estudio de Liberty. Después de la lectura del testamento de su madre, Joe se había ido y ella se había quedado sentada mirando la caja durante horas, hasta que la luz del amanecer se había filtrado por el tejado de cristal en pendiente. La había puesto en el centro del escritorio de Liberty: un órgano de perfumista consistente en gradas semicirculares de estantes llenos de frascos, cada uno de los cuales contenía una nota de fragancia. Así le había enseñado Liberty su arte: a pensar en cada esencia como en una nota musical, en cada frasco del órgano como en una llave. Allí había compuesto Liberty todas sus obras maestras, allí había jugado Emma de niña. Era el lugar donde todavía sentía la presencia de su madre con más fuerza.