El jardín de los perfumes (4 page)

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Authors: Kate Lord Brown

Tags: #Intriga, #Drama

BOOK: El jardín de los perfumes
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—Y algo más, por lo que he oído —murmuró Marco.

—¿Y tú quieres que me quede con un hombre así? —Rosa se rio, incrédula.

Jordi se encogió de hombros.

—Estarás más segura que aquí. Vicente es apolítico: está a caballo entre las dos opciones. Pero es mi hermano y le quiero. Yo fui una sorpresa para mis padres, que creían que después de tener a Vicente mi madre no podría tener más hijos. Mientras fui niño, él era mi ídolo. —Jordi se volvió hacia ella—. Ya lo verás. Ahora está calvo y tiene la barba y el vello del pecho grises, pero cuando baja al lago todos los días a nadar, después de la siesta, y se quita el albornoz rosa, le queda algo de la plaza, del clamor de la multitud… —Se inclinó hacia ella y le susurró al oído—: Recuerdo el día que Marco y yo lo espiamos. Tenía a la mujer del jefe de la oficina de Correos en el mostrador y estaba con la cabeza gacha como un toro y los pantalones en los tobillos. Sus manos se veían oscuras en contraste con los muslos de ella…

Rosa se rio bajito.

—Te burlas de mí.

—¡No! Espera a verlo en el lago. Vicente se queda de pie así. —Jordi sacó pecho, separó las piernas y, con los brazos en jarras, miró despacio de izquierda a derecha—. Todas las mujeres lo adoran. Las deja fascinadas con sus historias de toros. La manera que tiene de arrojar al suelo su albornoz, como si fuera una capa de seda… —Jordi imitó el movimiento lateral—. Cuando aspira el aire, como un toro, sigue siendo Vicente
el Magnífico
.

—Es verdad —dijo Marco—. Se ha tirado a la mitad de las mujeres del pueblo.

—¿Cómo es que ningún marido ofendido le ha pegado un tiro? —preguntó Rosa.

—Los hombres le tienen miedo o lo admiran, una de dos. —Marco tomó un sorbo de su vaso—. Creo que la marca de los incisivos de oro de Vicente en el cuerpo de tu mujer es como una marca de calidad para algunos hombres… —Mientras los viejos amigos intercambiaban anécdotas sobre el hermano mayor de Jordi, Rosa puso mala cara y prestó atención a las conversaciones que mantenía la gente a su alrededor.

—Al menos ahora no avanzarán hacia Madrid desde el Este —decía un soldado.

Rosa pensó en el Oeste, en el fragor de la batalla. La sangre todavía le rugía en los oídos, un agudo aullido como la réplica de las explosiones.

—Los contendremos en los otros frentes y la carretera de Valencia está despejada.

—Están sacando los cuadros de El Prado, ¿os habéis enterado?

—¿Sabéis lo que dice la derecha? Que los rojos violan monjas…

—Bueno… ¿Qué hay de las emisiones del general Queipo de Llano desde Sevilla? ¿Eh? ¿No habéis oído que ha ofrecido a las mujeres de Madrid a sus tropas como recompensa si saquean la ciudad?

Las conversaciones se solapaban y Rosa se puso a mirar la madera pulida de la barra. Se apoyó en ella mientras Jordi pedía otros tres vasitos de jerez. Las baldosas del café estaban húmedas, recién lavadas, y ella aspiró el olor penetrante de la madera empapada de vino, el aroma salado del marisco. La oferta era patética, se dijo, con el estómago protestando por los días en que el hielo rebosaba de cangrejos y ostras.

«Siempre las mujeres y los niños», pensó, recordando lo que le ocurrió a la esposa de un amigo del sur, a la que había violado un pelotón entero de fusilamiento antes de matarla.

—Queipo de Llano ha dicho que por cada hombre que matemos él matará al menos diez.

Jordi se volvió para interrumpir la conversación.

—Por eso no podemos dejar que gane, compañero. Se cometen atrocidades en ambos bandos, sí… es la guerra, pero Franco se cargará media España si hace falta. Despeñan pueblos enteros.

—He oído que los falangistas están organizando la caza de campesinos a caballo —le dijo alguien a Jordi.

—Lo creo —repuso este—. No hago más que oír informes de que esos fascistas «limpian» los pueblos una vez que han pasado por ellos las tropas, yendo a toda velocidad en los coches de sus padres, con sus novias y disparando las pistolas como si fuera un juego.

«El juego de la vida», pensó Rosa. Recordó los primeros días del verano, después del levantamiento de los nacionales. La gente iba en coche a Toledo como turistas de la guerra, como si fueran a una merienda campestre, para tomar unas cuantas fotos de los nacionales en nombre de la democracia. Conducían hasta el frente como yendo a una fiesta, armados con fusiles, tortillas y botellas de vino, y luego volvían a casa para dormir y hacer el amor. Por todas partes se cantaba, recordó; nunca había oído cantar tanto. Rememoró la excitación cuando los grandes hoteles abrieron sus puertas: allí donde habían cenado los aristócratas, los hombres y las mujeres corrientes comían en los nuevos clubes de trabajadores, con vajilla de porcelana fina. Todo era igual… pero las cosas ya habían cambiado. ¡Había habido tantas pérdidas, tan rápidas y violentas! Las prisiones se habían vaciado y los delincuentes se vengaban. Ellos eran los responsables de las peores atrocidades, no los republicanos, estaba segura. La guerra estaba de repente demasiado cerca de casa.

—¡No es ningún juego! —gritó—. Que vengan y tendrán que luchar conmigo cara a cara a ras del suelo. —El café estalló en vítores y Rosa se volvió porque notaba que Jordi la miraba—. Jordi, no soporto la crueldad —le dijo—. ¿A qué clase de mundo vamos a traer a este niño?

Él sujetó su cara entre las manos.

—A un buen mundo. Crearemos una España libre, una España mejor para nuestro hijo. No temas. Los nacionalistas tienen que aterrorizar a los trabajadores: no tienen otro modo de ganar aparte del miedo. Por eso enseñan los cadáveres, por eso dejan que la gente monte bares en los lugares de las ejecuciones. Para ellos es una cruzada sagrada y quieren infundirnos el miedo de Dios, pero no son más que hombres y les ganaremos.

Rosa miró bajar la escalera a un grupo de hombres, que fueron recibidos con hurras y los puños en alto. El primero levantó el brazo, recortado a contraluz.

—¡Viva la república! ¡Viva la libertad! —gritó Robert Capa.

—¡Eh, Capa! —lo llamó Jordi y, cuando se acercó, lo abrazó—. ¡Felicidades! Todo el mundo habla de la foto del soldado caído. Ahora el mundo despertará y se enterará de lo que pasa en España.

Capa se encogió de hombros.

—Fue un golpe de suerte.

—¿Conoces a mi chica? Esta es Rosa. —Jordi se volvió hacia el camarero—. Una copa para mis amigos.

—No, permíteme. —Capa puso un rollo de billetes sobre la barra.

—¿Quiénes son? —le susurró Rosa a Jordi.

—Fotógrafos, periodistas —le dijo este—. Capa me tomó fotos hace algún tiempo. Servirán para contarle al mundo la verdad sobre España.

—¡Demonios que sí! —dijo Capa. Se volvió hacia Rosa, le besó la mano y la miró a los ojos—. Eres un hombre afortunado, Jordi. Me gustaría fotografiar a tu chica.

—No lo creo —dijo ella.

—¿Por qué? ¿Temes que pueda robarte el alma?

—No creo que sea mi alma lo que te interesa.

La risa de Capa le recordó el ronroneo de un gato. Robert le guiñó el ojo a Jordi.

—Como he dicho, eres un hombre con suerte.

—Lo soy. —Jordi abrazó a Rosa—. Y, ahora mismo, Capa, necesitamos toda la suerte posible.

6

LONDRES, 11 de septiembre de 2001

La puerta del café Picasso se cerró a su espalda y Emma se subió el cuello del abrigo. Unos cuantos clientes de la zona se entretenían almorzando en las mesas de la acera y uno de los comerciantes del mercado de anticuarios le gritó un saludo. Ella se lo devolvió con la mano y tomó un sorbo de su taza de té mientras esperaba una pausa en el tráfico. El aroma del bocadillo de bacón ahumado que llevaba en una bolsa de papel hizo que su estómago protestara de hambre. Un taxi aminoró para dejarla pasar, así que le hizo un gesto de agradecimiento y cruzó hacia el cine.

Cada losa agrietada le resultaba familiar, cada cara. El aire fresco del otoño, el olor de los tubos de escape y del café… todo era conocido y querido para ella. A veces soñaba despierta con crear fragancias para contener las ciudades en un frasco. «Londres sería fuego de carbón, té y gasolina», pensó. Aquel era su hogar, su rincón en el mundo; sin embargo, nunca volvería a ser lo mismo. Había echado un vistazo al silencioso estudio lleno hasta los topes de cajas de embalaje, se había duchado y se había ido. La caja de laca estaba exactamente donde la había dejado meses antes, rodeada de los aromas del escritorio de Liberty, como el director al frente de una orquesta.

Comió con voracidad mientras pasaba por Habitat, caminando decidida hacia St. Luke’s Gardens. Echó la bolsa en una papelera y se terminó el té. El jardín estaba prácticamente desierto, los oficinistas regresaban a sus despachos. Unas cuantas madres llevaban niños en cochecito hacia la zona de juegos mientras Emma se acercaba al que siempre había considerado su banco: suyo y de Liberty. Había estado allí con Freya, Charles y Joe después del funeral, para esparcir las cenizas de Liberty en la rosaleda. Pensar en las flores que saldrían en verano le recordó uno de los primeros viajes en los que la había llevado su madre, a Turquía, para visitar a sus suministradores. Los hombres estaban metidos hasta la cintura entre las rosas y Emma había metido la manita en un saco de pétalos sedosos y perfumados. La fragancia era tan intensa que parecía tener textura, una voluptuosidad de talco. Emma había olvidado la floración única de aquellas rosas. Ahora la tierra volvía a estar desnuda, con los rosales podados para el invierno.

—Hola, mamá —dijo débilmente, sentándose.

Mirando el jardín, mantuvo mentalmente una conversación, diciéndole cuánto la echaba de menos, que al final sería abuela. «Raíces y alas, Em —recordó que su madre le decía—. Eso les das a tus hijos.» Se le ensombreció la cara cuando pasó un autobús rotulado con un anuncio del nuevo perfume de Liberty Temple. El departamento de marketing había trabajado a marchas forzadas para presentar a Emma como la sucesora de Liberty. Emma recordó la última entrevista con
ES Magazine
, cómo Joe había enseñado al periodista su nueva casa, los caprichos que había instalado: el
home cinema
, los carteles de exposiciones de Hirst, el mobiliario que parecía sacado de un catálogo del Museo de Diseño. El fotógrafo, mientras, le había pedido a Emma que oliera las orquídeas de la repisa de la chimenea.

—Pero si no huelen a nada —le había dicho ella.

—Bueno, acarícialas, encanto. Tienes que parecer inspirada. —Había hecho un gesto envolvente con la mano sin molestarse en mirar por el visor.

Mientras Emma acariciaba obediente las orquídeas, había sonado el móvil de Joe en la cocina. Esperaban noticias del hospital sobre Liberty, así que había leído el mensaje. Se había preguntado un centenar de veces qué habría pasado de no haberlo hecho. «Te echo de menos —decía—. Esta noche x.» Emma había oído las pisadas de Joe que bajaba la escalera nueva de panga-panga y puesto rápidamente el teléfono boca abajo, tal como lo había encontrado, y servido una copa de champán para todos.

—¡Es una casa fabulosa! —había dicho el periodista, sentándose en un taburete junto a la reluciente encimera de Corian—. ¿Cuánto hace que viven aquí?

—Poco —había dicho Emma intentando pensar con claridad—. Es todo obra de Joe, en realidad.

—¡Tonterías! —Joe se había sentado en la butaca Eames, al lado de la chimenea, con las manos en la nuca—. Yo me ocupé de los ladrillos y el cemento, pero Emma tiene un ojo excelente. Me encargaba cosas por e-mail. Yo viajo mucho por trabajo. —Las piezas habían empezado a encajar—. Nuestros principales mercados son Japón y Estados Unidos. La madre de Em dirigió una empresa de cosmética durante años, pero a finales de los ochenta nosotros entramos en ella y llegó el gran éxito de la marca de perfumes Liberty Temple. Ahora Emma es el cerebro creativo… la nariz, ¿verdad, cariño?

—¿Perdón? —Lo había mirado. Su cara, tan familiar, de repente le resultaba extraña. ¿Llevaba una camisa nueva de Pinks? Iba tan pulcro como siempre. Aunque no había entrado en el Ejército estadounidense como su padre, su porte y su precisión de movimientos tenían algo de militar. Aquella mañana le habían recortado el pelo en Trumpers y le habían hecho la manicura. Emma se había mirado las manos: llevaba semanas sin tener tiempo para hacérsela. Haciendo un esfuerzo de concentración, había empezado a contar la historia que había relatado un millar de veces en conferencias de prensa acerca de cómo un negocio familiar iniciado en la mesa de una cocina había crecido hasta convertirse en una de las marcas independientes de perfume más importantes del mundo.

—Mi madre siempre usaba Calèche —había dicho el periodista—. ¿Sabe una cosa? A veces pasa una mujer por la calle que lo lleva y me parece que es ella.

—Exactamente. Me encantan las emociones que nos evocan las fragancias. —Emma tenía un nudo en la garganta—. Me gustaría crear un perfume verdaderamente clásico, como el Chanel n.º 5.

—Sí, estoy seguro de que los contables también estarían en las nubes —había dicho Joe riendo.

A Emma le temblaba la mano cuando dejó la copa.

—¿Sabían en que en algunas partes del mundo la palabra «beso» equivale a «aroma»? No sorprende la relación entre aroma y sensualidad. —Miraba fijamente a Joe.

—Puede que el título de mi artículo sea algo así como «Aroma y sensualidad», ¿sabe?, al estilo de
Sentido y sensibilidad
. A todo el mundo le encanta Jane Austen.

—Lo siento —Emma se había levantado para estrecharle la mano—. Tendrá que disculparme. No me encuentro bien.

Emma se puso cómoda en el banco. Por un momento, se permitió imaginar una vida perfecta en la que Joe y ella seguían juntos. La invadió la nostalgia. A pesar de todo lo sucedido, lo amaba. Nunca sería lo mismo, era lo suficientemente mayor como para saberlo. La confianza había desaparecido, pero había amado a Joe demasiado tiempo para que aquel sentimiento desapareciera de golpe. Emma dio la vuelta al pesado Patek Philippe de hombre y echó un vistazo a la hora. Eran casi las dos. Caminó hacia Chelsea Green, inspiró profundamente, sacó el móvil y pulsó el 1 en marcación rápida.

—¿Em? —respondió él de inmediato—. Llevo semanas intentando hablar contigo por teléfono.

—Qué tal, Joe —dijo ella, igual que siempre. Cerró los párpados despacio recordándolo levantar la cabeza de los libros en la biblioteca de la Universidad de Columbia, con el flequillo rubio sobre los ojos. «Qué tal, Joe.» Volviéndose hacia ella a la luz del amanecer en su primer piso compartido sin cortinas de Battersea. «Qué tal, Joe.»

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