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Authors: Cristina Bajo

El jardín de los venenos (37 page)

BOOK: El jardín de los venenos
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Aquel hombre lo inquietaba de tal manera que no se atrevía a enrostrarle su persecución y amenazarlo —como español que era— con la celda y los cepos.

¿Sería posible que la joven le hubiera encargado que lo matara? No, no; ella no se arriesgaría a que la carta, que era la protección de él y la perdición de ella, llegara a los jueces. Más bien sospechó que podía haberle ordenado que lo amedrentara.

Frustrado, decidió dejar ir a Sebastiana. Ya tendría tiempo de librarse del hombre: si se tomaba el trabajo de indisponer a maese Lope contra él, su amo no dudaría en atravesarlo con el estoque por cualquier nimiedad.

Mientras cruzaba la plaza rumbo a la iglesia de la Merced, donde Soto estaba de plática con el padre Cándido, se sonrió ampliamente. ¡Nunca adivinaría doña Sebastiana, por más despierta que la sabía, dónde estaba resguardada su condena!

Se detuvo en la fuente a beber y espió en el espejo de agua. No vio a nadie y enderezándose, se volvió como al descuido; el otro había desaparecido tan repentinamente como se había presentado.

—Sólo entra en una casa de la ciudad como si fuera suya: la de los funebreros.

—¿Tienen los López alguna hija en edad de amar?

—Sí, pero no va por ella, sino por su primo. Ese Salvador es alumno de los jesuitas y ayuda a Maderos a estudiar.

—¿Es fea la prima de Salvador?

—¡Qué va, es bonitilla! Pero dicen que aflige a los padres porque quiere aprender a leer y escribir.

—¿De veras?

Aquel dato interesó a Sebastiana y preguntó a Rafaela a qué templo asistían los López.

—A las Teresas. Los he visto entrar todos juntos.

—¿Y Maderos?

—Salvo que acompañe al maestre a la Merced, va con ellos.

—Este domingo iremos a Santa Teresa a rezar por mi esposo y por mi madre.

En cuanto vio a Graciana en el templo, comprendió que Maderos debía amarla: poseía un encanto sereno, una expresión inteligente, maneras suaves y curiosidad en los ojos. Su persona, sus modales estaban dotados de una sutil discreción. De sólo observarla, comprendió que se podía confiar en ella. ¿Maderos le habría dado en custodia la carta?

Mientras inclinaba la cabeza a las palabras del sacerdote: «Júzgame, Dios mío, y defiende mi causa de la gente malvada» alcanzó a ver al bachiller que, acicalado, el pelo domado con algún potingue, el gorro bajo el brazo, mojaba los dedos en la pila de agua bendita, se santiguaba y miraba a su alrededor. No la vio a ella, pero el rostro se le alegró al distinguir a los López. Sebastiana siguió mecánicamente las oraciones: «…puesto que Vos sois, oh Dios, mi fortaleza, ¿por qué he de andar triste y afligido de mis enemigos?», murmuraba al observar cómo Maderos se arrodillaba al lado de la joven, que le sonrió.

«Enviadme vuestra Luz y vuestra verdad…», decía el sacerdote en latín. Sebastiana suspiró: Dios había puesto en el bachiller una oportunidad de salvación por el amor, y de él dependía que se convirtiera en una buena persona a través de su afecto por Graciana y por aquella familia, o que continuara con sus maldades y especulaciones.

Mirándolo desde lejos, la embargó una rara benevolencia hacia él. Entonces, como si la memoria le hubiese asestado un golpe en el cuello, recordó la crudeza de la injuria de que Maderos la había hecho víctima en el zaguán de su casa; la coacción, las amenazas, el sangrado de dinero, la imposición a aceptar el abuso de su lujuria aun cuando estuviera casada con el maestre de campo. Con un aleteo sobre el estómago, comprendió que lo que apetecía el joven era imponer su voluntad a ambos: engañar al hombre fuerte hasta volverlo un tonto, someterla a ella por el miedo, humillándola con su lascivia.

Entre el Kyrie y la Epístola, le nació la idea de cómo conseguir aquella carta, si la guardaban los López. Cerró los ojos, y al abrirlos, se encontró con que Maderos la contemplaba atónito, pues no era devota de las carmelitas y nunca habían coincidido en el oficio. Sintió placer al sostenerle la mirada, serio el rostro pero con una expresión cómplice en los ojos que permanecieron fijos en los de él. El joven se cubrió la frente como si se concentrara en la oración.

Detrás del panel cribado que separaba a las religiosas de los asistentes, se oía el susurro de las monjas orando. Desde el coro, las voces entonaban canciones dedicadas a la Madre de Dios y los sonidos parecían embeberse con el perfume de las azucenas.

El encuentro, comprendió Sebastiana, había revertido, al menos por unas horas, la situación: esta vez fue él quien se sintió acosado, y a ella le satisfizo pensar que con un acto tan inocente había descompuesto la simple alegría que Maderos esperaba del día domingo. La alegría de compartir la mesa con aquella familia, el almuerzo suculento de los artesanos prestigiosos, la conversación inteligente con Salvador, las miradas que cruzaría con Graciana…

Al concluir el oficio, Maderos miró como si buscara algo, esperando que ella saliera primero. Sebastiana se detuvo en uno de los altares, donde dijo una plegaria, encendió varios cirios y dejó una limosna para la cofradía de naturales de Nuestra Señora del Carmen, gravosa de mantener para los indios.

El muchacho tuvo que seguir a sus amigos y ella caminó detrás de él, con Porita llevando el almohadón y la alfombrilla.

Los López se habían detenido, con otros vecinos, en la plazuela del convento. Maderos miraba hacia la puerta del templo, y el ceño y el movimiento de brazos y cabeza delataban la inquietud que sentía.

La joven consiguió pasar entre la gente y, levantándose la falda para no arrastrarla por el polvo, caminó en derechura al grupo.

La inquietud del estudiante se convirtió en alarma al ver que se dirigía al señor López y a su mujer, inquiriendo por el estudio de su sobrino, por la salud de los más pequeños y de los ancianos de la familia.

Al despedirse, sugirió que serían para ella bienvenidos los oficios de su sobrino.

—Tengo algo olvidado el latín —dijo, abanicándose con lentitud— y reconozco que nunca fui muy buena en él.

Salvador enrojeció de satisfacción al ver reconocida su capacidad, y Bienvenido López aseguró a Sebastiana que su sobrino iría cuando ella lo desease.

Al separarse, la joven se dirigió hacia la casa de doña Saturnina, donde su padre la esperaba. Caminó con una sonrisa en los labios, sintiendo su corazón aligerado.

No estaba allí don Esteban, y al preguntar por él, Elvira, la hermana recientemente casada, le dijo que se había retirado a pasar la Semana Santa en el campo, pero que lo esperaban pronto. Y agregó, como recriminándola:

—Está irreconocible. Tiene una pena que le maltrata el ánimo.

Molesta, Sebastiana contestó:

—Quizá no sea una pena, sino una culpa.

Dio media vuelta, pero Elvira le atajó el paso.

—¿Qué quieres decir?

—No es a mí a quien hay que preguntárselo, sino a él.

—Dímelo tú, que has prendido el fuego —exigió la otra, tomándola del brazo.

Sebastiana, que había intentado retirarse desde el primer momento, se volvió con enojo.

—Carga con la culpa de haber permitido que mi madre me casara con un asesino que mató a mi hijo y casi me mata a mí, no una, sino muchas veces.

Y ante la mudez de la otra, concluyó:

—¿Que qué pudo él hacer? Pudo haber detenido a mi madre, pues ella tenía debilidad por él y hubiera terminado por escucharlo. Pero prefirió apartarse del problema, se retiró al campo, se negó a contestar a tía Saturnina, dejó que me casaran con ese perverso.

Y como la mano de su tía resbalara, sin fuerza, hasta liberarla, Sebastiana se apartó y en voz baja y contenida, como había sido toda la conversación, le echó en cara:

—No es melancolía de amor lo que siente don Esteban; es la tristeza de la culpa.

—¿Pero, qué pudo él hacer que no pudiéramos hacer los otros?

—Es una buena pregunta, y dejo a usted la contestación. Porque a mi modo de ver, sólo tres personas trataron de protegerme: tía Saturnina, el padre Thomas y la madre Gertrudis.

—¿Eres capaz de guardar rencor por mi hermano, cuando tu propio padre…?

—Mi padre habita otras regiones, tía Elvira. Igual que yo, ha pagado con creces sus errores. —Al darle la espalda, se volvió sobre el hombro—: No aborrezco a Esteban, pero no me pidan que sienta pena porque él, de pronto, ha decidido enamorarse de mí.

Al volver a su casa, y con el paso de las horas, se desveló, aturdida por su reacción y porque por primera vez había reconocido ante alguien que don Julián había matado a su hijo, por primera vez había dejado escapar el resentimiento que sentía ante la indiferencia de muchos por su destino.

Pero había mostrado una fortaleza en su alegato que los demás ignoraban que poseía. Nunca más debía hacerlo.

Pensó en el padre Cándido: bien le estuvo su descompostura, que le impidió participar públicamente de las estaciones de Nuestro Señor Jesús.

Doña Saturnina mandó llamar a Sebastiana, días después, para que se reunieran con Mariquena Núñez del Prado, que estaba preocupadísima.

—La casa de Marcio está hecha un cristal —decía la señora, atribulada.

—Pero tía, ¿no era que usted lidiaba con Cupertina…?

—¡Ahí está, Tianita! De pronto Cupertina se reforma, decide llevar bien la casa, como cuando vivía mamá. Los vidrios brillan, ha hecho limpiar pozos y acequias, cavar un nuevo surgente. Ayer llegué y la mesa de mi hermano estaba puesta como para un virrey, y él, como tal, sentado en su sillón, sobre cojines, y el escabel bajo los pies. En los platos, Saturnina, lo mejor que se pueda conseguir en el mercado. ¡Y vaya si Cupertina sabe cocinar! No he vuelto a comer bien desde que dejé mi casa… —y como la tarde estaba calurosa, el abanico de la Núñez del Prado iba y venía con brío.

—No comprendo cuál es el problema; por lo que usted dice, Cupertina se ha reformado.

Ambas señoras se inclinaron hacia Sebastiana.

—Ella pretendía casarse con Marcio —susurró en voz baja doña Mariquena—; porque no lo conseguía es que todo andaba tan sucio y desordenado.

Doña Saturnina agregó:

—El temor de tu tía es que su hermano haya claudicado.

—No me imagino a tío Marcio casado.

—Los hombres tienen una parte oscura que no conocemos.

—Pero ¿de dónde ha sacado usted que Cupertina pueda tentar a alguien? Es más bien fea, tiene mal carácter…

—… y nadie sabe de dónde viene, quiénes son sus padres. Mejor dicho, su padre, porque su madre, bien la conocimos.

—Al menos, eran españoles —las aquietó Sebastiana.

Doña Saturnina hizo un gesto de «¡Quién sabe!».

—He oído —insistió la joven— que doña María Purísima la crió como a hija…

—Caprichos de mi madre —adujo doña Mariquena—. La verdad es, queridas, que estoy preocupada; varias personas me han asegurado que vieron a Marcio, para el carnaval, abrazado a una máscara por ahí. Y Cupertina desapareció esos días, lo sé porque anduve detrás de él todo el tiempo, temiendo que… ¿te acuerdas, Saturnina, hace años, cuando se nos desapareció en las carnestolendas y tuvimos que rescatarlo de la casa de esas mujeres…? Bueno, esta vez Marcio estuvo muy fino y yo me la creí, hasta que una noche… ¡Para qué continuar! En cuanto enterraron el carnaval, Cupertina regresó y desde entonces la casa brilla y mi hermano es tratado como un califa. ¿Qué les parece eso?

Doña Saturnina se volvió hacia Sebastiana.

—¿Ves, tú que no me creías? ¡Uno no puede dejarlos solos que se desmandan! Ahora, ¡quién sabe!, tendremos a esa mujercita en la familia porque a este abobado se le ocurrió salir de picos pardos.

—Todo es suposición —insistió la joven.

—Queremos que vayas con nosotros a hacerle una visita. Quiero inspeccionar el problema de cerca.

Sebastiana, curiosa, se prestó; ella y doña Mariquena caminaron juntas, seguidas por dos esclavas, a la par de la silla de manos que transportaba a doña Saturnina.

Cuando llegaron a la casa de los Núñez del Prado, encontraron a unos mestizos blanqueando el frente y a otro pasando el encáustico de Isaías a la madera.

Adentro, todo brillaba, y Cupertina apareció, oronda y biengestada. Las detuvo con un amable:

—El señor letrado está en su despacho. En seguida las recibirá.

—No necesito esperar; por algo soy su hermana —replicó doña Mariquena, e intentó abrir la puerta.

Cupertina ocupó el vano.

—Lo siento, pero no quiere ser interrumpido —se plantó—. Está atendiendo a un cliente.

—Mira Cupertina que…

—Tía, pasemos a la sala —intervino Sebastiana.

—¿Ves, ves lo que te decía? —susurró la señora.

—Los hombres…, ¡ah, los hombres! Nada bueno espero de ellos…

—¿Y de las mujeres, qué habrá? —se burló la joven a tiempo que se sentaban.

—A favor de las mujeres diré que, si tienen algo de tapadillo, lo disimulan; raras veces producen consternaciones y bochornos públicos con confesiones testamentarias y reconocimientos tardíos.

Minutos después, Sebastiana daba gracias a Dios por haber decidido no interrumpir al licenciado: al abrirse la puerta del despacho, la voz del maestre de campo, ruda, viril, se despidió de don Marcio. Luego escuchó a su tío hablar con Maderos y anunciarle que habían llegado sus papeles de España.

—… una vez presentados a los jesuitas, podrás inscribirte en la Universidad.

Se cerraba la puerta de calle cuando el caballero abría la de la sala y las saludaba, cariñoso aunque reticente.

Doña Mariquena tenía razón: algo fuera de lo habitual sucedía, pues se lo veía más joven, más pulcro, con más ánimo.

Pronto llegaron dos criaditas llevando una bandeja con los utensilios para preparar el chocolate: una tabla con cuchilla para partir las pastillas de cacao, una chocolatera de barro, un molinillo de madera de peral, una jícara —más pequeña que la marmita—, cargada de leche, otra igual de agua, otra más pequeña con nata, unos potes con las pastillas y el azúcar; aparte, un braserito de salón. Las seguía Cupertina, que les indicaba los pasos para la preparación de la bebida.

—Haremos el chocolate como le gustaba a doña María Purísima, con el ojo en él.

El tenso silencio de la sala tropezaba con enunciados de filosofía de aldea:

—Dicen que el asado y el chocolate se han de comer reposados. Pero como no anunciaron que vendrían, lo hemos de tomar recién hecho —les advirtió Cupertina.

—Lo de reposado me recuerda aquel refrán que dice que «la cazuela y la mujer reposadas han de ser» —acotó don Marcio, sonriente.

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