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Authors: Cristina Bajo

El jardín de los venenos (34 page)

BOOK: El jardín de los venenos
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Redimidos pecados e injurias, el jubileo concluyó con himnos sacros, el templo adornado como Domingo de Pascua y todos contentos porque sus excesos habían sido perdonados después de haberlos gozado.

En casi todas las casas, entrada la Cuaresma, se acumulaban huevos, azúcar, harina fina y otros elementos que se emplearían en los manjares del día de la Resurrección. Las muchachitas, nostálgicas, comenzaron a juntar huevos vaciados y vejigas para emplearlos como recipientes en el próximo carnaval.

En el desasosiego que provocaba la proximidad de la Pasión, Rafaela, cuando menguaba el día, contaba cuentos de trasgos y de brujas y Belarmina historias terribles que recordaba de otros fuegos, en la costa de Cabo Verde, de boca de una mujer muy vieja, bajo el árbol tribal. Eran recuerdos tan antiguos que a veces no sabía si le venían con la sangre o estaban dormidos en su memoria.

Después de desintoxicar la carne y el espíritu, Becerra hizo llamar a Bienvenido López, y mostrándole la capa de su atacante, le dijo que la había encontrado y deseaba devolverla. ¿Recordaba él haberla confeccionado, y para quién?

El otro sacó una lente y revisó las costuras de la prenda.

—Ciertamente, ha sido hecha por nosotros. Esta puntada es de mi Graciana. —Luego estudió el envés de la capucha—. Sí, sí; ya me lo parecía. Fue encargada por maese Lope. Mire sus iniciales.

Becerra le pagó por la molestia y sonrió torcidamente.

—No se lo diga. La retendré unos días para divertirme con su preocupación.

—Bien que sufrirá; el señor maestre no duerme en oro. Hasta me extraña que la haya usado para carnaval.

—En realidad, la encontré en el templo.

—Eso es más comprensible.

Después de despedirlo, Becerra se quedó pensando qué hacer. No había forma de verlo de otra manera: si era Lope de Soto, había intentado asesinarlo. El motivo sólo podía ser una pasión más allá de lo razonable por Sebastiana…

El padre Thomas se presentó ante el llamado de doña Saturnina y más tarde, mientras disfrutaban de un café, don Esteban le contó lo sucedido.

—¿Está seguro de que era él? —preguntó el jesuita.

—La estatura y el peso coinciden. Su voz, aunque disimulada, tenía acento español. Desde el principio me di cuenta de que sabía de armas, por la forma de manejar el puñal con ambas manos y por las fintas con que esquivaba mi arremetida; parecía un torero. Y está el asunto de la capa.

—¿Y si uno de sus amigos tomó la prenda…?

—Tendría que haber estado de acuerdo con él. ¿Por qué atacarme, si no?

El padre Thomas, que ya sabía de las aspiraciones del maestre de campo, no pudo dejar de preguntarse: «¿Cuánto tiempo podrá resistir doña Sebastiana el asedio? ¿Es posible que ese hombre no comprenda el rechazo que le provoca? Milagro es que ella, con lo que ha sufrido, no haya caído en el delirio».

—No tome ninguna medida, don Esteban. Meditaré sobre lo sucedido y hablaremos en unos días.

Vio impaciencia en el rostro del hacendado, pero supo, cuando arrojó la prenda sobre una silla, que aceptaba el consejo.

Después de purgar los excesos del carnaval, Lope de Soto se vendó el golpe que tenía en el brazo y vistiendo sus mejores prendas se dirigió al palacio del obispo. Quería depositar en las arcas de la Iglesia el dinero que el portugués le había adelantado. Todavía le quedaban meses de zozobra hasta que pudiera encontrarse con todo el pago. Pasarían años hasta que sus temores de ser descubierto y ahorcado se esfumaran.

La ciudad estaba sumergida en entusiastas habladurías. Don Gaspar de Barahona, sucesor de Zamudio en el gobierno, había escrito al rey acusando al mitrado y a su provisor de obstaculizar la justicia.

Aludía al sonado caso de un grupo de españoles, negros y mulatos libres que habían sido detenidos por estar complicados en robos, escalamiento de moradas, incendio de tiendas y otras picardías, y que no podían encarcelar por la protección que se les brindaba desde el palacio episcopal.

Pero el mayor escándalo, asentaba Barahona, provenía de lo sucedido con «una mujer de poca edad», depositada por la justicia en casa honesta por estar acusada de «escandalosa y de amancebamientos públicos», que se había fugado de allí —so pretexto de malos tratos—, «abrigándose en la del obispo», que al parecer no tenía intenciones de devolverla a la Ley.

A pesar del escándalo, el maestre de campo encontró al doctor Mercadillo muy satisfecho. Más que la expresión de un hombre que se solazaba en el pecado, tenía la de alguien que disfrutaba creando polémica y dejando que los malentendidos se multiplicasen.

A su ofrecimiento, Lope de Soto tomó asiento frente a él, incómodo por el respeto que le despertaba el prelado.

En la habitación ubicada sobre el oratorio —desde donde éste vigilaba a su grey— y elevando la vista sobre el elegante balcón, podían ver la Plaza Mayor, la obra inconclusa de la Catedral, el sobrio edificio del Cabildo y los arcos de los portales de Valladares. Donde, le había contado Iriarte, aquel soldado, poeta y gran pecador que fue Luis de Tejeda había pasado muchas horas de juerga antes de llegar al arrepentimiento.

Maese Lope, con tirantez, comentó al doctor Mercadillo el motivo de su visita.

—Son unos denarios ahorrados, más algo que me mandaron de Castilla, una poca de herencia… —mintió—. Como conozco mi naturaleza perversa, quisiera resguardarlos en el ministerio de vuestra señoría, pues preveo casarme pronto.

—¿Ya hay elegida?

—Sí. —Maese Lope movió los hombros, inquieto—. Mi corazón ha señalado a doña Sebastiana de Zúñiga…

El sobrino del obispo entró con una esclava que traía un botellón de vino y tres copas; alcanzó a escuchar la conversación y una vez que salió la morena, puso en palabras lo que callaba la expresión socarrona de su tío:

—Es una apuesta muy corta para un patrimonio muy largo —aludiendo a lo exiguo del capital del maestre de campo en comparación con la riqueza de los Zúñiga.

Éste enrojeció y tartamudeó:

—He pensado en dedicarme al tráfico de esclavos.

—Un buen negocio —reconoció el otro alcanzándole una copa después de servir al obispo—, y más satisfactorio que andar lidiando con infieles indomeñables. Por supuesto —aclaró al probar el vino—, a doña Sebastiana le vendría bien que la consolaran de las pérdidas. Otro hijo haría mucho por la salud de su alma, y un marido más por la administración de sus bienes…

—Me debe unas capellanías, —intervino abruptamente fray Manuel con terquedad—, pues su madre me prometió fundarlas para usufructo de la Catedral.

—Señor, si de mí dependiera…

—Y quizá dependa… en cuanto aconsejemos a la viuda.

Lope de Soto contuvo la respiración: prometería cualquier cosa para que abogaran por él.

—Quizá su familia tenga otro aspirante en vista —insinuó.

—Si se refiere a don Esteban Becerra y Celis de Burgos, nosotros haremos saber que no lo aprobamos.

—Pero sí lo aprueba el consejero de doña Sebastiana, el padre Thomas Temple…

—¿El jesuita? —estalló el obispo—. ¡Ya he de encargarme yo de que ese teatino y su Compañía no puedan dar ni la bendición a un mendigo, y mucho menos que anden influenciando la voluntad de las familias! ¡Les he quitado la potestad de impartir sacramentos a los suyos, he declarado nulos cuantos matrimonios han dispensado durante nuestro litigio! ¡Les he prohibido dar títulos universitarios, he mandado clavar las puertas de sus capillas, les he secado la pila bautismal y todas sus campanas están en mis bodegas! ¡He excomulgado a la mitad de ellos, y no tengo empacho en excomulgar al mismo gobernador! Si creen que no puedo excomulgar a toda una ciudad, les mostraré que puedo excomulgar ¡a toda una provincia!

Aunque aquello parecía desmesurado, el fiscal del arzobispo, en Charcas, había dictaminado que no lo era tanto, pues siendo los cordobeses ciudadanos «amonestados y contumaces, si no quieren obedecer, puede el prelado excomulgarlos a todos hasta que se rindan a la obediencia».

Con dos o tres frases más, Soto se despidió y una morena de andar cadencioso lo guió a través de varias habitaciones con tanta mercadería acumulada que parecía una tienda, y así la llamaba la gente, «la tienda del obispo», donde muchos compraban por bienquistarse con él, o porque estaba en la zona más céntrica de la ciudad.

Pegado al palacio y compitiendo con los portales del buen Valladares, había un depósito de vino y aguardiente al que llamaban «la taberna», o más acriolladamente, «la pulpería del obispo», donde éste vendía los productos que le obsequiaban feligreses de todas las clases sociales.

Mientras se dirigía a la Merced, a encontrarse con el padre Cándido, Soto recordó lo que habían escuchado Iriarte y Guerrero —en los corredores del Cabildo— sobre los negocios «de tapadillo» del prelado: compras de diezmos y remates de ellos por terceras personas, utilización de las dotes de los dos monasterios de religiosas para «sus granjerías», las nueve mil mulas —conocidas como «las mulas del obispo del Tucumán»— que había despachado para su venta en el Perú…

No le molestaban al maestre de campo aquellas cualidades de fray Manuel. Era más fácil entenderse con un hombre de números que con uno de ideas.

En aquella época del año, los Zúñiga sólo recibían a los más cercanos parientes y a los religiosos que iban ya como médicos, ya como consejeros.

El padre Cándido no podía faltar y una de aquellas veces se dirigió a Sebastiana con acento persuasivo:

—Querida niña, un hombre honrado y digno me ha pedido que interceda ante ti para que le concedas tu mano. Soy su director espiritual y puedo asegurarte que sus intenciones son nobles. No pude eximirme de intervenir, pues bien sabes la preocupación que me produce tu estado.

Antes de que pudiera continuar, Sebastiana preguntó:

—¿A vuestra paternidad le parecía mejor mi anterior estado?

—¿Cuál estado? —se desconcertó el mercedario.

—El de casada con don Julián.

El padre Cándido miró a don Gualterio esperando ayuda —¿qué padre no quiere ver bien desposada a su hija?—, pero éste, perdido en sus pergaminos, no pareció escuchar.

Sin saber cómo concluir su misión, el mercedario sacó un papel doblado y lacrado.

—Toma, Sebastiana. Tú decidirás, pero si en algo puedo aconsejarte, te diré que mejor estarás casada y no viuda. Este hombre es de buenas costumbres, tiene un porvenir brillante en la trata de esclavos y te distinguió con su afecto desde que te conoció.

Sebastiana lo escuchó con los labios entreabiertos, ausente el rostro de toda expresión.

—Creo que debes meditarlo, al menos —murmuró el fraile al dejar la carta sobre su regazo.

Ella la tomó a desgano. La dio vuelta entre los dedos y se retiró sin una palabra. Su padre continuó escudriñando las líneas borrosas de un documento. No había escuchado nada.

A solas, la joven rasgó la misiva sin siquiera sentir curiosidad. Sabía que era del maestre de campo y que le pedía matrimonio. Luego acercó los pedazos a la vela que tenía encendida ante San Sebastián, en recuerdo de su hijo, y los sostuvo sobre ella. Y mientras miraba arder y enroscarse el papel y volverse negra e ingrávida la hoja, sintió que iba a necesitar de toda su habilidad: ya no habría días fáciles, pues Lope de Soto gozaba del amparo del obispo y del padre Cándido, y todos se estaban impacientando.

También Maderos estrechaba el cerco, pues convenía a sus planes que la alianza se debiera a él y no a la Iglesia. Con desagrado, la joven intuía un cambio sutil en el estudiante, que ahora la miraba con una expresión desagradable, entre famélica y codiciosa.

Se sacudió en un estremecimiento de angustia y repulsión. Sólo eso faltaba; que quisiera pasar al plano corporal el dominio que tenía sobre su destino.

Quemándose los dedos, depositó sobre la palmatoria los restos de la carta.

La solución le llegó a través de su tío Marcio: «Hay que dejar correr el tiempo —le oyó decir—, pues el tiempo es un gran estratega; gana las batallas sin guerrearlas». Era, pues, necesario, dejar correr el tiempo.

Así determinada, cuando su tía intentaba imponerle a don Esteban, cuando Maderos se hacía el encontradizo con ella y le introducía en la mano papeles con exigencias, cuando el padre Cándido ensalzaba las cualidades de Lope de Soto, cuando éste anunciaba visita, cuando el obispo la mandaba llamar, cuando Becerra quedaba ensimismado, perdido aquel buen humor que la había deleitado de niña, Sebastiana respondía con evasivas, silencios, excusas, súbitas descomposturas y retiros espirituales que la alejaban de todos.

Pero en cuanto salía de su reclusión, la ronda volvía a comenzar: doña Saturnina llegaba con la celeridad del halcón y el padre Cándido se presentaba de nuevo para insistir sobre el interés que manifestaba por Lope de Soto…

—… que no debe sorprenderte, ya que soy su consejero y su confesor.

Estaba lleno de preocupación por ella, se sinceraba, y quería resarcirla de su primer matrimonio.

—Ahora comprendo que debió ser muy duro para ti; quiero que sepas que nuestro superior mandó varias cartas a don Julián pidiéndole que se moderara…

—¿Antes o después que perdiera a mi hijo? —preguntó ella.

—Yo… creo que fue después; sí, fue después, cuando tu tío me dijo… dijo una vez…

—¿Qué puede saber don Esteban? Nunca nos visitó en Santa Olalla, no estaba allí cuando rodé por las escaleras. Si algo ha dicho, debe ser fruto de maledicencia de criados…

Como el sacerdote había callado, sin saber cómo salir del tembladeral, ella levantó la vista del orifrés con que adornaba una capa y dijo con tranquilidad:

—Porque ni vuestra paternidad, ni mi madre, ni el obispo hubieran dispuesto que me casara con un mal hombre, ¿verdad?

Alisó el galón dorado, cortó el hilo con una tijerita curva y, como quien habla de algún tema de salón, asentó:

—Bien sé, señor, que conoció a don Julián desde siempre, al igual que mis padres, puesto que éramos vecinos, y sé que lo halló adecuado a mi situación.

Como notaba turbado al sacerdote, ofreció:

—¿Es de su agrado una taza de chocolate? Hemos conseguido cacao mejicano, el mejor de todos. Es amargo, pues no tiene mezcla, pero más aromático.

El fraile aceptó y para mostrar su buena disposición, ella misma fue a disponer la colación.

Cuando Porita apareció con el servicio de plata, Sebastiana, que venía detrás, la despidió y por su mano sirvió la taza del religioso, alcanzándole un potecito con miel:

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