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Authors: Cristina Bajo

El jardín de los venenos (62 page)

BOOK: El jardín de los venenos
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Porque la peste, errática, como si aún no se hubiera decidido, se cobraba víctimas aisladas, ensañándose en el rostro de una doncella, mostrando su ferocidad en jóvenes y ancianos, cebándose, por fin, en las razas indígenas.

Al modo de Europa, a través de las manos de clérigos venidos de aquel continente, se anunciaron las primeras víctimas con toque de campanas, porque así como creían que el sonido del metal ahuyentaba los efluvios malignos, el tañido advertía a los viajeros que no hicieran posada en el pueblo.

Finalmente, la «lúe mostró el talante» en la ciudad, cuando uno de los monaguillos de la Catedral, que se había presentado después de ser reprendido por su madre porque se sentía acalorado y con desgano de acudir a sus funciones, volvió el rostro hacia los fieles desde los escalones del altar, la cara arrebolada, la respiración ansiosa. Soltó el chico la patena y cayó de cara al suelo con un horrible lamento. La gente se atropello para salir de la iglesia y en segundos Dios había quedado tan abandonado como la noche en que cantaron los gallos y Su Hijo fue coronado de espinas.

El padre Thomas pensaba —mientras se desvelaba releyendo los textos de medicina atesorados en la Librería Grande de la Universidad— que las pestes, por centurias, mostraban la equidad con que Dios trataba al hombre, equidad que se extendía sin importar el color de la piel, ni las arcas llenas, ni la vivienda precaria. Ni edad ni condición detenían a aquella embajadora del dolor.

A veces, extrañado, recapacitaba en cómo ésta perdonaba graciosamente a alguien en una casa en la que de siete morían seis. ¿Qué tenía el séptimo que había sido respetado? No lo sabía, pero había notado algo que su condición de sacerdote le permitía aceptar, aunque su formación científica miraba con recelo: casi todos aquéllos se habían comportado sin zozobra, habían cuidado de los suyos, manteniendo una especie de serenidad que parecía decirse: «A mí no me tocará».

¿A qué respondía eso? ¿A la fe? ¿A una certeza que les permitía ver en el futuro la continuidad de su vida, una especie de visión a distancia? ¿A cierta condición alquímica de su naturaleza orgánica? ¿A una protección divina que los convertía en el «gorrión elegido», el que, según el Antiguo Testamento, sobreviviría a la bandada para dar testimonio?

Y doliéndole hombros y ojos por el esfuerzo de buscar un paliativo, un «detente» a la amarga dama sin piedad, le exasperaban los sones que doblaban a muerto, una sístole y una diástole melancólicas que cubrían como una cúpula la ciudad de los templos, la más parecida a la Toledo de España.

Yendo de casa en casa, preocupado por lo que pudiera estar pasando en Alta Gracia, pues el hermano Eladio era aún inexperto, el padre Thomas entraba en las moradas sin muchas ceremonias, casi con los modales de un ujier. Se lo veía más flaco, más consumido, los ojos como retraídos en las órbitas. El hermano Hansen lo seguía, aterrado pero sobreponiéndose, cargando el maletín de cirujano. El padre Thomas llevaba la estola de confesar puesta y cargaba, por aliviar al discípulo, las cosas del viático. Respetando una costumbre de trescientos años de uso, había renunciado a cuidar a los enfermos comunes para dedicarse a los apestados. La preocupación le había devuelto el acento de su lengua materna, y nunca, en tantos años que llevaba en la América española, su propia voz le había sobresaltado como ahora. Usaba la mascarilla y los guantes de rigor, que quemaba antes de salir de la casa —exigía al llegar un brasero encendido—, mientras actuaba como médico, pero cuando confesaba o daba la extremaunción, dejaba al descubierto sus manos y su boca, aunque al salir se desinfectara con prolijidad.

A veces, mientras preparaba el legendario «vinagre de los cuatro ladrones», reflexionaba sobre su profesión, esa necesidad obsesiva de conseguir que sobreviviera lo que estaba destinado a fenecer, de estudiar los secretos de Tánatos, el dios de la muerte, para mejor vencerlo; de exprimir ciencia de cada grano de materia inorgánica, o de cada hoja, flor, fruto, rizoma, tallo, de cada líquido que brotaba de las entrañas de la tierra, que fluía de entre las piedras, que derivaba en provecho y se aliaba a las manipulaciones de los hombres, convirtiéndose en vino, vinagre, loción, jarabe, bebedizo, bálsamo o pócima al mezclarse con los opuestos en cientos y cientos de posibilidades…

En este punto, solía tocarlo la desesperación de acertar, por azar, con el específico adecuado. Y no le parecía entonces del todo absurdo, por medio del círculo de Copérnico, detectar —ante síntomas semejantes— las debilidades que correspondían al zodíaco del paciente, como asimismo usar la astrología para prevenir accidentes morales y físicos. Al fin, como conducido por un hilo, recordaba la carta natal de la joven Sebastiana, las palabras del padre astrónomo y, desasosegado, se obligaba, dejando de lado tal pensamiento, a prestar atención a la receta de los cuatro ladrones.

La fórmula venía con una rara historia: se podía decir que había salido a la luz durante la epidemia que causó más de 50.000 víctimas en la región de Toulouse, entre 1628 y 1631, en cuyo Parlamento quedaron registrados el hecho y la receta. Los cuatro ladrones a los que hacía referencia el nombre del remedio eran salteadores que despojaban a los apestados; al ser detenidos, asombrados los jueces de que no se hubieran contagiado en sus incursiones, confesaron tener un remedio eficacísimo, y pidieron se les conmutara la pena de muerte a cambio de la reseña de los ingredientes. Luego de sonsacárselos, fueron ahorcados.

El preparado constaba de 2,5 litros de vinagre, donde se echaban 40 g de absenta, 40 de romero, 40 de salvia, 40 de menta, 40 de ruda, 40 de lavanda, 5 g de canela, 5 de girasol, 5 de nuez moscada y 5 de ajo. Había que añadir alcanfor disuelto en 4 g de ácido acético cristalizado y dejar reposar por diez días. Era conveniente contra las enfermedades infecciosas y las contagiosas. Su uso, rigurosamente externo: se frotaban las manos y la cara, el cuerpo si uno estaba muy expuesto; se quemaba, además, en las casas y decían que dándolo a oler, resucitaba en caso de síncope.

El padre Thomas no estaba muy seguro del porqué de su virtud, pero ocho de cada diez veces preservaba del contagio. El creía más en el «cuatroladrones» que en las fumigaciones de albahaca y mejorana, que solían usarse en las enfermedades en que el daño surgía de los humores interiores para buscar el desahogo en pústulas exteriores.

Supo días después que doña Sebastiana, que estaba en Santa Olalla, había llegado a la ciudad, advertida por Bernardo Osorio, que estaba preocupado por don Gualterio. El hidalgo se había atrincherado en su biblioteca como si afuera dominaran los diablos; se confesaba a través de la puerta, esquivando cerraduras y grietas de la madera —a las que la negra Belarmina velaba con paños envinagrados—; por un resquicio de la puerta, un mercedario, cuya mano envolvían en una gasa purificada, le daba la comunión. No bebía el señor otra cosa que vino, y como era temperante y dado al ayuno, aquello no le sentaba.

Ya la noche misma de su llegada, doña Sebastiana había pedido consulta al padre Thomas, y no pudiendo acudir de inmediato, éste mandó al hermano Hansen, para luego encontrarse con él en el zaguán de la casa de los Zúñiga.

—He pedido que se saque a don Gualterio de esa habitación, que se lo bañe, se lo friegue y se le dé de comer —informó el joven, extenuado—. Pero el enfermo se ha negado a estas medidas. Dice que ha hecho promesa de no bañarse hasta Corpus, y como es extremadamente piadoso…

—Es un viejo asceta de espíritu enfermizo —dijo el médico con exasperación. Y arrepentido del sinceramiento, atemperó el tono—: Como sea el caso, hay que actuar con cuidado y rápidamente. ¿Creéis que tiene el tabardillo?

—No. Más bien parece hidropesía, mal del corazón, inoperancia de los riñones, falta de alimentación adecuada… Guarda ayuno y se ha empeñado en no romperlo.

—¡Dios mío! ¿Y desde cuándo está así?

—Desde antes de la peste. Ahora lo cuida su hija.

Al pasar al corredor, se tropezaron con Rafaela, vigilaba la pieza donde padecía el señor de la casa.

—Esperemos que, si es la peste, no la tome —iba diciendo el médico, cuando la mujer, con voz ronca y frases atravesadas, replicó que «no había cuidado de ello».

Curioso, el médico se detuvo a preguntarle por qué estaba tan segura.

—Porque nació en año bisiesto —dijo la mujer, y ante la perplejidad del sacerdote, explicó, retadora—: A los nacidos en bisiesto, sabido es, no los toca viruela ni mal de piel.

Cabeceando, despectivo, el mayor, mirándola de reojo el joven, entraron en la biblioteca después de colocarse mascarillas y guantes, más por tranquilidad del caballero que por protegerse, que ya veían que los males que aquejaban a don Gualterio eran muchos, pero ninguno contagioso.

El aire estaba denso y la penumbra reinaba en la vasta y alta habitación, aunque doña Sebastiana había mandado prender varios candelabros. El olor a pergamino de los viejos tomos, al cuero de sus encuadernaciones, a la madera carcomida del mueble librero, se mezclaba con varias esencias que se quemaban para beneficio del enfermo.

La joven se acercó a saludarlos. Había estado sentada al lado de su padre, sosteniéndole la mano y limpiando el sudor ceroso que afloraba a su piel. No parecía preocupada por contagiarse, si era la peste lo que don Gualterio padecía, y sobrecogió al médico aquel sentimiento de respeto y hasta de admiración que ella conseguía despertarle, siempre mezclado con la desazón y el recelo.

Habían armado el lecho de Zúñiga a un costado de su mesa escritorio, y estaba acostado de manera que tuviera frente a sus ojos un Cristo de una belleza lastimosa. A la cabecera de su lecho colgaban relicarios adornados con piedras preciosas, muy valiosos y antiguos, seguramente patrimonio de sus antepasados vascos. Un mercedario que había tomado el lugar del padre Cándido ya le había administrado los consuelos de la religión y cedió el lugar al médico, a tiempo que éste preguntaba a doña Sebastiana por la condición del anciano.

—Ya ve usted, no quiere atender consejo ni remediarse. Me tiene desmoralizada —reconoció la joven.

—¿Cree usted que atrapó la peste?

Ella dudó, como si sopesara la conveniencia de contestar con lo que verdaderamente pensaba. Luego, con cautela de mujer —que sabe que puede usar su saber, pero no ostentarlo—, pareció elegir un camino intermedio:

—Me parece que no —y agregó—: He estado asistiendo algunos casos en Alta Gracia, y las manifestaciones son distintas.

Se acercaron a la cama, donde don Gualterio estaba sentado, con la espalda descansando sobre varias almohadas. El padre Thomas vio, preocupado, que respiraba con mucha dificultad, jadeando como si tuviera un lazo al cuello.

—Estoy en manos de Dios —dijo estranguladamente el hidalgo—. Dios me ha enviado esta enfermedad como castigo a mis muchas faltas. Curaré cuando las haya expiado, o moriré para unirme a las Ánimas del Purgatorio… El Señor siempre ha mandado la peste para hacernos reflexionar.

—No tiene usted la peste, don Gualterio —dijo con calma el médico, aunque la estática luz de las velas (ni un soplo la cruzaba), el penetrante olor a hierbas y tizne de sándalo, la aquiescencia con que el otro sacerdote rubricaba las ideas de Zúñiga lo exasperaban—. Sé que mi ciencia no es nada comparada con una plegaria, pero a veces Dios nos elige a nosotros, los médicos, para hacer cumplir sus designios. Quizás éste sea un caso en que Él permita que mi pequeño saber pueda vencer a la enfermedad. No sería cristiano desdeñar las oportunidades que el Todopoderoso nos concede para salvar la vida que, si se alarga, es en beneficio del alma.

El enfermo lo miró en silencio, y el padre Thomas creyó distinguir el deseo de vivir que aún alentaba muy dentro de su cuerpo. Las manos del caballero dejaron de temblar, pero siguió agarrado con firmeza a las de su hija.

Del otro lado de la cama, el mastín, con la cabeza apoyada sobre las colchas, gemía de vez en cuando muy quedamente.

—Y si he de ayudar a Dios, y a vos —dijo el padre Thomas con autoridad de taumaturgo—, tendré que examinaros.

Como don Gualterio no se opuso, comenzó el interrogatorio:

—Veamos. Cuando estáis acostado no respiráis bien, ¿verdad?; pero os cuesta menos hacerlo si estáis sentado.

El enfermo asintió débilmente.

—Y casi todo el tiempo sentís una dolorosa opresión en el pecho.

Nuevo asentimiento del caballero.

—¿Me dejáis ver vuestras piernas? —preguntó, pues sospechaba que retenía agua, tal como suponía el hermano Hansen.

Doña Sebastiana se apresuró a tranquilizarlo para que le permitiera correr las mantas. El agua le había hinchado el cuerpo hasta el vientre. Hidrops anasarca, comprendió, y muy avanzada. Pero el agua no había llegado a las partes superiores, y la fiebre no había aparecido: la sudoración era por lo encerrado de la habitación y el exceso de mantas con que se abrigaba. «Pero sudar nunca hizo daño», se dijo.

—Tened la bondad de enseñarme vuestra lengua —pidió y con una espátula de madera, mientras la joven acercaba luz, aplastó, removió y levantó la lengua del paciente. Toda la cavidad bucal se veía cubierta de una materia gris-blancuzca, lo que significaba que los humores corporales habían caído en lo frío y húmedo, reforzado el estado por la naturaleza flemática del enfermo, que había producido bilis negra en demasía por la mala alimentación. Esto disminuía el componente húmedo, pero intensificaba el componente frío del cuerpo. La consecuencia: un enfriamiento del corazón y también de los pulmones, que derivaba en una insuficiente combustión del oxígeno respirado y en un suministro escaso de las neumas vitales. También detectó deficiente distribución de las fuerzas a través de la sangre de las arterias, debido al debilitamiento del corazón.

Se enderezó, echando la espátula al fuego mientras pensaba en el diagnóstico, del cual no dudaba: el estómago, el corazón y los pulmones estaban suministrando una cada vez más pobre cantidad de lo caliente, que es el principio vital, y una sobreabundancia de lo frío, que es el principio letal. Se podía hacer algo por él, siempre que encontrara manera de que el tonto dejara de hacer penitencias, tan severas que serían cuestionadas por muchas órdenes.

Mientras se lavaba las manos en la palangana que doña Sebastiana tenía preparada, le dijo en voz baja:

—Está grave, aunque su estado es reversible. Tenéis que convencerlo de que se higienice, de que coma, de que acepte que se le administren remedios. Sólo así podremos salvarlo.

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