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Authors: Cristina Bajo

El jardín de los venenos (65 page)

BOOK: El jardín de los venenos
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Después de la confesión, el padre Thomas trabajó rápidamente con el hermano Hansen para cortar el paso al mal, si eso aún era posible.

Cuando la hubo sangrado, salió al patio y a pleno sol observó la consistencia y el color de la sangre: demasiado densa, demasiado oscura. Hizo preparar la romaza para modificarla y aplicó en la enferma métodos y remedios que conocía y, en la desesperación, aun otros de los que dudaba.

Todo era inútil. La vida de la joven se sostenía en la agonía, y más de una vez él o su ayudante habían murmurado como para sí: «¿Alienta?».

Dejó al hermano Hansen, a instancias de él, velando lo que parecía el tramo final de una vida y regresó al convento con el corazón encogido, a consultar sus libros.

Tan pronto como se halló en su celda, la angustia reapareció como surgen los ahogados, después de un año, a la superficie de las aguas.

Dejó los libros rescatados —envueltos en un paño que había pedido a Belarmina— sobre la mesa y se arrodilló en el reclinatorio. La frente sobre las manos fuertemente enlazadas, examinó su conciencia preguntándose si no era él responsable de todas las muertes que habían rodeado a doña Sebastiana.

¿Por qué no la dejó morir antes, cuando ella deseaba entregarse al Cielo y compartir la sepultura con su hijo? ¿No fue él, acaso, quien se jactó de haberla arrebatado a la Muerte? ¿Se había vengado la Muerte de él, demostrando que por cada vida que salvara, ella podía cobrarse muchas más, todas derivadas de aquel acto de humana soberbia: el de obligar a vivir a lo que debía morir?

Dentro del juicio arrasado por la fiebre de doña Sebastiana, escuchó las divagaciones que se sostenían, aunque a él no le gustara, en perfectas estructuras.

Reconoció que todo parecía haberla guiado, por manos religiosas, por intervenciones divinas, hacia el mal: fue él quien hizo que la internaran en el convento; sor Sofronia le enseñó y le dio los libros; el obispo apoyó a los padres cuando las monjas pidieron ampararla, un sacerdote le había buscado por marido a don Julián, ella dejó en manos de Dios el destino de éste… Y podía seguir enumerando las cosas que habían conducido su destino, convirtiéndola primero en víctima y nunca, en principio, en victimaria.

«Pero se confesó. Su arrepentimiento es verdadero. Me entregó los libros. Hizo propósito de enmienda… ¿No era justo que le diera la absolución, que le abriera las puertas del Cielo? Y las estrellas… ¿cuánta culpa puede tener quien nace bajo influencias de astros nefastos, de nefastas conjunciones?».

Miró los libros y sintió que las lágrimas volvían a mojarle los ojos. ¡Cuánto hacía que no lloraba! Una eternidad, el término de una vida: desde que había visto a aquella muchachita sacada del río, cubierta de escarcha, como vestida de diamantes…

Mientras doña Sebastiana se confesaba en lengua sagrada, él, consternado, había sentido primero el calor y luego el frío de las lágrimas que, al llegar a la boca, le recordaban que estaban hechas de sal, y que eran, como el mar, inconmensurables en el dolor.

Si sintió el impulso de juzgarla, horrorizado, ese horror fue suplantado por el del cuerpo amoratado del niño asesinado descansando sobre plumón cubierto de seda, con las blancas galas que su madre había bordado para él sentada en el mismo banco en que después velaría su tumba. Quiso de nuevo encontrar manera de juzgarla, pero nuevamente surgió el horror que había sentido cuando la encontró casi desangrada, quebrantada en cuerpo y alma como mujer. ¡Mujer, una chiquilla de pocos años!

Levantó la vista hacia los libros y casi llegó a aceptar las ideas de los últimos años de San Francisco de Asís: el conocimiento y el saber sólo producían confusión y dolor.

Abrió el libro de Kratevas: «El recuerdo de esta serpiente cae sobre mi corazón como una sombra y su figura pasa por el interior de mis ojos hasta que se enciende en su lugar el rostro amado. Siento en mí la suavidad de un lamento que no me pertenece, la temible dulzura de las palabras pronunciadas en la desesperación. Serpiente y llanto. Toda mi ciencia no es más que este gemido inútil; todos mis actos, sombras de pájaros en el agua…».

¿Cómo podía un asesino encontrar tal belleza en el dolor humano, en la impunidad de su sapiencia?

A la incierta luz del candil, vislumbró una mancha entre las costuras de hilo grueso y encerado; era amarilla, y quedó prendida en la punta de sus dedos. La acercó a la llama, quemándose casi las cejas, y la observó detenidamente: era una flor seca. La flor de la sardonia.

Se puso de pie y violentamente destrozó el libro con la fuerza de un hombre sano que no acostumbraba usar de ella. Fue echando las hojas al fuego del brasero hasta que la pieza se llenó de humo negruzco, lo ahogó, lo hizo toser. El pecho pareció desgarrársele y tuvo que abrir la ventana al aire gélido de la agonía de la noche.

Bebió desesperadamente y al dejar el jarro sobre la mesa, con el rostro exánime de doña Sebastiana en la retina, recordó como un bálsamo las palabras de San Ignacio: «A las almas caídas y tentadas debemos tratarlas con amor particular. Esto saca el aguijón del corazón y le lleva provecho y consuelo —porque, advertía—… no se debe apagar nunca la mecha que aún humea…».

El pensamiento de Ignacio de Loyola lo consoló de sus propios yerros y sus presuntas culpas. Se enjuagó el rostro con el agua helada del aguamanil, dejó aparte las tapas de cuero que no podría hacer desaparecer sino con el fuego de muchas horas y decidió arrojarlas al horno de ladrillos. Se impuso una amarga meditación sobre lo que debía decir —y cuánto podía decir, pues lo maniataba el secreto del sacramento impartido— a su confesor.

Lo desasosegaba pensar que nadie sabría nunca lo que había hecho doña Sebastiana. Pero ¿qué era lo más importante? ¿Sus pecados o sus obras de bien? ¿Sus crímenes o su arrepentimiento? ¿Es un loco responsable de sus actos si alguien, por guardar un juramento hecho cuando estaba cuerdo, le devuelve su cuchillo?

Se estiró sobre la cama, las espaldas sostenidas por la almohada, con el libro de Sydenham entre las manos.

«¡Ay de mí! Mira mis heridas, no las oculto. Tú eres médico, yo soy enfermo; tú misericordioso, yo miserable. ¿No es una prueba la vida humana sobre la Tierra, sin la menor tregua?», había escrito San Agustín. Y doña Sebastiana había agregado: «Toda mi esperanza estriba únicamente en la inmensa grandeza de tu misericordia». Y había caído, extenuada de fiebre y desesperación, mientras musitaba, volviendo a las palabras del santo: «Dios mío, atiende a mi alma y óyela clamar desde lo profundo. Porque si tus oídos no están también en lo profundo, ¿hacia quién clamaré?».

Se durmió sin poder evitarlo, y entonces llegaron las pesadillas: soñó con perros hambrientos que, hacinados, se alimentaban de cadáveres. Soñó que entre él y doña Sebastiana, alguien, a quien él no veía, levantaba una tapia alta y sombría. Sólo oía el ruido del albañil, veía el reflejo fugaz de la herramienta y se desesperaba porque ratas robustas, de las que medran con la peste, se paseaban chillando amortiguadamente sobre el borde del muro… Y él golpeaba con desesperación la pared sin aberturas tratando de despertar a la que ya no podía ser despertada.

Surgió del légamo del sueño con el cuerpo dolorido, la boca amarga, las manos ateridas, los músculos encogidos, los párpados ásperos en la sequedad del ojo.

No era él quien golpeaba en la tumba circular. Era el hermano Hansen llamándolo con apremio, la voz quebrada de angustia, la voz de un muchacho algo pagado de su ciencia que de pronto comprende que la vida es sólo un soplo efímero, frágil, huidizo, que se escurre, burlón, entre los dedos de los sabios.

De las confesiones

¿…Dónde se halla mi pecado? Podría reconocer el primer crimen, pero es razonable pensar que yo estaba entonces trastornada: violada y recién parida, muerto el hijo esperado y amado, medio loca de dolor y oscilando entre dejarme morir o matar para renacer.

Si ella no hubiera elegido a semejante monstruo, para mi degradación, sabiendo que quería matarme para heredar de lo mío; si me hubiera permitido entrar en el convento aunque fuera como la última de las siervas; si hubiera demostrado dolor ante la muerte de mi hijo; si me hubiera escuchado cuando le advertí que la bebida la mataría… entonces, aún estaría viva.

Y de don Julián, que murió por el fuego, ¿qué he de decir? Yo no encendí la vela, ni le alcancé la bebida. Dios pudo salvarlo, y no lo hizo.

Maderos ha sido quien menos me ha costado matar. Pero también le di su oportunidad; al comprender que amaba a Graciana, le procuré la posibilidad de elegir el amor y la vida de bien, pero era como una alimaña ponzoñosa que todo lo envenenaba: su relación con la familia de Salvador, el amor de esa joven, la vida de Eudora, la mía y, además, la de su amo.

¿Acaso alguien puede acusarme de matar a Lope de Soto? ¿De matar a todos ellos?

«¿Y quién me acusará? —pregunto—. ¿Los hombres que matan a filo cuando son insultados? ¿Los que matan para defender el honor de sus mujeres? ¿Los que se defienden de la mano alevosa que sale de las sombras con un cuchillo, con un cordel? ¿Y qué soy yo, sino la insultada, la ofendida, la agredida, la maltratada, la acechada, la herida, la despojada, la casi asesinada?».

¿Por qué podrá el hombre matar por mí y se le dejará en paz, y no podré yo defenderme de tanto mal?

¿Acaso seduje a alguien, acaso atraje con artes a los varones, acaso me quedé con sus herencias? Y por cada vida que tomé, hice mayor bien: liberé esclavas por mi madre, devolví la herencia a la mujer y a los hijos de don Julián, mantengo a la familia de Maderos y conseguí arreglar la vida de Eudora para que no sufriera lo que yo. Y se puede decir que, por el maestre de campo, ayudé a enfermos y asistí moribundos cuando la peste, y fui madre de niños que no nacieron de mí, pues el Destino decidió que sólo pudiera concebir a aquel niño mártir…

Sé cuánto tuvo que luchar el padre Thomas por estas revelaciones, y a pesar de estar agonizando, la discusión aquella fue como una mano que me volvió a la vida. Encontré fuerzas para defenderme y merecer la absolución: cité a San Agustín, cité leyes que amparan a los varones, cité el desamparo de la mujer ante los jueces, cité mis pocas fuerzas, mi escasa edad.

Sobre todo, expuse mi arrepentimiento por haber perdido la Gracia de Dios, que es lo que más me ha hecho sufrir estos años. Mostré mi aflicción y el firme propósito de enmienda. Luego le pregunté: «¿Por qué se justifica más la muerte dada por cuchillo que por tósigo? Ambos matan, que nadie se engañe creyendo que una muerte es más noble o menos alevosa: cuchillo y pócima matan por igual».

San Anselmo lo dice en su tratado sobre la verdad: «Si todas las cosas son lo que en ella son, son, sin duda, lo que deben ser…».

48. De lo que duerme en la memoria

«MAESTRO
: ¿Te atreverás acaso a decir que Dios hace o permite algo sin sabiduría y sin bondad?

DISCÍPULO
: Al contrario, sostengo que nada hace sin bondad y sin sabiduría.

MAESTRO
: ¿Pensarás acaso que no debe existir lo que tanta bondad y sabiduría hace o permite?

DISCÍPULO
: ¿Quién, que lo entienda, se atrevería a pensarlo?».

San Anselmo

Sobre la verdad

Córdoba del Tucumán. Valle de Paravachasca

Después de Pentecostés hasta Cuaresma

Primavera de 1705 - Verano de 1706

Descendió hacia los bajos del vado ya centenario, levantado en la época de Johan Nieto. Se lo veía vencido por las crecientes intempestivas de un arroyo que no existía la mayor parte del año para luego, durante las lluvias, aflorar por quebradas y cañadones, surgiendo de bajo las piedras y en medio de las arenas donde espejeaba la mica en el verano.

No únicamente las paredes de la bóveda que encauzaba el torrente habían cedido, sino también el lomo, que soportó por siglos el peso de las carretas que de vez en cuando aún lo atravesaban. Sin embargo, seguía en pie y ella, con sus nueve años cumplidos, se asomó a la bóveda cegada, se tomó de los contrafuertes y espió la oscuridad, temerosa de adentrarse.

Una luz brillante la esperaba en la desembocadura del túnel y sintió el deseo de ir hacia ella, como si otro día más soleado, más luminoso, la esperase a una corta distancia, atravesable a paso rápido.

Le alegró dejar atrás el páramo y la neblina. A medida que caminaba, vacilando al principio, hacia la luz, una música interior cobró fuerzas en su pecho como uno de esos cantos sacros que transportaban a regiones del espíritu. Un absoluto bienestar la envolvió y se sintió llena de felicidad: iba hacia la redención, a una tierra donde no existía el sufrimiento, donde la culpa ya no martirizaba. Su alma estaba en paz. Su corazón se había aquietado dulcemente.

Apuró el paso y entonces vio venir un niño hacia ella, extendiéndole la mano. Pensó: «Mi hijo», pero al acercarse un poco más, vio las sandalitas de plata de la Virgen Niña calzando los piececitos que ella había reparado con tanto amor. Quiso extender su mano, pero el brazo le pesaba como plomo y una orden imperiosa parecía emanar de esa figura pequeña, delicada, que se acercaba a ella. Cuando estuvo a su lado, perdió la visión a causa de la claridad que despedía, pero sintió la calidez de los dedos que tomaban los suyos y la obligaban a retroceder hacia la oscuridad. Las lágrimas le impedían hablar pero en su corazón imploraba: «No; por favor, no», y sintió una voz secreta que le ordenaba: «Es necesario».

No pudo oponer resistencia y se dejó llevar hacia las sombras, al páramo, a la niebla.

Un tumulto de voces la sobresaltó. Alguien lloraba desesperadamente llamándola por su nombre, hiriendo sus sentimientos con el deseo de consolar. Una segunda voz decía: «El electuario…».

Y una tercera se resistía: «Pero si ya ha perdido…».

—¡El electuario!

—Si hay una esperanza, esto no será…

—¡Ya no hay esperanza, déselo, déselo! —rogaba la primera voz.

Ella no se decidía a avanzar; dudaba a mitad del túnel, sintiendo el calor de la luz en su espalda, el frío del páramo en su pecho. Intentó desprenderse con violencia de la mano que la sostenía y regresar atrás, pero entonces lloró un niño y la voluntad de ella se hizo trizas.

Sintiendo una gran congoja, se preparó para enfrentar de nuevo el peso del cuerpo, la miseria del aliento, el dolor de estar viva…

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