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Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

El jardinero fiel (28 page)

BOOK: El jardinero fiel
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—Prácticamente de todo, en realidad —se oyó contestar Justin—. Kenia tiene un clima muy benigno. Ignoraba que hubiera una mancha en mi blasón, Bernard. Había una
teoría
, supongo; pero era sólo una remota hipótesis.

—Tenían las más diversas teorías, los pobrecillos. Teorías muy por encima de sus competencias, francamente. Has de venir un día a Dorchester. Así le cuentas todo eso a Celly. Puedes quedarte a pasar un fin de semana. ¿Juegas al tenis?

—Sintiéndolo mucho, no.

«Tenían las más diversas teorías», repetía Justin subrepticiamente para sí. «Pobrecillos». Pellegrin habla de Rob y Lesley tal como Landsbury hablaba de Porter Coleridge. El tarado de Tom no sé qué estaba a punto de conseguir la embajada de Belgrado, explicaba Pellegrin, básicamente porque el ministro no resistía ver su asquerosa cara en Londres, ¿y quién la resistía? Dick no sé cuánto recibiría el título de sir en la siguiente ceremonia de investidura y luego, con un poco de suerte, lo ascenderían a ministro de Hacienda —que Dios proteja la economía nacional, chiste— pero, claro está, el bueno de Dick llevaba cinco años lamiéndole el culo al Nuevo Laborismo. Por lo demás, todo seguía como siempre. El Foreign Office continuaba nutriéndose de aquellos chicos de Croydon, alumnos aventajados de universidades de segunda fila con acentos indefinidos y jerséis multicolores de lana con dibujos geométricos, que Justin debía de recordar de su etapa anterior a África; en diez años no quedaría «ni uno solo de nosotros». El camarero sirvió los cócteles de gambas. Justin los observó llegar a cámara lenta.

—Pero eran jóvenes, ¿no? —comentó Pellegrin con indulgencia, volviendo a adoptar su actitud de réquiem.

—¿Los nuevos funcionarios?

—Esos dos policías tuyos, los de Nairobi. Jóvenes y ambiciosos, ¡enternecedor! Como lo éramos nosotros en su día.

—A mí me parecieron muy inteligentes.

Pellegrin frunció el entrecejo y masticó.

—¿David Quayle es pariente tuyo?

—Un sobrino.

—Lo contratamos la semana pasada. Sólo tiene veintiún años, pero ¿cómo vamos a ganar por la mano a la City hoy día si no es fichándolos a esas edades? Un ahijado mío empezó a trabajar hace una semana en el Barclays por cuarenta y cinco mil libras al año más primas. Sin dos dedos de frente y todavía en mantillas.

—Me alegro por David. No lo sabía.

—Increíble la elección de Gridley, sinceramente. ¿Cómo se le ocurre enviar una mujer así a África? Frank ha colaborado con diplomáticos. Conoce el medio. ¿Quién va a tomar en serio allí a una policía? Los chicos de Moi no, eso por descontado.

—¿Gridley? —repitió Justin cuando la bruma de su mente comenzaba a disiparse—. ¿No será Frank Arthur Gridley? ¿El que estaba a cargo del servicio de seguridad diplomática?

—El mismo, que Dios nos asista.

—Pero si es un pobre infeliz. Tratábamos con él cuando yo formaba parte del Departamento de Protocolo. —Justin notó que su voz rebasaba el nivel de decibelios aceptado en el club y se apresuró a bajar el volumen.

—Un pedazo de alcornoque —convino Pellegrin con entusiasmo.

—¿Y qué demonios hace investigando el asesinato de Tessa?

—Lo degradaron a Delitos Mayores. Especialista en casos ocurridos fuera de nuestras fronteras. Ya sabes cómo son los policías —dijo Pellegrin, llenándose la boca de gambas, pan y mantequilla.

—Sé cómo es Gridley.

Masticando gambas, Pellegrin pasó a hablar en el más puro estilo telegráfico de un político conservador.

—Dos agentes de policía jóvenes, uno de ellos mujer. El otro se cree Robin Hood. Un caso de gran resonancia, el foco de atención del mundo entero. Empiezan a ver sus nombres en letras de neón. —Se arregló la servilleta, remetiéndosela en el cuello de la camisa—. Así que se inventan teorías. Nada como una buena teoría para impresionar a un superior semianalfabeto. —Bebió y se limpió enérgicamente los labios con el ángulo de la servilleta—. Asesinos a sueldo…, gobiernos africanos corruptos…, conglomerados multinacionales… ¡Un material fantástico! Con suerte, incluso les darán un papel en la película.

—¿Qué multinacional tenía en mente? —preguntó Justin, procurando pasar por alto la repugnante alusión a una posible película sobre la muerte de Tessa.

Pellegrin lo miró a los ojos, evaluó su expresión por un instante, sonrió y volvió a sonreír.

—Era una manera de hablar —explicó, quitándole importancia—. No lo tomes al pie de la letra. Esos jóvenes policías eligieron un mal camino desde el principio —prosiguió, interrumpiéndose mientras el camarero rellenaba las copas—. Vergonzoso, la verdad. Vergonzoso. No me refiero a ti, Matthew, muchacho —esto dirigido al camarero en un espíritu de hermandad para con las minorías étnicas— ni a ningún socio de este club, me complace decir. —El camarero huyó—. Aunque te parezca mentira, intentaron cargarle el asesinato a Sandy durante cinco minutos. Basándose en la absurda teoría de que estaba enamorado de ella, y los mató a los dos por celos. Al ver que por ahí no iban a ninguna parte, tiraron del hilo de la conspiración. Nada más fácil. Recoges unos cuantos datos a bulto, los juntas de cualquier manera, añades uno o dos nombres conocidos y puedes montar la historia que te venga en gana. Ni más ni menos lo que hizo Tessa, sin ánimo de ofender. Pero, bueno, tú ya estás al corriente de todo eso.

Justin movió la cabeza en un inconsciente gesto de negación. No puedo dar crédito a mis oídos. Vuelvo a estar en el avión, y esto ocurre en sueños.

—Me temo que no —aseveró.

Pellegrin tenía los ojos muy pequeños. Justin no había reparado antes en ese detalle. O quizá fueran de tamaño normal pero hubieran desarrollado la facultad de encogerse bajo el fuego enemigo, siendo el enemigo, por lo que Justin podía deducir, quienquiera que le exigiese explicaciones respecto a lo que acababa de decir o llevara la conversación a un territorio que él no había previsto.

—¿Está bien el lenguado? Deberías haberlo comido a la
meunière
. Queda menos reseco.

El lenguado estaba fenomenal, dijo Justin, absteniéndose de recordarle que era a la
meunière
como él lo había pedido. Y la subvariedad de meursault, también fenomenal. Fenomenal, como la «chica fenomenal».

—No te la enseñó, pues, su gran tesis. Perdón, suya y de él. Ésa es tu versión y la mantienes. ¿No es así?

—Tesis ¿sobre qué? La policía me hizo la misma pregunta. Y también Alison Landsbury, con ciertos rodeos. ¿Qué tesis? —Se hacía el ingenuo, y él mismo comenzaba a creerse su papel. Volvía a tender el anzuelo, pero esta vez con disimulo.

—No te la enseñó a ti pero sí a Sandy —dijo Pellegrin, acompañando la información con un trago de vino—. ¿Eso esperas que crea?

Justin se irguió en la silla.


¿Qué?

—Como lo oyes. Encuentros secretos y demás. Lo siento. Creía que estabas enterado.

Pero te tranquiliza ver que no lo estoy, pensó Justin, mirando aún a Pellegrin con expresión de perplejidad.

—¿Y qué hizo Sandy con eso? —preguntó.

—Se lo mostró a Porter. Porter vaciló. Porter toma decisiones una vez al año, y con mucha agua. Sandy me envió los documentos. Escritos conjuntamente y presentados como material confidencial. No por Sandy. Por Tessa y Bluhm. Esos héroes de la ayuda humanitaria me ponen enfermo, dicho sea de paso, y permíteme que me desahogue. Un pasatiempo infantil para burócratas internacionales. Una diversión. Disculpa.

—¿Y tú qué hiciste? ¡Bernard, por Dios!

Soy el viudo engañado, al límite de mi paciencia. Soy el inocente agraviado, no tan inocente como parezco. Soy el marido indignado, mantenido al margen de todo por mi infiel esposa y su amante.

—¿Seria alguien tan amable de explicarme por fin qué hay detrás de todo esto? —prosiguió con la misma voz quejumbrosa—. A mi pesar, he sido el huésped de Sandy durante la mayor parte de una eternidad. Él no me dijo una sola palabra respecto a ningún encuentro secreto, ni con Tessa, ni con Arnold, ni con nadie. ¿Qué tesis? Tesis ¿sobre qué? —Continuaba hurgando.

Pellegrin volvía a sonreír. Una vez. Dos veces.

—Así que todo es nuevo para ti. Fantástico.

—Sí, totalmente nuevo. Estoy atónito.

—Con una chica como ésa, a la que le doblabas la edad, campando a sus anchas, y nunca se te pasó por la cabeza preguntarle qué carajo se traía entre manos.

Pellegrin está furioso, advirtió Justin. Como lo estaba Landsbury. Como lo estoy yo. Estamos todos furiosos y todos lo disimulamos.

—No, nunca. Y no le doblaba la edad.

—Nunca abriste su diario personal, ni descolgaste el supletorio a propósito por equivocación. Nunca leíste su correspondencia ni curioseaste en su ordenador. Nada.

—No, no hice nada de eso.

Pellegrin pensaba en voz alta con la mirada fija en Justin.

—Así que no te enteraste de nada. No oíste nada anormal, no viste nada anormal. Asombroso —dijo, logrando a duras penas mantener su sarcasmo dentro de lo razonable.

—Era abogada, Bernard. No era una niña. Era una abogada plenamente capacitada y muy inteligente. Te olvidas de eso.

—¿Me olvido? No lo creas. —Se puso las gafas de lectura para abrirse paso a través del lenguado de arriba abajo. Cuando terminó, extrajo la raspa y la sostuvo en alto con el tenedor y el cuchillo, echando un vistazo alrededor como un inválido desamparado en busca de un camarero que le acercara un plato para los desperdicios—. Sólo espero que no expusiera sus quejas más que a Sandy Woodrow. También estuvo molestando al protagonista principal, eso nos consta.

—¿Qué protagonista principal? ¿Te refieres a
ti
?

—Curtiss. El mismísimo Kenny K. El gran hombre. —Apareció un plato, y Pellegrin depositó en él la raspa—. Me extraña que, ya puesta, no se echara a tierra frente a los condenados caballos de carreras de Curtiss. O que no fuera con el cuento a Bruselas, las Naciones Unidas, la televisión. Una chica así, empeñada en salvar el planeta, va a donde se le antoja sin pensar en las consecuencias.

—Eso no es verdad ni mucho menos —repuso Justin, debatiéndose entre la estupefacción y la cólera.

—¿Cómo dices?

—Tessa hizo todo lo posible por protegerme. Y por proteger a su país.

—¿Revolviendo en el lodo? ¿Exagerando las cosas? ¿Importunando al jefe de su maridito? ¿Presentándose sin previo aviso, del brazo de Bluhm, en los despachos de ejecutivos desbordados de trabajo? Ésa no me parece a mí la mejor manera de proteger a su hombre. Diría, de hecho, que es el camino más rápido para arruinarle el porvenir al pobre desdichado, si quieres saber mi opinión. Aunque por entonces, si he de ser sincero, no tenías ya un porvenir demasiado brillante. —Un trago de agua con gas—. Ah. Ahora me doy cuenta. Ya entiendo lo que pasó. —Una doble sonrisa—. Realmente desconoces el trasfondo. Sigues en tus trece.

—Sí, en efecto. No salgo de mi asombro. La policía me pregunta, Alison me pregunta, tú me preguntas: ¿Estaba de verdad a oscuras? Respuesta: sí, lo estaba, y todavía lo estoy.

Pellegrin movía ya la cabeza en un gesto de jocosa incredulidad.

—Muchacho, ¿cómo es posible? Atiende un momento. Yo lo aceptaría sin el menor problema. Y también Alison. Acudieron a ti. Los dos. Tessa y Arnold. Cogidos de la mano. «Ayúdanos, Justin. Hemos encontrado el arma humeante. Una empresa británica de reconocida solvencia está envenenando a ciudadanos inocentes de Kenia, usándolos como conejillos de Indias, y Dios sabe qué más. Aldeas enteras de cadáveres, y aquí tienes la prueba. Léelo». ¿No?

—No hicieron nada parecido.

—Aún no he terminado. Nadie pretende cargarte las culpas, ¿queda claro? Aquí tienes todas las puertas abiertas. Todos somos amigos tuyos.

—Eso he notado.

—Tú los escuchas, como buena persona que eres. Lees sus dieciocho páginas de visiones apocalípticas y les dices que han perdido el juicio. Si se proponen enturbiar las relaciones anglokenianas durante los próximos veinte años, han encontrado la fórmula ideal. Un hombre prudente. Si Celly me hubiera salido con algo así, le habría dado una patada en el culo. Y al igual que tú, actuaría como si la conversación no hubiera existido, y no existió. ¿De acuerdo? La olvidaremos tan deprisa como tú. Nada en tu expediente, nada en la pequeña lista negra de Alison. ¿Trato hecho?

—No acudieron a mí, Bernard. Nadie me contó ninguna historia, nadie me mostró sus visiones apocalípticas, como tú lo llamas. Ni Tessa, ni Bluhm, ni nadie. Para mí, es todo un misterio absoluto.

—Esa tal Ghita Pearson, ¿quién demonios es?

—Forma parte del personal subalterno de la cancillería. Anglo-hindú. Muy competente. Contratada por la propia embajada. La madre es médica. ¿Por qué?

—Aparte de eso.

—Amiga de Tessa. Y mía.

—¿Podría haberlo visto, ella?

—¿El documento? No, con toda seguridad.

—¿Por qué?

—Tessa la habría mantenido al margen.

—No mantuvo al margen a Sandy Woodrow.

—Ghita tiene una posición muy poco sólida. Intenta labrarse una carrera con nosotros. Tessa no la habría puesto en una situación comprometida.

Pellegrin necesitaba más sal, que distribuyó echándose un poco en la palma de la mano izquierda, cogiéndola a pellizcos con el pulgar y el índice de la derecha y sacudiéndose finalmente las dos manos.

—Da igual. El caso es que has quedado libre de sospecha —recordó a Justin como si se tratara de un premio de consolación—. No tendremos que plantarnos a las puertas de la prisión, ni que pasarte
baguettes au fromage
a través de los barrotes.

—Ya me lo habías dicho. Me alegra oírlo.

—Ésa es la buena noticia. La mala es… acerca de tu amigo Arnold. Tuyo y de Tessa.

—¿Lo han encontrado?

Pellegrin negó categóricamente con la cabeza.

—Han descubierto su juego pero no lo han encontrado. Esperan dar con él, no obstante.

—¿Qué juego? ¿De qué hablas?

—Vale más que no nos metamos en honduras. En tu estado de salud, no es recomendable. Ojalá hubiéramos podido retrasar esta conversación hasta dentro de unas semanas, cuando estuvieras más recuperado, pero no era posible. Por desgracia, las investigaciones de un asesinato no respetan a las personas. Van a su propio ritmo y por su propio camino. Bluhm era tu amigo; Tessa era tu mujer. Para ninguno de nosotros resulta divertido tener que decirte que tu amigo mató a tu mujer.

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