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Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

El jardinero fiel (32 page)

BOOK: El jardinero fiel
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—Quiere morir como su padre y la signora —se lamentó su madre—. «Todas las personas buenas están en el cielo», me dice. «Todas las personas malas se quedan aquí». ¿Soy yo una mala persona, signor Justin? ¿Es usted una mala persona? ¿Nos trajo la signora de Albania, le pagó el tratamiento en Milán, nos acogió en esta casa para que ahora nos muramos de pena por ella? —Mientras ella hablaba, Guido ocultó el rostro demacrado entre las manos—. Primero se desmaya, luego se acuesta y se duerme. No come, no toma su medicina. Se niega a ir al colegio. Esta mañana, en cuanto ha salido para lavarse, he cerrado la puerta y he escondido la llave.

—Y es una buena medicina —afirmó Justin en un susurro, con la mirada fija en Guido.

Moviendo la cabeza en un gesto de desolación, la mujer se retiró a la cocina, revolvió ruidosamente entre los cacharros y puso agua a hervir. Justin acompañó a Guido de regreso a la mesa y se sentó con él.

—¿Me escuchas, Guido? —preguntó en italiano.

Guido cerró los ojos.

—Todo seguirá tal como hasta ahora —anunció Justin con firmeza—. Los recibos del colegio, el médico, el hospital, la medicación…, todo lo que sea necesario hasta que recuperes la salud. El alquiler, la comida, la matrícula cuando llegues a la universidad. Haremos todo lo que ella planeó para ti, exactamente como ella lo planeó. No podemos dejar de cumplir ninguno de sus deseos, ¿no crees?

Con la vista baja, Guido reflexionó y al final negó remisamente con la cabeza: no, no podemos, convino.

—¿Aún juegas al ajedrez? ¿Hacemos una partida? Volvió a negar, esta vez por escrúpulo: jugar al ajedrez sería una falta de respeto al recuerdo de la signora Tessa.

Justin cogió la mano de Guido y la sostuvo. Luego se la agitó con delicadeza, esperando un asomo de sonrisa.

—¿Y qué haces cuando no te dedicas a morirte? —preguntó en inglés—. ¿Has leído los libros que te enviamos? Pensaba que a estas alturas serias ya todo un experto en Sherlock Holmes.

—El señor Holmes es un gran detective —respondió Guido, también en inglés, pero sin sonreír.

—¿Y qué hay del ordenador que te regaló la signora? —preguntó Justin, volviendo al italiano—. Según Tessa, eres un fuera de serie. Un genio, me dijo. Os enviabais mensajes con verdadero fervor. Ya empezaba a ponerme celoso. ¿No irás a decirme, Guido, que has abandonado el ordenador?

La pregunta provocó un nuevo arrebato de su madre en la cocina.

—¡Claro que lo ha abandonado! ¡Lo ha abandonado todo! ¡Cuatro millones de liras, le costó a la signora! Antes se pasaba el día sentado delante del ordenador, toc, toc, toc. Toc, toc, toc. «Te quedarás ciego», le decía yo. «Enfermarás de tanta concentración». Y ahora nada. Incluso el ordenador debe morir.

Sin soltarle la mano, Justin buscó la esquiva mirada de Guido.

—¿Es eso verdad? —preguntó.

Lo era.

—Pero eso no está nada bien, Guido. No puede desaprovecharse así el talento —protestó Justin, y la sonrisa de Guido comenzó a aflorar—. La especie humana anda muy necesitada de buenos cerebros como el tuyo. ¿Me oyes?

—Puede ser.

—¿Recuerdas el ordenador de la signora Tessa, el que usó para enseñarte a manejarlo?

Claro que se acordaba, y con un aire de gran superioridad, por no decir autosuficiencia.

—Ya sé, no es tan bueno como el tuyo. El tuyo es un par de años más joven y más listo. ¿No?

Sí. Y tanto que sí. Y la sonrisa se ensanchaba gradualmente.

—Verás, Guido, yo soy un zoquete, todo lo contrario que tú, y no sé utilizar de manera fiable ni siquiera el suyo. Y mi problema es que la signora Tessa dejó en el ordenador un montón de mensajes, algunos para mí, y me asusta pensar que podría perderlos. Y creo que a ella le gustaría que fueras tú quien se asegurara de que no los pierdo. ¿De acuerdo? Porque ella deseaba con toda su alma tener un hijo como tú. Y yo también. Así que la pregunta es: ¿Vendrías a la villa para ayudarme a leer lo que hay en su ordenador portátil?

—¿Tiene la impresora?

—La tengo.

—¿Disquetera?

—También.

—¿Unidad de CD-ROM? ¿Módem?

—Y el manual. Y los transformadores. Y los cables y un adaptador. Pero sigo siendo un zoquete, y si hay la más pequeña posibilidad de meter la pata, la meteré.

Guido estaba ya de pie, pero Justin lo obligó a sentarse con ternura.

—Esta tarde no. Duerme bien esta noche, y mañana temprano, si te apetece, vendré a recogerte con el todoterreno de la villa, pero después has de ir al colegio. ¿Bien?

—Sí.

—Se le ve muy cansado, signor Justin —musitó la madre de Guido mientras le servía un café—. Tanto dolor es malo para el corazón.

Llevaba en la isla dos noches y dos días, pero si alguien le hubiera demostrado que estaba allí desde hacía una semana, no se habría sorprendido. Había cruzado el canal de la Mancha en transbordador. En Boulogne sacó un billete de tren con dinero en efectivo y en algún punto del recorrido, mucho antes de completar el trayecto, compró un segundo billete para otro destino. Si la memoria no le engañaba, había enseñado su pasaporte sólo una vez, y muy brevemente, al entrar en Italia desde Suiza por un abrupto y espectacular paso de montaña. Y era su pasaporte. A ese respecto no tenía la menor duda. Obedeciendo las instrucciones de Lesley, había mandado previamente a Turín el del señor Atkinson por mediación de Ham para no arriesgarse a que lo encontraran con los dos. En cuanto al paso de montaña o el tren, en cambio, tendría que haber consultado un mapa y tratar de adivinar en qué pueblo había subido a bordo.

Tessa viajó a su lado casi todo el tiempo, y de vez en cuando intercambiaron algún comentario jocoso, normalmente después de una observación deprimente y fuera de lugar por parte de Tessa, expresada en voz baja. A ratos se dedicaron a evocar el pasado, hombro con hombro, la cabeza contra el respaldo y los ojos cerrados como una pareja de ancianos, hasta que de pronto ella volvió a marcharse, y el dolor se apoderó de él como un cáncer cuya existencia conociera ya desde el principio, y Justin Quayle lloró la muerte de su esposa con una intensidad que sobrepasaba las peores horas en casa de Gloria, el funeral en Langata, la visita al tanatorio o los momentos en el desván del número cuatro.

Viéndose finalmente en el andén de la estación de Turín, tomó una habitación en un hotel para asearse y luego, en una tienda de artículos de viaje usados, adquirió un par de anónimas maletas de lona para guardar los papeles y objetos que consideraba ya el relicario de Tessa. Y sí, signor Justin, confirmó el joven abogado con traje negro, heredero de la parte de la sociedad correspondiente a los Manzini —en medio de expresiones de condolencia, tanto más dolorosas por su sinceridad—, las sombrereras habían llegado sin novedad y a la hora prevista, junto con instrucciones de Ham para que le entregaran a Justin las cajas cinco y seis
sin abrir y en propia mano
, y si había cualquier otra cosa,
cualquiera
, que el joven pudiera hacer por Justin, ya fuera un asunto jurídico, profesional o de cualquier
otra
índole, de más estaba decir que la lealtad a la familia Manzini no terminaba con la trágica muerte de la signora, etcétera. Ah, y naturalmente tenía a punto también preparado el dinero, añadió con desdén, y contó cincuenta mil dólares en billetes, que entregó a Justin previa firma de un recibo. A continuación Justin se retiró a la intimidad de una sala de reuniones vacía donde transfirió el relicario de Tessa y el pasaporte del señor Atkinson a su nuevo lugar de reposo en las maletas de lona y, poco después, se trasladó en taxi a Piombino, llegando por pura casualidad justo a tiempo de embarcar en un ramplón hotel rascacielos, que se hacía llamar barco, rumbo a Portoferraio, en la isla de Elba.

Sentado lo más lejos posible del enorme televisor, único cliente de un gigantesco autoservicio de la sexta cubierta, con una maleta a cada lado, Justin, sin mucho criterio selectivo, se obsequió con una ensalada de marisco, un bocadillo de salami y media botella de un pésimo vino tinto. Al atracar en Portoferraio, le aquejó una familiar sensación de ingravidez mientras recorría las oscuras entrañas de la bodega en dirección a la salida, entre camioneros de toscos modales que revolucionaban los motores de sus vehículos en señal de aviso o simplemente avanzaban derechos hacia él, obligándolo a arrimarse, junto con sus maletas, a las planchas de hierro del casco para diversión de los mozos de carga que contemplaban ociosos la escena.

Cuando por fin, tembloroso e iracundo, puso los pies en el muelle anochecía, era pleno invierno y hacía un intenso frío, y los escasos viandantes caminaban con desacostumbrada prisa. Temiendo ser reconocido o, peor aún, compadecido, se caló el sombrero hasta las cejas y acarreó las maletas hasta el taxi más cercano, donde descubrió, para gran alivio suyo, que la cara del taxista no le sonaba de nada. En los veinte minutos de viaje, el hombre le preguntó si era alemán, y Justin contestó que era sueco. La improvisada respuesta cumplió bien su cometido, ya que puso fin a la curiosidad del taxista.

La villa de los Manzini se hallaba enclavada en la costa septentrional de la isla. El viento soplaba desde el mar, agitando las palmeras, azotando los muros de piedra, traqueteando postigos y tejas y haciendo crujir las dependencias anexas como tabaco reseco. Sólo bajo la vacilante luz de la luna, Justin permaneció inmóvil donde el taxi lo había dejado, a la entrada de un patio enlosado con su bomba de agua y su prensa de aceite antiguas, aguardando a que la vista se le acostumbrara a la oscuridad. La villa se alzaba ante él. Dos filas de álamos, plantados por el abuelo de Tessa, señalaban el camino desde la puerta principal hasta la orilla del mar. Poco a poco, Justin empezó a distinguir las viviendas de los trabajadores, los peldaños de piedra, los postes de la verja e indistintos fragmentos de mampostería romana. No se veía una sola luz. El administrador, según Ham, estaba en Nápoles, holgando con su prometida. El control y mantenimiento de la casa se había confiado a dos austriacas errantes que se decían pintoras y acampaban en una ermita abandonada en el extremo opuesto de la finca. Las dos casas destinadas en otro tiempo a los labriegos, reformadas por la madre de Tessa —la
dottoressa
, título que en la isla se prefería a
contessa
— y bautizadas con los nombres de Romeo y Julieta en atención a los turistas alemanes, eran responsabilidad de una agencia inmobiliaria de Francfort.

Bienvenida a casa, dijo a Tessa, por si andaba un poco desorientada después de tanto viajar en zigzag.

Las llaves de la villa se guardaban en un saliente interior de la carcasa de madera de la bomba de agua. «Primero, cariño, levantas la tapa…, así…, luego metes el brazo y con un poco de suerte las pescarás. Después abres la puerta de la casa y llevas a la novia al dormitorio y le haces el amor, así». Pero no la llevó al dormitorio. Conocía un sitio mejor. Cogiendo una vez más las maletas de lona, se dispuso a atravesar el patio. Mientras lo hacía, la luna tuvo la gentileza de asomar por encima de las nubes, alumbrándole el camino y proyectando listas blancas entre los álamos. Al llegar al ángulo del patio más alejado, penetró por un estrecho pasaje semejante a un antiguo callejón romano para acceder a una puerta de madera de olivo con una heráldica abeja napoleónica labrada en honor —según la leyenda familiar— ni más ni menos que del mismísimo gran hombre, quien, apreciando la buena conversación y mejor vino de la tatarabuela de Tessa, se convirtió por decisión propia en visitante asiduo de la villa durante sus diez meses de impaciente exilio.

Justin separó la llave de mayor tamaño, la introdujo en la cerradura y abrió. La puerta chirrió y cedió. «Aquí es donde contábamos el dinero», explica ella con seriedad en su papel de heredera de los Manzini, novia y guía turística. «En la actualidad las excelentes aceitunas de los Manzini se transportan en barco a Piombino para ser prensadas como todas las demás. Pero en la época de mi madre la
dottoressa
este lagar era aún el sanctasanctórum. Era aquí donde consignábamos el aceite, tinaja a tinaja, antes de almacenarlo abajo en la
cantina
a una temperatura rigurosamente controlada. Era aquí donde… No me estás escuchando».

—Eso se debe a que estás haciéndome el amor.

«Eres mi marido y haré el amor contigo cuando me apetezca. Presta mucha atención. En este lagar los campesinos cobraban en mano sus jornales todas las semanas y firmaban, por lo general con una cruz, en un libro de caja más grande que el Libro de la Genealogía Inglesa».

—Tessa, no puedo…

«No puedes ¿qué? Claro que puedes. Eres un hombre de recursos. Aquí recibíamos también a nuestras cuerdas de presos condenados a cadena perpetua, procedentes del penal que hay al otro lado de la isla. De ahí la mirilla en la puerta. De ahí las argollas de hierro en la pared, a las que los presos permanecían encadenados mientras esperaban el momento de ir a recoger la aceituna a los olivares. ¿No estás orgulloso de mí? ¿Una descendiente de esclavistas?».

—Inmensamente.

«Entonces ¿por qué cierras con llave? ¿Soy tu prisionera?».

—Eternamente.

El lagar tenía el techo bajo, con las vigas al descubierto, y las ventanas en la parte alta del muro en prevención para protegerse de las miradas indiscretas cuando se contaba dinero, se encadenaba a los presos, o dos recién casados hacían el amor tiernamente en el sofá de piel y respaldo recto que se hallaba adosado con esmerada precisión a la pared orientada al mar. La mesa de contaduría era cuadrada y austera. Detrás, encajados en sendos huecos rematados en arco, había dos bancos de carpintero. Justin necesitó todas sus fuerzas para arrastrarlos por las losas y situarlos a ambos lados de la mesa, a modo de alas. Encima de la puerta, en una repisa, había una hilera de botellas antiguas rescatadas de entre los desechos de la villa. Fue a buscarlas y, tras quitarles el polvo con el pañuelo, las dejó en la mesa para usarlas como pisapapeles. El tiempo se había detenido. No tenía sed ni hambre ni sueño. Acomodando una maleta en cada banco, extrajo sus dos fardos de ropa más preciados y los depositó en la mesa, eligiendo el centro mismo de la superficie por miedo a que, en un arrebato de dolor o locura, decidieran por su cuenta arrojarse al vacío desde el borde. Con sumo cuidado, empezó a desliar el primer fardo, capa a capa, todo de Tessa —su bata de algodón, su jersey de angora, el que llevaba el día antes de partir hacia Lokichoggio, su blusa de seda, que tenía aún su perfume impregnado en el cuello—, hasta que pudo coger entre sus manos el trofeo revelado: una caja gris y lisa de treinta por veinticinco centímetros con el logotipo del fabricante japonés grabado en la tapa. Indemne tras días y noches de horrenda soledad y continuos desplazamientos. El segundo fardo contenía los accesorios. Cuando terminó de desenvolverlos, trasladó con extrema precaución todo el equipo, pieza a pieza, a un viejo escritorio de pino ubicado en el lado opuesto del lagar.

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