—¿Va a ser ése el tema del día? —preguntó Woodrow.
—Uno de ellos —admitió Lesley.
—Siendo así, y dado que a ninguno de nosotros le sobra el tiempo, podríais explicarme, si sois tan amables, qué tiene que ver mi visita a Tessa durante su estancia en el hospital con la búsqueda de su asesino, que, según creo entender, es vuestra misión aquí.
—Queremos averiguar el motivo del crimen —respondió Lesley.
—Dijisteis que ya lo conocíais: la violación.
—La violación ya no cuadra. No como motivo. La violación fue una consecuencia indirecta. Quizá una estratagema para inducimos a pensar que nos hallamos ante un asesinato al azar, no planeado.
—Premeditación —añadió Rob, sus grandes ojos castaños fijos en Woodrow con expresión sombría—. Lo que llamamos asesinato
corporativo
.
Ante lo cual, durante un breve pero aterrador momento, Woodrow no pensó en nada. Luego pensó en la palabra «corporativo». ¿Por qué había dicho «corporativo»?
¿Corporativo en el sentido de que el culpable era una corporación? ¡Absurdo! ¡Demasiado rocambolesco para merecer la consideración de un diplomático serio!
Después se le quedó la mente en blanco. Ni una sola palabra, ni siquiera la más banal y carente de significado, acudió en su rescate. Se vio a sí mismo, a lo sumo, como una especie de ordenador, recuperando, ensamblando y por último rechazando una serie de conexiones cifradas en una compleja clave desde una zona acordonada de su cerebro.
Nada de corporativo. Había sido puro azar. Sin plan previo. Un festín de sangre, a la africana.
—¿Qué lo llevó, pues, al hospital? —oyó decir a Lesley cuando volvió a captar la banda sonora—. ¿Por qué fue a ver a Tessa cuando perdió el niño?
—Porque ella me lo pidió. Por mediación de su marido. En mi calidad de superior de Justin.
—¿Había alguien más invitado a la fiesta?
—No que yo sepa.
—¿Ghita, tal vez?
—¿Te refieres a Ghita Pearson?
—¿Conoce a alguna otra Ghita?
—Ghita Pearson no estaba presente.
—Sólo usted y Tessa, pues —observó Lesley en voz alta, tomando nota en su libreta—. ¿Qué tiene que ver con eso el hecho de ser su superior?
—Le preocupaba el bienestar de Justin y quería asegurarse de que sobrellevaba bien la situación —contestó Woodrow, tomándoselo con intencionada calma en lugar de someterse a su ritmo cada vez más acuciante—. Yo había intentado convencer a Justin de que solicitara un permiso, pero él prefirió permanecer en su puesto. Faltaba poco para celebrarse la conferencia anual de ministros organizada por la CEDEA, y Justin tenía la firme determinación de prepararse para el acontecimiento. Se lo expliqué a Tessa y le prometí que lo mantendría en observación por si acaso.
—¿Tenía Tessa allí su ordenador portátil? —intervino Rob.
—¿Cómo?
—¿Tan difícil es la pregunta? ¿Tenía Tessa allí su ordenador portátil?… ¿A su lado, en una mesa, debajo de la cama, en la cama? Su ordenador portátil. A Tessa le encantaba su portátil. Lo usaba para enviar mensajes de correo electrónico. Enviaba mensajes a Bluhm. Enviaba mensajes a Ghita. Enviaba mensajes a un niño enfermo que vivía en Italia y tenía bajo su protección, y a un ex novio de Londres. Enviaba mensajes a medio mundo, continuamente. ¿Vio usted allí su ordenador portátil?
—Gracias por ser tan explícito. No, no vi ningún ordenador portátil.
—¿Y una libreta?
Un instante de vacilación mientras escarbaba en la memoria y urdía la mentira.
—Ninguna que yo viera.
—¿Y alguna que usted no viera?
Woodrow no se dignó responder. Rob se recostó en la silla y contempló el techo con actitud falsamente ociosa.
—¿Y ella cómo se encontraba? —preguntó.
—Nadie está en su mejor momento después de dar a luz un niño muerto.
—¿Y cómo estaba, pues?
—Débil. Confusa. Deprimida.
—Y sólo hablaron de eso. De Justin. Su amado esposo.
—Por lo que recuerdo, sí.
—¿Cuánto tiempo pasó con ella?
—No me cronometré, pero calculo que alrededor de veinte minutos. Como es lógico, no deseaba cansarla.
—Así pues, hablaron de Justin durante veinte minutos. Sobre si se comía sus cereales y tal.
—La conversación fue intermitente —repuso Woodrow, dándole verosimilitud—. Cuando una persona tiene fiebre y está agotada y ha perdido a su hijo, no es fácil sostener un diálogo lúcido.
—¿Había alguien más presente?
—Ya os lo he dicho. Fui solo.
—No es eso lo que le he preguntado. He preguntado si había alguien más presente.
—¿Cómo quién?
—Como quienquiera que estuviera presente. Una enfermera, un médico. Otra visita, algún conocido de ella. Una amiga. Un amigo. Un amigo africano. Como, por ejemplo, el doctor Arnold Bluhm. Veamos, caballero, ¿por qué me obliga a sacárselo con pinzas?
En prueba de su irritación, Rob se estiró como un lanzador de jabalina, primero alzando una mano y luego recolocando las largas piernas. Entretanto Woodrow volvía a consultar manifiestamente con su memoria: juntando las cejas en una divertida y atribulada expresión.
—Ahora que lo mencionas, Rob, sí, tienes razón. ¡Qué sagacidad la tuya! Bluhm estaba allí cuando llegué. Nos saludamos, y se marchó. Calculo que coincidimos veinte segundos largos. Por ser tú, veinticinco.
Pero la aparente despreocupación de Woodrow era fruto de un considerable esfuerzo. ¿Quién demonios le había contado que Bluhm estaba junto a la cama de Tessa? Pero sus temores iban más lejos. Penetraban en los resquicios más oscuros de su otra mente, rozando de nuevo esa cadena de causalidad que se negaba a admitir, y que Porter Coleridge le había ordenado con vehemencia que olvidara.
—Y dígame, caballero, ¿qué supone que hacía allí Bluhm?
—No me dio explicaciones, ni tampoco Tessa. Es médico, ¿no? Aparte de cualquier otra cosa.
—¿Qué hacía Tessa?
—Estaba en la cama. ¿Qué esperaba que hiciera? —replicó Woodrow, perdiendo el control por un momento—. ¿Jugar a las pulgas?
Rob extendió sus largas piernas, admirándose los pies del mismo modo que alguien que disfruta de un baño de sol.
—No lo sé —dijo—. ¿Qué esperábamos que hiciera, Les? —preguntó a su compañera—. Jugar a las pulgas no, desde luego. Ahí está, tendida en la cama. Haciendo ¿qué?, nos gustaría saber.
—Amamantando a un niño negro, diría yo —apuntó Lesley—. Mientras su madre agonizaba.
Por un rato sólo se oyeron en el despacho las pisadas del pasillo, y los coches que circulaban a toda velocidad y competían entre ellos en la ciudad al otro lado del valle. Rob alargó su interminable brazo y apagó el casete.
—Como usted mismo ha observado, caballero, no nos sobra el tiempo —recordó cortésmente—. Así que haga el jodido favor de no malgastarlo eludiendo nuestras preguntas y tratándonos como si fuéramos gilipollas. —Volvió a encender el casete—. Tenga la bondad de contamos con sus propias palabras lo que sepa de esa mujer moribunda y su hijo recién nacido, señor Woodrow —dijo—. Por favor. Y de qué murió, y quién trataba de curarla, y cualquier información que conozca a ese respecto.
Acorralado y resentido en su aislamiento, Woodrow buscó instintivamente el apoyo de su jefe de misión, con lo cual consiguió sólo que le recordaran que Coleridge había optado por escurrir el bulto. La noche anterior, cuando Woodrow había intentado acceder a él para hablar en privado, Mildren le había dicho que su señor estaba enclaustrado con el embajador de Estados Unidos y sólo podía interrumpírsele en caso de emergencia. Esa mañana Coleridge, según se informó a Woodrow, «atendía ciertos asuntos desde su residencia».
Woodrow no se dejaba intimidar así como así. En su carrera diplomática, había sobrellevado dignamente no pocas situaciones humillantes, y la experiencia le había enseñado que lo más prudente era actuar como si no ocurriera nada fuera de lo común. Aplicando esta lección describió en versión minimalista, con escuetas frases, la escena presenciada en la sala del hospital. Sí, concedió —un tanto sorprendido por el inusitado interés de los agentes en los nimios detalles del posparto de Tessa—, recordaba vagamente que otra paciente de la misma sala estaba dormida o en coma. Y como no podía amamantar a su hijo, Tessa cumplía las funciones de nodriza del niño. La desgracia de Tessa fue la buena fortuna del recién nacido.
—¿Tenía nombre, la enferma? —preguntó Lesley.
—No que yo recuerde.
—¿Había alguien con la enferma, un pariente o amigo?
—Su hermano. Un adolescente de su aldea. Eso me contó Tessa pero, teniendo en cuenta su estado, no la considero una testigo fiable.
—¿Sabe cómo se llama el hermano?
—No.
—¿O el nombre de la aldea?
—No.
—¿Le explicó Tessa qué le pasaba a esa mujer?
—Casi todo lo que dijo era incoherente.
—Así que el resto era coherente —señaló Rob. Una misteriosa parsimonia iba adueñándose de él. Sus desproporcionados miembros habían hallado un lugar de reposo. De pronto parecía dispuesto a perder el día entero—. En sus momentos de coherencia, ¿qué dijo Tessa sobre la mujer enferma al otro lado de la sala, señor Woodrow?
—Que estaba muñéndose. Que su enfermedad, la cual no nombró, se debía a las condiciones sociales en que vivía.
—¿El sida?
—No es eso lo que ella dijo.
—Para variar, pues.
—En efecto.
—¿Trataba alguien a esa mujer de su enfermedad no identificada?
—Es de suponer. ¿Para qué iba a estar hospitalizada, si no?
—¿Era Lorbeer?
—¿Quién?
—Lorbeer. —Rob lo deletreó—. «Lor» como en do
lor
, «beer» como en Heineken. Medio holandés. Pelirrojo o rubio. Alrededor de cincuenta y cinco años. Gordo.
—No me suena de nada —repuso Woodrow con absoluta seguridad facial mientras se le retorcían las entrañas.
—¿Vio a alguien atenderla?
—No.
—¿Sabe qué tratamiento seguía?
—No.
—¿No vio a nadie darle una pastilla o ponerle una inyección?
—Ya os lo he dicho: en mi presencia, no apareció nadie del personal interno.
En su ocio recién descubierto, Rob encontró tiempo para meditar sobre la respuesta de Woodrow y su propia reacción a ella.
—¿Y personal
externo
?
—No en mi presencia.
—¿Y en su ausencia?
—¿Cómo voy a saberlo?
—Por Tessa. Por lo que Tessa le dijo en sus momentos de coherencia —explicó Rob, y desplegó tal sonrisa que su buen humor empezó a resultar un elemento perturbador, el heraldo de un chiste que aún no había contado—. Según Tessa, ¿recibía algún tipo de atención médica de
alguien
la enferma de su sala, la mujer cuyo bebé amamantaba ella? —preguntó con paciencia, eligiendo las palabras conforme a las reglas de algún juego de salón no especificado—. ¿Era la enferma visitada o examinada o mantenida en observación o tratada por alguien, hombre o mujer, blanco o negro, ya fuera médico, enfermera, auxiliar, externo, interno, empleado del servicio de limpieza, visita o
gente
normal? —Se arrellanó en la silla: a ver cómo te escapas de ésta.
Woodrow comenzaba a tomar conciencia de la magnitud del aprieto en que se hallaba. ¿Qué más sabían y se guardaban? El apellido Lorbeer había sonado en su mente como un toque de difuntos. ¿Con qué otros nombres le saldrían? ¿Hasta dónde podía negar y mantenerse firme? ¿Qué les había contado Coleridge? ¿Por qué se resistía a darle apoyo, a actuar en connivencia? ¿O acaso estaba confesándolo todo a espaldas de Woodrow?
—Me vino con una historia sobre unos hombrecillos de bata blanca que visitaban a la mujer —contestó con desdén—. Di por supuesto que lo había soñado. O estaba soñándolo mientras lo narraba. No me mereció el menor crédito. —Y tampoco a vosotros debería merecéroslo, pretendía decir.
—¿Por qué la visitaban esos hombres de bata blanca? Según la historia de Tessa, lo que usted considera su sueño.
—Porque los hombres de bata blanca habían matado a la mujer. En cierto punto los llamó «coincidencias». —Woodrow había decidido decir la verdad y ridiculizarla—. Creo que los llamó también «codiciosos». Deseaban curarla pero eran incapaces. La historia era una sarta de tonterías.
—Curarla ¿cómo?
—Eso no salió a relucir.
—La habían matado ¿cómo?
—Lamentablemente, tampoco a ese respecto se expresó con claridad.
—¿Lo tenía por escrito?
—¿La historia? ¿Cómo iba a tenerla por escrito?
—¿Había apuntado algo? ¿Le leyó anotaciones suyas?
—Ya lo he dicho antes. Que yo sepa, no tenía ninguna libreta. Rob ladeó la alargada cabeza para observar a Woodrow desde otro ángulo, quizá más revelador.
—Arnold Bluhm no opina que esa historia sea una sarta de tonterías. No opina que Tessa dijera incoherencias. Según él, daba de pleno en el clavo. ¿Verdad, Les?
A Woodrow se le había demudado el color, él mismo lo notó. No obstante, aun bajo los efectos de la conmoción provocada por aquellas palabras, permaneció tan impávido en la línea de fuego como cualquier fogueado diplomático al pie del cañón. De algún modo reunió fuerzas para hablar. Y para manifestar su indignación.
—Perdón, ¿estáis diciéndome que habéis encontrado a Bluhm? ¡Esto es el colmo!
—¿Acaso no quiere que lo encontremos? —preguntó Rob, perplejo.
—Yo no he dicho eso. Sólo digo que vuestra presencia aquí se halla sujeta a determinadas condiciones, y que si habéis encontrado a Bluhm o hablado con él, estáis sin duda obligados a comunicárselo a la embajada.
Pero Rob movía ya la cabeza en un gesto de negación.
—No, caballero, no lo hemos encontrado ni mucho menos. Ojalá. Pero sí hemos encontrado algunos papeles suyos. Cosas sueltas de cierta utilidad, podríamos decir, tiradas por su piso. Nada extraordinario, por desgracia. Anotaciones sobre casos clínicos, que quizá interesen a alguien. Copias de unas cuantas cartas que escribió el doctor en términos no muy respetuosos a tal o cual empresa, laboratorio u hospital universitario de distintas partes del mundo. Y poco más, ¿verdad, Les?
—Decir «tiradas» resulta un tanto exagerado, en realidad —admitió Lesley—. Escondidas sería más exacto. Había un paquete pegado al dorso de un cuadro y otro debajo de la bañera. Nos llevó todo el santo día. O casi. —Se lamió el pulgar y pasó una hoja de la libreta.