—Se está muriendo —anuncia Tessa, dirigiendo la mirada hacia las camas de la pared opuesta—. Su madre. Wanza. —Observa a la mujer a la que le cuelga el brazo y al callado muchacho agazapado junto a ella—. Vamos, Sandy. ¿No me preguntas de qué enfermedad?
—¿De qué enfermedad? —pregunta Woodrow, obediente.
—La vida, que es, según los budistas, la causa primera de la muerte. El hacinamiento. La desnutrición. La falta de higiene. —Está hablándole al niño—. Y la codicia. Hombres codiciosos en este caso. Es un milagro que no te hayan matado también a ti. Pero no te han matado, ¿eh que no? Al principio la visitaban un par de veces dianas. Estaban aterrorizados.
—¿Quiénes?
—Las coincidencias. Los codiciosos. Vestidos con elegantes batas blancas. La examinaban. La palpaban un poco. Le tomaban las constantes. Hablaban con las enfermeras. Ahora han dejado de venir. —El niño le hace daño. Lo reacomoda con ternura y continúa—. Para Jesucristo, eso no suponía el menor problema. Jesucristo se sentaba en el borde de la cama del moribundo, pronunciaba las palabras mágicas, el enfermo vivía, y la gente aplaudía. Las coincidencias no eran capaces de hacerlo. Por eso han desaparecido. La han matado, y ahora no saben las palabras mágicas.
—Pobres desdichados —comenta Woodrow, siguiéndole el humor.
—No. —Tessa vuelve la cabeza, contrayendo el rostro en una mueca a causa de una punzada de dolor, y señala con la barbilla hacia el otro lado de la sala—. Ellos son los pobres desdichados. Wanza. Y el chico que está en el suelo, junto a ella. Kioko, su hermano. Recorrió ochenta kilómetros a pie desde su aldea para venir a espantarle las moscas. ¿Verdad que hizo eso, tu tío? —dice al bebé, y tendiéndoselo en el regazo, le da unas suaves palmadas en la espalda hasta que eructa espontáneamente. Se coloca la palma de la mano bajo el otro pecho para ayudar al niño a mamar.
—Escúchame, Tessa. —Woodrow advierte su mirada escrutadora. Ella conoce ese tono de voz. Conoce todos sus tonos de voz. Woodrow ve asomar un atisbo de recelo en su rostro y quedarse fijo en él. Me ha hecho venir porque pensaba que podía serle útil, pero ahora se ha acordado de quién soy—. Por favor, Tessa, atiéndeme. Nadie está muriendo. Nadie está matando a nadie. Tienes fiebre, todo eso son figuraciones tuyas. Estás muy cansada. Deja ese asunto en paz. Concédete a ti misma un poco de paz. Por favor.
Tessa vuelve a concentrarse en el niño y le acaricia la mejilla con la yema del dedo.
—Eres la cosa más preciosa que he tocado en mi vida —susurra—. Y no vayas a olvidarte, eh.
—Estoy seguro de que no lo olvidará —dice Woodrow cordialmente, y el sonido de su voz le recuerda a Tessa su presencia.
—¿Qué tal el invernáculo? —pregunta. El «invernáculo», su término para referirse a la embajada.
—Floreciente.
—Podríais hacer las maletas y marcharos mañana, y nadie notaría la diferencia —declara distraídamente.
—Como siempre me has dicho.
—África está aquí. Vosotros estáis allí.
—Discutámoslo cuando recuperes las fuerzas —sugiere Woodrow con el tono más conciliatorio posible.
—¿Podemos?
—Claro que sí.
—¿Y escucharás?
—Con los cinco sentidos.
—Y entonces te lo contaremos todo sobre las codiciosas coincidencias con batas blancas. Y tú nos creerás. ¿Trato hecho?
—¿Nos?
—Arnold.
La mención de Arnold Bluhm devuelve a Woodrow al mundo real.
—Haré lo que esté en mis manos dadas las circunstancias. Lo que sea. Dentro de lo razonable. Lo prometo. Y ahora intenta descansar. Por favor.
Tessa reflexiona al respecto.
—Nos promete que hará lo que esté en sus manos dadas las circunstancias —explica al niño—. Dentro de lo razonable. Bueno, a eso se llama cooperación. ¿Cómo está Gloria?
—Muy preocupada. Te envía un abrazo.
Tessa deja escapar un interminable suspiro de agotamiento y, con el niño todavía al pecho, se recuesta contra la cabecera y cierra los ojos.
—Vete a casa con ella, pues. Y no me escribas más cartas —dice—. Y deja tranquila a Ghita. Tampoco ella te seguirá el juego.
Woodrow se levanta y se da media vuelta, esperando por alguna razón ver a Bluhm en el umbral de la puerta, en la pose que más detesta: Bluhm apoyado en el marco con displicencia, las manos metidas bajo el postizo cinturón artesanal como un vaquero, enseñando la blanca dentadura en una sonrisa desde dentro de su pretenciosa barba negra. Pero no hay nadie en la puerta. Sale al pasillo oscuro y sin ventanas, iluminado por una hilera de bombillas de escasa potencia como un refugio antiaéreo. Abriéndose paso entre camillas destartaladas con cuerpos yacentes, respirando el hedor de la sangre y los excrementos mezclado con el dulzón olor a cuadra de África, Woodrow se pregunta si esa miseria forma parte de la irresistible atracción que Tessa ejerce en él: me he pasado la vida huyendo de la realidad, pero, por influencia de Tessa, me veo arrastrado hacia esa realidad.
Llega a un concurrido cruce de pasillos y ve a Bluhm enzarzado en una acalorada conversación con otro hombre. Primero oye la voz de Bluhm —aunque no las palabras—, estridente y acusadora, resonando en las vigas de acero. Luego contesta el otro hombre. Algunas personas, una vez que las vemos, permanecen ya siempre en nuestra memoria. Para Woodrow, ese otro hombre es una de tales personas. Un hombre de complexión recia y prominente panza, su cara mantecosa y reluciente ensombrecida por un visaje de abyecta desesperación. Tiene el pelo entre rubio y rojo, tan ralo que deja a la vista las quemaduras solares del cuero cabelludo. En sus labios, apretados como un capullo de rosa, se dibuja un mohín de súplica y negación. Sus ojos, abiertos como platos por la angustia, revelan un horror que en apariencia los dos hombres comparten. Tiene las manos fuertes y salpicadas de manchas, y el sudor le traspasa la camisa caqui, formando líneas en torno al cuello. El resto de él se halla oculto bajo una bata blanca de médico.
«Y entonces te lo contaremos todo sobre las codiciosas coincidencias con batas blancas». Woodrow avanza furtivamente. Se aproxima a ellos, pero ninguno de los dos vuelve la cabeza. Están demasiado absortos en la discusión. Pasa de largo sin ser visto, y los gritos de ambos se pierden entre el bullicio.
El coche de Donohue estaba de nuevo ante la casa. Al verlo, Woodrow sintió una rabia incontenible. Subió como una exhalación al piso superior, se duchó, se puso una camisa limpia, y su rabia no disminuyó. En la casa reinaba un silencio poco habitual para un sábado, y cuando echó un vistazo por la ventana del cuarto de baño, descubrió a qué se debía. Donohue, Justin, Gloria y los niños jugaban al Monopoly sentados alrededor de la mesa del jardín. Woodrow aborrecía todos los juegos de mesa, pero el Monopoly en concreto le despertaba un odio irracional equiparable a su odio hacia los Amigos y los demás miembros de los inflados servicios de inteligencia británicos. ¿Qué diablos se propone presentándose otra vez aquí minutos después de decirle que se mantenga a distancia? ¿Y qué clase de marido se sienta a jugar alegremente al Monopoly días después de morir su esposa asesinada de un machetazo? Los invitados a una casa, solían decir Woodrow y Gloria entre ellos, citando el proverbio chino, son como el pescado, que empieza a apestar al tercer día. Pero Gloria encontraba a Justin más fragante cada día que pasaba.
Woodrow bajó y los observó desde la ventana de la cocina. El servicio libraba el sábado por la tarde, naturalmente. Estaremos mucho más a gusto solos, cariño. Salvo que no es
estaremos
sino
estaréis
. Y
conmigo
nunca se te nota ni remotamente tan contenta como ahora, con dos hombres de mediana edad adulándote.
En la mesa, Justin había caído en la calle de alguien y pagaba un fajo de dinero en concepto de alquiler mientras Gloria y los niños prorrumpían en carcajadas y Donohue, con tono de queja, declaraba que ya era hora. Justin lucía su ridículo sombrero de paja y, como todo lo que se ponía, le sentaba perfectamente. Woodrow llenó de agua un hervidor y lo colocó sobre un fogón. Les llevaré un té, y así sabrán que he vuelto, a no ser que estén demasiado atentos los unos a los otros para darse cuenta. Cambiando de idea, salió al jardín y se dirigió con paso enérgico hacia la mesa.
—Justin. Perdona la interrupción. Me gustaría hablar un momento contigo si es posible. —Y para los otros (mi propia familia, mirándome como si hubiera violado a la criada) dijo—: No quiero aguaros la fiesta, pandilla. Enseguida acabamos. ¿Quién gana?
—Nadie —respondió Gloria airada, en tanto Donohue, manteniéndose al margen, esbozaba su enfermiza sonrisa.
Los dos permanecieron de pie en la celda de Justin. Si el jardín hubiera estado disponible, Woodrow habría preferido el jardín. Dada la situación, se retiraron al lúgubre cuartucho y se quedaron cara a cara, con la bolsa de Tessa —la bolsa del
padre
de Tessa— apoyada contra la reja.
Mi
bodega.
Su
llave. La bolsa del
ilustre padre de su mujer
. Pero cuando empezó a hablar, advirtió con asombro que alrededor cambiaba el escenario. En lugar de la cama de hierro, vio la mesa de taracea a la que la madre de Tessa tenía tanto cariño. Y detrás, la chimenea de ladrillo con invitaciones en la repisa. Y en el otro extremo de la habitación, allí donde las falsas vigas de roble parecían converger, la silueta desnuda de Tessa frente a la cristalera. Se obligó a volver al presente y la ilusión óptica se desvaneció.
—Justin.
—Sí, Sandy.
Pero por segunda vez en unos minutos se desvió de la confrontación que había planeado.
—Uno de los boletines locales ha publicado una especie de
liber amicorum
sobre Tessa.
—Un detalle de agradecer.
—Contiene comentarios bastante inequívocos acerca de Bluhm. Incluida la insinuación de que la asistió personalmente en el parto. Y de ahí se desprende casi por sí sola la conclusión de que quizá el niño era suyo. Lo siento.
—Te refieres a Garth.
—Sí.
Se advertía tensión en la voz de Justin y, a oídos de Woodrow, un tono tan amenazador como el suyo propio.
—Sí, bueno, es una conclusión que la gente ha extraído de vez en cuando durante los últimos meses, Sandy, y dada la actual situación sin duda habrá más de lo mismo.
Pese a que Woodrow le dejó abierta la posibilidad de desmentir tales especulaciones, Justin no lo hizo. Y ello indujo a Woodrow a aumentar la presión. Lo impulsaba alguna fuerza interior desatada por sus remordimientos de conciencia.
—También sostienen que Bluhm llegó al extremo de llevarse una cama plegable a la sala del hospital para dormir cerca de ella.
—La compartíamos.
—¿Cómo dices?
—A veces dormía en esa cama Arnold, y a veces yo. Nos turnábamos, dependiendo de las exigencias de nuestros respectivos trabajos.
—¿No te importa, pues?
—Si no me importa ¿qué?
—Que se diga eso de ellos…, que él le dedicaba tantas atenciones… con tu consentimiento, según parece…, mientras Tessa hacía el papel de esposa tuya aquí en Nairobi.
—
¿El papel?
¡
Era
mi esposa, maldita sea!
Woodrow no había previsto la ira de Justin más de lo que había previsto la de Coleridge. Tenía suficiente con tratar de dominar la suya propia. Había mantenido un tono de voz sosegado, y en la cocina había logrado sacudirse parte de la tensión de los hombros. Pero el exabrupto de Justin lo cogió totalmente por sorpresa, y lo sobresaltó. Esperaba arrepentimiento y, para ser sinceros, humillación, pero no resistencia armada.
—¿Qué te interesa saber exactamente? —inquirió Justin—. Me parece que no acabo de entenderlo.
—Necesito información, Justin. Así de sencillo.
—¿Qué información? ¿Si tenía bajo control a mi mujer?
Woodrow imploraba y se echaba atrás al mismo tiempo.
—Oye, Justin…, en serio, intenta ponerte en mi lugar… sólo por un momento, ¿de acuerdo? La prensa de todo el mundo va a hacerse eco de esto. Tengo derecho a saberlo.
—Saber ¿qué?
—Saber qué otras actividades de Tessa y Bluhm van a aparecer en primera plana… mañana y durante las seis próximas semanas —terminó Woodrow con cierta autocompasión.
—¿Cómo cuáles?
—Bluhm era su gurú. Bueno, lo era, ¿no? Al margen de que, para ella, fuera también otras cosas.
—¿Y?
—Y tenían causas comunes. Investigaban casos de malos tratos. Asuntos relacionados con los derechos humanos. Bluhm desempeña una función de vigilancia o algo así, ¿no? O ésa es la finalidad de su organización. Y Tessa… —Estaba perdiendo el rumbo, y Justin se limitaba a observar cómo lo perdía—. Ella lo ayudaba. Lógicamente. Dadas las circunstancias. Aprovechaba sus conocimientos jurídicos.
—¿Te importaría decirme adonde quieres ir a parar?
—Sus papeles. Sólo eso. Sus posesiones. El material que fuiste a recoger. Fuimos. Los dos juntos.
—¿Qué problema hay con eso?
Woodrow trató de serenarse: Por Dios, soy tu superior, y no un simple peticionario. No confundamos los papeles, ¿entendido?
—Necesito que me asegures, por tanto…, que todos los documentos reunidos en relación con sus causas… en su calidad de esposa tuya… con estatus diplomático…, aquí a cuenta del gobierno de Su Majestad…, serán entregados al ministerio. Con esa condición te llevé el martes a tu casa. De lo contrario, no habríamos ido.
Justin había escuchado inmóvil. No había movido ni un dedo, ni un párpado, mientras Woodrow pronunciaba aquel falso añadido. Con la luz detrás, permanecía tan quieto como la silueta desnuda de Tessa.
—La otra promesa que debo obtener de ti es evidente —prosiguió Woodrow.
—¿Qué otra promesa?
—Tu propia discreción en el asunto. Sepas lo que sepas de sus actividades…, sus agitaciones…, su supuesto trabajo humanitario que acabó fuera de control.
—¿Del control de quién?
—Me refiero sencillamente a que, respecto a cualquier posible incursión de Tessa en terreno oficial, estás tan obligado como el resto de la embajada a cumplir las normas de confidencialidad. Me temo que ésa es la orden procedente de las alturas. —Pretendía plantear la cuestión en broma, pero ninguno de los dos sonrió—. Es orden de Pellegrin.
«¿Y tú mantienes la moral alta, Sandy? ¿Estás bien de ánimo y demás, habida cuenta de que atravesamos momentos críticos y tienes a su marido en tu habitación para invitados?».