Se publicaron un sinfín de fotografías. Tessa en la tierna infancia, alegre en los brazos de su padre el juez cuando su señoría era un modesto abogado que, mal que bien, salía adelante con unos ingresos anuales de medio millón de libras. Tessa a los diez años con trenzas y pantalón de montar en su colegio privado de niña rica, un dócil poni en segundo plano. (Pese a ser su madre una condesa italiana, se observaba con aprobación, los padres habían optado sensatamente por una educación británica). Tessa adolescente, la chica admirada, en biquini, su garganta aún indemne artísticamente realzada por el aerógrafo del editor de fotografía. Tessa con un birrete desenfadadamente ladeado, toga académica y minifalda. Tessa con la ridícula indumentaria de un abogado británico, siguiendo los pasos de su padre. Tessa en el día de su boda, y Justin, viejo alumno de Eton, ya con su sonrisa aún más vieja de ex alumno de Eton.
Respecto a Justin, la prensa mantenía una desacostumbrada discreción, en parte porque no deseaban que nada empañara la resplandeciente imagen de su heroína instantánea, y en parte porque había muy poco que decir sobre él. Justin era «uno de los leales funcionarios de grado medio del Foreign Office» —léase «chupatintas»—, un perpetuo soltero «criado en la tradición diplomática» que antes de contraer matrimonio había representado dignamente a su país en algunas de las zonas conflictivas más desfavorecidas del mundo, entre ellas Adén y Beirut. Sus colegas alababan su sangre fría en situaciones de crisis. En Nairobi había presidido un «foro internacional de la alta tecnología» en el campo de la ayuda humanitaria. Nadie empleó la palabra «estancamiento». Cómicamente, resultó que escaseaban las fotografías de él tanto anteriores como posteriores a la boda. Una «foto casera» mostraba a un muchacho introvertido y taciturno que, en retrospectiva, parecía predestinado a la viudez prematura. Había sido extraída, confesó Woodrow bajo la presión de su anfitriona, de una fotografía en grupo del equipo de rugby de Eton.
—No sabía que hubieras jugado al rugby, Justin. ¡Qué valiente! —exclamó Gloria, que se había autoasignado la tarea de llevarle todas las mañanas, después del desayuno, sus cartas de condolencia y los recortes de prensa enviados por la embajada.
—De valiente, nada —repuso Justin en uno de aquellos ramalazos de genio que tanto complacían a Gloria—. Me obligó a entrar en el equipo el prefecto, un auténtico rufián, convencido de que no éramos hombres hasta que nos destrozaban a patadas. El colegio no tenía derecho a facilitar esa fotografía. —Recobrando la calma, añadió—: Gloria, te estoy muy agradecido.
Como lo estaba por todo, informó Gloria a Elena: por la bebida y la comida y por la celda; por sus paseos juntos en el jardín y sus pequeños seminarios acerca del trasplante desde el vivero al exterior —elogió especialmente el aliso, blanco y morado, al que por fin Gloria había persuadido para que extendiera sus ramas bajo el ceibón—; por su ayuda con los detalles del inminente funeral, incluida una visita en compañía de Jackson al cementerio y la funeraria, ya que Justin, por orden de Londres, debía permanecer recluido hasta que amainara el revuelo. Un fax del Foreign Office a tal efecto, dirigido a Justin a través de la embajada y firmado «Alison Landsbury, jefa de personal», había provocado en Gloria una reacción casi violenta. Después no recordaría otra ocasión en que hubiera estado tan cerca de perder el control.
—Justin, están abusando de ti de una manera
indignante
. «Entregue las llaves de su casa hasta que las autoridades tomen las medidas pertinentes». ¡Sí, naranjas de la China! ¿
Qué
autoridades? ¿Las autoridades
keniatas
? ¿O esos guris de Scotland Yard que ni siquiera se han tomado aún la molestia de venir a verte?
—Pero, Gloria, ya he
estado
en mi casa —insistió Justin en un esfuerzo por tranquilizarla—. ¿Para qué librar una batalla que ya se ha ganado? ¿Nos admitirá el cementerio?
—A las dos y media. Tenemos que estar en la funeraria Lee a las dos. Mañana sale la esquela en los periódicos.
—Y la enterrarán al lado de Garth. —Garth, su hijo muerto, al que pusieron ese nombre por el padre juez de Tessa.
—Más cerca imposible. Debajo de la misma Jacaranda. Con un niño africano.
—Eres la bondad en persona —dijo Justin por enésima vez, y sin añadir nada más, se retiró al piso de abajo y a su bolsa de piel.
La bolsa era su paño de lágrimas. A través de los barrotes de la ventana del jardín, Gloria lo había visto ya dos veces sentado en la cama, inmóvil, con la cabeza entre las manos y la vista fija en la bolsa. Albergaba la secreta convicción —compartida con Elena— de que contenía las cartas de amor de Bluhm. Las había rescatado de posibles miradas indiscretas —no gracias a Sandy— y aguardaba el momento en que las fuerzas le permitieran decidir si leerlas o quemarlas. Elena coincidió con ella, aunque opinaba que, por parte de la golfa de su mujer, había sido una estupidez guardarlas. «Léelas y tíralas a la basura, ése es mi lema, cariño». Advirtiendo la reticencia de Justin a alejarse de su habitación por miedo a dejar la bolsa desatendida, Gloria le sugirió que la pusiera en la bodega, la cual, provista de una reja de hierro en lugar de puerta, contribuía al efecto de severidad carcelaria del piso de abajo.
—Y tú te quedarás la llave, Justin —dijo, confiándosela con ademán solemne—. Aquí tienes. Y cuando Sandy quiera una botella, que venga u pedírtela. Quizá así beba menos.
Gradualmente, a medida que se sucedían las entregas de la prensa, Woodrow y Coleridge casi se convencieron de que las aguas volverían a su cauce sin mayores estragos. O bien Wolfgang había amordazado a sus empleados y huéspedes, o bien la prensa estaba tan obsesionada con el lugar del crimen que nadie se había molestado en ir a indagar al Oasis, se dijeron. Coleridge en persona se dirigió a la asamblea de patriarcas del club Muthaiga para rogarles encarecidamente, en nombre de la solidaridad anglokeniata, que atajaran las habladurías. Woodrow pronunció un sermón parecido ante el personal de la embajada. «Sea cual sea nuestra particular opinión, no debemos echar más leña al fuego», insistió, y sus sabias palabras, expresadas con la máxima seriedad, hicieron mella.
Pero todo era una ilusión, como Woodrow, en el fondo de su corazón racional, sabía desde el principio. Justo cuando la prensa empezaba a perder impulso, un diario belga, en un artículo de primera plana, acusó a Tessa y Bluhm de mantener «un apasionado idilio» y publicó la fotocopia de una página del libro de registro del Oasis y declaraciones de testigos que afirmaban haber visto a la amartelada pareja cenar frente a frente la víspera del asesinato de Tessa. Los dominicales británicos arrimaron el ascua a su sardina. De la noche u la mañana, Bluhm se convirtió para la prensa en un personaje abominable, carnaza en la que cebarse a placer. Hasta entonces había sido el doctor Arnold Bluhm, el hijo adoptivo congoleño de un acaudalado matrimonio belga con intereses en la minería, educado en Kinshasa, Bruselas y la Sorbona, misionero de la medicina, ciudadano de las zonas en guerra, altruista sanador de Argel. En adelante fue Bluhm el seductor, Bluhm el adúltero, Bluhm el maníaco. En un artículo publicado en tercera página sobre los médicos con instintos asesinos u lo largo de los siglos se incluían dos fotografías casi idénticas de Bluhm y O. J. Simpson, a cuyo pie se leía el llamativo epígrafe: «¿Cuál de los dos gemelos es el doctor?». Bluhm, para quien perteneciera a esa clase de lectores de periódico, era el arquetipo del criminal negro. Había encandilado a la esposa de un hombre blanco, la había degollado, había decapitado al conductor y se había echado al monte en busca de una nueva presa o hecho lo que quiera que hiciesen los negros de salón cuando volvían a sus costumbres atávicas. Para que la comparación no dejara lugar a dudas, habían suprimido la barba de Bluhm mediante el aerógrafo.
Gloria llevaba el día entero manteniendo lo peor de eso fuera del alcance de Justin, por miedo a que se trastocara. Pero él insistió en verlo todo, aberraciones incluidas. Así que al atardecer, antes de que Woodrow regresara, Gloria le sirvió un whisky y, a su pesar, le entregó el abigarrado fajo al completo. Cuando entró en su espacio de reclusión, descubrió indignada a su hijo Harry sentado frente a él, uno a cada lado de la desportillada mesa de pino y ambos concentrados con expresión ceñuda en una partida de ajedrez. La asaltaron unos repentinos celos.
—Harry, me parece una imperdonable falta de consideración por tu parte venir a incordiar al señor Quayle con el
ajedrez
cuando…
Pero Justin la interrumpió antes de que terminara la frase.
—Gloria, tu hijo posee una mente de lo más tortuosa —aseguró—. Vale más que Sandy se ande con cuidado, créeme. —Tras coger el fajo de sus manos, se sentó lánguidamente en la cama y empezó a hojear—. Arnold tiene una idea bastante clara de por dónde van nuestros prejuicios, ¿sabes? —prosiguió con el mismo tono distante—. Si sigue vivo, no se sorprenderá. Y si ha muerto, ya no le importará, ¿no?
Pero la prensa se guardaba en la manga una baza mucho más mortífera que Gloria no habría imaginado ni en sus momentos de mayor pesimismo.
Entre la docena de boletines independientes a los que estaba suscrita la embajada —publicaciones de formato grande y papel de color, escritas bajo seudónimo e impresas artesanalmente—, uno en particular había demostrado una notable capacidad de supervivencia. Se titulaba, sin más adornos, áfrica corrupta, y su línea editorial, si tal término podía aplicarse a los turbulentos impulsos que lo regían, consistía en airear trapos sucios sin tener en cuenta la raza, el color, la verdad o las consecuencias. Si destapaba los supuestos fraudes perpetrados por los ministros y burócratas de la administración de Moi, denunciaba también con igual naturalidad los «chanchullos, la corrupción y la vidorra» de los burócratas de las organizaciones de ayuda humanitaria.
Pero aquel boletín en cuestión —conocido a partir de entonces como Número 64— no abordaba ninguno de esos asuntos. Constaba de una sola hoja de un rosa fosforito y casi un metro cuadrado de superficie, impresa por ambas caras. Bien plegada, cabía holgadamente en el bolsillo de la chaqueta. Una gruesa orla negra daba a entender que los redactores anónimos del Número 64 estaban de duelo. Una sola palabra constituía el titular, tessa, en caracteres negros de ocho centímetros de altura, y el ejemplar de Woodrow llegó a sus manos la tarde del sábado por mediación nada menos que del enfermizo y desgreñado Tom Donohue en persona, con sus gafas, su bigote y sus dos metros de estatura. El timbre de la puerta sonó mientras Woodrow jugaba al críquet con los niños en el jardín. Gloria, normalmente una incansable receptora, lidiaba con un dolor de cabeza en el dormitorio; Justin permanecía oculto en su celda con las cortinas corridas. Woodrow atravesó la casa y, sospechando que podía tratarse cíe una estratagema de algún periodista, echó antes un vistazo por la mirilla. Y allí estaba Donohue, plantado ante la puerta, con una tímida sonrisa en el rostro triste y alargado, agitando algo que a primera vista parecía una servilleta rosa.
—Amigo mío, siento
muchísimo
molestarte. Ya sé que es sábado, día de guardar y tal. Por lo visto, la proverbial mierda ha empezado a salpicar.
Sin disimular su disgusto, Woodrow lo hizo pasar al salón. ¿A qué demonios se dedicaba ahora aquel mamarracho? O mejor dicho, ¿a que demonios se dedicaba
en la vida
? Woodrow nunca había sentido gran simpatía por los Amigos, como se llamaba a los espías, y no cariñosamente, en el Foreign Office. Donohue no era una persona cortés, no poseía don de lenguas que se supiera, carecía de encanto. Había superado a todas luces su fecha de caducidad. Por lo que podía verse, se pasaba las horas del día en el campo de golf del club Muthaiga con los más opulentos miembros de la clase empresarial de Nairobi, y las noches jugando al bridge. Sin embargo, vivía a lo grande, en una suntuosa casa de alquiler con cuatro criados y una trasnochada belleza que se llamaba Maud y parecía tan enferma como él. ¿Era Nairobi una sinecura para Donohue? ¿Un premio de despedida al final de una distinguida carrera? Woodrow había oído decir que esa clase de cosas eran habituales entre los Amigos. Ajuicio de Woodrow, Donohue era un lastre innecesario en una profesión parasitaria y obsoleta por definición.
—Casualmente uno de mis muchachos iba paseándose por el mercado hace un rato —explicó Donohue—. Un par de individuos repartían ejemplares gratuitos de una manera un tanto sospechosa, así que el chico ha pensado que quizá no estaría de más que cogiera uno.
El anverso contenía tres panegíricos dedicados a Tessa, cada uno de ellos escritos supuestamente por una amiga africana distinta. Los tres presentaban el característico estilo afroinglés autóctono: un poco de oratoria de pulpito, un poco de retórica callejera, persuasivos alardes de emotividad. Tessa, afirmaba cada una de las autoras a su modo particular, había roto moldes. Con su riqueza, su alcurnia, sus estudios y su belleza, debería haber estado bailando y yendo a banquetes con los peores supremacistas blancos de Kenia. En cambio, era lo opuesto a todo lo que ellos representaban. Tessa se había alzado contra su clase, su raza y cualquier cosa que la coartara, ya fuera el color de su piel, los prejuicios de sus iguales sociales o las cadenas de un matrimonio convencional del Foreign Office.
—¿Cómo lo sobrelleva Justin? —preguntó Donohue mientras Woodrow leía.
—Bien, gracias, dentro de lo que cabe.
—He oído que el otro día estuvo en su casa.
—¿Quieres que lea esto o no?
—Una hábil maniobra, debo admitir, la forma en que esquivaste a esos reptiles apostados ante la puerta. Deberías unirte a nosotros. ¿Está Justin en casa?
—Sí, pero no recibe visitas.
Si África era la patria adoptiva de Tessa Quayle, leyó Woodrow, las mujeres africanas eran su religión adoptiva.
Tessa luchó por nosotras estuviera donde estuviera el campo de batalla, fueran cuales fueran los tabúes. Luchó por nosotras en los cócteles de postín, las cenas de postín y cualquier otra fiesta de postín cuando alguien cometía la insensatez de invitarla, y su mensaje siempre era el mismo. Sólo la emancipación de las mujeres africanas podía salvarnos de los errores garrafales y la corrupción de nuestros hombres. Y cuando Tessa se enteró de que estaba embarazada, insistió en dar a luz a su hijo africano entre las mujeres africanas por quienes tanto amor sentía.