El jardinero fiel (53 page)

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Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

BOOK: El jardinero fiel
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—Grandes oficinas. Es la tercera sede más importante después de Basilea y Seattle. Así podían vigilarme, que era su objetivo. Ponerme un bozal y controlarme. Firmé el estúpido contrato y me puse a trabajar llena de confianza. El año pasado terminé mi estudio. Era sumamente negativo. Creí necesario informar a mis pacientes de mi opinión sobre los posibles efectos secundarios de la Dypraxa. Como médico, es mi sagrado deber. También llegué a la conclusión de que la comunidad médica mundial debía ser informada mediante la publicación del estudio en una revista importante. A esas revistas no les gusta imprimir opiniones negativas. Yo lo sabía. También sabía que la revista invitaría a tres científicos distinguidos a comentar mis hallazgos. Lo que la revista no sabía era que los distinguidos científicos acababan de firmar pingües contratos con KVH de Seattle para investigar tratamientos biotecnológicos contra otras enfermedades. Enseguida informaron a Seattle de mis intenciones, y éstos informaron a su vez a Basilea y Vancouver.

Lara le tiende un folio blanco doblado por la mitad. Él lo despliega y experimenta una sensación escalofriante de reconocimiento.

ZORRA COMUNISTA. APARTA TUS SUCIAS MANOS DE NUESTRA UNIVERSIDAD. VUELVE A TU POCILGA BOLCHEVIQUE. DEJA DE ENVENENAR A GENTE DECENTE CON TUS TEORÍAS CORRUPTAS.

Letras mayúsculas electrónicas. No hay faltas de ortografía. Bienvenida al club, piensa.

—Se llega al acuerdo de que la Universidad de Dawes participará de los beneficios mundiales que genere la Dypraxa —prosigue Lara al tiempo que le arrebata la carta sin miramientos—. El personal que se mantiene leal al hospital recibe acciones preferentes. Quienes no son leales reciben cartas anónimas como ésta. Es más importante ser leal al hospital que a los pacientes. Es importantísimo ser leal a KVH.

—Lo escribió Halliday —dice Amy mientras entra en la habitación portando una bandeja con café y galletas—. Halliday es la marimacho preeminente de la mafia médica de Dawes. Todo el mundo tiene que besarle el culo si quiere conservar el cuello. Salvo yo, Lara y otro par de idiotas.

—¿Cómo sabe que lo escribió Halliday? —pregunta Justin.

—Por el ADN. Retiré el sello del sobre y analicé la saliva. A esa bruja le gusta entrenar en el gimnasio del hospital. Yo y Lara le robamos un pelo de su cepillo rosa de Bambi y lo cotejamos con la saliva.

—¿Le plantó cara alguien?

—Desde luego. La junta al completo. La bruja confesó. Exceso de celo en el cumplimiento de sus deberes, que consiste exclusivamente en proteger los intereses de la universidad. Se disculpó humildemente, alegó estrés emocional, que es como ella llama a su envidia sexual. Caso cerrado y enhorabuena a la bruja. Entretanto hacen polvo a Lara. Yo seré la próxima.

—Emrich es comunista —explica Lara, saboreando la ironía—. Es rusa, creció en San Petersburgo cuando era Leningrado y fue a universidades soviéticas. Por tanto, es comunista y va contra las compañías privadas. Muy oportuno.

—Emrich tampoco inventó la Dypraxa, ¿no es cierto, cariño? —le recordó Amy.

—La inventó Kovacs —acepta amargamente Lara—. Kovacs fue el único genio. Yo era su promiscua ayudante de laboratorio. Lorbeer era mi amante, por eso exigió mi parte de gloria.

—Y es por eso por lo que ya no te pagan, ¿verdad, cariño?

—No, el motivo es otro. He incumplido la cláusula de confidencialidad, por tanto he incumplido mi contrato. Es lógico.

—Lara también es puta, ¿verdad, cariño? Se tiraba a los jovencitos que le enviaban de Vancouver. Pero no es cierto. Nadie folla en Dawes. Y todos somos cristianos salvo los judíos.

—Dado que el medicamento está matando a pacientes, desearía no haberlo inventado —dice Lara mansamente, sin prestar atención a la partida de Amy.

—¿Cuándo viste por última vez a Lorbeer? —pregunta Justin cuando vuelven a estar solos.

El tono de Lara es todavía cauto, pero más relajado.

—Él estaba en África —dijo.

—¿Cuándo?

—Hace un año.

—Hace menos de un año —le corrigió Justin—. Mi esposa habló con él en el hospital de Uhuru seis meses atrás. Su apología, o como quiera que lo llame, fue enviada desde Nairobi hace unos días. ¿Dónde está Lorbeer ahora?

Ser corregida no era lo que más gustaba a Lara Emrich.

—Tú me preguntaste cuándo lo vi por última vez —replicó ofendida—. Fue hace un año. En África.

—¿En qué lugar de África?

—En Kenia. Me pidió que fuera a verle. La acumulación de pruebas le resultaba ya insoportable. «Lara, te necesito. Es fundamental y muy urgente que vengas. No se lo digas a nadie. Pago yo». Su llamada me inquietó. Dije a Dawes que mi madre estaba enferma y volé a Nairobi. Llegué un viernes. Markus fue a buscarme al aeropuerto. Cuando ya estábamos dentro del coche, me preguntó: «Lara, ¿es posible que nuestro medicamento aumente la presión del cerebro y aplaste el nervio óptico?». Le recordé que todo era posible dado que nadie había reunido los datos científicos necesarios, aunque estábamos intentando remediarlo. Me llevó a un pueblo y me mostró a una mujer que no podía mantenerse en pie. Sufría terribles dolores de cabeza. Se estaba muriendo. Me llevó a otro pueblo donde una mujer no podía enfocar la vista. Cuando salía de su choza el mundo se oscurecía. Me habló de otros casos. Los asistentes sanitarios eran reacios a hablarnos con claridad. También ellos tenían miedo. TresAbejas castiga las críticas, según Markus. El también tenía miedo. Miedo de TresAbejas, miedo de KVH, miedo de las mujeres enfermas, miedo de Dios. «¿Qué debo hacer, Lara? ¿Qué debo hacer?». Ha hablado con Kovacs, que está en Basilea. Ella le dice que es un idiota por tener miedo. Ésos no son los efectos secundarios de la Dypraxa, le dice, sino los efectos de la mezcla desaconsejada de otro fármaco. Es muy propio de Kovacs, que se ha casado con un rico estafador serbio y pasa más tiempo en la ópera que en el laboratorio.

—¿Y qué debía hacer Lorbeer?

—Le dije la verdad. Lo que estás observando en África es lo que yo estoy observando en el hospital Dawes de Saskatchewan. «Markus, son los mismos efectos secundarios que yo estoy documentando en mi informe para Vancouver, basado en ensayos clínicos objetivos de seiscientos casos». Él sigue gritando: «¿Qué debo hacer, Lara, qué debo hacer?». «Markus», le digo, «debes ser valiente, debes hacer por tu cuenta lo que las compañías se niegan a hacer colectivamente, debes retirar el medicamento del mercado hasta que haya sido probado de forma exhaustiva». Rompió a llorar. Fue nuestra última noche juntos como amantes. Yo también lloré.

Una suerte de rabia instintiva se apoderó de Justin, un resentimiento arraigado que no alcanzaba a definir. ¿Le indignaba que esa mujer hubiese sobrevivido? ¿La odiaba por haberse acostado con el traidor confeso de Tessa y encima hablara de él con ternura? ¿Le ofendía que ella pudiera estar sentada frente a él, hermosa y viva y absorta en sí misma, mientras Tessa yacía muerta junto al hijo de ambos? ¿Le ofendía que Lara mostrara tan poco interés por Tessa y tanto por sí misma?

—¿Alguna vez te mencionó Lorbeer a Tessa?

—No cuando fui a verle.

—¿Cuándo entonces?

—Me escribió que había una mujer, la esposa de un diplomático británico, que estaba ejerciendo presión sobre TresAbejas con respecto a la Dypraxa, escribiendo cartas y haciendo visitas no deseadas. La mujer contaba con el apoyo de un médico de una agencia de cooperación. No mencionó el nombre del médico.

—¿Cuándo te escribió eso?

—Por mi cumpleaños. Markus siempre se acuerda de mi cumpleaños. Me felicitó y me habló de una mujer británica y de su amante, del médico africano.

—¿Sugirió qué debía hacerse con ellos?

—Markus temía por la mujer. Dijo que era muy guapa y muy trágica. Creo que le gustaba.

A Justin le asaltó la extraordinaria posibilidad de que Lara tuviera celos de Tessa.

—¿Y el médico?

—Markus admira a todos los médicos.

—¿Desde dónde le escribió?

—Desde Ciudad del Cabo. Estaba examinando la operación de TresAbejas en Sudáfrica y haciendo comparaciones privadas con sus experiencias en Kenia. Fue respetuoso con su esposa. El coraje no es algo innato en Markus. Hay que aprenderlo.

—¿Dijo dónde la había conocido?

—En el hospital de Nairobi. Ella le había desafiado. Él estaba avergonzado.

—¿Por qué?

—Estaba obligado a ignorarla. Markus cree que si ignora a una persona, la hará infeliz, sobre todo si es una mujer.

—Aun así, se las ingenió para traicionarla.

—Markus no siempre es un hombre práctico. Es un artista. Si dice que la traicionó, también eso puede ser figurado.

—¿Respondiste a su carta?

—Siempre lo hago.

—¿Adónde enviaste la respuesta?

—A un apartado de correos de Nairobi.

—¿Le mencionó a una mujer llamada Wanza? Compartía sala con mi esposa en el hospital de Uhuru. Murió a causa de la Dypraxa.

—Desconozco ese caso.

—No me sorprende. Borraron todas las pistas.

—Es de esperar. Markus me contaba que esas cosas ocurrían.

—Cuando Lorbeer visitó la sala de mi esposa le acompañaba Kovacs. ¿Qué estaba haciendo Kovacs en Nairobi?

—Markus me pidió que fuera a Nairobi por segunda vez pero mi relación con KVH y el hospital era, para entonces, mala. Se habían enterado de mi anterior visita y me habían amenazado con expulsarme de la universidad por haber mentido con respecto a mi madre. Así pues, Markus telefoneó a Kovacs a Basilea y la convenció para que fuera a Nairobi como sustituía y observara la situación con él. Esperaba que ella le ahorrara tener que tomar una decisión difícil y que fuera ella quien aconsejara a TresAbejas que retirara el medicamento. Al principio KVH se opuso a que Kovacs viajara a Nairobi pero luego aceptó con la condición de que la visita fuera confidencial.

—¿Incluso para TresAbejas?

—Eso habría sido imposible. TresAbejas estaba demasiado cerca de la situación y Markus era su asesor. Kovacs pasó en Nairobi cuatro días en el mayor de los secretos, y luego regresó a Basilea, junto a su estafador serbio, para más ópera.

—¿Elaboró un informe?

—Sí, un informe despreciable. Yo fui educada como científica. Aquello no era ciencia. Era polémica.

—Lara.

—¿Qué? —Ella le miraba combativamente.

—Birgit le leyó la carta de Lorbeer por teléfono. Su apología. Su confesión. Como sea que lo llame.

—¿Y?

—¿Qué significó para ti la carta?

—Que Markus no puede salvarse.

—¿De qué?

—Es un hombre débil que busca la fuerza en los lugares equivocados. Desgraciadamente, es el débil quien destruye al fuerte. Tal vez hiciera algo muy malo. A veces está demasiado enamorado de sus propios pecados.

—Si tuvieras que encontrarle, ¿por dónde buscarías?

—No tengo que encontrarle. —Justin aguardó—. Sólo tengo un apartado de correos en Nairobi.

—¿Puedes dármelo?

La depresión de Lara había alcanzado nuevas profundidades.

—Lo anotaré. —Escribió en una libreta, arrancó la hoja y se la entregó—. Si tuviera que dar con él, buscaría entre las personas a las que hizo daño —dijo.

—En el desierto.

—Quizá sea figurado. —La agresividad había desaparecido de su voz, como había desaparecido de la voz de Justin—. Markus es un niño —explicó—. Actúa impulsivamente y reacciona ante las consecuencias. —Sonrió y su sonrisa también era hermosa—. Se asombra a menudo.

—¿Quién proporciona el impulso?

—En otros tiempos, yo.

Justin se levantó con demasiada rapidez, pues quería guardar en su bolsillo los papeles que ella le había entregado. La cabeza empezó a darle vueltas y sintió náuseas. Dirigió una mano a la pared para recuperar el equilibrio y descubrió que la doctora le sujetaba el brazo.

—¿Qué te ocurre? —preguntó ella bruscamente mientras le ayudaba a sentarse.

—A veces me dan mareos.

—¿Por qué? ¿Tienes la tensión alta? No deberías llevar corbata. Desabróchate el cuello. Eres grotesco.

Tenía una mano sobre la frente de Justin. Él se sentía débil como un inválido y tremendamente cansado. Ella se marchó y regresó con un vaso de agua. Él bebió un trago y le devolvió el vaso. Los gestos de Lara eran confiados pero delicados. Él sintió su mirada.

—Tienes fiebre —dijo ella con tono acusador.

—Puede.

—Puede, no. Tienes fiebre. Te llevaré en coche a tu hotel.

Era el momento contra el que le había prevenido su insistente instructor del curso de seguridad personal, el momento en que estás demasiado aburrido, demasiado perezoso o sencillamente demasiado cansado para preocuparte; cuando sólo puedes pensar en regresar a tu triste motel, quedarte dormido y, al día siguiente, con la cabeza despejada, preparar un paquete para la resignada tía milanesa de Ham, con todo lo que la doctora Lara Emrich te ha contado, incluida una copia del artículo no publicado sobre los dañinos efectos secundarios de la Dypraxa —como visión borrosa, hemorragias, ceguera y muerte— y una nota con el apartado de correos de Markus Lorbeer de Nairobi y otra donde describes cuál será tu siguiente paso por si fuerzas ajenas a tu control te impiden darlo. Es un momento de desliz consciente, culpable, voluntario, cuando la presencia de una mujer hermosa, otra proscrita como él, que le toma el pulso con dedos amables no debería ser excusa para dejar de cumplir los principios básicos de seguridad operacional.

—No deben verte conmigo —dice sin convicción—. Saben que rondo por aquí. Sólo conseguiré empeorar tu situación.

—Mi situación no puede estar peor de lo que está —replica ella.

—¿Dónde tienes el coche?

—A cinco minutos de aquí. ¿Puedes caminar?

También es un momento en que Justin, bajo su estado de extenuación física, acoge agradecido la excusa de los buenos modales y la vieja caballerosidad que le inculcaron en Eton. Una mujer sola debe ser acompañada hasta su vehículo de noche, para no exponerse al acoso de vagabundos y salteadores de caminos. Justin se levanta. Ella le coloca una mano bajo el codo y juntos cruzan de puntillas el estudio hasta la escalera.

—Buenas noches, niños —grita Amy a través de una puerta cerrada—. Pasadlo bien.

—Ha sido usted muy amable —responde Justin.

Capítulo 19

Al descender por la escalera de Amy hacia la puerta principal, Lara precede a Justin, cargando la bolsa rusa en una mano y sujetándose a la barandilla con la otra, y mirándolo por encima del hombro con la cabeza vuelta. En el vestíbulo, descuelga el abrigo de Justin y lo ayuda a enfundárselo. Se pone también el suyo, junto con un gorro de piel estilo Anna Karenina, y hace ademán de colgarse al hombro la bolsa de viaje de Justin, pero su caballerosidad de ex alumno de Eton no lo permite, así que ella lo observa con sus ojos castaños e imperturbables —una mirada como la de Tessa pero sin la expresión picara de ésta— mientras él se ajusta la correa de la bolsa sobre el hombro y, con hermetismo británico, reprime cualquier manifestación de dolor. Sir Justin le aguanta la puerta abierta para dejarla pasar y masculla una exclamación de sorpresa al notar el cortante frío a pesar del abrigo enguatado y las botas de piel. En la acera, la doctora Lara lo coge del antebrazo izquierdo y le rodea la espalda con el brazo derecho para evitar que se desplome, pero esta vez ni siquiera el curtido ex alumno de Eton logra reprimir un gemido de dolor cuando el coro de nervios de su espalda prorrumpe a cantar. Ella guarda silencio, pero las miradas de ambos se cruzan de manera espontánea cuando Justin aleja la cabeza defensivamente del foco de dolor. Bajo el sombrero a lo Anna Karenina, su mirada le recuerda a Justin otros ojos con alarmante nitidez. La mano que rodeaba la espalda se ha reunido con la que sujeta el antebrazo izquierdo. Lara ha aflojado el paso para acomodarse al ritmo de él. Cadera con cadera, realizan una majestuosa marcha por la acera helada, cuando de pronto ella para en seco, sin soltarle el brazo, y mira hacia el otro lado de la calle.

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