—¿Qué pasa?
—Nada. Era de esperar.
Se encuentran en la plaza del pueblo. Bajo la luz anaranjada de una farola, hay un coche pequeño y gris de marca indeterminada, aislado. Está muy sucio pese a la escarcha. Una percha de alambre hace las veces de antena de radio. Visto desde donde ellos están, tiene algo de aciago y desprotegido. Es un coche a punto de estallar.
—¿Es tuyo? —pregunta Justin.
—Sí. Pero no nos servirá.
El gran espía advierte tardíamente lo que Lara ya había notado. La rueda delantera está pinchada.
—No te preocupes. Cambiaremos la rueda —afirma Justin con arrojo, olvidando por un absurdo instante el intenso frío, su cuerpo magullado, la avanzada hora y cualquier posible consideración en lo referente a la seguridad operacional.
—No será suficiente —contesta ella con pertinente pesimismo.
—Claro que sí. Pondremos el motor en marcha. Tú puedes quedarte dentro y resguardarte del frío. Hay rueda de recambio y gato, ¿no?
Pero para entonces han llegado a la acera opuesta, y Justin ha visto lo que ella preveía: la otra rueda delantera también está pinchada. Asaltado por una necesidad de acción, Justin intenta desprenderse de Lara, pero ella se aferra a su antebrazo, y Justin comprende que no es el frío la causa de su temblor.
—¿Ocurre esto a menudo? —pregunta.
—Muy frecuentemente.
—¿Sueles avisar a un garaje?
—De noche no vendrán. Me voy a casa en taxi. Cuando regreso por la mañana, me han puesto una multa de aparcamiento. Y quizá otra multa por el peligro que representa el coche en este estado. A veces se lo lleva la grúa y he de ir a recogerlo a sitios muy a trasmano. A veces no aparece ningún taxi, pero hoy estamos de suerte.
Justin sigue la mirada de Lara y, para su sorpresa, ve un taxi estacionado en la esquina opuesta de la plaza, con el motor en marcha, la luz interior encendida y una figura acurrucada tras el volante. Cogida aún de su brazo, lo apremia en dirección al taxi. Primero Justin se deja llevar, pero unos metros más allá se detiene, alertado por su alarma interna.
—¿Es normal que un taxi esté así, parado, a estas horas?
—Eso no tiene importancia.
—Sí, sí la tiene. Y mucha.
Liberándose de la mirada de Lara, Justin advierte la llegada de un segundo taxi, que aparca detrás del primero. Lara lo ve también.
—Eso son tonterías. Fíjate, ahora tenemos dos taxis. Podemos tomar uno cada uno. Quizá sea mejor que tomemos uno juntos. Así, te acompañaré antes al hotel. Ya verás. No tiene importancia. —Y olvidando el estado de Justin, o simplemente perdiendo la paciencia, vuelve a tirar de su brazo, como consecuencia de lo cual Justin tropieza, se suelta y se planta frente a ella, impidiéndole el paso.
—No —dice.
«No» significa: Me niego. Significa: He notado la falta de lógica de esta situación. Si antes he sido imprudente, no voy a serlo ahora, y tú tampoco. Son demasiadas coincidencias. Estamos en una plaza vacía de un pueblo perdido en medio de la tundra, en una fría noche de marzo en la que está dormido hasta el único caballo del pueblo. Tu coche ha sido inutilizado adrede. Muy oportunamente, encontramos un taxi libre a mano, y ahora aparece un segundo. ¿A quién esperan esos taxis si no a nosotros? ¿No es difícil deducir que la gente que ha inutilizado tu coche es la misma gente interesada en que nos demos un paseo con ellos?
Pero Lara no atiende a razonamientos científicos. Levantando el brazo, hace señas al taxista más cercano y se dirige hacia él para reclamarlo. Justin la agarra del otro brazo, la obliga a detenerse a media zancada y la hace retroceder. Esta acción le provoca a ella tanta rabia como dolor a él. Ya está cansada de empujones y abusos.
—Déjame en paz. ¡Márchate! ¡Devuélveme eso!
Justin le ha arrebatado la bolsa rusa. El primer taxi se separa de la acera. El segundo arranca también y lo sigue. ¿Por si acaso? ¿Para darle apoyo? En un país civilizado nunca se sabe.
—Retrocede hacia el coche —ordena Justin.
—¿Qué coche? No sirve para nada. Estás loco.
Lara tira de su bolsa rusa pero él revuelve en el interior, apartando documentos, pañuelos de papel y todo aquello que obstaculiza su búsqueda.
—¡Dame las llaves del coche, Lara, por favor!
Justin ha encontrado el monedero dentro de la bolsa y lo ha abierto. Tiene las llaves en la mano, todo un manojo, llaves suficientes para entrar en Fort Knox. ¿Para qué demonios necesita tantas llaves una mujer soltera caída en desgracia? Avanza de medio lado hacia el coche, examinando las llaves, preguntando a gritos «¿Cuál es? ¿Cuál es?», tirando de Lara, manteniendo la bolsa fuera de su alcance, arrastrándola hasta el círculo de luz de la farola donde ella pueda indicarle cuál es la llave, cosa que ella hace, ofensivamente, vengativamente, sosteniéndola en alto ante él y burlándose.
—¡Ahora ya tienes las llaves de un coche con las ruedas deshinchadas! ¿Te sientes mejor? ¿Te crees un gran hombre?
Los coches bordean la plaza en dirección a ellos, uno tras otro. Su actitud es inquisitiva, no agresiva aún. Pero se mueven furtivamente. Esconden malas intenciones, Justin está seguro; percibe en ellos amenaza y premeditación.
—¿Tiene cierre centralizado? —vocifera—. ¿Abre la llave todas las puertas al mismo tiempo?
Lara no lo sabe o está demasiado furiosa para contestar. Arrodillado, con la bolsa de ella bajo el brazo, Justin intenta introducir la llave en la cerradura de la puerta del acompañante. Retira el hielo con las yemas de los dedos, y la piel se le queda adherida al metal, y sus músculos aúllan con la misma estridencia que las voces en su cabeza. Ella tira de la bolsa rusa y grita a Justin. La puerta del coche se abre y Justin sujeta a Lara.
—Lara, por Dios, ¿
serías tan amable
de cerrar la boca y entrar en el coche ahora mismo?
El uso de la cortés perífrasis es bien recibido. Lara lo mira con incredulidad. Justin tiene la bolsa de ella en la mano. La arroja al asiento del acompañante. Ella se abalanza sobre la bolsa como un perro en pos de una pelota, aterriza en el asiento y Justin cierra la puerta. Baja de la acera y empieza a rodear el coche. En ese momento el segundo taxi adelanta al primero y acelera en dirección a Justin, obligándole a saltar al bordillo. El guardabarros delantero del taxi golpea en vano el faldón ondeante de su abrigo al pasar. Lara le abre la puerta del conductor desde dentro. Los dos taxis se detienen en medio de la calle unos cuarenta metros por detrás de ellos. Justin acciona la llave de contacto. Las escobillas del limpiaparabrisas están inmovilizadas por la escarcha, pero la luna posterior ofrece bastante visibilidad. El motor carraspea como un asno viejo. ¿A esta hora de la noche?, parece decir. ¿Con esta temperatura? ¿Yo? Acciona otra vez la llave.
—¿Tiene gasolina este trasto?
A través del retrovisor de su lado, ve apearse a dos hombres de cada taxi. El segundo par debía de hallarse oculto en el asiento trasero. Uno de ellos lleva un bate de béisbol; otro, un objeto que Justin cree reconocer sucesivamente una botella, una granada de mano y un salvavidas. Los cuatro se encaminan resueltamente hacia ellos. Justin revoluciona el motor y quita el freno de mano. Pero es un coche automático, y Justin no recuerda ni por asomo cómo funciona un coche automático. Tras colocar la palanca en posición de marcha, lo controla con el pedal del freno hasta que se impone la cordura. El coche se pone por fin en movimiento, sacudiéndose y protestando. El volante es casi inamovible. En el espejo, ve que los hombres aprietan el paso y empiezan a trotar hacia ellos. Justin acelera con cautela. Las ruedas delanteras chirrían y avanzan a saltos, pero el coche sigue adelante a su pesar y, de hecho, cobra velocidad, para alarma de sus perseguidores, quienes ya no trotan sino que corren. Van vestidos para la ocasión con gruesos chándales, advierte Justin. Uno lleva un gorro de marinero con una borla en lo alto, y es además el que empuña el bate. Los otros llevan gorros de piel. Justin lanza un vistazo a Lara, que tiene una mano en la boca, los dedos entre los dientes, y la otra aferrada al salpicadero. Ha cerrado los ojos y habla en susurros, rezando quizá, detalle que causa gran perplejidad a Justin, porque hasta ese momento la ha considerado una persona descreída, en contraste con su amante Lorbeer. Abandonan ya la plaza y, traqueteando ruidosamente, descienden por una calle en penumbra con casas adosadas que han conocido tiempos mejores.
—¿Por dónde se va a la parte más iluminada del pueblo? —pregunta Justin—. ¿La más pública?
Lara niega con la cabeza.
—¿Dónde está la estación?
—Demasiado lejos. No tengo dinero.
Lara parece pensar que van a escapar juntos. Por las rendijas del capó empieza a salir humo o vapor, y un inquietante olor a goma quemada le trae a la memoria los disturbios estudiantiles de Nairobi, pero mantiene el pie en el acelerador y la mirada en el espejo, observando a los hombres que corren detrás de ellos, pensando una vez más en lo torpes que son y lo mal que hacen las cosas, fruto seguramente de un mal adiestramiento. Y que un equipo mejor organizado nunca habría dejado los coches atrás. Y que lo mejor que podrían hacer si tuvieran el mínimo sentido común, sería darse media vuelta en ese mismo instante —o al menos, dos de ellos— y correr desaladamente hasta sus coches, pero no muestran la menor intención de hacerlo, tal vez porque ganan terreno y todo depende de quién desiste primero, el coche o ellos. Un letrero en inglés y francés le advierte que se aproxima un cruce. Como filólogo aficionado que es, no puede evitar comparar las dos lenguas.
—¿Dónde está el hospital? —pregunta.
Ella se saca los dedos de la boca.
—La doctora Lara Emrich no está autorizada a entrar en el recinto del hospital —salmodia.
Justin se ríe, decidido a subirle el ánimo.
—Ah, bueno, siendo así no podemos entrar, ¿verdad? No si está prohibido. Vamos, por Dios. ¿Dónde está?
—A la izquierda.
—¿A qué distancia?
—En condiciones normales, se llega en muy poco tiempo.
—¿Cuánto?
—Cinco minutos. Si no hay tráfico, algo menos.
No hay tráfico, pero el capó sigue lanzando bocanadas de humo o vapor, el firme de la calle es de adoquines y está helado, el indicador de velocidad marca unos optimistas veinte kilómetros por hora a lo sumo, los hombres reflejados en el espejo no presentan señales de cansancio y no se oye nada excepto el chirrido de los engranajes, como un millar de uñas arañando una pizarra. De pronto, para asombro de Justin, frente a ellos la calle se convierte en una plaza de armas escarchada. Ve delante la torre almenada y la cresta heráldica de los Dawes vivamente iluminada, y a su izquierda el pabellón cubierto de hiedra y los tres bloques adyacentes de acero y cristal alzándose sobre él como icebergs. Tuerce a la izquierda y pisa el acelerador, sin resultado alguno. El indicador de velocidad marca cero kilómetros por hora, lo cual es absurdo porque continúan en movimiento, aunque muy lentamente.
—¿A quién conoces aquí? —pregunta Justin.
Ella misma debía de estar haciéndose la misma pregunta.
—Phil.
—¿Quién es Phil?
—Un ruso. Un conductor de ambulancia. Ahora ya está demasiado viejo.
Alarga el brazo hacia el bolso, en el asiento trasero, y coge un paquete de tabaco —no Sportsman—, enciende un cigarrillo y se lo ofrece a él, que ni siquiera le presta atención.
—Esos hombres se han marchado —informa Lara, quedándose con el cigarrillo.
Al igual que una fiel montura que ha galopado por última vez, el coche sucumbe. El eje frontal cede bajo el peso del vehículo, un humo acre y negro se eleva del motor, un espeluznante chirrido procedente de debajo del capó les anuncia que el coche ha encontrado su lugar de eterno reposo en el centro de la plaza de armas. Justin y Lara se apean.
La sede comercial de Phil consistía en una caja blanca de madera junto a un aparcamiento de ambulancias. Ésta contenía un taburete, un teléfono, una luz roja giratoria, un hervidor eléctrico manchado de café y un calendario que permanecía fijo en diciembre, mes en que una Santa Claus ligera de ropa presenta su trasero desnudo a un agradecido grupo de hombres que cantan villancicos. Phil, sentado en el taburete, hablaba por teléfono. Llevaba una gorra de cuero con orejeras. Su rostro también parecía de cuero, arrugado y agrietado y lustroso, y espolvoreado después con los puntos blancos de una plateada barba de dos días. Cuando oyó la voz de Lara en ruso, hizo lo que suelen hacer los viejos reclusos: mantuvo la cabeza inmóvil y la mirada al frente en espera de alguna señal que demostrara que se dirigían a él. Una vez convencido, se volvió hacia ella, adoptando la actitud propia de los hombres rusos de su edad en presencia de mujeres hermosas y más jóvenes: un poco mística, un poco tímida, un poco brusca. Phil y Lara hablaron durante lo que a Justin se le antojó una innecesaria eternidad, ella en el umbral, con Justin detrás como un amante no reconocido, y Phil desde el taburete, las manos nudosas cerradas sobre los muslos. Se preguntaron —supuso Justin— por sus respectivas familias, y cómo le iba a tal tío o tal primo, hasta que Lara se hizo a un lado para dejar salir al viejo, que pasó junto a ella cogiéndola gratuitamente por la cintura antes de trotar rampa abajo hacia un aparcamiento subterráneo.
—¿Sabe que tienes prohibido el acceso? —preguntó Justin.
—No tiene importancia.
—¿Adónde ha ido?
Lara no respondió, pero tampoco era ya necesario. Una flamante ambulancia se detenía junto a ellos, y al volante se hallaba Phil, con su gorra de cuero.
Su casa era nueva y rica, parte de una urbanización de lujo a la orilla de un lago, construida para acoger a los hijos e hijas predilectos de Karel Vita Hudson, de Basilea, Vancouver y Seattle. Sirvió un whisky para él y un vodka para ella, le enseñó el jacuzzi, el equipo estereofónico y el horno microondas multifuncional situado a la altura de los ojos, y con la misma irónica neutralidad le señaló el punto de la valla junto al que aparcaba la gente del
Organy
cuando iban a vigilarla, cosa que ocurría prácticamente a diario, explicó, por lo general desde alrededor de las ocho de la mañana, dependiendo del estado del tiempo, hasta el anochecer, a menos que retransmitieran un partido de hockey importante, en cuyo caso se marchaban antes. Le mostró el absurdo cielo nocturno de su dormitorio, la cúpula de escayola blanca con pequeñas luces incrustadas para imitar las estrellas, y el conmutador que permitía variar la intensidad a gusto de los ocupantes de la gran cama redonda que se hallaba debajo. Y hubo un instante que los dos observaron llegar y marcharse en el que pareció posible que ellos se convirtieran en los ocupantes: dos proscritos del Sistema proporcionándose mutuo consuelo, ¿qué podía tener más sentido que eso? Pero la sombra de Tessa se interpuso entre ellos, y el instante pasó sin que ninguno de ellos hiciera comentario alguno al respecto. Justin prefirió hablar de los iconos. Lara tenía media docena: Andrés, Pablo y Simón, Pedro y Juan y la Virgen, con sus aureolas de hojalata y sus manos en oración, o en alto para dar una bendición o representar a la Santísima Trinidad.