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Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

El jardinero fiel (55 page)

BOOK: El jardinero fiel
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—Supongo que te los regaló Markus —dijo él, aparentando desconcierto ante este renovado despliegue de inverosímil religiosidad.

Ella adoptó su más sombrío ceño.

—Es una postura totalmente científica. Si Dios existe, me estará agradecido. Si no, poco importa. —Y se ruborizó cuando él se echó a reír, y al cabo de un momento también ella rió.

La habitación libre estaba en la planta baja. Con barrotes en la ventana y vistas al jardín, le recordó al piso de abajo de Gloria. Durmió hasta las cinco de la madrugada, escribió a la tía de Ham durante una hora, se vistió y subió furtivamente por la escalera con la intención de dejarle una nota a Lara y salir a la carretera con la esperanza de que alguien lo acercara al pueblo. Pero ella estaba sentada ante la cristalera fumándose un cigarrillo, vestida aún con la misma ropa de la noche anterior. Junto a ella, había un cenicero lleno a rebosar.

—En lo alto de la cuesta puedes coger un autobús que te llevará a la estación —informó—. Pasa dentro de una hora.

Le preparó café y él se lo tomó sentado a la mesa de la cocina. Ninguno parecía muy dispuesto a hablar de los acontecimientos de la pasada noche.

—Probablemente era una banda de atracadores —comentó él una vez, pero ella continuó sumida en sus cavilaciones.

En otro momento Justin le preguntó por sus planes.

—¿Hasta cuándo puedes quedarte en esta casa?

Unos días, respondió ella distraídamente. Quizá una semana.

—¿Qué harás?

Dependía, respondió. No tenía importancia. No se moriría de hambre.

—Vete ya —dijo de pronto—. Será mejor que esperes en la parada de autobús.

Cuando Justin se marchó, ella permaneció de espaldas a él con la cabeza inclinada, en tensión, como si aguzara el oído ante un ruido sospechoso.

—Tratarás a Lorbeer con compasión —anunció ella.

Pero si era una predicción o una orden, Justin no llegó a saberlo.

Capítulo 20

—Joder, Tim, pero ¿a qué se cree que juega ese Quayle? —preguntó Curtiss volviendo su enorme cuerpo para desafiar a Donohue a través de la habitación. Ésta era lo bastante grande para albergar una capilla de buen tamaño, con postes de teca por vigas y puertas con goznes de cárcel y escudos tribales en las paredes de troncos.

—No es nuestro hombre, Kenny. Nunca lo fue —respondió estoicamente Donohue—. Es puro Foreign Office.

—¿Puro? ¿Qué hay de puro en él? Ese cabrón es un zorro. ¿Por qué no acude a mí si le preocupa mi medicamento? La puerta está abierta de par en par. No soy un monstruo, ¿no? ¿Qué quiere? ¿Dinero?

—No, Kenny. No lo creo. No creo que sea dinero lo que tiene en mente.

Es esa voz suya, se dijo Donohue mientras esperaba descubrir por qué le había llamado; nunca me libraré de ella. Una voz que intimida y adula, que miente y se autocompadece. Aunque la intimidación es con mucho su modalidad favorita. Una voz nunca pulida del todo, pues aún se colaban vestigios de su barriada de Lancashire, para desespero de los profesores de dicción que entraban y salían por las noches.

—¿Qué mosca le ha picado entonces, Tim? Tú le conoces, yo no.

—Su esposa, Kenny. Sufrió un accidente, ¿recuerdas?

Curtiss se volvió de nuevo hacia el gran ventanal y levantó las manos, con las palmas hacia arriba, como implorando paciencia al crepúsculo africano. Al otro lado de los cristales a prueba de bala se extendían campos sumidos en la penumbra, y más allá un lago. En las colinas parpadeaban luces. Las primeras estrellas perforaban la bruma azul del anochecer.

—Sí, ya, su esposa se lleva su merecido —dijo Curtiss en el mismo tono lastimero—. Unos chicos malos se ensañan con ella. ¿Y yo qué sé si fue ese negro suyo quien lo hizo? Tal como se comportaba, se lo estaba buscando. Estamos hablando de Turkana, no del jodido Surrey. Pero lo siento por ella. Lo siento mucho, muchísimo.

Quizá no lo sientes tanto como debieras, se dijo Donohue.

Curtiss tenía casas desde Mónaco a México, y Donohue las detestaba todas. Detestaba su hedor a yodo y a sus acobardados criados y sus vibrantes suelos de madera. Detestaba sus bares con espejos y sus flores inodoras que le miraban a uno como las aburridas fulanas que Curtiss tenía siempre alrededor. Donohue las agrupaba mentalmente con los Rolls-Royce, la avioneta Gulfstream y el yate a motor en una única y chabacana atracción de feria que se extendía sobre media docena de países. Pero por encima de todo detestaba la casa de esa finca fortificada plantada a orillas del lago Naivasha con sus alambradas electrificadas y sus guardias de seguridad, sus cojines de piel de cebra, suelos de baldosa roja, alfombras de piel de leopardo, sofás de antílope, su mueble bar forrado de espejos e iluminado en rosa y su televisión vía satélite y su teléfono vía satélite, y sus sensores de movimiento y sus botones de alarma y sus radiotransmisores portátiles; porque era a esa casa, a esa habitación y a ese sofá de antílope a donde Curtiss le había hecho acudir a su antojo, gorra en mano, durante los últimos cinco años, para recibir cualesquiera que fuesen las sobras que el gran sir Kenny K., en su errática magnanimidad, hubiese decidido arrojar a las hambrientas fauces del Servicio de Inteligencia británico. Y era a ese lugar a donde le había vuelto a llamar esa noche, por razones que aún tenía que averiguar, justo cuando descorchaba una botella de vino blanco sudafricano antes de sentarse a degustar un salmón con su querida esposa Maud.

«He aquí cómo lo vemos nosotros, Tim, viejo amigo, para bien o para mal», empezaba un tenso comunicado confidencial escrito en el estilo habitual de su director regional en Londres, que recordaba vagamente a Wodehouse. Y proseguía:

En el frente visible debes mantener un contacto amistoso que encaje con la faceta pública que has ofrecido durante los últimos cinco años. Golf, una copa por aquí, un almuerzo por allá, etcétera; me alegro de no ser yo quien tenga que hacerlo. En el aspecto encubierto, debes continuar actuando de manera natural y pareciendo ocupado, puesto que las alternativas —cese, indignación consiguiente del sujeto, etcétera— son demasiado espantosas para considerarlas en la presente crisis. Para tu información personal, aquí se ha armado una bien gorda en ambas riberas del río y la situación cambia día a día, pero siempre para peor.

R
OGER
.

—Bueno, y ¿por qué has venido en coche? —exigió saber Curtiss en tono ofendido mientras continuaba contemplando sus hectáreas africanas—. Podrías haber cogido la avioneta; sólo tenías que pedirlo. Doug Crick tenía un piloto esperándote. ¿Tratas de hacerme sentir mal o algo así?

—Ya me conoces, jefe. —A veces, llevado por una agresividad pasiva, Donohue le llamaba jefe, un título reservado eternamente para el mandamás de su propio servicio—. Soy un conductor nato. Abro las ventanillas del coche y piso el acelerador. No hay nada que me guste más.

—Joder, ¿por estas carreteras? Estás mal de la cabeza. Se lo dije al presi. Ayer mismo. Miento; fue el domingo. «¿Qué es la primera jodida cosa que ve un cliente cuando llega a Kenia y se sube al autobús del safari?», le pregunté. «No es a los leones ni las jirafas, joder. Son sus carreteras lo que ve, señor presidente. Son sus horribles carreteras llenas de socavones». Ese hombre sólo ve lo que quiere ver, ése es su problema. Además, siempre que puede vuela. «Pasa otro tanto con sus trenes», le dije. «Utilice a sus jodidos prisioneros; los tiene de sobra. Ponga a los prisioneros a trabajar en las vías y déles una oportunidad a sus trenes». «Hable con Jomo», dice él. «Y ¿quién es ese Jomo?», pregunto yo. «Jomo, mi nuevo ministro de Transporte». «¿Desde cuándo?», digo yo. «Desde ahora mismo», me responde.
Que
le jodan.

—Que le jodan, por supuesto —repuso Donohue con fervor, y esbozó la sonrisa que solía esbozar cuando no había nada por lo que sonreír: ladeaba lascivamente su alargada cabeza con un destello en sus ojos amarillentos y sin perderse nada mientras se mesaba las puntas del bigote.

Un silencio inaudito llenó la habitación. Los criados africanos se habían vuelto a sus pueblos. Los guardaespaldas israelíes que no estaban patrullando veían una película de kung-fu en la caseta de vigilancia. A Donohue le habían cogido un par de veces del cuello para zarandearle mientras esperaba a que le dejaran pasar. A las secretarias privadas y al ayuda de cámara somalí se les había ordenado retirarse a los barracones del personal en el extremo opuesto de la finca. Por primera vez en la historia, no sonaba ni un solo teléfono en una casa de Curtiss. Un mes antes Donohue habría tenido que luchar por decir una palabra y amenazar con largarse si Curtiss no le dedicaba unos minutos. Esa noche habría agradecido el gorjeo del teléfono ordinario o el zumbido del aparato vía satélite que esperaba de mala gana en su carrito junto al enorme escritorio.

Todavía volviéndole su espalda de luchador a Donohue, Curtiss había adoptado lo que para él era una pose meditabunda. Llevaba la ropa que siempre vestía en África: camisa blanca de doble puño con gemelos de oro de TresAbejas, pantalón azul marino, zapatos lustrosos con pequeñas hileras de flecos a los costados y un reloj de oro plano como un penique en torno a la muñeca gruesa y velluda. Pero fue el cinturón de piel de cocodrilo negro lo que llamó la atención de Donohue. En otros hombres gordos a quienes conocía, el cinturón les quedaba bajo por delante y la panza les colgaba por encima. Pero en Curtiss el cinturón permanecía exactamente en su sitio, como una línea perfecta trazada alrededor del centro de un huevo gigantesco. Llevaba la melena teñida de negro y peinada hacia atrás a lo eslavo, dejándole la frente despejada y formándole un bucle en la nuca. Fumaba un puro y fruncía el entrecejo cada vez que daba una calada. Cuando el puro le aburriera, lo dejaría sobre la primera valiosa pieza del mobiliario que tuviera a mano.

—Supongo que sabes qué está tramando ahora ese cabrón —dijo.

—¿Moi?

—Quayle.

—Me parece que no. ¿Tendría que saberlo?

—¿No te lo dicen? ¿O es que no les importa?

—Quizá no lo saben, Kenny. Todo lo que me han dicho es que ha hecho suya la causa de su esposa, sea cual fuere, que ya no está en contacto con sus jefes y que vuela en solitario. Sabemos que su esposa tenía una propiedad en Italia y circula el rumor de que tal vez ha ido a esconderse allí.

—¿Qué me dices de Alemania, joder? —interrumpió Curtiss.

—¿Qué pasa en Alemania, joder? —preguntó Donohue imitando una forma de hablar que detestaba.

—Estuvo en Alemania. La semana pasada. Fisgoneando entre un puñado de buenos samaritanos melenudos y liberales que se habían ensañado con KVH. De no haber sido por mis buenas maneras, ahora estaría tachado de la lista de votantes. Pero tus amiguitos de Londres no sabían eso, ¿eh? No les preocupa. Tienen cosas mejores que hacer con su tiempo. ¡Te estoy hablando, Donohue!

Curtiss se había vuelto para enfrentarse a él. Su enorme cuerpo parecía listo para arremeter y su mandíbula inferior se proyectaba hacia fuera. Había hundido una mano en un bolsillo de los pantalones de loneta. Con la otra asía el puro encendido, como si pretendiera blandirlo cual estaca al rojo vivo contra la cabeza de Donohue.

—Me temo que me llevas la delantera, Kenny —repuso Donohue con serenidad—. Preguntas si mi oficina está siguiendo a Quayle. Pues no tengo ni la más remota idea. ¿Es que está en peligro algún preciado secreto nacional? Lo dudo. ¿Está nuestro valioso informante sir Kenneth Curtiss necesitado de protección? Nunca prometimos protegerte comercialmente, Kenny. No creo que haya institución alguna en el mundo que lo hiciera, si se me permite decirlo, ni financiera ni de otra clase, y que sobreviviera.

—¡Que te jodan! —Curtiss había apoyado una manaza en la gran mesa de comedor para deslizaría sobre ella mientras se dirigía como un gorila hacia Donohue. Pero éste esbozó su peculiar sonrisa oculta bajo el bigote, y se mantuvo firme—. Puedo aplastar tu jodido servicio secreto con una sola mano si así lo quiero, ¿lo sabías?

—Mi querido amigo, nunca he dudado de ello.

—Tengo comprados a los tipos que te pagan el sueldo. Les organizo parrandas en mi jodido barco. Con chicas, caviar, champán. Les consigo cargos durante las campañas electorales. Coches, pasta, secretarias con buenas tetas. Hago negocios con empresas que ganan diez veces más de lo que vuestra tienda de barrio gasta en un año. Si les digo lo que sé, serás historia. Así pues, que te jodan, Donohue.

—Y a ti también, Curtiss, a ti también —murmuró Donohue con el tono cansino de un hombre que hubiera oído todo eso antes, que era precisamente el caso.

De todas formas, su cerebro operacional se preguntaba adonde coño iban a llevarles esos histrionismos. Dios sabía que aquél no era precisamente el primer berrinche de Curtiss. Ya no podía contar las veces en que había esperado allí sentado a que estallara la tormenta o en que, si los insultos se volvían demasiado desagradables como para ignorarlos, había llevado a cabo una retirada táctica de la habitación hasta que Kenny decidiera llegado el momento de volver a llamarlo para disculparse, en ocasiones con la asistencia de unas lagrimitas de cocodrilo. Pero esa noche Donohue tenía la sensación de estar sentado sobre una bomba de relojería. Recordaba la mirada penetrante que Doug Crick le había dirigido al entrar, el exceso de deferencia en su tono al decirle: «Oh, señor Donohue, buenas tardes, señor; le comunicaré de inmediato al jefe que ha venido usted». Aguzaba el oído con creciente inquietud en los mortíferos silencios que seguían a los maníacos estallidos de Curtiss, que reverberaban hasta quedar en nada.

Dos israelíes con pantalón corto pasaron lentamente al otro lado de la ventana sujetando las correas de sendos perros guardianes. El jardín estaba punteado de árboles enormes entre los que daban brincos monos colobos, que volvían locos a los perros. El césped, regado con agua del lago, se veía exuberante y perfecto.

—¡Vuestra mafia le está pagando! —acusó Curtiss de pronto tendiendo una mano y bajando la voz para lograr mayor efecto—. ¡Quayle es en realidad vuestro hombre! ¿No es así? Actúa según vuestras órdenes para que así podáis exprimirme a mí, ¿verdad?

Donohue esbozó una sonrisa de complicidad.

—Pues claro que sí, Kenny —repuso con tono apaciguador—. Completamente desatinado y descabellado, pero lo cierto es que has dado en el clavo.

—¿Por qué me estáis haciendo esto? ¡Tengo derecho a saberlo! ¡Joder, soy nada menos que sir Kenneth Curtiss! Sólo este año pasado he donado la friolera de medio millón de libras para fondos del partido. Os he proporcionado, a vosotros, el jodido servicio de inteligencia británico, verdaderas pepitas de oro. He llevado a cabo, de manera voluntaria además, ciertos servicios para vosotros de un cariz pero que muy peliagudo. He…

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