—Kenny —le interrumpió Donohue con tono calmado—. Cállate. No hables así delante de los criados, ¿de acuerdo? Ahora escúchame. ¿Por qué íbamos a tener el más leve interés en alentar a Justin Quayle a joderte? ¿Por qué iba a querer el servicio secreto, que como de costumbre está en una situación límite y sometido a la artillería pesada de Whitehall, tirar piedras sobre su propio tejado saboteando una baza tan valiosa como Kenny K.?
—¡Porque habéis saboteado todo lo demás en mi vida, coño, por eso! ¡Porque habéis hecho que los bancos de la City me aprieten las tuercas! Están en juego diez mil empleos británicos, pero ¿a quién coño le importa si con eso aplastamos a Kenny K? Porque les habéis advertido a vuestros amigos políticos que se laven las manos por lo que respecta a mí antes de que acabe en la cloaca. ¿No es así? ¿O es que no lo habéis hecho?
Donohue se esforzó en separar la información de las preguntas. «¿Los bancos de la City le han requerido que pague? ¿Lo sabe Londres? Y si lo sabe, ¿por qué diantre no me lo ha advertido Roger?».
—Siento oír eso, Kenny. ¿Cuándo ha sido eso de los bancos?
—¡Qué coño importa cuándo! Hoy. Esta tarde. Por teléfono y por fax. Por teléfono para comunicármelo, por fax por si acaso lo olvidaba, y mandarán una copia impresa por si se me ocurre no leer el maldito fax.
Entonces Londres sí lo sabe, se dijo Donohue. Pero si lo sabe, ¿por qué me dejan fuera? Lo resolvería más tarde.
—¿Te han ofrecido los bancos alguna explicación, Kenny? —preguntó, solícito.
—Su prioridad más absoluta es su preocupación ética por ciertas prácticas comerciales. Pero qué prácticas son ésas, joder. Y qué coño de ética es ésa. Su idea de la ética es un pequeño condado al este de Londres. También dicen que les preocupa la pérdida de confianza del mercado. Y ¿quién coño ha provocado eso, eh? ¡Pues ellos mismos! Otro problema son los rumores desestabilizadores. A la mierda con ellos. Ya he pasado antes por eso.
—¿Y tus amigos políticos? ¿Esos que se desentienden de ti y a los que nosotros no advertimos?
—He recibido una llamada de un contacto en Downing Street que está cagado de miedo. Hablaba en nombre de fulano, etcétera. Me estarán eternamente agradecidos, etcétera, pero en las presentes circunstancias tienen que ser más santos que el Papa y van a devolverme mis generosas contribuciones a los fondos del partido, y a donde han de mandármelas, por favor, porque cuanto antes esté mi dinero fuera de sus jodidos libros más felices serán ellos y todos podremos fingir que nunca sucedió. ¿Sabes dónde está ahora? ¿Dónde estaba hace dos noches, echando un polvo?
Donohue tuvo que parpadear y negar con la cabeza antes de comprender que Curtiss ya no hablaba del tipo del número diez de Downing, sino de Justin Quayle.
—En Canadá. Follándose a Saskatchewan —soltó Curtiss en respuesta a su propia pregunta—. Espero que se le congelara el culo.
—¿Qué hace allí? —quiso saber Donohue, no tan intrigado por el hecho de que Justin Quayle se hallara en Canadá como por la facilidad con que Curtiss le había seguido la pista.
—Está en no sé qué universidad. Hay una mujer allí. Una jodida científica. Se le ha metido en la cabeza que ha de violar su contrato diciéndole a todo el mundo que el fármaco ocasiona la muerte. Quayle se la ha tirado. Un mes después de la muerte de su esposa. —Alzó la voz, amenazando con otro estallido tormentoso—. ¡Si hasta tiene un pasaporte falso, joder! ¿Y quién se lo dio? Vosotros. Paga en efectivo. ¿Quién se lo manda? Vosotros, cabrones. Se les escurre de la Red constantemente como una jodida anguila. ¿Quién le ha enseñado a hacer eso? ¡Vosotros!
—No, Kenny. No hemos sido nosotros. No hemos hecho nada de eso. —Es su Red, no la mía, se dijo Donohue.
Curtiss se estaba preparando para prorrumpir de nuevo en gritos. Por fin lo hizo.
—Pues entonces a ver si eres tan amable de decirme qué coño está haciendo ese gilipollas de Porter Coleridge colándole información difamatoria e inexacta al gabinete ministerial sobre mi empresa y mi fármaco, qué coño está haciendo con esas amenazas de que va a ir a la jodida prensa si no le prometen una investigación plenamente imparcial a cargo de nuestros lores y maestros de ese manicomio de Bruselas, ¿eh? Y por qué coño los gilipollas de tu servicio le dejan hacerlo, o más bien por qué le animan a hacerlo a ese cabrón, ¿eh?
¿Cómo había conseguido descubrir eso? Donohue se maravillaba en silencio. Por el amor del cielo, ¿cómo se las habría arreglado Curtiss, por recursos que tuviera y por zorro que fuera, para poner sus peludas pezuñas sobre una información cifrada de alto secreto sólo ocho horas después de que le fuera enviada personalmente a Donohue a través de los enlaces del servicio secreto? Tras hacerse semejante pregunta, Donohue, todo un maestro de su oficio, se dispuso a obtener la respuesta. Esbozó su jovial sonrisa, pero en esa ocasión verdaderamente satisfecha, al reflexionar con honesto placer en que en el mundo seguía habiendo unas cuantas cosas que se hacían decentemente entre los amigos.
—Por supuesto —dijo—. Nuestro viejo Bernard Pellegrin te ha dado el soplo. Muy valiente por su parte. Y en el momento preciso. Ojalá hubiera hecho yo lo mismo. Siempre he tenido debilidad por Bernard.
Con la mirada sonriente clavada en las facciones arreboladas de Curtiss, Donohue le observó titubear al principio para después esbozar una expresión de desprecio.
—¿Ese maricón amanerado? No me fiaría de él ni para sacar al caniche a mear al parque. Le he estado reservando un puesto de altos vuelos para cuando se retire, y el muy cabrón ni siquiera ha levantado un dedo para protegerme. ¿Quieres un poco? —preguntó Curtiss mostrando una botella de brandy.
—No puedo, amigo mío. Órdenes del matasanos.
—Ya te lo he dicho, ve a mi médico. Doug ya te dio la dirección. Está aquí mismo, en Ciudad del Cabo. Podemos llevarte en la avioneta.
—Es un poco tarde para cambiar de caballo, pero gracias, Kenny.
—Nunca es tarde —replicó Curtiss.
Así que ha sido Pellegrin, pensó Donohue, confirmando una antigua sospecha mientras observaba a Curtiss servirse otra dosis letal de la botella. Después de todo hay ciertas cosas predecibles en ti, y una de ellas es que nunca aprendiste a mentir.
Cinco años antes, impelidos por el deseo de hacer algo útil, los Donohue, que no tenían hijos, habían viajado al norte del país para hospedarse con un pobre granjero africano que dedicaba el tiempo libre a organizar equipos de fútbol infantiles. El problema era el dinero: dinero para una furgoneta en que llevar a los chicos a los partidos, dinero para los uniformes de los equipos y otros valiosos símbolos de dignidad. Maud había recibido poco antes una pequeña herencia y Donohue un seguro vitalicio. Para cuando regresaron a Nairobi lo habían gastado todo en las cuotas de los siguientes cinco años y Donohue nunca se había sentido tan feliz. Sólo lamentaba, al mirar atrás, haber dedicado tan poco tiempo en su vida al fútbol infantil y tantísimo a los espías. Por algún motivo le pasó por la cabeza semejante idea mientras observaba a Curtiss acomodar su envergadura en una butaca de teca, asintiendo y guiñándole el ojo como un abuelo adorable. Aquí viene ese legendario encanto suyo que me deja frío, se dijo.
—Hace un par de días me di una vuelta rápida por Harare —le reveló con astucia Curtiss, apoyando las manos en las rodillas e inclinándose para que el efecto de confidencia fuera mayor—. Ese estúpido pavo real de Mugabe ha nombrado un nuevo ministro de Proyectos Nacionales. He de decir que es un chico bastante prometedor. ¿Has leído algo sobre él, Tim?
—Sí, claro.
—Un tipo joven. Te gustaría. Nos está ayudando con un pequeño plan que tenemos allí. No le hace ascos a un cuantioso soborno, el chico. Está entusiasmado, de hecho. Me he dicho que valorarías esa clase de información. Nos ha funcionado muy bien en el pasado, ¿no es así? Un tío que aceptaría un soborno de Kenny K. no se mostrará reacio a aceptar uno de Su Majestad, ¿no?
—En efecto. Gracias. Buena idea. Transmitiré la información.
Más asentimientos y guiños acompañados de un generoso sorbo de coñac.
—¿Sabes ese nuevo rascacielos que he construido en la autopista de Uhuru?
—Y bien bonito que es, Kenny.
—Se lo vendí a un ruso la semana pasada. Doug me dice que es un capo de la mafia. Por lo visto uno de los gordos, además, no un pececito como algunos de los que tenemos por aquí. Se rumorea que va a cerrar un trato de lo más provechoso con los coreanos. —Se arrellanó en el asiento para observar a Donohue con la profunda preocupación de un amigo íntimo—. A ver, Tim, ¿qué pasa contigo? Se te ve desfallecido.
—Estoy bien. A veces simplemente tengo este aspecto.
—Es por esa quimioterapia. Te dije que fueras a mi médico y no has querido. ¿Cómo está Maud?
—Maud está bien, gracias.
—Coge el yate. Daos un respiro, los dos solos. Habla con Doug.
—Gracias otra vez, Kenny, pero eso seria llevar un poco lejos la tapadera, ¿no crees?
La amenaza de otro cambio de humor pendió en el aire cuando Kenny exhaló un profundo suspiro y los robustos brazos le colgaron flojos en los costados. Ningún hombre se tomaba tan a pecho como él que su generosidad fuera rechazada.
—No irás a unirte a la brigada de traidores a Kenny, ¿verdad, Tim? No estarás haciéndome el vacío como esos tipos de los bancos, ¿eh?
—Por supuesto que no.
—Bueno, pues no lo hagas. No te haría más que daño. Oye, ese ruso del que te hablaba… ¿Sabes qué tiene de reserva por si vienen vacas flacas? ¿Sabes qué le enseñó a Doug?
—Soy todo oídos, Kenny.
—Construí un sótano para ese rascacielos. No se hace mucho por aquí, pero decidí que le pondría un sótano para un aparcamiento. Me costó un riñón y parte del otro, pero yo soy así. Cuatrocientas plazas para doscientos apartamentos. Y ese ruso, cuyo nombre no voy a revelarte, ha puesto un camión blanco en cada una de esas jodidas plazas, con las siglas ONU pintadas en el capó. Le ha dicho a Doug que están por estrenar. Le cayeron de un buque de carga con destino a Somalia. Quiere venderlos. —Extendió los brazos, riendo su propia anécdota—. Pero ¿qué coño está pasando? ¡La mafia rusa me está vendiendo camiones de la ONU! ¡A mí! ¿Sabes qué quería que hiciera Doug?
—Dímelo tú.
—Importarlos. De Nairobi a Nairobi. Les dará una mano de pintura por nosotros, y lo único que tenemos que hacer es arreglar el asunto con los chicos de aduanas e incluir unos cuantos camiones en nuestros libros de tanto en cuando. Si eso no es crimen organizado, ¿qué es entonces? Un sinvergüenza ruso estafando a la ONU, aquí en Nairobi y a plena luz del día, eso es anarquía. Y yo desapruebo la anarquía. Así que puedes quedarte con la información. Gratis, joder. Con los mejores deseos de Kenny K. Diles que es un regalito de mi parte.
—Se van a poner como unas pascuas.
—Quiero que le detengan, en seco, Tim, y ahora mismo.
—¿A Coleridge o a Quayle?
—A ambos. Quiero que impidáis continuar a Coleridge y que ese estúpido informe de la mujer de Quayle se pierda…
Dios mío, también sabe eso, se dijo Donohue.
—Pensaba que Pellegrin ya lo había perdido por ti —se quejó, frunciendo el entrecejo de esa forma en que lo hacen los ancianos cuando les falla la memoria.
—¡No metas a Bernard en esto! No es mi amigo y nunca lo será. Y quiero que le digas a tu señor Quayle que si sigue yendo a por mí, no podré hacer nada por ayudarle, joder, ¡porque se estará echando encima al mundo entero, no a mí! ¿Lo has entendido? Le habrían liquidado en Alemania de no haberme puesto yo de rodillas por él. ¿Me oyes?
—Te oigo, Kenny. Pasaré la información. Es todo cuanto puedo prometerte.
Con la agilidad de un oso, Curtiss se levantó para recorrer la habitación.
—Soy un patriota —exclamó—. ¡Confírmalo, Donohue! ¡Soy un patriota, joder!
—Por supuesto que lo eres, Kenny.
—Dilo otra vez. ¡Soy un patriota!
—Eres un patriota. Eres John Bull. Winston Churchill. ¿Qué quieres que diga?
—Dame un ejemplo de mi patriotismo. Uno de tantos. El mejor ejemplo que se te ocurra. Ahora mismo.
¿Adónde demonios les llevaría aquello? Donohue le dio un ejemplo de todas formas.
—¿Qué me dices del trabajito de Sierra Leona que hicimos el año pasado?
—Háblame de eso. Adelante. Cuéntamelo.
—Un cliente nuestro quería armas y munición sin que se intercambiaran nombres.
—¿Y?
—Así pues, compramos las armas…
—¡Yo compré las Jodidas armas!
—Tú compraste las armas con tu dinero, nosotros te facilitamos un certificado falso de destinatario final en el que se especificaba como lugar de entrega Singapur…
—¡Te has olvidado del maldito barco!
—TresAbejas fletó un carguero de cuarenta toneladas y cargó en él las armas. El barco se perdió en la niebla…
—¡Querrás decir que fingimos que sucedía tal cosa!
—… y hubo que llevarlo a un pequeño puerto cerca de Freetown, donde nuestro cliente y su equipo esperaban listos para descargar las armas.
—Y no tenía por qué hacer eso por vosotros, ¿verdad? Podría haberme rajado. Podría haber dicho: «Se han equivocado de sitio, prueben en la puerta de al lado». Pero lo hice. Lo hice por amor a mi jodido país. ¡Porque soy un patriota! —Su voz bajó hasta volverse conspiratoria—. Bueno. Óyeme bien. He aquí lo que vas a hacer, lo que va a hacer el servicio secreto. —Se paseaba por la habitación mientras daba sus órdenes con frases entrecortadas—. El servicio secreto (no el Foreign Office, que ésos son un hatajo de mariquitas), los de tu servicio, en persona, acudís a los bancos. E identificáis en cada banco (ya te los iré marcando en la lista) a un verdadero caballero inglés. O a una mujer. ¿Me estás escuchando? Porque vas a tener que transmitirles esto cuando vuelvas a casa esta noche. —Había adoptado su voz de visionario, la de tono agudo y con un leve temblor; la del millonario del pueblo.
—Te estoy escuchando —le aseguró Donohue.
—Bien. Y les reúnes a todos. A esos ingleses buenos y auténticos. O mujeres. En una bonita habitación de alguna parte de la City. Vosotros ya sabréis bien dónde hacerlo. Y les decís, en vuestra calidad formal de miembros del servicio secreto británico: «Señoras y caballeros. Dejen ustedes en paz a Kenny K. No vamos a decirles por qué. Todo lo que vamos a decirles es que dejen de apretarle las tuercas en nombre de la reina. Kenny K. ha hecho grandes cosas por este país, y va a hacer más aún. Van ustedes a concederle tres meses de aplazamiento en sus créditos y estarán haciéndole con eso un servicio a su país, al igual que al propio Kenny K». Y lo harán. Con que uno diga que sí, todos dirán que sí, porque son como ovejas. Y los demás bancos seguirán su ejemplo, porque también son como ganado.