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Authors: Antonio Muñoz Molina

El jinete polaco (25 page)

BOOK: El jinete polaco
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Pero se daba cuenta amargamente de la dificultad de triunfar fuera de Mágina. Salvo su primo Rafael y algún otro —porque la mayor parte de los que volvían a pasar las vacaciones aparentaban por vanidad o vergüenza una posición que nunca alcanzaron y se entrampaban para traer regalos a la familia y alquilar grandes coches que pasaban por suyos— sólo había triunfado de verdad un matador de toros, Carnicerito, torero más de arte que de valor, puntualizaba mi abuelo Manuel, que en unos pocos años había pasado de las capeas en las cortijadas a la vuelta al ruedo en Las Ventas, y a quien mi padre admiraba más aún porque era hijo de un carnicero que tenía en el mercado un puesto enfrente del suyo, de modo que lo había visto nacer, como quien dice, explicaba, halagado por el hecho de conocer a alguien muy célebre, y desde chico se le vio la afición. Ahora Carnicerito salía en la portada del
Dígame
—tenía la cara larga y el perfil grave y ensimismado, como Manolete— y algunas veces irrumpía en Mágina, en el paseo del León, en la calle Nueva, en la plaza del General Orduña, al volante de un Mercedes blanco y descapotado en el que se veía vibrar desde lejos la melena al viento de una rubia que sería, sin duda ninguna, forastera, y con la que a mediodía era posible verlo sentado en la terraza del Monterrey, una cafetería con barra de aluminio y paredes de moqueta azul recién abierta bajo los soportales, donde nosotros creíamos que sólo les estaba permitido sentarse a los ricos, a los forasteros y a las mujeres rubias que fumaban con las piernas cruzadas y descubiertas hasta más arriba de la mitad de los muslos.

Bajábamos del instituto y al vislumbrarlas desde lejos, en la mancha oblicua de sol que prolongaba la sombra del general hasta las losas de los soportales, se nos cortaba de antemano la respiración, y el vaticinio de sus piernas desnudas nos sumía en una fervorosa y desatada desdicha. Mujeres con grandes gafas oscuras, con un pañuelo a modo de diadema alrededor de la frente, con los labios pintados de rojo, de violeta, de rosa, con relojes de pulsera tan grandes como los de los hombres —no esos relojillos mínimos y medio hundidos en las mantecosas muñecas de las mujeres que conocíamos nosotros— pero con una correa muy ancha, de cuero negro, según una moda que resultó fugaz, pero que a nosotros nos parecía un signo de exotismo y de audacia. Fumaban cigarrillos extralargos con filtro, sosteniéndolos en el extremo de sus largos dedos con anillos y uñas rojas y ovaladas, muy largas también, como todo en ellas, los muslos, las melenas lisas y teñidas, las manos, los cigarrillos, hasta las sonrisas, las carcajadas que resonaban al mismo tiempo que el hielo tornasolado en los vasos y las pulseras en sus muñecas delgadas y casi frágiles, como sus picudos tobillos, en los que a veces relucía una tenue cadena de oro, como los curvados empeines que descendían hasta ajustarse al molde exacto de los tacones de charol.

En los veladores metálicos del Monterrey, a un paso de los hombres con oscuros trajes de pana que miraban el cielo en espera de lluvia y la estatua del general y el reloj de la torre con una paciencia mineral, parecían envueltas en una lujosa claridad de indolencia y de whisky, una bebida de la que hasta entonces sólo supimos que existía en las películas del Oeste, y si al pasar junto a ellas las mirábamos disimuladamente, con las cabezas bajas, con las carpetas de apuntes bajo el brazo, con la expresión ensombrecida por el deseo y el bozo, nunca encontrábamos sus ojos, ocultos tras las gafas oscuras, sino facciones tan rígidas como las de una esfinge, labios rectos y fríos, curvándose en el cristal de una copa o en torno al filtro de un cigarrillo que no olía sólo a tabaco rubio y a dinero, sino a jabón de baño y a piel no dañada por el trabajo ni el sol, dorada por la pereza en arenales junto al mar, en esa playas que se veían en las películas en tecnicolor y a las que la mayor parte de nosotros no habíamos ido nunca: incluso el mar tenía entonces en nuestra tierra de secano como un prestigio de invento reciente.

Sabíamos que eran forasteras no sólo porque fumaran en público y se sentaran en la terraza del Monterrey sino porque sus cuerpos parecían obedecer a otra escala, a una medida de longitud y de esplendor inaccesible para las mujeres de Mágina, a una calidad de indolencia y de tránsito, de provocación, indiferencia helada y aventura, como las mujeres del cine y las de aquellas revistas extranjeras de modas que compraban las madres de algunos de nuestros amigos. Que alguien de Mágina, Carnicerito, anduviera con ellas, que las mostrara como trofeos gloriosos en el asiento de piel de becerro de su Mercedes blanco, nos parecía oscuramente un desquite entre sexual y de clase, de modo que no lo mirábamos pasar con envidia, sino con orgullo, casi con la misma exaltación con que oíamos en los anocheceres de verano el estampido de los cohetes que anunciaban el número de orejas cortadas por él en alguna corrida. La gente se paraba en la calle y aplaudía, y hubo una tarde memorable en que se sucedieron cuatro cohetes y a continuación, después de un silencio en el que se extendía el humo y el olor de la pólvora, estalló por sorpresa un gran trueno que sacudió los cristales de todas las ventanas: Carnicerito, en La Maestranza, había cortado un rabo y lo habían sacado a hombros por la puerta grande. En la iglesia de San Isidoro, el párroco, don Estanislao, aguileño y huesudo como la estatua de san Juan de la Cruz que hay en el paseo del Mercado, vehemente taurino, interrumpió la misa al oír el último cohete, y cuando dio gracias a Dios por el éxito de Carnicerito, los fieles, desconcertados al principio, prorrumpieron en una cerrada ovación, según atestiguó Lorencito Quesada, corresponsal de
Singladura,
el diario de la provincia, en una crónica que al ser leída por el obispo le deparó al sacerdote entusiasta una sanción que hasta las personas más devotas de Mágina consideraron excesiva.

Ni que decir tiene, pensaban, que Su Eminencia era forastero, y que mal podía comprender lo que Lorencito Quesada llamaba lastimosamente la indiosincrasia de nuestra ciudad, tan volcada en su torero epónimo como en las procesiones de su Semana Santa y en su menesterosa artesanía del esparto y del barro, recién hundida por la invasión de las fibras y los cubos de plástico y el cristal irrompible, tan falta de celebridades y de relevancia en el mundo desde el siglo XVI, lejos del mar, de las carreteras nacionales y de las líneas importantes del ferrocarril, aislada entre los olivares como en medio del océano, tan inútilmente hermosa y tan ignorada que cuando se rodaban exteriores de películas en sus plazuelas y en sus callejones aparecía luego en el cine con otro nombre. Ni siquiera Carnicerito pudo escapar a la larga de ese maleficio que nos perseguía: al cabo de dos o tres temporadas triunfales, en las que no había domingo en que no se superpusieran a los toques de las campanas llamando a la última misa los cohetes que daban noticia de las orejas que cortaba, el número de sus corridas fue menguando tan paulatinamente como el de los estampidos, y dijeron que tenía mala suerte con los toros, que otros matadores, auxiliados por empresarios deshonestos, le tendían zancadillas, que había caído en manos de falsos amigos y de apoderados desleales. Se le seguía viendo en su Mercedes blanco, recostado, con sus trajes de colores claros, su pelo húmedo de brillantina, sus patillas largas, en los sillones de reluciente aluminio del Monterrey, y las mujeres forasteras y rubias fumaban junto a él y sostenían en sus manos largos vasos con bebidas doradas, pero en su expresión severa, en su cara fina y pensativa que cada vez se parecía más a la de Manolete, había ahora, contaban, una permanente amargura, tal vez el desengaño o la fatiga del éxito, de las cámaras de los fotógrafos, de la persecución de aquellas mujeres, a las que hasta de lejos se les veía que eran notorias lagartas y sólo buscaban de él su fama y su dinero, que lo debilitaban, decía mi padre, disipándole las fuerzas que le habrían sido tan necesarias para enfrentarse a los toros. Fuera de Mágina, de nuestras calles y oficios usuales, de la complicidad urdida por la sangre, el mundo era una selva cruel en la que sólo los canallas y los forasteros alcanzaban a sobrevivir. Fuera de su casa y renegado de los suyos un hombre en seguida se hundía en la depravación. En la mesa camilla, por la noche, mi abuelo Manuel me miraba muy serio y me decía: «A que no sabes en qué se parece un muchacho de bien a un teatro.» Cómo iba a no saberlo, si me lo había repetido mil veces. Pero me callaba, ya sin devoción, ya desdeñando aquella voz que no muchos años atrás había contenido todas las posibilidades de la maravilla y el misterio. «Pues que nunca se te olvide: un muchacho de bien se parece a un teatro en que se descompone con las malas compañías.»

El halago de los malos amigos, que sólo contarían con uno mientras tuviera cinco duros en el bolsillo, el resplandor turbio de los bares, la atracción de las mujeres que practicaban en los hombres incautos un vampirismo que los enloquecía y los acababa consumiendo, como a Carnicerito, la blandura que traía consigo la pereza y la comida no ganada duramente, no disputada palmo a palmo a la tierra hostil y al clima traicionero, los vicios que enfriaban la sangre, la temeridad de desear lo que no estaba destinado a nosotros: nos relataban los horrores de los años del hambre como enunciando una profecía que vagamente nos amenazaba a nosotros, los que no conocimos esos tiempos, los que no vivíamos el año cuarenta y cinco, el único de todo el siglo del que se acordaban por su número, cuando las semillas no germinaron en la tierra y en las ramas de los olivos no llegaron a florecer los racimos amarillos de las aceitunas, cuando a las recién paridas se les agriaba la leche y hasta a los hombres más colosales les aparecían manchas pardas en la piel y se les hinchaba el vientre de comer hierbas amargas y caían fulminados al suelo con los ojos en blanco, reventados por el hambre. Un cuarenta y cinco es lo que hacía falta que viniera, decían, para que supierais agradecer lo que tenéis, pan blanco y carne de pollo y no boniatos y algarrobas, lo que os hemos dado con el sacrificio de nuestra juventud y nuestra vida y ahora desdeñáis. Pues no podían entender que nos importara tan poco todo lo que nos habían ofrecido, que nada de lo que fue su mundo tuviera que ver con nosotros, ni la tierra, ni los animales, ni siquiera las canciones que a ellos les gustaban ni su manera de vestir ni de cortarse el pelo. Mientras nos reprendían, en el comedor, a la hora de la cena, mirábamos con indiferencia la televisión. No ponen fe, decían, mirándonos a los más jóvenes trabajar en el campo con desgana, con torpeza, con irritación, viéndonos terminar de cualquier modo una tarea que hubiera requerido lentitud y paciencia para volvernos cuanto antes a Mágina, para despojarnos de las ropas viejas que olían a sudor y estaban manchadas de barro o de polvo y lavarnos con agua fría y vestirnos de domingo, o peor aún, con vaqueros, pues llegó un tiempo en que también despreciamos los severos trajes que nuestras madres nos habían encargado en el sastre o comprado a plazos en El Sistema Métrico y ya no quisimos volver a ponernos corbata, ni siquiera el Jueves Santo ni el día del Corpus, y andábamos, decían, como adanes, con vaqueros y zapatillas deportivas, con el pelo casi tapándonos las orejas, como los vociferantes maricones de los conjuntos que salían en la televisión.

Eso buscábamos, cuando subíamos agrupados hacia la plaza del General Orduña con las manos en los bolsillos y los cuellos de los chaquetones levantados, como marineros o gángsters, mis amigos y yo, Serrano, Martín, Félix, todo lo que más miedo les daba a nuestros padres, miedo y una especie de aguda repugnancia física, buscábamos las malas compañías y el humo y las canciones en inglés que sonaban en el Martos, queríamos dejarnos el pelo tan largo que nos llegara a los hombros y fumar marihuana y hachís y LSD —suponíamos vagamente que el LSD también se fumaba—, queríamos viajar en autostop al otro extremo del mundo y hacia el fin de la noche oyendo con los ojos cerrados a Jim Morrison o subir una tarde a la Pava y no regresar nunca, o volver varios años más tarde tan cambiados que nadie nos reconocería, enmascarados por el pelo largo y la barba, con botas y chaquetones militares, con la cara de furia, experiencia y dolor de Eric Burdon, con camisetas como la que llevaba Jim Morrison en la portada de aquel disco que un día apareció en casa de Martín, llevado por su hermana, nos dijo, a quien se lo había prestado una amiga extranjera. Y nos sentíamos atrapados en la víspera interminable de la libertad y de la nueva vida, detenidos en un límite cuya oscuridad ulterior nos atraía tanto y nos daba tanto miedo como el olor y la cercanía de las mujeres, inaccesibles y próximas, sentadas junto a nosotros en una banca del instituto, tan cerca que nos rozaba el perfume limpio de su pelo y el aroma un poco acre a tenue sudor y a tiza que venía de ellas en las últimas clases, tan imposiblemente lejos como si pertenecieran a otra especie entre cuyas costumbres no estaba la de advertir que existíamos, al menos en el mismo grado que los tipos mayores que las esperaban al salir, los que las invitaban los domingos a gin tonics en la barra del Martos o entraban con ellas en la penumbra rosada de la discoteca que había al fondo del patio, cuya puerta acolchada nosotros nunca habíamos cruzado no sólo por falta de dinero, sino porque no conocíamos a ninguna muchacha que quisiera acompañarnos.

Pero eran las vísperas, al menos para mí, sólo me faltaba un curso para irme de Mágina, si me daban la beca, si obtenía las notas muy altas que me eran necesarias para conseguirla, y de antemano me despojaba del miedo y de la nostalgia, me veía subiendo al amanecer hasta la acera del Martos, que a esas horas estaría cerrado, llevando en la mano derecha la maleta en la que guardaba mi ropa, mis libros y mi máquina de escribir, mirando con desdén al pasar las mismas calles y casas que había estado viendo durante tantos años para ir al colegio de los Salesianos y luego al instituto, despreciándolo todo, sintiendo casi piedad por los que no se iban, por los hombres cabizbajos que a esa hora salieran hacia el campo con la brida de un mulo echada sobre los hombros, por los tenderos de guardapolvos grises que estarían levantando cortinas metálicas o disponiendo cajas de frutas en la
acera,
igual que mi padre en el mercado. Me iría, antes de un año, calculaba, en octubre, y cuando volviera, si volvía, yo también sería un forastero, un renegado, un nómada. Y ahora descubro, al cabo de dieciocho años, media vida después, que yo soy en parte ese desconocido en quien soñaba convertirme entonces, que tal vez, si me he encontrado con Nadia, no he sido del todo infiel a la solitaria locura de aquel adolescente a quien ya no se le parece mi cara.

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