Authors: Antonio Muñoz Molina
Se acordaba de su estatura y de sus briosos ademanes militares, pero no de su cara: pensó inventar un pretexto y hacerle una visita a Ramiro Retratista, que sin duda guardaba en su archivo alguna foto del comandante Galaz. Pero le daba aprensión ir al estudio de Ramiro, y también un poco de remordimiento, porque cuando casó a su hija le había encargado el reportaje de bodas a un fotógrafo de la competencia, que los hacía en color. Además, desde que no era obligatorio el blanco y negro en las fotografías de carnet de identidad y se había instalado un fotomatón en una esquina de la plaza, el estudio de Ramiro se estaba quedando sin sus clientes más seguros, y el subcomisario, cada vez que se encontraba con él, sentía una mezcla atosigante de culpabilidad y compasión, muy parecida a la que le inspiraban los vendedores del mercado de abastos a los que nadie les compraba. Les compraba él, desde luego, los sábados por la mañana, y cuando volvía a casa y su mujer inspeccionaba las hortalizas mustias y la carne más bien averiada que había traído en el cesto lo llamaba inútil y le decía que si tuviera lo que tienen los hombres e hiciera valer su autoridad volvería al mercado a exigir la devolución de su dinero.
No fue al estudio de Ramiro Retratista: se le partía el alma con sólo ver el escaparate donde aún quedaban unas pocas fotos polvorientas de reclutas y de rancias parejas de novios, así como un retrato grande, pero también antiguo, de Carnicerito de Mágina, tomada el día de su alternativa: se había publicado en el
Dígame,
y aún podía verse su recorte amarillento en algunas tabernas de la ciudad. Ahora donde la gente iba a retratarse era a un establecimiento nuevo de los soportales que tenía un letrero luminoso, «Fotoimagen 2000», y un escaparate tan ancho como los de las tiendas de electrodomésticos en el que resplandecían audaces fotos en color, tomadas a veces desde ángulos tan raros que al subcomisario le daba mareo quedárselas mirando: las parejas de novios aparecían envueltas en una bruma rosada, o sonriendo en el interior de una televisión, o sobrevolando con los brazos extendidos la torre bulbosa del Salvador, entre las nubes, como en la portada de un disco de música moderna. «No entiendo nada», pensaba, y se lo dijo aquella noche al teniente Chamorro. «No entiendo la poesía que hacen ahora, si es que puede dársele ese nombre a lo que no respeta las sagradas normas del metro y de la rima, no entiendo los cuadros que pintan ni las canciones que cantan ni las palabras que dicen en los bares, por no entender no entiendo ni el lenguaje que ahora se usa en los informes policiales. Nada más que siglas, Chamorro. ¿No podíais simplificar un poco los nombres de vuestras organizaciones políticas? Yo creo que ni vosotros mismos os entendéis, y aunque me esté mal decirlo también nos confundís a nosotros. Y al fin y al cabo todos buscáis lo mismo, digo yo, que es derribar al Régimen...» El subcomisario Florencio Pérez, cuando iba a visitar a su amigo sin la obligación de detenerlo, lo hacía a escondidas, dando vueltas primero por los callejones del barrio de San Lorenzo, procurando que ya hubiera oscurecido y que nadie lo viese. «No me calientes la cabeza, Florencio, que te veo venir. Tú sabes que yo he repudiado siempre por igual la mentira de la política y la esclavitud de la religión.» El subcomisario tomó un bocado de borrachuelo, bebió un sorbo de anís y empezó a hablar con la bola dulce y harinosa en la boca, soltando pizcas de saliva y de azúcar. «¡No compares, Chamorro, y no sigas por ahí, que me voy a enfadar!» «¡Y tú no hables con la boca llena, que me pones perdido! Parece mentira, hombre, con lo fino que eres y lo bien que te criaron, y no puede uno acercarse a ti cuando estás comiendo.» La mujer de Chamorro entró de la cocina para poner paz entre ellos. Lo hacía siempre que oía levantarse las voces. «Venga, Florencio, una copita más y otro borrachuelo, que tienes mala cara esta noche.» «Y tráele un cenicero», dijo magnánimo el teniente Chamorro, «se está muriendo de ganas de fumar y no se atreve a pedirme permiso». Él bebía agua fresca: no le gustaba la del grifo, y la traía en cántaros de la fuente de la Alameda, en el pequeño serón de su burra quejumbrosa. El subcomisario Pérez se apresuró a sacar la petaca y el librillo automático de papel y lió ávidamente un cigarro. Pensaba que su amigo tenía rarezas de santo y austeridades de las que él no era capaz. Pero se había jurado que no le diría nada sobre su descubrimiento de aquella mañana: cuando él sellaba sus labios ni el suplicio más atroz lograría que quebrantara el silencio: como los mártires cristianos en las mazmorras de Nerón, como los cautivos en las checas. Pero el anís, los borrachuelos, el brasero tan caliente bajo las faldillas, la hospitalidad de aquella casa, infaliblemente despertaban en él la tentación de sincerarse. «No sé lo que me pasa, Chamorro», dijo, después de expulsar una bocanada que llenó de humo la habitación. «Pues qué te va a pasar, hombre —el teniente Chamorro tosía y agitaba las dos manos para apartar el humo—, que eres un beato.» «Lo que soy es un mierda, con perdón de tu mujer, que no me habrá oído. Lo que me pasa es que no tengo carácter, ni autoridad, ni nada. Mi hijo menor, que parecía tan bueno, que me iba a dar la alegría de abrazar el sacerdocio, ahí lo tienes, donde quiera que esté, con esas melenas y esas barbas de salvaje y drogándose y revolcándose en la promiscuidad, cantando a gritos como un pagano de la selva. Mi hija, cuando voy a su casa, me manda a por perejil, o a por vino, me pongo a mi nieto en las rodillas para jugar al caballito y se ríe de mí, o se aburre y se baja y me dice que lo deje ver tranquilo los dibujos animados. Mi hijo mayor, desde que es subcomisario y está destinado en Madrid, me mira por encima del hombro. Y si es mi mujer ni te lo cuento, Chamorro. Le pido que me acompañe a la novena de la Virgen y me contesta que con lo que tiene rezado ya le sobra, y que la humedad de la iglesia no es buena para su reuma.» Lo confortaba escucharse a sí mismo, cuidar con igual esmero su vocabulario que su flagelación. El teniente Chamorro se limpió las pizcas de borrachuelo de la cara y vertió un poco más de anís en la copa, alejando mucho de sí la mano que sostenía la botella, como por miedo al contagio. «¿Y qué me ha faltado a mí en la vida?», continuó el subcomisario: «lo tuve todo, con modestia, pero sin privaciones, con la estrechez de aquellos tiempos, estudios, suerte, hasta gané una guerra. Imagínate que hubieran ganado los tuyos en vez de los míos. Tú serías ahora general, o gobernador, algo muy grande. Y yo ¿qué soy?» «Un beato, Florencio, un beato tremendo.» «Católico, Chamorro, católico, apostólico y romano, a fuer de buen español.» El teniente Chamorro dio un golpe con los nudillos en la mesa: «Ya empezamos, hombre. Y yo entonces, porque no voy a misa ¿soy turco?»
No le diría nada: se lo había jurado a sí mismo, tenía tan sellados los labios como si lo obligara el secreto de confesión. Miró el reloj: ya eran las diez. A las diez y media como máximo tendría que estar de vuelta en su casa. Pero hacía frío y viento en la calle y en la mesa camilla del teniente Chamorro estaba uno en la gloria, con aquel brasero ardiente de candela, que cuando lo removían con la paleta envolvía la habitación entera en un calor tan dulce como el de las mantas, con aquellos borrachuelos tan en su punto y aquel anís que los empapaba en la boca y les ayudaba tan suavemente a deshacerse y a bajar al estómago. Pero si no se lo decía a su amigo Chamorro, que conoció al comandante Galaz, que sirvió a sus órdenes, que intercedió ante él para que soltaran de la cárcel a aquel joven policía devoto, pero inofensivo, atrapado por equivocación entre una gavilla de conspiradores falangistas ¿a quién más se lo podría decir? Se puso tan serio que se le alargó un poco más la cara, miró en dirección a la cocina, donde fregaba platos la mujer de Chamorro, le hizo a éste una seña para que cerrara la puerta, para que se acercara un poco más a él. «Chamorro, júrame que si te cuento una cosa no se la repetirás a nadie.» «Yo no juro, porque no creo en Dios.» El subcomisario gesticuló de impaciencia y estuvo a punto de decirle a su amigo que aunque no lo creyera aún podía salvarse, y que él rezaba todas las noches para que volviera al seno de la Iglesia, aunque fuese en su lecho de muerte, como tantos ateos, como don Mercurio, aquel médico masón, pero se contuvo, porque ya era tarde, y porque se moría de ganas de romper su propio juramento. «Pues prométemelo por tu honor, Chamorro.» «Prometido.» El subcomisario había liado otro cigarrillo. Procuró echar poco humo, pero era inútil, su mujer se lo decía, echaba más humo que nadie, más que una locomotora, atufaba la casa. Puso voz misteriosa: «Alguien que tú y yo conocemos y que hacía muchos años que faltaba de Mágina ha estado aquí. Yo lo he descubierto. Y no me preguntes quién es, porque no estoy seguro de que deba decírtelo.» El teniente Chamorro apartó el humo como si fuera una cortina y se echó a reír. «El comandante Galaz. El que te salvó la vida cuando los tuyos armaron la que armaron. Y tú nos pagaste cruzando las líneas para pelear contra nosotros.» No podía creerlo: hasta su mejor amigo lo defraudaba, hasta un proscrito sabía tanto como el jefe de policía. Hizo lo posible por fingir que sólo había revelado una parte del secreto: «Ha sido difícil, pero estamos recobrándole la pista. Parece que al irse de aquí después de unas semanas continuó viaje hacia el sur...» El teniente Chamorro se puso en pie con un gesto terminante y fue a abrir la ventana: el humo azul y gris se agitaba y salía velozmente hasta perderse en la oscuridad, desplazado por el aire frío. «No te canses, Florencio, ni me cuentes embustes. No tenéis que buscarlo porque él no se esconde. Y además no se ha ido de Mágina. Vive en un chalet de la colonia del Carmen.»
Cómo es posible que ni siquiera ahora, cuando ella me lo cuenta, me acuerde de nada, que no me quede ni un indicio de lo que sin duda vi y olvidé, el jardín abandonado donde tomaban los gatos el sol en las mañanas de invierno, saltando entre las hojas secas y empapadas que cubrían la grava o quedándose inmóviles como gatos egipcios en lo alto de la tapia junto a la que yo pasé tantas veces, cuando me atrevía a acercarme a aquel barrio donde yo pensaba que sólo vivían millonarios para rondar la casa de Marina, que estaba tan cerca. Era el barrio de los chalets, la colonia del Carmen, al noroeste de la ciudad, junto a la carretera de Madrid, en el límite de los descampados donde se alzó solitariamente durante muchos años el colegio de los Salesianos y donde después empezaron a construir bloques de pisos. Allí imaginaba yo que vivían misteriosamente los ricos, los médicos, como el padre de Marina, los abogados, los ingenieros, en casas ocultas detrás de tapias encaladas o de verjas de hierro y rodeadas de cipreses y setos de arrayán, casas con timbres y cuartos de baño y placas doradas en las puertas; que esa gente invisible viviera tan lejos de mi barrio, en el otro extremo de la ciudad, era sin duda una prueba de la lejanía que les otorgaba el dinero: en los anocheceres de verano se oía el rumor de los aspersores y de las máquinas de cortar el césped, y si uno daba vueltas por allí olía a jazmines y a celindas y a hierba mojada y lo sobresaltaban los ladridos de los perros: risas y voces, conversaciones tranquilas en sillones de hierro pintados de blanco, olor de cloro y chapoteos de cuerpos en las piscinas que no podían verse desde la calle.
Nadia se ríe y dice que exagero: no habría ni tres piscinas en toda la colonia. Eran casas pequeñas, de una sola planta casi todas, con jardines modestos, muchos de ellos agostados por el polvo y el humo de la carretera. Las agrandaba mi imaginación acuciada por la extrañeza de aquellos lugares en los que sólo podía considerarme un buscador furtivo, y también, lo pienso ahora, un vago resentimiento de clase. De modo que no veía lo que estaba delante de mis ojos, pero tuve que verla a ella, seguro que la vi, y ni siquiera me fijé, cegado por la obsesión estéril de un amor que buscaba sordamente su plenitud en la imposibilidad y el fracaso, como tantas veces antes y después en mi vida: es mentira que uno, aunque esté despierto y camine y hable, vea las cosas, es mentira la certidumbre del recuerdo consciente. Me cruzaría con ella y con su padre, lo sé porque ella sí me vio, porque no iba con los ojos vendados, dice que me veía andar a solas por las calles de tapias bajas y acacias con mis pantalones vaqueros y mi chaquetón azul y mi flequillo negro y ondulado sobre la frente, y que le llamaba la atención mi manera tan artificiosa y literaria de fumar, el cigarrillo colgando de una esquina de la boca en mi cara redonda de diecisiete años, y la mirada oblicua y ansiosa de mis ojos, y que por eso, cuando volvió a verme, no tardó ni cinco minutos en recordar.
Pero ella entonces, al contrario de mí, lo miraba todo con la fijeza ávida del deslumbramiento, estaba viviendo en la ciudad que había imaginado desde que era una niña, por primera vez en su vida había cruzado en un avión el Atlántico y todo lo que veía desde que aterrizó a este lado del océano era para ella un tranquilo prodigio, vivía una indolencia perpetua, unas vacaciones que no parecía que tuvieran fin, en un presente que se prolongaba día tras día sin exigencias ni amenazas, lejos de América, de la casa donde había agonizado su madre con una válvula artificial en el corazón que sonaba como un tambor en el silencio de las noches de insomnio, al otro lado de un tabique. Veía por la ventana de su dormitorio las luces de Manhattan, a donde la llevaron de niña muy pocas veces, tan pocas que sólo conoció bien la ciudad mucho más tarde y nunca dejó de sentirse en ella extranjera, igual que en todas partes: eso tenemos en común, una mezcla perpetua de incomodidad y desahogo, una predisposición a establecernos en los lugares durante media hora o diez días como si fuéramos a quedarnos para siempre o de vivir en ellos muchos años sin perder la sensación de provisionalidad ni la apetencia de nomadismo, de paréntesis entre viajes y vidas y tránsitos de un idioma a otro. De niña sabía que a su madre y a las amigas de su madre tenía que hablarles de una manera y a su padre de otra, pero no que algunas veces hablaba en inglés y otras en español. Sabía desde que fue a la escuela y empezó a jugar con otras niñas y a visitar sus casas que no era del todo idéntica a ellas, y sólo muy tardía y laboriosamente descubrió que la médula de la diferencia radicaba en su padre, y eso al mismo tiempo la desconcertaba y la hacía sentirse orgullosa de él: su padre no tenía el pelo rubio y la cara colorada, no hablaba gangosamente a gritos, no tomaba de la mano a su madre ni recibía a las visitas con una sonrisa tan escandalosa como una carcajada. Su padre no tenía amistad con ningún hombre del vecindario, ni les servía bebidas en el jardín, ni se ponía pantalones cortos las tardes de verano para regar el césped o encender la barbacoa. Se parecía más bien a los abuelos de otras niñas, sobre todo a los que hablaban inglés con un acento extranjero muy fuerte, pero eso a ella le parecía un mérito y no una desventaja, tal vez porque entonces distinguía muy vagamente la juventud de la vejez, y en cualquier caso prefería esta última. Su padre no iba en coche al trabajo, sino caminando, ni siquiera sabía conducir, y esto también lo distinguía de los otros padres, y algunas veces, desde que ella tuvo ocho o nueve años, la llevó con él en tren a Manhattan, a apartamentos de escaleras sombrías, en casas de ladrillo rojo, donde había otros hombres que eran como él, no sólo porque hablaban español, sino porque se vestían de manera parecida y tenían expresiones semejantes en sus caras y ponían discos que ella se sabía de memoria porque los escuchaba en su casa. Aún ahora no puede oír algunos pasodobles,
En el mundo,
o Suspiros de España, sin que se le humedezcan los ojos y se le ponga un nudo en la garganta: se ríe de sí misma, está segura de que la encuentro ridícula, pero no lo puede remediar, ni quiere, oye los arrebatos de la orquesta y la voz brava y oscura de Concha Piquer y no le hace falta acordarse de aquellos viajes en tren a Manhattan y de su mano oprimida por la mano caliente y grande de su padre para que la traspase una nostalgia impúdica y un sentimiento de felicidad y desamparo, aquellos apartamentos con muebles arcaicos y platos de cobre y fotografías españolas en las paredes, los tocadiscos donde sonaban himnos republicanos y canciones de Miguel de Molina, los hombres y las mujeres que estaban sentados ceremoniosamente en los sofás dejando en el suelo o sobre las mesas las tazas de té y las copas de jerez y saliendo a bailar, enlazándose por la cintura con una delicadeza que ella sólo había visto allí, nunca en los raros parties que celebraba su madre, sacándola a ella algunas veces y enseñándole a mover los pies mientras su padre, que jamás bailaba, la miraba sonriendo desde una esquina del salón, callado, orgulloso de ella, con un vaso intacto en la mano, siguiéndola con los ojos mientras asentía a las palabras de alguien.