Authors: Antonio Muñoz Molina
Creía con inquebrantable candidez en esas cosas: que el saber no ocupaba lugar, que el mundo era un pañuelo, que preguntando se llegaba a Roma, que la mejor lotería era el trabajo y la economía. Yo trabajaba junto a ellos, desde el amanecer los domingos y en los días de vacaciones, con una mezcla de involuntaria ternura y enconado desdén los veía rudos, monótonos, ignorantes, pero también leales y dignos en virtud de un instinto que sólo ellos poseían y les era tan propio como el color cobrizo de la piel o la aspereza y el vigor de las manos. Cuando mis compañeros, en vísperas de Navidad o a finales de mayo, aguardaban con una impaciencia nerviosa a que acabaran las clases, yo contaba los mismos días con desconsuelo, pensando que no vería a Marina, que tendría que madrugar y quedarme en los olivares o en la huerta desde que saliera el sol, limpiando cuadras, echando el pienso a las vacas y a los cerdos, arrancando patatas o cebollas o cavando la tierra o arrastrándome sobre ella para recoger aceituna. Al principio me dolían todos los huesos y se me levantaba la piel de las manos, pero luego la cara se me ponía morena y los brazos musculosos y notaba una energía desconocida en mi cuerpo y las palmas de mis manos adquirían una dureza semejante a la del cabo de una azada. Y por las noches, cuando volvía exhausto y me lavaba a manotazos con agua fría en la cocina, cuando me cambiaba de ropa y salía a buscar a mis amigos o a rondar la calle donde vivía Marina, me sentía a la vez fuerte y distinto a los otros, mayor que ellos, con una plenitud física mezclada de furia y de amargura que ellos no podían conocer. Las clases, los exámenes, me parecían obligaciones pueriles: no estudiaba, como otros, para que mi padre me comprara una bicicleta o me llevara de vacaciones a la playa, sino para ganarme un porvenir no atado a la tierra, para irme pronto de Mágina sin morirme de hambre. Cada uno de mis amigos había elegido ya su vida futura, y hasta el réprobo Pavón Pacheco estaba seguro de su porvenir como proxeneta y legionario. Martín quería ser científico; Serrano, que hasta los quince años había aspirado a ingresar alguna vez en la mafia, en calidad de pistolero, ahora quería convertirse en poeta o en guitarrista de rock; Félix se preparaba a conciencia para estudiar clásicas y lingüística y hacerse profesor. Pero no había nada que yo quisiera ser exactamente el día de mañana, como decían con reverencia mis mayores: no quería ser algo, sino ser alguien, una figura solitaria y novelesca concebida en la infancia, hecha irresponsablemente de personajes de películas, de aventureros de novelas y de tebeos, de desconocidos que pasaban por la plaza de San Lorenzo y a los que yo me quedaba mirando como si prefigurasen mi apariencia futura, la identidad escondida y cambiante que yo deseaba para mí, y a la que en los últimos tiempos había añadido el pelo largo y la barba y los viajes no por el centro de África ni por los mares del Sur en busca de islas desiertas sino por las carreteras de Europa y de los Estados Unidos. Quería ser algunas veces como el dueño del Martos, que recibía del extranjero aquellos discos imposibles de escuchar en la radio o de conseguir en las tiendas de Mágina: había sido, se contaba, marinero en un barco mercante, había vivido en Amsterdam, se había dedicado al contrabando en fronteras y puertos tropicales y ahora, hacia los treinta años, retirado de todo, cansado de aventuras, regentaba su bar y su discoteca como un antiguo forajido que se resigna a la nostalgia y a la legalidad. Quería cambiar a mi antojo de nombre, de ciudad, de país y de idioma, y mientras caminaba solo por las calles de Mágina o trabajaba en silencio en la huerta, al lado de mi padre, estaba inventándome de manera incesante pasados y porvenires, y había días y semanas enteras que dedicaba a la invención detallada de una sola vida, en París, por ejemplo, con diecinueve años, con una novia nórdica, descargando frutas en los mercados y escribiendo piezas de teatro del absurdo en una buhardilla, o en San Francisco, de batería de rock, viviendo con Marina, que había dejado un matrimonio infeliz en España y había subido a un avión transoceánico arrebatada de nostalgia por mí, y me buscaba entre los hippies de la ciudad, y pasaba hambre hasta encontrarme, y al final me veía por casualidad y casi no me conocía con mi pelo tan largo y mi barba parecida a la del batería de los Credence... Pero en algún momento cualquiera de esas vidas empezaba a aburrirme, notaba un hastío de la bohemia y del sexo que era frecuente en algunas novelas, vislumbraba una desconsolada vejez, y sin salir de la huerta de mi padre ni de mi cuarto en la plaza de San Lorenzo cambiaba por completo de vida, tenía veintisiete años, era corresponsal en Roma y bebía desengañadamente ginebra en una terraza de la Via Veneto, participando con fluidez y desgana en una conversación trabada en diversos idiomas, harto de mujeres cosmopolitas y de aventuras sexuales de una noche. Hubo temporadas en las que renuncié al rock y a las carreteras y fui comandante guerrillero en la sierra de Mágina, donde dirigía con éxito un atentado contra el general Franco, inspirándome con avidez plagiaría en las historias que contaba el teniente Chamorro, y luego entraba en la ciudad, por la calle Nueva, en un jeep descubierto, al frente de una columna de barbudos con estrellas rojas en las boinas y banderas rojas ondeando entre la multitud, sobre las torres de las iglesias, en el balcón de la comisaría, en el pedestal de la estatua otra vez derribada del general Orduña. Yo era un guerrillero frío, sereno, despiadado, con la expresión de Che Guevara en aquella foto que tenía en su habitación la hermana de Martín, que estudiaba segundo en la universidad y nos prestaba a veces discos tediosos de cantantes prohibidos y ejemplares de
Mundo Obrero.
Yo no tenía compasión con los fascistas hacinados en el patio del instituto —habilitado provisionalmente como campo de concentración—, ni participaba tampoco en las celebraciones tumultuosas de mis hombres. Ahora a quien plagiaba era al comandante Galaz de las narraciones del tío Rafael: alto, solitario, implacable en el mantenimiento de la disciplina y la justicia, me encerraba a solas en mi espartana habitación del cuartel general y nadie, ni mis amigos y lugartenientes —Félix, Martín, Serrano—, conocía el secreto que me atormentaba. Una noche, a oscuras, bajo la lluvia, montaba solo en un jeep y me dirigía a cierto chalet de la colonia del Carmen que gracias a mis órdenes expresas no había sido incautado. Bajaba de un salto junto a la verja, soportando con indiferencia militar la lluvia que me chorreaba por el uniforme, hacía sonar la campanilla. Se encendía una luz en el vestíbulo y una mujer joven, despeinada, con mal color pero muy hermosa todavía, Marina, salía a abrirme al jardín con un chal sobre los hombros. Teníamos preso a su marido, un notorio franquista, y bastaría mi firma para que saliera libre. Me suplicaba, con sus grandes ojos verdes anegados en llanto, como decían siempre en las novelas y en los seriales de radio, me juraba que su marido no era un conspirador, me prometía entregárseme, casi me arrastraba a su dormitorio. Tenía desabrochada la blusa y yo podía ver una luz macilenta el inicio de los pechos blancos que había visto desnudos y con los pezones pintados de verde oscuro en un sueño. Yo no le contestaba al principio. Dejaba la azada en el suelo y no seguía arrancando patatas de la tierra oscura y removida, y mi padre decía a mi lado, «pero hombre, que es para hoy, que se te van los pavos». La miraba fríamente a los ojos, ocultando todo el deseo, todo el sufrimiento y la ternura de tantas tardes en las aulas y en los pasillos del instituto, tantos años atrás. Sin decirle nada, hacía allí mismo dos llamadas de teléfono: una al campo de concentración, para pronunciar el nombre odioso de su marido —a quien ella, en lo más íntimo de su corazón, no amaba— y ordenar que lo pusieran inmediatamente en libertad. La otra a la frontera, para que los dejaran salir del país. Sacaba del interior de mi uniforme verde olivo un sobre y se lo tendía a Marina. Eran dos pasaportes. Los dejaba caer, mirándome con sus ojos nuevamente empañados de lágrimas, pero ahora de gratitud y acaso de amor. Me besaba en los labios, quería decirme algo, yo la hacía callar con un gesto, salía al jardín, donde aún diluviaba, dejaba entornada la verja, saltaba al jeep y lo ponía en marcha sin encender los faros y no me volvía para mirarla por última vez.
Te vas a quedar ciego de tanto leer, acabarás cazando moscas con la gorra, cómo pueden caberte en la cabeza tantas palabras, te quedarás sordo con esa música tan alta, qué piensas, que no te fijas en nada, que vas como alelado, se conoce que escribir a máquina te cunde más que coger aceituna. Vivía enfermo de palabras y voces, las palabras silenciosas de los libros y las voces de las canciones y de las emisoras extranjeras que sintonizaba después de media noche, atrapando a veces con un sentimiento de orgullo y de triunfo una frase entera en inglés o en francés, reconociendo nombres, imaginándome que era yo quien hablaba en un estudio iluminado, en el último piso de un rascacielos, imitaba sonidos y acentos con la felicidad de oírme convertido en otro, pero las voces que ahora más me trastornaban no eran las de las emisoras ni las de mis mayores, sino las que sonaban dentro de mí con la perpetua y sucesiva confusión de una radio cuyo sintonizador gira alguien buscando al azar. No quería ser algo, no quería tener una carrera y una novia y luego una esposa y dos o tres hijos y una oficina o un aula y una casa con televisión en color y cocina eléctrica y cuarto de baño, odiaba esa posibilidad con la misma furia con que odiaba quedarme en Mágina y trabajar en el campo, quería no estar atado a nada ni a nadie y no tener raíces, y vivir en la realidad de mi vida de adulto como vivía en las imaginaciones solitarias de la huerta. Ahora mis padres, mis abuelos y mis tíos eran sombras que murmuraban advertencias y recuerdos gastados por el tedio de su repetición. Sus horas de silencio y sus gestos de dolor me resultaban tan indiferentes como las carcajadas y las caras encendidas de sus celebraciones, y cuando llegaba el día del final de la aceituna y había en el campo grandes damajuanas de vino tinto y canastas de tortas de pimentón y las mujeres se morían de risa cantando coplas obscenas, o cuando terminaba la matanza o era el día de mi abuela Leonor y los portales y el corral de la plaza de San Lorenzo se poblaban innumerablemente de tíos y de primos, yo me quedaba al margen, con una botella de cerveza en la mano, emborrachándome con disimulo y suavidad, escapándome a mi cuarto del último piso para oír un disco en inglés y fumar un cigarrillo y para imaginarme que volvía a la ciudad muchos años después, barbudo y enigmático, al amanecer, con un petate de nómada al hombro, huraño y célebre, reconciliado en la distancia con ellos, acompañado por una amante rubia y extranjera con las piernas muy largas que provocaba el escándalo y la envidia en la vecindad.
Comía en silencio, me levantaba de la mesa en seguida, subía a mi cuarto como a la estancia más inaccesible de una torre. Si mi padre quería retenerme, mi madre intercedía en voz baja: «Déjalo, que tiene que estudiar.» «Pues no sé cómo puede estudiar con la habitación llena de humo y con el ruido de esa música.» Se quedaban sentados frente al televisor, en la habitación donde el reloj de pared al que solía darle cuerda por las noches mi abuelo llevaba años detenido, fijos en la fosforescencia azul de la pantalla, mirando con indiscriminado asombro el espectáculo continuo y fantasmal de los anuncios, de las películas y los noticiarios, y decían que no era bueno que el aparato se calentara y que esa luz podía hacer daño a los ojos. Mi padre durmiéndose en un sillón, agotado por sus madrugones inhumanos, mi abuela Leonor haciendo preguntas sobre el argumento de las películas o la identidad confusa de los personajes, mi madre con las manos siempre ocupadas en una labor de costura o de punto, mi abuelo Manuel adormilado, con ese aire de severidad y de agravio que se le iría acentuando a medida que se adentrara en la vejez. Mi abuela Leonor, cuando me levantaba, me pedía que me quedara un poco a su lado, me cogía la mano para que me sentara junto a ella, ya no hablas conmigo, me decía, ya no te acuerdas de cuando eras chico y me pedías que te leyera los tebeos, y yo qué iba a leerte, si casi no sé, y me lo tenía que inventar. Pero me agobiaba esa ternura porque recelaba en ella una trampa para devolverme a la docilidad de la infancia, y ya no me paraba a escuchar las historias de mi abuelo sobre la emparedada de la Casa de las Torres o la bravura de aquel batallón de la Guardia de Asalto que sucumbió entero en la cuesta de las Perdices, me desprendía de ellos, subía de dos en dos las escaleras, sin ver siquiera aquellas habitaciones por las que había deambulado de niño buscando fotografías en el interior de los cajones y objetos misteriosos en las alacenas, sin acordarme del miedo que me daba cuando iba a acostarme y se apagaba la luz y uno de mis tíos me cantaba desde abajo, «ay mama mía mía mía quién será, cállate hija mía mía mía que ya se irá». Me encerraba en mi cuarto, que tenía dos balcones, uno que daba a la plaza de San Lorenzo y el otro a la calle del Pozo y al horizonte abierto del valle del Guadalquivir y de la Sierra, y allí casi lograba sentir la exaltación de estar solo, ponía un disco muy alto, me tendía en la cama con una novela y un cigarrillo encendido, seguro de que nadie subiría a sorprenderme fumando, y ya estaba en mi buhardilla de París o en ese hotel de la frontera mexicana del que hablaba Eric Burdon en una canción: la alta cama de hierro, con los barrotes helados en las noches invernales, la mesa camilla, el baúl y el estante donde guardaba mis libros, mis cuadernos de ejercicios con tapas azules y mis diarios de monótona y exacerbada desdicha. Me asomaba al balcón y era tan intenso mi deseo de irme que de antemano lo veía todo como si estuviera recordándolo. La plaza ya sin árboles, con algunos coches aparcados, la luz amarilla del farol en la esquina de la Casa de las Torres, el pavimento de tierra apisonada donde tantas veces yo había jugado a las bolas o buscado insectos diminutos entre la grama. Pero algunas casas ya estaban deshabitadas, y no había parejas de novios hablándose en las puertas y acogiéndose a la penumbra de los zaguanes. Fumaba en el balcón y veía mi sombra proyectada en la plaza como la figura del héroe sin lealtades ni raíces en quien quería convertirme. En las noches de temporal, cuando el viento y la lluvia sacudían todos los cristales y los postigos de la casa, me imaginaba que vivía en un faro junto al mar, y me gustaba acordarme, encogido y caliente bajo las mantas y la piel de oveja que cubría la colcha, de la noche de invierno en que me contaron que nací. Llegaba al hotel de una ciudad fronteriza y nadie sabía mi nombre ni podía averiguar mi origen. No oía el tráfico ni las sirenas de la policía, como en la canción de Eric Burdon, sino los clamores de los pavos en los corrales de la vecindad y los llamadores en las casas de la plaza, no barrían el techo y las paredes los faros de los coches que pasaban como ráfagas por una autopista cercana, pero si cerraba los ojos y me dejaba adormecer por el tabaco y graduaba el volumen del tocadiscos podía escuchar truenos lejanos y un rumor de tormenta y cascos de caballos mientras surgía de la nada la voz de Jim Morrison cantando como una promesa y una letanía
Riders on the storm.