Authors: Antonio Muñoz Molina
Sube por la avenida Lexington abrigado como un esquimal y renegando de su suerte, del ruido y del humo del tráfico y del viento mojado de aguanieve que lo sorprende en todas las esquinas, hace más frío aún que en Chicago, lleva guantes forrados, bufanda, un chaquetón a cuadros rojos y negros, dos pares de calcetines, y como aquí no lo conoce nadie, se ha comprado un gorro de lana y unas orejeras, pero da igual, sigue muriéndose de frío, tendría que haberse quedado mirando la televisión en el hotel, le sale de la boca un vaho tan espeso como el que sube de las alcantarillas y de las resquebrajaduras del asfalto, se le ha puesto roja la nariz y tiene una gota helada en la punta, igual que el tío Rafael, que en paz descanse, quién iba a decirle al pobre que alguien se acordaría de él en Nueva York tantos años después de su muerte. Hace más frío que en la batalla de Teruel, los mendigos inflados de hojas de periódicos y harapos y envueltos en jirones de plástico caminan tan encorvados y lentos como las últimas tropas de Napoleón en la retirada de Rusia, como deportados a Siberia, así iría el invierno pasado por estas mismas calles sin corazón mi amigo Donald Fernández, con lo orgulloso que estaba cuando le concedieron la nacionalidad norteamericana, y junto a las aceras hay un barro infame de nieve pisada y aplastada por neumáticos de coches, se descuida uno y resbala al cruzar un semáforo y esta gente lo arrolla con menos miramiento que una manada de bisontes. Eso decía Donald, si te paras te aplastan, si tropiezas ya no te vuelves a levantar. Pues nada, hombre, piensa, aunque algunas veces olvida toda precaución y se le escapan palabras en voz alta, como a los negros orates que piden limosna agitando monedas diminutas de cobre en vasos de papel, ya has vuelto a Nueva York, como quien dice, ya estás de nuevo en la cima del mundo, en la Cloaca Máxima, te quejarás de la vida, a punto de celebrar tu trigésimo quinto cumpleaños, o treinta y cincoavo, como dirá sin duda el dinámico preboste que te hizo viajar desde Madrid a uno de los lugares más perdidos de la tierra para servirle de intérprete y de duplicador en inglés de sus discursos, está encantado el tipo, lo rejuvenece Manhattan, se ha inventado sobre la marcha un compromiso ineludible para no tomar el vuelo directo de Chicago a Madrid y quedarse unos pocos días más en Nueva York, pues Wagner sigue rugiendo en el Metropolitan tan implacablemente como las tormentas sobre el lago Michigan y él no quiere perdérselo, sobre todo ahora que ya no dice el Metropolitan, desde luego, sino el Met, se ha aprendido todas las abreviaturas y los giros adecuados, habla con desenvoltura del MOMA y de Las Gemelas y al referirse al vestíbulo del hotel no dice el
hall,
sino el
lobby,
se ha hecho una autoridad en sobreentendidos neoyorquinos y en nombres de tiendas, de restaurantes, de discotecas, de clubs de jazz, de galerías del Soho, no descansa, y hasta asegura con suficiencia de experto que el Village ya no es lo que era, y como ha descubierto que gracias a la huella de España en América lo entienden casi todos los camareros, botones y taxistas, ha decidido prescindir de su intérprete, que ahora, libre como un pájaro, más solo que un perro, vestido de lapón, desconsolado y aburrido bajo los precipicios de ladrillo sucio de la avenida Lexington y los mástiles tremendos de las banderas, se arrepiente de haber regresado a Nueva York y a la tarea absurda de seguir llamando por teléfono a una casa que no sabe donde está y en la que nunca hay nadie.
Antes de salir del hotel ha llamado de nuevo e incluso ha reunido el coraje suficiente para dejar en el contestador su número de teléfono y el de la habitación, así como una advertencia melancólica, Allison, soy yo, el pesado de siempre, me voy esta tarde a Madrid, a las seis y media, aunque más que la proposición de una cita era ya una despedida, ni siquiera eso, uno no puede despedirse de alguien con quien no se ha encontrado. Camina maldiciendo a Nueva York y a todas las ciudades donde sea invierno, riñe consigo mismo, con su sombra, piensa en inglés con un feroz acento americano, /
wanna fly away,
se acuerda de Lou Reed, que cuando canta parece que camina solo por estas mismas calles, y su sombra le responde en español, lo que tú quieres es salir pitando, lo provee de versos de canciones con una erudición desvergonzada que no hace ascos al bolero, ni a la canción española, ni a las rumbas más lumpen, tanto viajar y ver mundo y aprender idiomas para esto, para languidecer de abandono y melancolía en una habitación desde cuya ventana lo único que se ve de Nueva York son las armazones metálicas de un aparcamiento y mirar en la televisión abyectos concursos para matrimonios felices y películas de Imperio Argentina y Miguel Ligero que aparecen por sorpresa en el canal latino, más solo que un viajante: pues eso es lo que eres, se le burla la sombra, un viajante lunático de palabras, persiguiendo siempre como un galgo las palabras de otros, ebrio de sentimientos de películas y de canciones vulgares, asesinado suavemente por ellas, dame veneno que quiero morir, es como si llevara en la cabeza una radio donde las emisoras se confunden, Lou Reed, Juanito Valderrama, Antonio Molina, adiós mi España preciosa, la tierra donde nací, bonita alegre y graciosa, como una rosa de abril, canta la sombra para abochornarlo de nostalgia en la esquina de la Quinta Avenida y Central Park, y entonces el aguanieve se hace más densa y la sombra sin escrúpulos adquiere la voz de Armando Manzanero y susurra con una dulzura repugnante, ayer tarde vi llover, vi gente correr y no estabas tú. Ni llueve ni es por la tarde, aunque para el caso da lo mismo, unas nubes oscuras, veloces, muy bajas, cubren los últimos pisos de los rascacielos y borran las perspectivas al final de las calles, y la gente, a las doce, ya tiene la cara agria y la prisa huraña que se desbocará cuando salgan a las cinco en punto, y efectivamente hay mujeres con botas de goma que corren hacia el abrigo de las marquesinas, y desde luego no estabas tú, piensa decirle si la ve, o si en el último minuto, cuando ya tenga la maleta y la bolsa preparadas, sucumbe a la debilidad de llamar otra vez y por fin la encuentra en casa. Imagina que le habla, o que le escribe una carta muy larga, pensó hacerlo pero no sabía su dirección, aunque la sombra escéptica le advierte que tampoco le habría escrito de haberla sabido, si te conoceré yo, podías llamarla y no lo hiciste, al principio por pudor, y luego por desidia, o porque iba olvidándola, sólo se acuerda del pelo rubio cortado a la altura de la barbilla y del carmín rojo de los labios, y de la ropa que llevaba, una gabardina verde oscuro, un traje como de hombre, rayado y gris, una americana con las solapas muy anchas, se le veía el filo bordado del sujetador cuando se inclinaba hacia él durante la comida, un olor fresco y ácido a colonia. Es ahora, en América, cuando la recuerda con más intensidad y la echa dolorosamente de menos, a pesar de la sombra irónica que le murmura al oído, no te importaría tanto si hubieras pasado estos días con ella, te conozco, habrías empezado a auscultarte como un enfermo pusilánime en busca de síntomas de imperfección o de tedio, y si no hubieras podido diagnosticarlos el miedo al desengaño se habría convertido en pánico al amor, y ahora mismo, en secreto, estarías deseando marcharte lo más lejos posible, al otro lado del océano, huyendo no del sufrimiento sino de la incomodidad de la pasión, las llamadas de teléfono, las cartas leídas muchas veces, la supersticiosa reducción del mundo a una sola presencia, la vida ordenada y trivial de pronto intolerable, qué angustia, le dice la sombra aliviada, como un amigo en guardia contra sus peores costumbres, mejor así, soledad y confort y un pasaje de avión en el bolsillo, acuérdate de Félix, que dice no haber conocido nunca los trastornos sísmicos que tú llevas contándole desde los catorce años y seguramente ha gozado con Lola mucho más que tú con todo el catálogo de mujeres arrebatadoras y enigmáticas a las que has dedicado, en vano casi siempre, más energía y entusiasmo y dolor que a cualquier otro empeño de tu vida.
No ha llegado a nevar, afortunadamente, de Central Park viene un olor a bosque, a tierra húmeda y hojas empapadas, ahora sube vigorosamente hacia el norte por una acera de viviendas de ricos en cuyos umbrales los porteros de uniforme con galones llevan bajo la gorra de plato orejeras tan ignominiosas como las suyas y se va fijando en los números de las calles y en las mujeres envueltas en abrigos de pieles que bajan de las limusinas y cruzan rápidamente hacia los portales con luces indirectas, molduras blancas y zócalos de caoba, dejando en el aire como un rastro dorado de los perfumes más caros del mundo. Por un momento cree oler la colonia de Allison y casi se acuerda de su cara, pero es imposible, ha sido como un espejismo del olfato, y por primera vez cae en la cuenta de que será muy fácil no verla nunca más y siente odio hacia las caras extrañas que pasan junto a él. A la altura de la calle Sesenta y Cuatro Este ya va desfallecido, desde hace más de una hora no ha parado de andar, tiene hambre, ese hambre sin consuelo y mezclada al desamparo que le dan siempre las ciudades hostiles, y en esta zona de viviendas como fortalezas donde sólo habitan millonarios no hay bares, ni puestos de hamburguesas que despidan humaredas pestilentes de grasa, nada más que porteros uniformados como mariscales hondureños y aceras limpias y anchas, sin socavones, sin mendigos ni vagabundos forrados en harapos de plástico que empujen carritos de la compra llenos de desperdicios. Allison, dice, Allison, Allison, como si de verdad estuviera enamorado de ella y repitiendo su nombre pudiera traerla hacia él desde el confín de Nueva York o de América en el que se haya escondido, pero lo extraño no es no poder encontrarla, sino haberla conocido y confabularse tan rápidamente con ella en contra del cálculo de posibilidades, con la de gente que hay en el mundo, como decía el tío Pepe, si hasta da mareo pensar en el número de nombres ordenados por orden alfabético en la guía de teléfonos de Nueva York, millones de mujeres y hombres hablando en miles de idiomas y no hay manera de encontrar a un semejante cuando más falta hace, así que más vale agradecer la buena suerte de una noche y no ceder ni un minuto a la desesperación, volver a Europa, instalarse en Madrid, ahorrar para un piso e irse acostumbrando a la cercanía de los cuarenta años, qué asco de pronto, así que esto era la vida: pero agradece al menos que no se te ha caído el pelo todavía ni te ha salido barriga, dice la sombra, que no te has dado a la heroína ni al alcohol ni a la religión ni vistes pantalones abolsados ni suéters de marca ni tienes un despacho ni un cargo político, que no llevas en el bolsillo un recipiente plateado para la cocaína, que no estás abrumado por la paternidad ni acomodado en el matrimonio y en el adulterio, que no te has quedado paralítico por culpa de un accidente de tráfico, que no te has vuelto idiota de nostalgia por un pasado heroico que nunca existió, que te has librado del cepo de las oficinas y has sobrevivido sin cicatrices mortales a los frecuentes naufragios del amor.
Pero se muere de hambre, le tiemblan las piernas, de tanto frío como hace le duele la nariz, menos mal que tuvo la precaución de comprarse el gorro de punto y las orejeras, ande yo caliente y ríase la gente, le decía su madre al ponerle cuando se iba a la escuela en los días de invierno un pasamontañas que a él le daba rabia porque se veía cara de verdugo, ha llegado a la esquina de la calle Sesenta y seis y continúa caminando hacia el norte con la tenacidad de una máquina, pero debiera volverse, no vaya a hacérsele tarde, su padre ya estaría temiendo perder el avión, y él también, uno se pasa parte de la vida queriendo no parecerse a su padre y un día descubre que ha heredado no lo mejor de él, sino sus manías más insoportables, media vuelta, otra caminata de casi dos horas, y luego el sandwich más grande que haya en la cafetería del hotel y una de esas cervezas tibias y oscuras, con la espuma blanca y muy densa, que son excelentes para emborracharlo un poco a uno y dejarlo dispuesto a dormirse en el avión. Ya lo excita la seguridad de que va a marcharse, le dan antojos inaplazables que sólo sería capaz de confesarle a Félix, porque cualquier otro, incluso él mismo, lo reputaría de palurdo, una tostada con aceite, un bocadillo de jamón, media de churros espolvoreados de azúcar, un café con leche, pero café con leche de verdad, bien cargado y quemando, no el aguachirle que beben éstos incluso en las comidas, un plato de arroz, con conejo preparado por su madre, una orgía de colesterol, casi se le saltan las lágrimas, de nostalgia, de frío, de un hambre tan furiosa como la que le entraba en la aceituna o en la huerta, y entonces ve frente a él en la esquina un edificio bajo que parece un palacete italiano y al darse cuenta de que es un museo piensa inmediatamente que dentro habrá calefacción, lavabos y posiblemente hasta cafetería, de modo que consulta el reloj, calcula que le queda tiempo, sube la escalinata y compra una entrada. El museo se llama The Frick Collection, por él como si fuera el museo de bebidas de Perico Chicote, aunque ahora cree recordar que alguien le dijo no hace mucho ese nombre, Félix, tal vez, que sabe tanto de pintura como de música barroca o de poesía latina o de lingüística, pero lo disimula con la misma eficacia, por un escrúpulo inflexible contra la pedantería, le da pudor y oculta lo que sabe, igual que a veces entra en los sitios como si le diera vergüenza ser tan alto. Hace calor, en efecto, se quita con alivio los guantes, el gorro de lana y las orejeras, hay una flecha que indica la dirección de los lavabos, pero en el guardarropa le informan de que no hay cafetería, mala suerte, aunque el aire tan cálido y la penumbra silenciosa mitigan el hambre. Camina por un corredor enlosado de mármol y no tiene la sensación de estar en un museo, sino de haberse colado en la casa de alguien, hay cuadros pequeños y débilmente iluminados en las paredes y no llega del exterior el ruido del tráfico, ni siquiera el del viento, al cabo de unos pocos minutos el silencio adquiere la intensidad irreal que tenía en el Homestead Hotel, pero aquí no es amenazante, sino hospitalario, se oyen crujidos de pisadas prudentes sobre el suelo de madera bruñida y murmullos de voces, la carcajada de alguien invisible en una sala próxima, y un sonido de agua cayendo sobre una taza de mármol. En un patio cubierto por una bóveda de cristal donde hay una claridad gris y detenida una mujer solitaria que fuma un cigarrillo y tiene un catálogo abierto entre las manos. Vigilantes aburridos conversan en voz baja al fondo de los pasillos y se tapan la boca para que no se escuche demasiado alta su risa. No parecía un museo, piensa contarle a Félix, todos los vigilantes tenían cara de complicidad y de guasa, sobre todo cuando veían a un extraño y se quedaban serios y firmes, como si estuvieran fingiendo que eran vigilantes y no pudieran aguantar las ganas de reír, había un salón con una mesa de despacho, una biblioteca y una chimenea de mármol, y sobre ella el retrato de cuerpo entero del dueño de la casa, un señor de barba blanca y traje con chaleco que me miraba desde lo alto como si le disgustara mi presencia, aunque pavoneándose delante de mí de su palacio y de su colección de pinturas. Ve caras pálidas de hombres y mujeres de hace dos siglos y piensa con aprensión que está viendo retratos de muertos, que casi todos los cuadros y casi todos los libros y hasta las películas que más le gustan tratan únicamente de ellos, de los muertos, descubre no sin patriotismo y algo de sorpresa un Goya y un Velázquez, un severo autorretrato de Murillo, la de lugares que habrán recorrido estos cuadros para llegar aquí, le da mareo imaginárselo, tiene ganas de irse, se le va a hacer tarde y lo asusta un poco el silencio, hasta la sombra se ha callado, es como si el silencio viniera hacia él desde el interior de los cuadros y fuera el espacio desde donde lo miran esas pupilas sosegadas de muertos, el espacio y el tiempo, el espacio intangible que rodea las figuras como el cristal de un acuario y el tiempo ajeno a las calles de Nueva York y a las agujas de su reloj de pulsera que se van acercando a la hora de la partida, años y siglos congelados en las salas y en los corredores del museo, en la claridad gris del patio donde fluye el agua sobre una taza de mármol, en las facciones de esa gente sin nombre que fue borrada por la tierra y cuyas figuras se yerguen con una sonrisa triste y una mirada fija contra la oscuridad del fondo de los cuadros. Detesta los museos porque le hacen acordarse de que va a morir y pensar, como dice suspirando su abuelo Manuel, que no somos nadie, le pasa lo mismo cuando ve una de esas películas en que los protagonistas envejecen y tienen la cara maquillada de arrugas y les tiemblan las manos, le da congoja por muy malas que sean, aunque los actores sigan pareciendo mucho más jóvenes de lo que quieren fingir y se note que las canas son tintadas. En el Museo Metropolitano, durante un viaje anterior, se vio la cara borrosa en un espejo egipcio de plata y apartó los ojos al preguntarse cómo serían las caras que se miraban en él hace cinco mil años. Cofradías de muertos, catálogos de muertos, facciones de muertos esculpidas en piedra o pintadas al óleo o conservadas en la cartulina de las fotografías. No tengo hijos y es posible que ya no los tenga, dentro de un siglo no quedará ni rastro de mi cara en la memoria ni en las facciones de nadie. Pero mi madre dice que me parezco mucho a mi bisabuelo Pedro: cuando hayan muerto mis abuelos, cuando muera ella, nadie lo sabrá.