Authors: Antonio Muñoz Molina
Me negaba con una furiosa determinación, como un monje que se encierra bajo llave en su celda para no salir, me amputaba el deseo, me imponía el cumplimiento neurótico de mis obligaciones y mis comodidades más sórdidas, manías de hombre solo en una colmena de gente tan sola como él y en una ciudad lluviosa donde las calles se quedan vacías después de las seis, la vuelta a casa en autobús leyendo el periódico, la habilidad tan difícil de aprender de no rozar a nadie y no mirar a nadie a los ojos, la calefacción excesiva en el apartamento, el desorden semanalmente corregido por la mujer de la limpieza pero creciendo hora tras hora como la maleza de una selva, una toalla sucia en un rincón del cuarto de baño, los platos amontonados en el fregadero, la cena rápidamente calentada en el microondas y consumida delante de la televisión, el silencio cada vez más denso, intolerable hacia las diez o las once, sobre todo cuando no ponían alguna película que me interesara o a la que fuera fácil resignarse, la precaución de conectar el despertador, y como máxima recompensa del día la satisfacción de acostarme pronto y de no haber bebido demasiado, de no sufrir por nadie, de que nadie tuviera derecho a inocularme la culpa de su sufrimiento, un cigarrillo fumado a medias y un libro que abandonaba en seguida, el vaso de agua y la cápsula de valium, las graduales artimañas urdidas para sobrevivir sin entusiasmo, pero también razonablemente a salvo del horror, la solitaria mezquindad que lo va envolviendo a uno en una especie de caparazón quitinoso sin que se dé cuenta, tan escondido en su rincón como una cucaracha, con un sentimiento neutral de resignación y de pérdida que no impide la dedicación al trabajo, más bien la favorece, porque el trabajo es el único porvenir verosímil que puede imaginar y cada fin de mes rinde su beneficio indudable, y cada día sus dosis de intrigas enhebradas, de vanidad, aburrimiento y rencor.
Me habitué a hablar con muy poca gente y a ser un extranjero, y ya casi no tenía nostalgia de España, regresaba en las vacaciones y encontraba un país zafio y ruidoso donde todo el mundo fumaba en todas partes y hablaba siempre a gritos, y al cabo de una semana ya quería marcharme, iba a Mágina y me moría de tristeza viendo a mis padres envejecidos, a mis abuelos cada vez más decrépitos y torpes, a mis amigos enquistados sin un rastro de rebelión en su melancolía de provincias, más gordos, con menos pelo, con hijos y ocupaciones y amistades que ya no tenían nada que ver conmigo, recibiéndome cada vez que los veía con una hospitalidad atenuada por la desconfianza, como si íntimamente me echasen en cara una deserción que no era sino la consecuencia de una voluntad de huir que todos compartimos y que sólo yo cumplí hasta el final, no porque hubiera tenido más coraje que ellos sino porque la corriente que me empujó a mí fue más poderosa y no tuvo reflujo: me reprochaban que no hubiera asistido a sus bodas, que hubiera perdido el acento de Mágina, me hacían preguntas sobre mi trabajo y sobre las ciudades de Europa donde llevaba años viviendo y yo temía que mis respuestas los hirieran, me imaginaba en la posición contraria, yo encerrado en Mágina y convirtiéndome sin remisión en un padre de familia maduro y cualquiera de ellos volviendo una vez al año desde Berlín o Bruselas, contándome que trabajaba de intérprete en un organismo internacional, pero que tal vez abandonaría muy pronto ese puesto fijo para unirse a una agencia independiente y vivir de un lado a otro, sin horarios fijos, traduciendo durante una o dos semanas y dedicando el resto del mes a no hacer nada, a vivir de una manera semejante a como imaginábamos a los dieciséis años. Con qué alivio me marchaba de Mágina y subía al avión en Madrid, pero ahora descubro, lo supe el otro día, en ese hotel de las afueras de Chicago que parecía una casa embrujada, que tenía mucho más miedo del que yo pensaba, era como estar acercándome a un límite, si daba unos pocos pasos más ya no habría remedio, sería un extranjero para siempre, no habría un solo lugar en el mundo donde yo tuviera un motivo firme para permanecer. He conocido a mucha gente así, son como una estirpe, una raza aparte que vive en una diáspora sin persecución ni tierra prometida, nunca saben del todo dónde están, no terminan de acostumbrarse jamás al país donde se instalaron hace años pero vuelven al suyo y advierten que han pasado fuera demasiado tiempo, que han perdido las claves cotidianas de su propio idioma y no acaban de comprender, por ejemplo, las noticias de la televisión o los chistes del periódico, se marchan de nuevo y se resignan y saben que ya será inútil volver, que se les ha degradado la memoria y que de ahora en adelante vivirán como fantasmas parciales que no dejan huellas de sus pasos y carecen de sombra. Pero yo he querido ser así, te lo juro, estaba envenenado de palabras, he seguido estándolo mucho después de que terminara mi adolescencia, he creído que amaba el nomadismo y la soledad porque eran palabras prestigiosas, adornadas por las mayúsculas de la literatura. Lo único cierto entre tanta mentira que me he contado era el miedo a permanecer, a que me envolvieran los hilos de la dependencia y la costumbre, el veneno letal de los hábitos diarios, el amor, los bares, el trabajo, la complacencia en la repetición, segregando una baba que se vuelve sólida al contacto del aire, que lo recluye a uno en su casa y en el número creciente de sus objetos, sus muebles, sus electrodomésticos, sus hijos o sus animales de compañía y lo acaba atando no porque uno haya elegido sino porque ha ido perdiendo sin saberlo toda posibilidad de elección.
Me da rabia poseer cosas, libros, fotografías, discos, carpetas de recortes, colonias de insectos que se reproducen sin propósito en las habitaciones sedentarias y hasta en los bolsillos, armarios llenos de ropa sin usar, cartas inútiles que no serán contestadas pero que nunca llegan a tirarse, libros que ya no serán leídos, cintas de música que han perdido la etiqueta y la caja, cosas inertes, asediándolo a uno, equipajes monstruosos, llaves de casas abandonadas hace tiempo, billetes de Metro con un número de teléfono escrito en el reverso, tarjetas de visita, pasaportes caducados, es como una selva en la que hubiera que estar manejando sin descanso el machete para que no vuelva a cerrarse la espesura, como una casa comida por las termitas de la que hay que irse cuanto antes, dejándolo todo atrás, igual que hacían los aeronautas de Julio Verne para que el globo se remontara en el aire, abandonando el peso muerto, las costumbres, las cosas, la ropa usada, los libros inútiles, incluso los recuerdos: una bolsa liviana de viaje, un billete de avión, un walkman que cabe en la palma de la mano, el pasaporte y la tarjeta de crédito, nada más, nadie más, ni siquiera yo mismo, el que he sido y ya no soy, el que permanece en la casa abandonada como la piel seca y transparente de un reptil mientras yo, libre de todo, ligero, casi flotante, subo a un taxi y me dirijo al aeropuerto o a la estación, exaltado, neurótico, comprobando que no olvido nada necesario, mirando el reloj por miedo a llegar tarde, no sólo el mío, sino el que lleva el taxista en el salpicadero y los que se ven al pasar en los edificios públicos o en los paneles digitales de las calles, calculando minutos, acuciado por el tiempo, sintiéndolo desgranarse con el mismo desasosiego con que oigo fluir las palabras en los auriculares y las atrapo para ordenarlas en la sintaxis de otro idioma, temiendo perder una sola de ellas, un verbo, una palabra clave, y no encontrar ya el modo de contener su riada indescifrable, el alud de palabras que lo anegan a uno como si la cabina acristalada fuera un acuario donde el agua no deja de subir. Las sigo oyendo luego, cuando salgo de la cabina y enciendo un cigarrillo, cuando camino solo por la calle o viajo en Metro y me pongo involuntariamente a traducir las palabras que suenan a mi alrededor, a usarlas como indicios de las que vendrán más tarde, las oigo en el silencio de mi habitación y en el duermevela que me conduce hacia el sueño, y a veces, cuando he pasado todo el día trabajando, me duermo y sueño que no he salido de la cabina de traducción, y las palabras me empujan, me envuelven, me arrastran en cenagales de caligrafía, de discursos fotocopiados, de libros que se van escribiendo a medida que yo los leo e intento traducirlos, y cuando viajo, si no estoy oyendo música en el walkman, me hablo a mí mismo, elijo un idioma como si eligiera un país y adopto mentalmente un acento preciso, es la ventaja de vivir siempre entre desconocidos, que uno, si quiere, se puede volver tan maleable como un trozo de arcilla, contar su vida al mismo tiempo que la inventa, modificar, tachar, atribuirse una memoria y una forma de hablar que no le pertenecen, borrar meses, años enteros, ciudades, historias de mujeres. Era tan fácil que no me daba cuenta de que también era peligroso, porque la mentira, una vez inventada, actúa por sí misma y es un ácido que carcome irreparablemente la verdad, sobre todo cuando uno carece de puntos firmes de referencia y sólo tiene puntos de fuga, de modo que hay años y ciudades de mi vida de los que no me queda ni un recuerdo, nada, aunque te parezca imposible, un espacio en blanco, como aquella vez que se me perdieron en Mágina cinco horas de una noche, como cuando se lleva algún tiempo bebiendo demasiado y faltan tramos de la noche última y hay palabras que tardan en llegar a los labios y escalones habituales que no están, y entonces viene el miedo, la alarma y la culpa sin motivo, la sospecha de haber olvidado o dejado de hacer algo imprescindible, de haber cometido un error mínimo que traerá rápidamente la catástrofe.
El miedo era entonces, hace unas semanas, en el pasado remoto en que yo no estaba contigo, una pasión asidua y exclusiva, la tonalidad y el color y la urdimbre con que se tejían las otras pasiones, la del deseo y la de la soledad sobre todo, un miedo envolvente como el aire y también invisible, a veces sin forma exacta, sin olor ni tacto ni sabor, y otras veces como una sustancia añadida a todas las cosas, un veneno perceptible, casi nunca demasiado amargo, tan fácil de ingerir sin náuseas que se había convertido en una costumbre, en uno de los jugos que mantenían en acción la química del cuerpo y de los estados del alma, como la nicotina y el alcohol y de vez en cuando, muy de tarde en tarde, los mínimos cristales blancos de la cocaína: el miedo acelerando los golpes del corazón y latiendo en el pulso, en el segundero digital del despertador iluminado en el insomnio sobre la mesa de noche, el miedo contrayendo los labios en una especie de sonrisa rígida y dando un brillo especial a las pupilas, un rojo demasiado intenso a los lacrimales, impulsando los dedos a tamborilear en el aluminio de las barras y en los manteles de los restaurantes, el miedo guiando la mano que repta hasta el paquete de tabaco o palpa la chaqueta buscándolo, el miedo a haberse quedado sin cigarrillos a una hora muy tardía de la noche en un país puritano donde ya no hay bares abiertos, a haber perdido el billete de avión o el pasaporte unos minutos antes de salir de viaje, a no encontrar un taxi, a no encontrar a alguien con quien regresar a la habitación del hotel o al dormitorio del apartamento, el miedo a los timbrazos del teléfono y al silencio demasiado largo del teléfono, el miedo a perder el trabajo por una razón desconocida y a caer despacio en la indignidad y volver a la pobreza, a las casas de comidas con manteles de hule y sopas de fideos en platos de duralex y a las pensiones con un olor retestinado a calcetines en los pasillos, el miedo cuando despega el avión o cuando se encienden de pronto, en un vuelo nocturno a través del océano, los indicadores rojos de alarma, el miedo a los camiones que vienen de frente por la carretera y crecen hasta ocupar el espacio entero del parabrisas y ciegan con los faros, el miedo a los atracadores, a los policías brutales, a las jeringuillas de plástico aplastadas en el rincón de un portal, a las bombonas de butano, a los errores judiciales, a las cartas con membrete oficial que aparecen en el buzón, el miedo a la devastación insensata del amor y a la devastación de la soledad, el miedo siempre, en todas partes, en cada circunstancia pública o íntima, el miedo a una infección venérea al respirar sobre los ojos cerrados de una mujer desconocida, al cáncer de pulmón, al viento que sopla desde el lago Michigan, a la punzada que atraviesa el pecho en una noche de mal sueño, a la vejez, a la decrepitud, a la muerte lenta, a la propia cara en el espejo, a la propia sombra que oscila en el epílogo indigno de una borrachera, el miedo silencioso y dócil como un gato adormecido en el sofá o encrespado y creciendo como un animal alojado al fondo de ese pasillo donde hay un indicador rojo, E
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, el miedo al miedo, el miedo a la locura que sólo puede conocer quien pasa solo mucho tiempo, al desvanecimiento instantáneo, a un peldaño que falta en una escalera, a ese intruso que aparece frente a mí cuando abro la puerta y soy yo mismo en el espejo del recibidor.
Así he vivido, enfermo y muerto de miedo, vivo de miedo y saludable, auscultando el miedo en mi piel y en los tejidos secretos de mi corazón y mis pulmones y reconociéndolo en otros con una perspicacia de homosexual o de adicto que distingue a los suyos en una multitud o entre los invitados a una cena respetable: el miedo como las normas de una cofradía, como un idioma común que todos hablan en silencio bajo el sonido inútil y tramposo de las palabras, la arqueología submarina del miedo, su aprendizaje y sus edades, las reliquias guardadas en la inconsciencia y en los sueños como fragmentos de estatuas sepultadas en el fondo del mar. Se me había olvidado la mayor parte de mi vida y sólo me quedaba su osamenta de miedo: el miedo a los sociales camuflados en la facultad y a los caballos de los grises, el miedo a los oficiales del cuartel, a los soldados veteranos, a las armas de fuego, a perder el paso durante la instrucción y recibir una bofetada era a los veintitrés años el miedo redivivo de la infancia, el miedo infantil a los niños más grandes y crueles y a aquellos huérfanos de la inclusa o de Auxilio Social que tenían las cabezas pelonas y bajaban por la calle Fuente de las Risas en manadas temibles, con sus alpargatas de cáñamo, sus chaquetas de hombres y sus boinas caladas hasta las cejas sobre torvas caras de posguerra, no infantiles ni adultas, únicamente desesperadas y feroces, los Gorras, les decían, y cuando circulaba el rumor de que se estaban acercando Félix y yo corríamos a escondernos en nuestras casas, porque llevaban navajas en los bolsillos y agudos guijarros que lanzaban con puntería homicida contra los perros de la calle, los niños cobardes como nosotros y los tontos de pantalones caídos que se sorbían los mocos y no se metían con nadie, que parecían existir nada más que para ser víctimas de la espontánea crueldad de cualquiera: el Primo, que tenía la boca sumida y la cabeza calva en forma de cebolla, que vestía grandes gabardinas con los bolsillos desgarrados y bramaba como un recién nacido cuando lo perseguían a pedradas riéndose de él, Manolo, que era grande y gordo, mongólico, con gafas de cadenilla, y le hacía muy bien los recados a su madre, aunque le gustaba arrimarse más de la cuenta a las niñas, Juanito, que tenía las cejas juntas y unas enormes encías rojas y caminaba siempre muy deprisa e inclinándose con devoción delante de todas las muchachas, a las que recitaba salivosos piropos de una perfecta castidad, Matías el sordomudo, que no era tonto del todo, sino más bien alelado, y que después de trabajar durante treinta años como ayudante de Ramiro Retratista se embutió en la cabina de un isocarro y se ganó muy bien la vida repartiendo piensos compuestos, y el otro Juanito, que vivía en el Altozano, al lado de la fuente, y era hijo de una mujer a la que llamaban en su cara y con toda naturalidad la Fea, porque lo era en extremo, y además desgraciada, su marido se fue a Barcelona y la dejó con seis hijos, el menor de ellos tonto, Juanito, con el que jugaba yo algunas veces, pues era casi el único en todo el barrio que no me pegaba ni me engañaba con los tebeos y las bolas, y cuando me veía acercarme manifestaba una alegría inocente y perruna. Lo vi la última vez que estuve en Mágina, creo que el año pasado, fui para quedarme unas semanas y me marché a los cuatro días, ahora vende pipas y chucherías para niños en un puesto de los soportales, en la plaza del General Orduña, y camina y mira igual que entonces, con los mismos ojos de ternura y desolación animal y la misma cara infantil, ni siquiera le ha salido la barba, me acerqué a comprarle tabaco y me conmovieron esos ojos que ya no me reconocen, no porque se haya olvidado de mí, sino porque sigue viviendo en un tiempo del que yo deserté o fui expulsado hace veinticinco años, el de nuestra infancia común que para él no ha terminado.