Authors: Antonio Muñoz Molina
Fueron las vacaciones más largas, las más odiosas de mi vida, y no acabaron con el fin del verano. Un ministro lunático del general Franco había decidido que el curso no empezara en octubre, sino en enero, así que debimos postergar durante tres meses inacabables nuestra huida de Mágina. Sólo Serrano no esperó: ni siquiera había esperado a que terminara el curso. Para amargura de su padre, dejó de ir a clase y de cortarse el pelo a mediados de mayo, y en junio se marchó en autostop a una ciudad de la costa, dispuesto a hacerse barman, seductor de extranjeras y batería de rock. Martín y yo elaboramos vagos propósitos de unirnos a él, pero ni su padre ni el mío nos dieron permiso, y nuestro plan de escapar cualquier noche subiéndonos a un mercancías en la estación de Linares se fue quedando atrás a medida que el calor de julio progresaba y nosotros nos acomodábamos a las costumbres tediosas de las vacaciones: en el desván de su casa Martín pasaba los días haciendo tentativas de experimentos químicos y escuchando discos, y yo me iba por las mañanas a la huerta y volvía de noche, después de subir la hortaliza al mercado. El tío Pepe, el tío Rafael y el teniente Chamorro bajaban algunas veces a ayudarnos. El tío Rafael, que sólo en verano no vivía martirizado por los sabañones, acababa de comprarse, no sin graves quebrantos, un burro grande y fuerte, muy dócil, de pelaje castaño, y lo acariciaba y le hablaba como a un hijo y aseguraba que era la alegría de su casa, no como el otro que tuvo, el que mordía, el que le vendió un sinvergüenza aprovechándose de su candidez. Un domingo de julio, por la mañana temprano, cuando ya habíamos recogido con la fresca varias canastas de higos y tomates y estábamos almorzando a la sombra de una higuera, el teniente Chamorro nos contó que el comandante Galaz y su hija se habían marchado de la ciudad y tal vez de España. «País desgraciado», dijo, en el tono de voz que tanto admiraban el tío Pepe y el tío Rafael, «sus mejores cabezas acaban siempre en el destierro». «Y aquí no quedamos más que los melones», murmuró el tío Rafael, como si respondiera a una letanía. «Pues éste ya mismo se nos va a ir también», dijo el teniente Chamorro señalándome. «A ver, nene, háblanos en inglés.» Me daba vergüenza, pero en secreto era muy vanidoso de mi facilidad para los idiomas, y les recité lo más rápido que pude la letra de
Riders on the storm.
Dejaron de comer y me miraban con la boca abierta. «Qué mérito», dijo el tío Pepe, «qué mérito más grande». «Igual que nosotros», el tío Rafael movió tristemente la cabeza, «que no sabemos ni hablar en español». «No es lo mismo», dijo el teniente Chamorro, «su padre se ha sacrificado para que tenga estudios, y nosotros a su edad ni nos acordábamos del poco tiempo que fuimos a la escuela. ¿O es que se os ha olvidado de lo mala que estaba la vida entonces?» «Y tú por lo menos sabes leer bien y hasta escribes a máquina. Pero anda que yo, que es mirar un periódico y se me juntan las letras, y ya lo veo todo negro y me quedo dormido. Por eso me engaña cualquiera. Me dicen, Rafael, lee y firma, y yo hago como que leo y firmo sin enterarme de nada.» El tío Rafael ataba su burro a la sombra del cobertizo y le mezclaba mucho trigo a la paja del pienso. Lo cargaba muy poco, no fuera a quebrársele, y de vez en cuando abandonaba el trabajo para ir a verlo, como un padre reciente. Una tarde de septiembre fue a una viña por una carga de uvas y mientras las cortaba dejó al burro alado al tronco de un álamo. Estalló una tormenta y un rayo hendió el álamo por la mitad y carbonizó el burro. Cuando el tío Rafael llegó corriendo en medio de una granizada feroz sólo quedaban intactas la jáquima y las herraduras. Le dio un enfriamiento que se complicó en pulmonía y el tío Rafael se murió de fiebre y de tristeza unas semanas después. En el velatorio, el tío Pepe, con traje negro, con sombrero negro, con un gran brazalete negro en la manga derecha, dejaba correr las lágrimas por sus mejillas altas y huesudas y repetía sin consuelo: «Un santo, mi hermano Rafael era un santo.»
Por las noches, cuando dejaba a la yegua encerrada en la cuadra y me lavaba en el corral, iba a reunirme con Martín y Félix en una taberna próxima a la puerta de Granada que se llamaba La Cueva Árabe y tenía una terraza desde la que se divisaba todo el valle: ardían líneas amarillas de fuego en los rastrojos y se veían parpadear como estrellas lejanas las luces de las aldeas de la Sierra. Casi todos los discos que había en la máquina eran muy malos, salvo uno de Led Zeppellin,
Whole lotta love,
pero daban el vino muy barato y en la terraza corría fresco y se escuchaba el ruido del agua en las acequias de las huertas y el viento en las higueras y en los granados. Echábamos de menos a Serrano: le teníamos envidia, sobre todo Martín y yo, y en el fondo de nosotros mismos sentíamos vergüenza por no haberlo acompañado. Félix daba clases particulares de latín y de griego, desde las nueve de la mañana a las ocho de la tarde, sin otro descanso que el de la comida. Su padre llevaba diez años inmovilizado en la cama, y su madre sufría tales dolores en las piernas que ya le era imposible seguir fregando suelos y escaleras, y eso que desde que se inventaron las fregonas, decía, ya no era un trabajo tan arrastrado como antes. Pero Félix parecía confortablemente adaptado a la adversidad y a la pobreza: nunca, y lo conocía desde los seis años, lo oí quejarse, nunca perdía aquella íntima y serena sonrisa que lo hacía parecer un poco lejos de todo, pero no extraviado, como yo, sino instalado en un reino apacible y exclusivamente suyo que sin duda se fortaleció con su devoción por el latín, la lingüística y la música clásica, tres saberes igual de impenetrables para mí. Me desconcertaba que no se hubiera enamorado nunca: no podía creerlo cuando me confesaba que desconocía la tristeza y el entusiasmo excesivo. Él también se marchaba en octubre, pero no a Granada, como Martín, ni a Madrid, como yo, sino mucho más cerca, al colegio universitario de la capital de la provincia. Decía juiciosamente que resultaba más barato y que así podía estar más cerca de sus padres. Fue el único de nosotros que no se desesperó cuando supimos que el curso empezaría en enero. Con curiosidad, con una cierta mirada de condolencia y de burla, me preguntaba por mi amor a Marina: qué siente uno, por qué elige a una mujer y no a otra. Al querer explicárselo yo me acordaba de cuando éramos niños y le contaba historias que iba inventándome a medida que hablaba. Pero prefería que mis amigos no me nombraran a Marina. Se había ido, como todos los veranos, a Benidorm, pero ya no volvería en octubre, y antes de irse la habíamos visto pasear por la calle Nueva del brazo de aquel tipo al que yo seguía odiando, y sentarse con él en la terraza del Monterrey, tomada de su mano, haciéndole cariños ridículos, casi domésticos, como si ya estuvieran casados y fueran felices.
No conseguía recordar dónde había estado aquella noche de domingo entre las doce y las cinco, pero ya no me preocupaba, aunque mi padre estuvo una semana sin hablarme. Al día siguiente, mientras esperábamos a que el Praxis llegara para entrar al examen de literatura, Pavón Pacheco me guiñó un ojo, como a un cómplice, y yo me puse colorado y procuré no acercarme a él. En cuanto al Praxis, no se presentó. Dijeron que estaba muy enfermo en Madrid y fue otro profesor el que nos puso el examen de literatura. Sin estudiar casi nada terminé el curso con notas muy altas: era seguro que me darían la beca. Ya no rondaba por la colonia del Carmen, y si alguna noche subía con Martín y Félix por las calles cercanas al instituto me daba la sensación un poco triste de que habían pasado años y no meses desde que acabó nuestro último curso. Veía llegar algunas noches el autobús de Madrid y notaba una emoción temerosa y ávida en la boca del estómago: yo también iba a irme, y Madrid y la universidad serían el primer paso de una vida entera de pasiones y viajes. Ni a mí mismo me lo confesaba, pero me moría de miedo. En el comedor de mi casa, mirando las catástrofes del telediario, mi abuelo Manuel, que tenía ya setenta años y seguía trabajando vigorosamente en el campo, suspiraba y decía: «Hay mucho malo por el mundo.» Veía reportajes sobre exploraciones espaciales y aseguraba que todo era mentira. «Muy bien», concedía, «han llegado a la Luna: ¿pero me quieres explicar por dónde han entrado?» Durante las transmisiones del Tour de Francia se lo llevaban los demonios: hombres como castillos, en lo mejor de su vida, y en vez de trabajar en algo de provecho se extenuaban como idiotas corriendo en bicicleta. Bebía en la comida algún vaso de vino más de la cuenta, se le encendía la cara y ya no paraba de hablar hasta que mi abuela Leonor, sentada junto a él, le daba un pellizco en el costado. «Manuel, que no te entra la lengua en el paladar, que te bebes un vaso de vino y te da por enhebrar embustes y ya no hay quien te pare.»
Aquel año, en la feria de octubre, no toreó Carnicerito de Mágina: se había estrellado con su Mercedes blanco contra un árbol, en una recta sin peligro de la carretera de Madrid. Iba solo en el coche, pero en la huerta y en mi casa se habló de la influencia de las malas mujeres, de la bebida, de los amigos golfos, y mi abuelo, muy serio, con los ojos azules empañados de llanto, porque a medida que envejecía se le agravaba la facilidad para las lágrimas, declaró: «Dime con quien andas y te diré quien eres», y me miró a mí, y yo supe en seguida lo que iba a preguntarme a continuación: «A que no sabes en qué se parece un muchacho de bien a un teatro.» Mi abuela Leonor le dio un pellizco fulminante y mi madre y mi hermana se taparon la boca para contener la risa y respondieron a coro al mismo tiempo que él: «¡En que se descompone con las malas compañías!» Lorencito Quesada escribió en
Singladura
que el entierro del diestro de Mágina había sido una imponente manifestación de duelo. Ofició el funeral don Estanislao, el párroco taurino de San Isidoro, y cuando salió el ataúd de la iglesia, cubierto con el capote y la montera del malogrado orfebre del estoque —fueron días de luctuosa gloria para nuestro reportero local, que sólo entonces vio en primera página una crónica firmada por él, si bien, por mala idea o por descuido, no figuraban más que las iniciales de su nombre— repicaron al unísono todas las campanas de Mágina, y estalló una batería de cohetes, como si Carnicerito hubiera cortado juntas al morir todas las orejas que no logró en las corridas de sus últimos años. Se acordó erigirle por suscripción pública una estatua y el ayuntamiento convocó un certamen poético en su honor: para sorpresa de todos, no se llevó el premio ninguno de los autores consagrados de la ciudad (que, en opinión de Quesada, era vivero de poetas) sino alguien cuyo nombre no llegó a saberse, pero que ganó por unanimidad el entusiasmo del jurado con un soneto anónimo que luego fue inscrito al pie de la estatua en una lápida de mármol artificial. Los más celebrados fueron los dos últimos versos:
Desde Mágina alumbra las Españas
el brillo cegador de tus hazañas.
Lorencito Quesada comparó en
Singladura
el misterio del poema sin firma con otros enigmas insondables de la Humanidad: el de la autoría del Lazarillo y del Romance anónimo, el de la identidad del Soldado Desconocido y de los arquitectos posiblemente alienígenas que edificaron las pirámides de Egipto. En enero, el día de mi cumpleaños, mi padre me enseñó en Madrid la hoja del periódico donde aparecían el soneto anónimo y el artículo de Lorencito Quesada, junto a una foto muy borrosa del acto de inauguración del monumento a Carnicerito, en el que apenas hubo discursos y no llegó a tocar la banda de música, mi padre no sabía si por culpa de la desidia de las autoridades o porque les duraba todavía el disgusto que se habían llevado con la muerte del almirante Carrero Blanco. La estatua, aunque de cuerpo entero, tampoco era gran cosa, y mi padre no acababa de encontrarle el parecido ni aprobaba el lugar donde decidieron instalarla: un pequeño jardín casi en las afueras de Mágina, medio perdido en una de las anchas encrucijadas de asfalto que ya desbordaban la ciudad por el norte.
Yo llevaba tan sólo unos pocos días en Madrid, en una pensión modesta y aseada de la calle San Bernardino, muy cerca de la plaza de España, y ya me acordaba de Mágina como si hubiera pasado mucho tiempo desde que me marché: sentía, inconfesablemente, desamparo y nostalgia, sobre todo al anochecer, cuando me sentaba ante un libro de texto y miraba por la ventana las paredes húmedas de un patio de luces por donde subían voces de conversaciones familiares y olores de guisos. Llevaba patillas largas y bigote, y cuando mi padre llegó ya tenía las mejillas sombreadas de barba: una barba irregular, algo escasa, que tal vez se acabaría pareciendo a la de Che Guevara. Pensé afeitármela cuando mi padre llamó por teléfono a la pensión y me dijo a gritos que vendría a pasar conmigo el día de mi cumpleaños. La noche antes, delante del espejo, con la brocha espumosa en una mano y la cuchilla en la otra, me armé de valor y decidí que no me afeitaría. Mi padre llegó, me dio un abrazo largo y un beso en cada mejilla, me apartó de sí para ver si había adelgazado o si tenía ojeras y no me dijo nada de la barba. Traía un gran paquete de embutidos y borrachuelos preparado por mi madre y lo guardó él mismo bajo llave en mi armario: en Madrid había mucho sinvergüenza, y yo era un infeliz, de modo que debía ir con cien ojos abiertos para que no me engañaran ni me robaran.
Examinó la habitación: era pequeña, dijo, pero cómoda, aunque tuviera el inconveniente de recibir sólo aire viciado, mucho mejor que los cuartos de las pensiones donde él había dormido durante los viajes que había hecho a Madrid en su juventud. Lo impresionó el cuarto de baño: dijo que en cuanto él pudiera haría instalar uno parecido en nuestra casa de Mágina. Había llegado muy temprano, en el expreso, y yo me quedé dormido y no fui a Atocha a esperarlo. Inmune a la fatiga de la noche en el vagón de segunda y a la falta de sueño, apareció en la pensión con el mismo aire de fortaleza jovial y juventud con que llegaba todas las madrugadas al mercado de abastos, vestido tan cuidadosamente como cuando iba a un entierro, con su abrigo gris y su corbata, con unos zapatos grandes y negros que crujían al andar. «Pero hombre, a la hora que es y todavía tienes pegados los ojos.» Lo llevé a desayunar a la cafetería de abajo y me preguntó qué era lo que yo había pedido: era la primera vez que veía un
croissant.
Él pidió buñuelos, y yo le dije, corrigiéndolo, que en Madrid les llamaban churros. Juzgó que en cualquier caso no tenían comparación con los buñuelos de Mágina. Estábamos sentados el uno frente al otro, en una mesa pequeña de plástico rojo, y yo lo veía rudo, más bien incongruente entre los habituales de la cafetería, con su abrigo gris de hombreras tan anchas, sus modales inseguros y ceremoniosos y sus manos grandes y agrietadas, oscuras, con los dedos muy anchos, posadas sobre el plástico rojo de la mesa con un vigor lento y torpe. A los cuarenta y cinco años ya tenía el pelo blanco, pero muy fuerte todavía, ondulado, brillante, como en las fotos de su boda. Sonreía, se limpiaba los labios con una servilleta de papel, me miraba cortar el croissant con cuchillo y tenedor y se le notaba un cierto orgullo. «Hay que ver», dijo, «dieciocho años, si me parece que fue ayer cuando naciste. Hacía tanto frío en el cuarto de la viga y tú eras tan poca cosa que pensábamos que te nos ibas a morir. Tu madre, la pobre, ya sabes cómo es, te veía tan chico y se echaba a llorar. Me parece que te estoy viendo cuando te lavó la comadrona, a la luz de una vela. Hacía tanto viento que se habían caído los postes de la electricidad. Creíamos que el techo saldría volando. Fue el año de los hielos grandes. Se helaron la mitad de los olivos de Mágina. A la vaca que teníamos se le cortó la leche y el becerro murió de hambre.»