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Authors: Antonio Muñoz Molina

El jinete polaco (50 page)

BOOK: El jinete polaco
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Pero quería seguir hablándote del miedo, y de lo que tal vez fuera su razón y su médula, la incertidumbre acerca de mí mismo, de mis deseos y mis sentimientos, la prisa cegadora y creciente por la que fui arrastrado, sin que participaran en ella ni mi voluntad ni mi conciencia, era como cuando uno va por una calle del centro a la hora de salida de las oficinas y aunque no tenga nada que hacer apresura el paso para igualar el ritmo de la multitud, embebido y tragado por ella, una velocidad que parece energía y es el vértigo de la caída libre, no detenerse nunca, no perder ni una de las palabras escuchadas en el auricular, no quedarse solo a una cierta hora de la noche, no llegar tarde al trabajo ni al mostrador de facturación del aeropuerto, añadir cada minuto al próximo sin mirar la delgada fisura de vacío que hay entre los dos, una copa tras otra, un viaje emprendido al terminar el anterior, una réplica instantánea en una conversación amenazada por el silencio, un bar nocturno y luego un taxi y otro bar que cierra un poco más tarde, la urgencia angustiosa de apurar la noche y de que la noche no se termine. No sé cómo he vivido los últimos años, cómo han podido perdérseme sin que me quede nada de ellos, sólo caras sin rasgos y lugares que no acierto a identificar, fotos movidas, mujeres y ciudades que se me confunden entre sí, todo alejándose siempre, como si lo viera desde un tren o tras la ventanilla de un taxi, como esas películas en las que el viento arrastra hojas de calendarios y se ven girar primeras páginas de periódicos y en dos minutos ha transcurrido una generación, se ha enamorado uno sucesivamente y para siempre de cuatro o cinco mujeres, ha repetido con cada una de ellas los mismos episodios de fervor y decepción y los mismos errores, como si en el fondo, bajo la apariencia de diversidad de los rasgos, se enamorara siempre de la misma mujer parcialmente inventada, ha visto en la plaza de Oriente la cola fúnebre de los que acuden a despedirse del cadáver de Franco, ha votado por primera vez, se ha afeitado para siempre la barba, ha salido una mañana hacia su trabajo en París y al abrir el periódico ha encontrado la foto de un guardia civil con tricornio, bigotazo y pistola que alza la mano en ademán taurino y ha querido morirse de rabia y de vergüenza, ha recibido con retraso la invitación para la boda de su mejor amigo, ha vuelto de vez en cuando a su país con el propósito de quedarse y se ha marchado con un sentimiento cada vez más intenso de extrañeza y de asco, aturdido por el tráfico, por las máquinas tragaperras de los bares, por el ruido intolerable de los martillos neumáticos en las aceras reventadas, por la codicia sin escrúpulos y la sonriente apostasía que han transfigurado las caras de muchos a los que conoció antes de irse, aunque ahora sabe, lo descubre cada día, en cada país a donde lo lleva su trabajo, que si hay algo que no quiere ser es extranjero, y que si no regresa pronto lo será sin remedio al cabo de unos pocos años, por más que quiera uno tiene un solo idioma y una sola patria, aunque reniegue de ella, y hasta es posible que una sola ciudad y un único paisaje. Imagínate cómo será morir solo en un hotel o en un hospital donde nadie te conoce, yo lo he pensado muchas veces, o como esa gente que sufre un ataque al corazón en su casa y se queda una semana entera corrompiéndose delante del televisor encendido, hasta que los vecinos notan el olor y avisan a la policía.

Yo tenía en Bruselas un amigo con el que hablaba de estas cosas, era todavía más aprensivo que yo y había llegado desde mucho más lejos, de Colombia, pasando por Nueva York, se llamaba Donald Fernández y se ganaba la vida traficando en cocaína a pequeña escala, pero era un infeliz, era más vulnerable y más inocente que los tontos de Mágina, había viajado a Europa para hacerse pintor, pero su carrera artística progresaba tan desastrosamente como la de camello, así que volvió a América y me llamó al cabo de unos meses para decirme que había encontrado un empleo en la compañía telefónica de Nueva York y que estaba a punto de inaugurar su primera exposición. Vivía en el Bronx y continuaba traficando un poco, imagínate, un pobre tipo desmedrado y con gafas redondas que se asustaba de los perros, yo temía que lo aplastaran como a una hormiga y que no quedase rastro de él. Me envió el catálogo de su exposición, que era toda de paisajes inventados de África, porque él creía en la transmigración de las almas y soñaba en las alucinaciones del ácido que su origen estaba en una tribu de Kenia o del Zaire o en el coraje de un león, pero desde entonces no volví a tener noticias suyas, en esa época yo cambié de casa y de teléfono y empecé a trabajar para la agencia de intérpretes, de modo que viajaba mucho más que antes y le habría sido muy difícil localizarme. Pero pudo hacerlo, no sé cómo, una noche, al volver de Madrid, puse en marcha la cinta del contestador y oí su voz, que sonaba lejanísima, el mensaje era de cuatro días atrás y me llamaba desde un hotel de Nairobi. «Manuel, soy Donald, por fin he venido a África», pero no había dejado su número de teléfono, y yo estaba cansado del viaje y tenía tanto sueño que me faltaban ánimos para ponerme a indagar, y al día siguiente me olvidé, y no volví a acordarme de mi amigo Donald Fernández hasta que me llamó varias semanas después una hermana suya que vivía en Colombia: él quiso hablar conmigo y no pudo, me dijo, y le había pedido a ella que se encargara de hacerlo. «Él quería que usted supiera, señor, para mi hermano usted era muy importante.» Ganaba un sueldo razonable en la compañía telefónica, al fin estaba logrando que alguien se interesara en su pintura, tenía el proyecto de mudarse a Manhattan y casi había abandonado su trato pusilánime con el mercado siniestro de la cocaína, y un día, de pronto, todo se quebró, tal como él había temido siempre, lo despidieron del trabajo, unos traficantes le dieron una paliza, supongo que después de quitarle las gafas redondas y pisotearlas, no pudo pagar el alquiler de su casa y lo echaron, se fue a vivir a los túneles del Metro, empezó a mendigar, le salieron unas manchas muy raras en la piel y descubrió que había contraído el sida, era tan tímido y tan reservado que yo nunca noté su homosexualidad, sobrevivió de milagro a un invierno atroz y en primavera, no sé cómo, su hermana no me lo explicó, obtuvo de alguien el dinero suficiente para un billete de ida a Nairobi, quería morirse allí, y antes de morir intentó hablar conmigo, pero yo no hice caso, imaginé distraídamente que sería otra de sus locuras y ni se me ocurrió averiguar su teléfono, aunque es posible que cuando oí el mensaje ya estuviera muerto. Dijo su hermana que había abandonado el hotel y que encontraron su cadáver en una reserva de animales salvajes, sentado contra el tronco de un árbol, sonriendo, y que la policía tardó más de una semana en establecer su identidad, porque se había dejado el equipaje y el pasaporte en la habitación del hotel. Quién iba a decirle cuando era un niño en una casa con jardín de Cartagena de Indias que acabaría treinta años después en el depósito de cadáveres de Nairobi, se para uno a pensarlo y parece increíble, pero también lo es que yo esté ahora contigo y me atreva a hablarte como si te conociera desde siempre, como si no hubiera sido prácticamente imposible que nos encontráramos. No salgo de mi asombro, me niego a salir de él, no quiero acostumbrarme, quiero vivir exactamente así el resto de mi vida, sin hacer nada ni desear nada más que lo que ya tengo ni a nadie más que a ti, agradeciendo que existas y me hayas elegido y que estés a mi lado cada mañana cuando me despierto, inmediata y carnal, no inventada, más verdadera y mía que yo mismo, haciéndome preguntas continuas, desafiándome a decir lo que he callado siempre, lo que ni recordaba, moldeada por el sufrimiento y la felicidad, frágil y sabia, deteniendo el tiempo para que duren como lentos días cada una de las horas y no empiece a remordernos la angustia del adiós.

La carretera en línea recta, dividiendo en dos mitades exactas la llanura, perpendicular al horizonte plano y nublado, no nublado, gris, de un gris pálido, casi blanco, sucio, aunque no tan opresivo como el gris de Bruselas, porque aquí el cielo no parece tan bajo, aunque tampoco sea posible deducir por la luz si es media mañana o media tarde, dan ganas de morirse, así tienen todos esas caras, caras de aeropuerto, salvo las de los negros y los mendigos, pero en el aeropuerto casi no hay negros y desde luego no hay mendigos, casi no hay nadie, por el miedo a la guerra, el avión medio vacío y unas pocas maletas sin dueño girando luego en la cinta transportadora, bajo unas bóvedas de aluminio y de metacrilato que parecen las de una catedral concebida en el delirio de un arquitecto posmoderno, ciego de cocaína y de vanidad, como el lujoso inepto que inaugura mañana en la North Western University un simposio sobre la huella de España en América, o algo parecido, y que debería de haber tomado el mismo avión en Nueva York, pero ni rastro, se dormiría anoche durante
La Walkiria
y no habrán podido despertarlo aún, hecho polvo el hombre, sepultado de aburrimiento y de cultura bajo varias toneladas de Wagner, y por supuesto el chófer del consulado también brilla por su ausencia, así que no se ve a nadie con un amable cartel en el pecho y una sonrisa sintética de bienvenida en los labios, ni siquiera se oyen ecos de palabras humanas en los altavoces, ni pasos, ahogados por hectáreas de moqueta gris, tan sólo música ambiental, el ruido de una cisterna en los lavabos y
Proud Mary
reblandecido de coros y violines, estos cabrones son capaces de convertir en nata batida y sonrosada hasta
La internacional.

Pero al menos un respiro, un cigarrillo tras la puerta cerrada, como en los retretes del colegio, aunque a lo mejor se activa uno de esos detectores de humo y se enciende una luz roja y suena una alarma, frágil serenidad, volutas azules y grises saliendo despacio de los labios, con un placer fortalecido por la prohibición, y de pronto los zapatos y los calcetines negros de alguien que respira muy fuerte en la cabina contigua, en un silencio ártico, vacío, un silencio de lavabo de aeropuerto y tal vez de manicomio, qué miedo de repente a ese desconocido que corta un trozo de papel higiénico y se suena los mocos al otro lado de un tabique de plástico y murmura
Mein Gott
gimiendo igual que si se masturbara, a lo mejor es eso, a quién se le ocurre en un sitio como éste, pero él también percibirá la presencia de alguien que está a pocos centímetros y a quien no verá nunca y es posible que le dé el mismo miedo, un miedo de animal agazapado en la noche de la selva o de viajero con zapatos y calcetines negros encerrado en el lavabo aséptico y silencioso de un aeropuerto, claustrofobia, el agua del grifo en la cara desfigurada de cansancio, el jabón líquido y el agua en las manos, la cara en el espejo que se extiende a lo largo de toda la pared reflejando las cabinas cerradas, debajo de una de las cuales se ven unos pies, como en las películas, cuando hay un ladrón detrás de la cortina y el protagonista ve las puntas de sus zapatos. Qué cabeza, siempre con lo mismo, la bolsa de viaje, un poco más y se queda olvidada, horarios de vuelos y nombres de compañías y ciudades apareciendo y sucediéndose en los monitores, anuncios de perfumes franceses y de islas tropicales en las paredes del corredor infinito por donde discurren unos pocos viajeros inmóviles sobre la goma deslizante del suelo, cuidado con perderse, si se pierde uno en el aeropuerto de Chicago no lo encuentran en varias semanas, se vuelve loco buscando de nuevo el letrero iluminado de
Baggage Claim
y la flecha indicadora y el consulado de España tiene que enviar una expedición de rescate, qué respiro, la maleta intacta por fin, la salida, nadie en la parada de los taxis, una hilera de descomunales taxis amarillos que tienen todo el aire de la comitiva de un entierro, y junto al primero de ellos una cara de piel oscura y brillante, un poco verdosa, de raza aceitunada, como decían antes las enciclopedias escolares, las razas humanas son cinco, blanca, negra, cobriza, amarilla y aceitunada, y unos ojos grandes, muy vivos, de mirada lenta y profunda, como la de una vaca, los primeros ojos indudablemente humanos desde no se sabe cuándo, el pelo negro, rizado, aceitoso, y un cigarrillo en los labios, lo cual es ya un prodigio, una exigencia de reconocimiento y gratitud, porque no sólo está fumando, sino que fuma con placer y pereza, sin ademanes furtivos ni miradas de soslayo, con un descaro tan extranjero como sus facciones, como la gran sonrisa blanca con que levanta la maleta y la guarda en el maletero que se cierra como la tapa de un sarcófago: no entiende la dirección, hay que enseñarle la tarjeta donde viene apuntada y asiente con aire meditabundo y rascándose la nuca, sonríe por fin, seguro que no tiene ni idea pero se arma de valor y pone en marcha el taxi, se aleja del aeropuerto, enfila una llanura de puentes de hormigón y cruces de autopistas por las que circulan los coches con una inquietante lentitud que parece más bien un efecto óptico, así que esto es Chicago, en las paradas de los semáforos el taxista extiende sobre el volante las hojas de un periódico con titulares escritos en un alfabeto que se parece al hindú, pero seguramente es paquistaní, o bengalí, cómo sonará ese idioma, cómo se nombrarán en él las cosas comunes o las extraordinarias, junto al salpicadero hay una tarjeta de identificación en la que está su foto y un nombre muy largo y desde luego impronunciable, y él habla inglés con la misma brusquedad dubitativa que usa al conducir, mira que si no ha entendido la dirección y se pierde y cae la noche antes de llegar a ese lugar del que no parece haber oído hablar nunca, Evanston, Illinois, un suburbio universitario de lujo a orillas del lago Michigan.

Frena, ha estado a punto de empotrarse contra el remolque de un trailer, suspira, vuelve a abrir el periódico, no se da cuenta de que el semáforo se le ha puesto en verde hasta que en otro camión más grande todavía que espera detrás suena un claxon tan brutal como el de la sirena de un transatlántico, como los de los camiones de bomberos de Nueva York, que más que a apagar incendios parecen dirigirse a provocar catástrofes, el corazón se encoge, tendría gracia morir aplastado bajo las ruedas de un camión en las afueras de Chicago, en compañía de un bengalí que suspira de nostalgia por su patria miserable y fangosa. «Qué lejos de casa», dice, y mira en el retrovisor, acepta un cigarrillo como si aceptara un pésame, suelta golosamente el humo haciendo roscos y cuenta que él tenía un trabajo muy bueno en Alemania, en Stuttgart, pero que sus padres le concertaron el matrimonio con una prima suya que vivía en América y tuvo que venir a casarse y se quedó. Cómo verán esos ojos el mundo, qué recuerdos tendrá del país donde nació y al que lo más seguro es que no vuelva, viajó desde Stuttgart a Chicago para casarse con su prima igual que un salmón cruza el océano para depositar sus huevos en el lecho de un río y ahora conduce un taxi y antes de hablar se queda pensando y se muerde los labios, tiene que traducir las palabras, algunas se le escapan en alemán, cómo será la casa a donde vuelve cuando termina el trabajo, después de trece o catorce horas al volante de un taxi por una llanura de autopistas, suburbios de casas de ladrillo rojo entre el césped, ferreterías inmensas, hamburgueserías rodeadas de aparcamientos tan ilimitados como los maizales, como el cielo gris que se está oscureciendo aunque no se sabe si va a anochecer o si son las diez de la mañana, y mirar el reloj no sirve de gran cosa, el sentido del tiempo está como anestesiado por los cambios horarios, igual que los tímpanos por la presión del vuelo, las agujas marcan la hora de Nueva York pero en la conciencia y hasta en las costumbres del cuerpo permanece la hora de Europa, un cálculo automático, como el del valor de la moneda, en Madrid son ahora las once de la noche, en Granada Félix ya ha acostado a sus hijos y está viendo con Lola una película de la televisión, en Bruselas llueve y no hay nadie por la calle, en un salón de actos se ha prolongado interminablemente una conferencia sobre aranceles agrícolas o sobre las normas de fabricación de preservativos y los traductores soñolientos miran por el cristal de sus cabinas y buscan equivalencias instantáneas para las palabras absurdas que escuchan en los auriculares pensando en otra cosa, y en las afueras de Chicago, en una calle idéntica a todas las calles que ha cruzado el taxi desde hace una hora, césped, árboles, ladrillo rojo, ventanas iluminadas, nadie, un bengalí que tiene nostalgia de Stuttgart le pregunta a un tipo que corría en camiseta y con una gorra de béisbol puesta al revés por un hotel llamado Homestead que tiene todos los visos de no existir: el tipo suda, con el frío que hace, tiene los pectorales hercúleos, mira con reprobación la cara del taxista y con asco el humo de tabaco que sale por la ventanilla, señala algo con la mano derecha extendida, hay que ir hacia el lago: una calle larga, con hamburgueserías, con ferreterías, con muladares de coches desguazados, más casas de ladrillo rojo y jardines y árboles y ventanas iluminadas tras los visillos, mástiles de banderas hincados en el césped, lazos amarillos atados a los postes de los buzones, banderas colgando sobre los porches de casas miserables, aceras desiertas, tipos en camiseta y con gorras de béisbol al revés que saltan respetuosamente en los semáforos para no perder el ritmo de su carrera y sólo cruzan cuando la luz se pone verde, aunque no venga ningún coche, vaya mundo, y por fin el taxista se detiene tan bruscamente que la cabeza choca contra el plástico blindado e indica algo con una inmensa sonrisa, un edificio de ladrillo rojo, a la derecha, muy alto entre las casas de una sola planta con jardín, «Homestead Hotel», anuncia victoriosamente en su inglés catastrófico: en qué aldea nacería que ni siquiera aprendió en la infancia el idioma de los colonizadores.

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