Authors: Antonio Muñoz Molina
Enciende la luz, le pide a Nadia que se vuelva hacia él, le aparta el pelo de la cara, se lo echa hacia atrás para descubrirle la frente, le roza con los dedos el mentón y los labios, que sonríen con el halago del sueño, quiere aprenderse sus facciones tan imperiosa y detalladamente que ya no pueda olvidarlas, quiere imprimir en su propia mirada y en su memoria la forma de la boca y de la nariz y la barbilla de Nadia y el color de sus ojos igual que se imprime una figura en la cartulina blanca de la fotografía: nosotros no podemos desaparecer, le dice, no podemos perdernos como toda esa gente, tiene miedo de pronto, lo domina una necesidad desesperada de seguir mirándola y estrechando su cuerpo y de no apartarse nunca de ella, como si bastara cerrar los ojos o quedarse solo unos minutos mientras ella va al cuarto de baño o baja a comprar algo para que ya no vuelva, para que se le pierda entre las multitudes de Nueva York como Ramiro Retratista en Madrid o su amigo Donald en los suburbios de una capital africana, como esos desconocidos sin nombre que aparecen por casualidad en el segundo plano de una foto, atrapados fugazmente en su viaje anónimo hacia la inexistencia, dotados sin embargo de minuciosas biografías y recuerdos que no permanecerán en la conciencia de nadie. Sigue despierto y abrazándola cuando ya se ha dormido, con una doble voluntad de cuidarla y de acogerse rendidamente a la protección de su coraje y su ternura, fuerte y vulnerable, orgulloso de ella y de sí mismo y también frágil y cobarde, al filo siempre de perderse en la atracción de la angustia. Apaga la luz, la oye respirar con la boca entreabierta y murmurar algo que no entiende, se revuelve en sueños para acomodarse más estrechamente a él y ahora su aliento sosegado y tibio le roza la cara. No puede dormirse aún, no quiere, siente que empieza a deslizarse inmóvil hacia una región más densa de la oscuridad donde ya no ve la mancha rojiza de los números del despertador ni la silueta blanca de la cabalgadura del jinete polaco, se hunde primero lentamente con una sensación muy parecida a la de viajar de noche en un avión que va perdiendo altura al mismo tiempo que se ven todavía muy lejos las luces de una ciudad, cae de pronto, sacudido de vértigo, como si bajara a tientas unas escaleras y faltase un peldaño, advierte con sorpresa que ha estado a punto de dormirse y que el corazón le late muy rápido, descubre que no está solo, que Nadia sigue abrazada a su cintura, de nuevo vuelve a deslizarse suavemente hacia arriba y vislumbra luces al fondo, imágenes veloces que se suceden y se borran entre sí, calles nocturnas de ciudades, los edificios del Rockefeller Center iluminados por reflectores tras una niebla amarilla, los rascacielos a oscuras de Buenos Aires alumbrados por un relámpago en una noche de tormenta, el letrero luminoso del
Chicago Tribune
parpadeando a una altura de treinta pisos sobre una torre de cresterías góticas, la cúpula blanca del Capitolio y la extensión horizontal e infinita de las luces de Washington, o de Los Ángeles, o de Londres, las ciudades se convierten velozmente en otras, pasa sobre ellas sin detenerse nunca, se le quedan atrás y muy pronto aparecen de nuevo luces más distantes sobre la oscuridad curva del mundo, al final del océano, en las orillas de Europa, al otro lado de serranías y llanuras punteadas por faros de automóviles que desaparecen y vuelven a brillar entre las filas de olivos: una ciudad al fondo, en lo alto de una colina, luces que tiemblan sobre las casas blancas de los miradores, bajo un cielo violeta en el que todavía no es definitivamente de noche, una plaza con tres álamos donde resuenan las voces y el metal de los llamadores, por donde pasa una mujer de pelo blanco que esconde un adoquín bajo la toquilla, hacia donde camina un hombre que regresa de una cautividad de dos años, de donde huye un adolescente que quiere vivir lejos de allí un destino inventado, que vuelve luego, media vida después, y se detiene frente a una casa cerrada, golpea el llamador, la puerta se abre y no hay nadie en el portal, ni en la cocina ni en el patio, ni en las habitaciones donde siguen estando los mismos muebles que veía de niño, la mesa de madera oscura y las seis sillas tapizadas en las que nadie se ha sentado nunca, las camas con espaldares de hierro y molduras de bronce en las que nadie duerme, los armarios y las cómodas donde aún se guardan las ropas de los muertos, las cartas que escribieron, las fotos en las que aún sonríen como si no hubieran sido desalojados de la vida. Abre los ojos, Nadia ha encendido la luz y se inclina sobre él, le pregunta qué estaba soñando, por qué movía tanto la cabeza como diciendo furiosamente que no, pero él no se acuerda, aún tiene miedo y no sabe de qué.
No me acostumbro, no sé medir la distancia que me separa de ti ni calcular el tiempo que me falta para volver a verte ni el que he pasado contigo, cien años o diez días, cuántas horas exactas, cuántas palabras hemos dicho, cuántas veces me he derramado en tu vientre o en tu boca o sobre tus pechos y te he oído gemir con los ojos abiertos como si agonizaras. No quiero olvidar nada, no quiero confundir unos días con otros ni resumir en un solo abrazo la singularidad de cada uno de los que nos hemos dado, porque olvidar y resumir es perder y yo me exijo ahora mismo la posesión imposible de todas las palabras y todas las caricias y de las variaciones que el dolor o la melancolía o la risa o los cambios de la luz imprimen a tu cara, de cada manera tuya de sonreír y mirar y de todas las modulaciones de tu voz. Quiero seguir viéndolo todo, con todos sus detalles precisos, la fachada de tu casa, los espejos del vestíbulo, el brillo metálico del ascensor, la hornilla de la cocina y los cubiertos guardados en los cajones y los platos y los vasos que hay en el armario sobre el fregadero, quiero acordarme para siempre de la disposición de los muebles y de cada uno de los objetos que hay en las estanterías de mimbre del cuarto de baño, tus frascos de colonia, tus paquetes de kleenex y de compresas, tu bata de seda con dibujos de flores colgada en una percha, las barras de labios y los estuches de polvos faciales que guardas en el bolso cuando vas a salir, el pequeño pincel que usas para ponerte el rímel y el lápiz con el que subrayas la línea de los párpados, quiero que no se me olviden la ropa ni los zapatos que has llevado cada uno de estos días, el vestido rojo y ceñido y los zapatos rojos que te pusiste una noche como si ya fuera abril y pudiéramos ir a cenar a una terraza al aire libre, la gabardina verde oscuro de nuestro primer encuentro, el traje masculino y la corbata ancha y floja que te dan ese aire tan mentiroso y convincente de eficacia norteamericana, el ligero descuido que hay en todos tus actos, la negligencia falsa con que ordenas la cocina o los discos, la manera en que te instalas en el tiempo sin mirar los relojes, como si les correspondiera a ellos acompasarse a tu ritmo o estuvieras dispuesta a dedicar toda tu vida a cualquier cosa que haces, a la conversación o al amor o al acto minucioso de pintarte los labios, o a escribir esos artículos y traducciones que no me dejas ver y de los que sólo parece importarte el dinero que te pagan por ellos, aunque no me lo creo, me he acostumbrado a fijarme en ti con más atención que en cualquiera de las mujeres a las que he conocido y querido y descubro que tienes la peculiar aptitud de ser lo que no pareces y de parecer lo que no eres, o de sufrir en dos minutos una transfiguración inexplicable, lo supe la primera noche, en Madrid, cuando empezamos a besarnos y tu cara cambió, hasta ese momento parecías tan joven como si el dolor no te hubiera alcanzado nunca y te convertiste en una mujer vulnerada y solitaria que se entregaba sin defensa a un desconocido, pareces desvergonzada y escondes una reserva inaccesible de pudor, usas un aire de fragilidad para ocultar instintivamente tu coraje y pareces más fuerte cuando tal vez eres más débil y prefieres sonreír y encogerte de hombros si estás desesperada, no miras nunca el reloj y no llegas tarde a ninguna parte. Pero no finges, estoy seguro, eres todas las cosas y todas las mujeres que pareces, Allison y Nadia, te he conocido desde siempre y no sé nada de ti, he estado contigo una sola noche sin porvenir ni pasado y una vida entera, rabio de celos porque te has acostado con otros hombres y le has hecho a alguno de ellos las mismas cosas que me haces a mí y veo en tus ojos el deslumbramiento y la sorpresa de la primera vez, toda la sabiduría y también toda la inocencia, la certidumbre y el miedo, la cautela y la temeridad.
En el aeropuerto me abrazabas al despedirte de mí como si no fuéramos a vernos nunca más y me sonreías luego tan serenamente como si hubiéramos quedado para unas horas después. Me da miedo la imperceptible erosión del olvido pero no sé no acordarme de ti, no percibir el olor de tu cuerpo en el aire ni el tacto de tu piel cuando toco la mía, se me ha vuelto más tensa y más suave, mucho más sensitiva, como si tú me tocaras a través de mis manos: no soy tuyo, como dicen los amantes, es que algunas veces me sorprende ser exactamente tú, al usar una expresión o una palabra que he aprendido de ti, al ver las cosas como tú las verías o acordarme de algo que tú me has contado y creer por un instante que es a mí a quien le pertenece ese recuerdo. Sin darme cuenta enciendo un cigarrillo como tú lo harías o le pido a la azafata del avión la marca de cerveza americana que tú prefieres, de modo que hay una conmemoración involuntaria en casi todos mis gestos, en las noticias que leo en el periódico, en las canciones de la radio, en la manera en que miro a la gente que pasa a mi lado, hasta me fijo en los niños, en los que no había reparado nunca, me pregunto si serán mayores o menores que el tuyo, qué pensarán cuando caminan tan serios de la mano de sus madres, cuando se quedan mirándome con los ojos muy abiertos como si me temieran o me desafiaran, y eso me hace acordarme de mí mismo a esa edad y también de ti y de las cosas que me has contado de tu padre, me parece que oigo a mi abuelo Manuel o al teniente Chamorro hablando del comandante Galaz y se me confunden los hilos de la imaginación y la memoria, no es posible que ese apellido heredado de las mitologías de mi infancia sea al mismo tiempo el tuyo, que esa mujer de la foto que me diste cuando ya me marchaba sea su hija y se haya enamorado de mí y esté ahora mismo recordándome igual que yo la recuerdo a ella en los corredores fantasmales y en las salas de espera vacías del aeropuerto John Fitzgerald Kennedy, después de haberle hecho un gesto último de adiós cuando he pasado el control de pasaportes y he sido interrogado y cacheado por un ingente funcionario con gafas de sol y chaqueta azul marino abultada bajo el hombro por la pistolera y examinado de arriba abajo por un guardia de uniforme negro, gorra negra de béisbol, metralleta montada y botas de montaña al que sin duda no acaba de agradar el color de mi pelo ni el de mis ojos, ya he cruzado la frontera, ya he salido del refugio donde la guerra no existía, ingreso en el pasillo estrecho y con el suelo de goma que me conduce hasta la puerta del avión y voy adentrándome en la geografía ilimitada de tu ausencia, miro a mi alrededor y por primera vez en muchos días no encuentro tu cara, no me acostumbro a la forma ni al tamaño inhóspito del mundo ni me reconozco ya en mis destrezas de viajero habitual y solitario, me paso los dedos por los labios para notar el olor todavía reciente de tus manos, busco entre las páginas de un libro las fotos que he traído conmigo y las miro despacio mientras tiemblan los motores y el avión casi vacío va ganando velocidad sobre la pista y emprende el despegue, en la tarde soleada y transparente de invierno va quedándose abajo y muy atrás la extensión inclinada de las pequeñas casas con jardines de Queens, veo a lo lejos el perfil de Manhattan en un brumoso contraluz de azules y reflejos metálicos sobre las aguas inmóviles de la bahía y pienso que ahora mismo tú vuelves a la ciudad y te acuerdas de mí y sigues existiendo en algún punto preciso en medio de esas multitudes que pululan por los vestíbulos de los rascacielos y las estaciones y de las riadas de coches que cruzan bajo las armazones metálicas de los puentes y entran en los túneles y corren hacia el sur por la autopista de la orilla del East River, tal vez estás viendo tu cara en el espejo del taxi tan nítidamente como yo la veo en una foto, o imaginas la mía, o te acuerdas de tu hijo, impaciente por encontrarte con él, te mueves a toda velocidad a cinco mil metros por debajo de mí y a no sé cuántos kilómetros de una distancia que sigue creciendo devoradoramente a cada minuto, sin que yo perciba la menor sensación de movimiento, recostado en la butaca angosta del avión, fumando con alivio el primer cigarrillo, mirándote sonreír en un banco de Central Park, ante un paisaje de árboles recién verdecidos tras los que se distinguen apenas, contra un cielo blanco y neblinoso, las siluetas azuladas de los edificios. La claridad del sol te vuelve rojo el pelo, que es castaño y casi negro en la penumbra, y la sonrisa se mantiene indomable y descarada sobre los ángulos firmes del mentón, pero guardo la foto, no quiero que se me gaste de mirarla, igual que se gasta el influjo de una canción si uno la escucha demasiadas veces, me da celos preguntarme quién te la hizo, a quién le sonreías esa mañana en Central Park, dónde estaba yo justo en ese momento, el año pasado, en abril, cualquiera sabe, no me acuerdo de nada, y tampoco me importa, dónde estás tú ahora mismo, cuando el avión casi vacío e inmenso vuela sobre la oscuridad del Atlántico y yo repaso fotografías en blanco y negro de mi infancia y de la juventud de mis padres y trato de recordar lo que hacíamos anoche a estas horas, la última noche, la congoja invencible de la despedida y el tiempo remansado hasta entonces que se volcaba sin remedio hacia la pendiente del adiós, los minutos largos de silencio, la irrealidad súbita de todo y la enconada vehemencia de estar haciendo las cosas por última vez, imposible resignarse a dormir y malbaratar en el sueño las últimas horas, la obstinación en el deseo, no sostenido ya por el instinto sino por la pura contumacia de la voluntad, la ficción de preparar el desayuno igual que todas las mañanas y de comentar los belicosos titulares del periódico como si nada sucediera, como si nada estuviera a punto de ocurrirnos. De nuevo estaba nervioso, en poco más de una semana se me ha olvidado mi habilidad para marcharme y mi vocación inexistente de nómada, se me ponía un nudo en la garganta al descolgar mi ropa de tu armario, me castigaban otra vez todos mis temores de viajero neurótico, todo perdido, como de costumbre, el pasaporte, las tarjetas de crédito, el billete de avión, es como perseguir a pequeños animales que se esconden debajo de los muebles y que vuelven a escaparse cuando uno ya los creía seguros en la jaula, el dinero en efectivo, los cheques de viaje, y tú mirándome tranquila y seria mientras bebías un café y repasabas el periódico, o apareciendo sonriente con mi pasaporte en la mano cuando ya lo daba yo por perdido.