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Authors: Antonio Muñoz Molina

El jinete polaco (64 page)

BOOK: El jinete polaco
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Me serena tu calma, me alivia de la prisa y de la desesperación, como si establecieras alrededor de tu presencia un espacio cálido de ironía y quietud que a mí también me circunda y en el que permanezco aunque esté ahora tan lejos de ti, adormilado en la cabina a oscuras del avión, tendido sobre una fila de asientos y cobijado en una manta, viendo pasar ante mis ojos como sombras proyectadas en una pared todas las caras que hemos visto en el archivo de Ramiro Retratista, vislumbrando lugares de Mágina que ya no sé ni dónde están, habitaciones de techos altos con vigas en las que he dormido de niño, alacenas y bodegas donde huele a aceite y a humedad, callejones en los que resuenan de noche los pasos de alguien, vuelvo casi a la realidad como un buceador que de un talonazo sube hacia aguas menos oscuras y profundas y emerjo al pasado más próximo, a Nueva York y a tu casa, excitado por recuerdos que se hacen más vívidos al convertirse en ráfagas de sueños, cierro los ojos y estoy sentado en el filo de tu cama y te veo desnuda y arrodillada entre mis piernas y hundo mis dedos en el nacimiento espeso de tu pelo, alzas la cara y me sonríes con los labios mojados antes de inclinarte otra vez, te tiendes de espaldas y separas los muslos y entro en ti muy despacio o en un relámpago que nos traspasa a los dos y nos deja luego sobrecogidos e inmóviles, sin que me diera cuenta una de mis manos imita a las tuyas o es guiada por ti y se introduce con delicada cautela bajo la camisa y el cinturón, me despierto del todo, han encendido las luces, una voz desagradable y nasal anuncia para casi nadie que faltan dos horas de vuelo y que nos van a servir el desayuno, pero qué desayuno, pienso con esa rabia que me entra cuando no me dejan dormir, si hace un rato era medianoche, de pronto la hora de mi reloj ya no sirve y son las seis de la mañana, no sólo no estoy en el mismo continente que tú sino que además me obligan a vivir seis horas más tarde y dan la luz para inducirme a comer igual que a una gallina en una granja modelo. Definitivamente he vuelto, he despertado a un absurdo amanecer hostil de claridades fluorescentes y malas caras de sueño, mujeres despeinadas y gordas que van en dirección al lavabo con sus bolsas de aseo y se apoyan medio dormidas todavía en los respaldos de los asientos, hombres sin afeitar que bostezan, igual que yo, degradados por la noche en blanco y el viaje, desconcertados por la luz del alba que surge cuando se levantan las persianas de plástico de las ventanillas, con esa familiaridad huraña de los vuelos nocturnos que se acentúa porque somos muy pocos en un avión tan grande y compartimos la modesta audacia de viajar a Europa en tiempos de guerra. Qué aturdimiento, qué pocas ganas de llegar y de ser atrapado de nuevo por los horarios y las obligaciones, en la evidencia unánime del horror estampado en la tinta reciente de los periódicos y escupido en todos los idiomas por todas las emisoras de radio y todos los noticiarios de la televisión, me duele la cabeza por culpa del tabaco y del valium y tengo un gusto amargo en la boca, me miro en el espejo del lavabo tambaleándome por las sacudidas de la cola del avión y me parece que ya no soy el mismo que ha estado contigo, que vuelvo a ser el que volaba hacia América quince días atrás, pero no me rindo, no quiero, no puedo dejarme llevar por el abatimiento de todos los viajes, me lavo la cara y los dientes y me afeito como si al salir de esta cápsula vibrante de aluminio y de plástico fuera a encontrarme contigo, me revive el olor del jabón en mis manos y el de la colonia en mi cara, me peino para ti, desde ahora he de cuidar el amor con toda la sagacidad de mi inteligencia y toda la energía de mi voluntad, como un fuego sagrado que puede apagarse si no velo junto a él, he de defender el amor y su entusiasmo y su orgullo no contra la distancia y la desmemoria, sino contra mí mismo, contra mi desaliento, contra la debilidad de mi coraje y el veneno de mi desarraigo y de mi dispersión, contra mi formidable estupidez de tantos años y la inercia de tantos amores tan predeciblemente fracasados. Era mentira todo, yo estaba intoxicado, no quiero vivir solo ni ser un apátrida, no quiero cumplir cuarenta años buscando mujeres por los bares últimos de la noche o quedándome dormido frente a la televisión, puede que te pierda o que no vuelva a verte, o que el avión se incendie dentro de quince minutos sobre las pistas del aeropuerto de Bruselas, pero me da igual, Dog, Elohim, Brausen, apiádate de mí, si he de morir quiero morirme vivo y no muerto de antemano, de algo ha de servirme haber cumplido junto a ti treinta y cinco años y llevar en mi conciencia y en mi sangre todo el amor y el sufrimiento y el impulso de vivir que me legaron mis mayores, no estoy solo, ahora lo sé, ni estamos solos tú y yo cuando nos entregamos tan codiciosamente que el mundo exterior queda abolido, no soy una sombra que pueda perderse entre los miles de millones de sombras y caras hacinadas o dispersas que transitan en este mismo momento debajo del océano de niebla blanca donde se ha sumergido el morro del avión, miro tu foto antes de guardarla en la bolsa, compruebo neuróticamente que no me dejo nada y que los indicadores me autorizan a desprenderme del cinturón de seguridad, camino por los pasillos del aeropuerto escuchando en el walkman las canciones que tú has grabado para mí, las que nos gustaban a los dos sin que yo lo supiera, las que yo no habría conocido si no llegas a descubrírmelas tú, no hay viajeros en las salas de espera, sólo extensiones de linoleum vacío, paneles iluminados de anuncios, soldados y policías armados que nos vigilan uno a uno apoyando los codos en las metralletas, parece que la guerra no es nada más que eso, una vigilancia omnipresente y fría y una extraña dilatación del espacio y del tiempo, estudian con mucho cuidado los pasaportes, esperan armados en las esquinas más distantes de los pasillos, apartan a un lado a un grupo de viajeros que parecen árabes, las letras tabletean como fichas de dominó en los paneles de horarios y no hay casi nadie que aguarde la salida o la llegada de un vuelo, como desbaratados por el viento cambian en unos segundos los nombres de las ciudades, Karachi se convierte en Los Ángeles, Madrid en Delhi y Rabat en Moscú, un punto rojo parpadea al lado del anuncio de una salida inmediata hacia Nueva York, me quedo siempre hechizado mirando esos paneles, como si viajara visualmente a todas las ciudades a través de sus nombres, como cuando era niño y movía la aguja del sintonizador de la radio a lo largo de la banda iluminada, Andorra, Bucarest, Belgrado, Atenas, Estambul, las voces extranjeras y las rachas de músicas perdiéndose entre pitidos y estrépitos como los oleajes del mar que se escuchaban en las caracolas, las voces que hablan por teléfono desde los extremos del mundo y dejan mensajes de náufragos en los contestadores, pobre Donald Fernández, Manuel, soy yo, te llamo desde un hotel de Nairobi, Allison, soy el fantasma del hotel Mindanao, estoy en Nueva York, acabo de llegar a mi apartamento de Bruselas, he abierto la puerta después de buscar angustiosamente las llaves en todos mis bolsillos y se me ha caído el alma a los pies, justo al lado de la maleta y de la bolsa, en el vestíbulo ruin donde me recibe como un perro insoportable y leal el olor a polvo, a cocina sucia y a casa cerrada, he recogido del buzón un puñado de cartas de bancos y de folletos de publicidad, he descubierto como un arqueólogo que pasea su linterna por una cripta lamentable el desorden congelado que dejé aquí hace quince días y en el que ahora encuentro señales de la vida de otro, yo mismo, mi antepasado más reciente, el gandul solitario y más bien autista que no se molestó en retirar una lata vacía de cerveza ni en limpiar el cenicero ni el tazón de su último desayuno, que ahora tiene un fondo endurecido de color terroso, mira que eres desastre, pensarías, el suplemento dominical de un periódico tirado junto a la cama deshecha, un vaso largo y opaco con un residuo amarillento de whisky, olor a leche agria y a goma en el frigorífico, un tubo de dentífrico que se quedó abierto y se ha derramado sobre la loza del lavabo, la negligencia un poco turbia de alguien que vive solo y no recibe visitas, el frío húmedo y desapacible de las habitaciones en la mañana prematura, inhóspita, nublada, la primera mañana inhabitable del regreso, dan ganas de cerrar de un portazo y sin llevarse nada y de tirar las llaves en la alcantarilla más próxima, de marcar tu número de Nueva York y despertarte a las dos de la madrugada pidiendo auxilio, me echo rendido y nervioso en el sofá apartando hojas de periódicos del mes pasado y me quedo mirando la llovizna y el cielo bajo y gris, suena el teléfono y me da un salto el estómago maltratado por comidas de avión y cafés de aeropuerto, serás tú quien me llama, pero antes de que mi mano se alargue hasta el auricular se activa el mecanismo del contestador automático, me reclaman para un trabajo urgente, oigo hablar a la directora de la agencia conteniendo la respiración y sin moverme, como si estuviera escondido, parece furiosa, me exige que dé señales de vida o que le comunique la dirección del monasterio a donde me he retirado, me llama encanto, lo cual quiere decir que le apetece estrangularme, qué alivio, ha colgado, me armo de valentía y devuelvo al principio la cinta del contestador, dispuesto a oír un catálogo de mensajes amenazantes y avisos de desastres que se habrán cumplido en mi ausencia, voces en inglés, en francés, en alemán, en español, gente usual hasta hace muy poco que se me ha vuelto desconocida o remota, la directora de la agencia deslizándose desde la simpatía rutinaria a la desconfianza y luego a la ira, una mujer alemana que me invita a una copa y de la que ni siquiera me acuerdo, alguien que me propone la firma de un manifiesto en cinco lenguas en favor de la paz, a estas alturas, me decido enérgicamente a deshacer el equipaje, aunque lo único que hago es poner tu foto delante de los libros, al menos tú permaneces inalterable en ella, sonriendo en Central Park como en un banco del paraíso, con un pantalón vaquero y una camisa roja y escotada, sonriéndome a mí y no a quienquiera que disparase la cámara.

Continúan sonando las voces en el contestador pero ya no les hago caso, por mí como si se declara el diluvio universal, muera Sansón con todos los filisteos, empiezo a sacar la ropa de la maleta y huelo en una camisa tu perfume, te la ponías algunas veces al levantarte de la cama, sin abrocharte más que uno o dos botones, te descubría por abajo el vértice del pubis y cuando te inclinabas para recoger algo se te abría sobre los pechos, otra palabra despreciable, sobre las tetas blancas y grávidas como esos racimos de los que habla el Cantar de los Cantares, tu estatura es semejante a la palma, y tus tetas a los racimos, parece mentira que eso me haya ocurrido a mí, yo recostado en la almohada y tú leyéndome la Biblia protestante que don Mercurio le dejó en herencia a Ramiro Retratista y Ramiro a tu padre y él a ti, a nosotros dos, sin saberlo, tú desnuda y recta delante de mí y yo celebrándote con las hermosas e impúdicas palabras españolas que nos legó un fraile hereje del siglo XVI y que sin duda escucharía la mujer emparedada en la Casa de las Torres, cuán hermosos son tus pies en los calzados, oh hija de príncipe, los cercos de tus muslos son como ajorcas, tu ombligo como una taza redonda que no le falta bebida, tu vientre montón de trigo cercado de lirios, tus dos tetas como dos cabritos mellizos de gamo, y ahora este destierro, esta vuelta sin misericordia a lo peor de mi vida, a las palabras neutras y a los días estériles, hace diez horas que no te veo y ya me resulta físicamente imposible tolerar tu ausencia, las muchas aguas no podrán apagar el amor ni los ríos lo cubrirán, eso me leíste, pero tengo miedo, estás al otro lado de las muchas aguas del Atlántico y de las seis horas con que nos separan los relojes, busco tu olor en mi ropa y en mi piel y ya casi no lo percibo, voy a llamarte, voy a marcar tu número de teléfono y un cable sumergido bajo el mar o tal vez un satélite en órbita sobre la Tierra me concederán el privilegio instantáneo de oír tu voz, si estás dormida te despertaré, y si te ha desvelado la extrañeza de acostarte sola te hablaré al oído como cuando me pedías que no me callara. Me siento al lado del teléfono, todavía no se ha detenido la cinta del contestador y ahora suena una voz española, muy familiar, con acento de Mágina, tardo unos segundos en reconocer la voz de mi madre, dubitativa, temerosa, porque los teléfonos y los contestadores la asustan, he perdido las primeras palabras del mensaje, paro la cinta y la hago retroceder, el corazón me late más aprisa, vuelvo al principio, hay un silencio y luego una señal, empieza a hablarme en un tono muy raro, como desde muy lejos, dice mi nombre, se interrumpe, respira, en torno a mí todo se queda suspendido mientras oigo el roce de la cinta y el ruido leve del motor, conozco en seguida esta forma del miedo, la más antigua y la más pura, me dice, no sé cuándo, cuántos días atrás, que mi abuela Leonor se puso muy mala ayer, que la llevaron al Clínico, que acaba de morir y la entierran esta tarde, me han buscado y no saben dónde estoy.

Sólo ahora te entiendo, hasta ahora la muerte no había entrado en mi vida, no se había cebado en nadie a quien yo quisiera, era una cosa habitual y abstracta que ocurría siempre muy lejos de mí, en los márgenes más imprecisos de la realidad, incluso cuando estuve a punto de matarme aquella noche de noviembre en la carretera, me quedé frío, sin sentir nada, y cuando me acordaba más tarde tenía una sensación de inconsistencia, o de aislamiento, no este horror de haber perdido irremediablemente algo y de saberlo mucho después, de establecer maniáticamente el día y la hora y querer acordarme de lo que yo hacía y pensaba en ese instante en que ella se volvía hacia la pared, encogía las piernas bajo la colcha blanca de la Seguridad Social y se abrazaba a la almohada como disponiéndose a dormir. Mi madre estaba a su lado y tardó un poco en darse cuenta, me ha dicho que notó una breve sacudida, como un escalofrío, como el sobresalto de la entrada en el sueño, nada más, ni un espasmo, ni siquiera un gemido, tenía el corazón muy débil, dijeron los médicos, gastado después de ochenta y siete años de latir, y al final ya se movía muy despacio, rozando las paredes con sigilo de ciega, humillada en su dignidad tan lúcida por el asedio miserable de la vejez, le dio un mareo cuando se levantó de la mesa después de comer y el médico que fue a verla ordenó que la llevaran inmediatamente al hospital, pero no estaba asustada o no lo parecía, bajó por última vez las escaleras tomada del brazo de mi madre y lo miraba todo como despidiéndose, vestida con la misma ropa de luto que se ponía para asistir a los funerales y a las bodas, lenta y desvalida, pero no decrépita, con un resto de su antigua hermosura en la perfección inalterada de los pómulos y la barbilla y en la calidad de la piel, tan blanca y lisa todavía en los brazos, con un lustre amarillento de marfil gastado en las manos sensitivas y fuertes que me acariciaron largamente la cara la última vez que la vi, cuando me despedía de ella y pensaba sin verdadera convicción en la posibilidad de no verla nunca más: por qué te vas tan pronto, si hace nada que viniste, ya no quieres cuentas con nosotros, seguro que no te acuerdas de cuando eras chico y me pedías que te leyera Pulgarcitos, le gustaba que me sentara a su lado en el sofá y me cogía las manos como para calentármelas, mira que eres callado, me decía, en eso sí que no le has salido a tu abuelo, y ahora fíjate, con lo que hablaba, y lo único que hace es dormir, y encima se lamenta de que no pega ojo. Lo pellizcaba bajo las faldillas, pero Manuel, despiértate, es que no piensas ni despedirte de tu nieto, se empeñó en levantarse y en salir a la puerta y al marcharme en un taxi la vi parada en el rincón de la plaza de San Lorenzo, con su pelo blanco y un poco despeinado, una rebeca negra sobre los hombros, las manos juntas en el regazo y las piernas lentas e hinchadas, sonriéndome aunque casi no me veía, tenía un ojo nublado por una catarata y no quería operarse porque le daba miedo que la dejaran ciega del todo, qué lastima, decía, para qué nos dejará Dios llegar vivos a esta edad, el taxi dobló la esquina de la Casa de las Torres y por la ventanilla trasera los vi agrupados ante la puerta como si posaran para una fotografía cruel, ella y mi abuelo Manuel apoyándose el uno en el otro y mis padres también envejecidos, varados los cuatro en el rincón de la plaza, en la otra orilla de un tiempo clausurado muchos años atrás del que yo estaba desertando de nuevo.

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