Authors: Antonio Muñoz Molina
Se les desbarata el orden de los días y la duración de las horas, se les desborda el tiempo en la crecida de un presente que abarca sus propias vidas y las de sus mayores, y las voces que llevaban años sin oír usurpan las suyas y les devuelven palabras y circunstancias olvidadas, anteriores a ellos pero cimentadoras de sus gestos, de su ebriedad de ternura, de conciencia y deseo, voces y canciones, recuerdos súbitos y obstinadas caricias, el gusto de desvelarse conversando y de dormir hasta las once de la mañana, la fatiga gozosa y absoluta que los empuja hacia el sueño, las expediciones en taxi para buscar cigarrillos o una cena tardía o una última copa, mirando tras el cristal una ciudad fugitiva y nocturna, de aceras nevadas y avenidas desiertas, de rascacielos iluminados en medio de la niebla, altos y solos como faros, y fruterías sin nadie reluciendo en las esquinas más oscuras, un Nueva York mucho menos real que la ciudad de la que están siempre hablando, Mágina, inaccesible en un futuro de seis horas más tarde, en un pasado donde los dos son extranjeros pero al que se sienten vinculados como al país de origen de sus padres. Regresan ateridos al apartamento, en el ascensor ya se van despojando de sus ropas de invierno y del frío y la hostilidad de las calles, abre tú, dice Nadia, le entrega la llave como un signo de que le ha entregado sin condiciones su vida, su cuerpo hermoso y castigado, lacerado y enaltecido por años de desgracia y minutos acuciantes de felicidad, al abrazarla la posee a ella en ese mismo momento pero también a todas las mujeres que han sido, las que abrazaron a otros y temblaron igual que ahora mismo y les dijeron palabras que sólo ahora parecen cobrar su verdadero sentido, la muchacha que vivió unos meses en Mágina y la que se quedó sola en Madrid en el invierno de mil novecientos setenta y cuatro y la mujer que notó en su vientre el latido cálido y extraño de un hijo y se abrió desangrada para arrojarlo al mundo, la rubia que se llamó Allison durante una sola noche en un hotel de Madrid y la pelirroja que apareció como casualmente y para siempre en la cafetería del Doral Inn de Nueva York, la que sonríe con una camisa púrpura y un pantalón vaquero en una foto tomada en Central Park, la que se parece en la expresión de los ojos y en la forma de la boca a un militar español fotografiado en Mágina hace cincuenta y cinco años y a un niño americano y rubio que nació en mil novecientos ochenta y cuatro: se abandona a ella hasta perder la conciencia y convertirse en su sombra y su doble y sólo entonces se siente en posesión de sí mismo, se cobija desnudo bajo el edredón de una cama donde meses atrás aún dormía otro hombre y lo apacigua el sentimiento, exótico para él, de encontrarse justo en su sitio, en la médula perezosa y tranquila de su biografía, le habla a Nadia de su vida y le cuenta lo que le han contado sus abuelos y sus padres y en el asombro y en la atención de ella reconoce sus propias ganas de saber, el ansia antigua de escuchar a otros y descubrir en ellos su más oculta identidad.
Abre los ojos, no mira el reloj, intenta calcular la hora según la luz ambigua de la ventana, ve en la pared el grabado del jinete polaco y quiere acordarse con obstinación imposible de una noche de su vida que sólo existe porque ella nunca la olvidó, imagina al comandante Galaz detenido frente al escaparate de un anticuario de Mágina, o acodado en una mesa de madera desnuda, frente a una pared, un correaje y un revólver, o asomado a un paisaje que ya no pertenece del todo a su propia memoria, el anochecer de julio en el valle del Guadalquivir, la Sierra azulada al otro lado del río, deja a Nadia dormida y sale al comedor para abrir de nuevo el baúl de Ramiro Retratista, busca, entre tantas caras de desconocidos, las fotos de sus abuelos y de sus padres, intenta agruparlas según un orden cronológico, y es como subir de niño a las habitaciones prohibidas de la casa en la plaza de San Lorenzo y buscar en los cajones, debajo de la ropa doblada, en el fondo de los armarios, donde estaba el uniforme de la guardia de asalto y la caja de lata llena de billetes con el escudo almenado de la República, como mirar de nuevo las fotos de los bisabuelos con sus caras de difuntos etruscos y los uniformes y los trajes de novia, procurando que no sonaran sus pasos en las baldosas sueltas y que su abuela Leonor no sorprendiera su búsqueda, ajeno a la vida obligatoria del trabajo y de los juegos en la calle, inmune al peligro y fortalecido en la soledad, en una penumbra de habitaciones como salas de museo, con muebles que nunca fueron usados, con vajillas intactas tras los cristales de los aparadores, extraviado y feliz, abriendo armarios y levantando tapas de baúles que despedían el olor denso y tamizado del tiempo en el que aún no había él nacido, encontrando objetos enigmáticos, un almirez de bronce, una sombrilla de seda desgarrada, unos zapatos infantiles que tal vez fueron de su madre, una cartilla de racionamiento, una funda de cuero con forma de pistola, un frasco de colonia vacío. desdoblando cartas escritas por su abuelo Manuel desde el campo de concentración y leyendo titulares sobre la muerte de Hitler o la guerra de Corea en las hojas de periódicos mordidas por la polilla que forraban el interior de los cajones, descubriendo con estupor en las fotografías la juventud de sus abuelos y la infancia de sus padres, viéndose a sí mismo tal como era a los tres o cuatro años, la cara redonda, las piernas muy delgadas, el flequillo recto sobre los ojos, una camiseta a rayas y un sombrero cordobés, sentado en lo alto de un caballo de cartón que parece enorme, con una débil sonrisa que tal vez al cabo de unos segundos se convertiría en llanto, porque le daba miedo el tamaño del caballo y lo creía de verdad: no recuerda, está viendo, se desprende del olvido como de unas escamas que lo hubieran cegado parcialmente desde no sabe cuándo, ve las caras y las luces de Mágina en un anochecer de invierno que sucede simultáneamente en su memoria y en la inalcanzable realidad de la plaza de San Lorenzo y de los miradores, en el pasado y en el presente, en su propia vida y en las vidas de otros que están vinculados a Nadia y a él por lazos invisibles de casualidad o de sangre que ahora cobran la forma desconcertante de su doble destino: mira, éste sería el médico don Mercurio, y el libro que tiene abierto sobre la mesa es esta misma Biblia, mira a mi padre cuadrándose en la escalinata del ayuntamiento la noche del 18 de julio, mira a mi bisabuelo Pedro, el del pelo blanco, el que está sentado en el escalón y acaricia el lomo del perro, Ramiro Retratista tuvo que esconder la cámara detrás de una ventana para hacerles la foto, por eso se ve en un ángulo la sombra de un barrote, mira a mi abuelo Manuel y a mi abuela Leonor, a mi madre, que no debe de tener aquí más de once o doce años, te pareces a ella, dice Nadia, espera, quién es éste tan serio, con esa cara de pena, pues quién va a ser, el inspector Florencio Pérez en su despacho de la comisaría, fíjate en ese objeto que se ve al lado de su mano, es un pisapapeles de la basílica de Montserrat, no había vuelto a acordarme desde aquella noche, cuando me detuvieron y él me salvó, pero esta foto se la hicieron muchos años antes, mira la cara de mi madre el día de su boda, y mi padre, con su chaqueta de smoking alquilada, a él te pareces en los ojos, míralo aquí diez años más joven, en la moto alemana de Ramiro Retratista, el que está a su lado en el sidecar es su primo Rafael, aparta con impaciencia una hojarasca de fotos de desconocidos para seguir buscando las caras de los suyos y mostrárselas a Nadia y contarle sus vidas, dudando a veces al identificarlos, yo creo que éste es el tío Rafael, ésta es la foto que había colgada en el comedor de la casa de su hijo cuando mi padre y yo lo visitamos en Leganés, y el que sonríe junto a Carnicerito de Mágina el día de su alternativa es Lorencito Quesada, míralo qué orgulloso, cómo le pasa la mano por el hombro, mira a mi amigo Félix con sus padres, una mañana de domingo, seguro, delante de la estatua del general Orduña, qué raro sería para él ver esa foto en la que su padre está de pie y es joven y no yace todavía pálido y sin afeitar en una cama de la que ya no volvió a levantarse.
Pero aquí falta alguien, dice Nadia, adivina quién: está echada en el sofá, descalza, con la bata abierta sobre los muslos y el pelo recogido hacia arriba por una ancha cinta elástica, con un puñado de fotografías en el regazo, sin maquillar, con un aire sexual e indolente de recién levantada que algunas veces, si no salen a la calle, le dura toda la mañana. Falta él, dice, Ramiro Retratista, se pasó la vida haciendo fotos y guardando copias de cada una de ellas, pero ya las hemos visto todas y no hemos encontrado ninguna en la que él aparezca, espió a otros, no sólo en su estudio y tras el objetivo de su cámara, sino también en las calles, en las tabernas y en los cafés de Mágina, los vio tal como eran en el instante en que se cruzaban con él y como habían sido en sus edades anteriores, vaticinando con su mirada adivinadora y experta en qué se convertirían cuando el tiempo pasara, estudiando como un naturalista las lentas transfiguraciones de los rostros y los episodios sucesivos del crecimiento y la decadencia y descubriendo con melancolía y un poco de horror que casi todas las vidas son más o menos iguales y no hay rasgos firmes en la cara de nadie, que varían y se destruyen tan fácilmente como reflejos en el agua o fracciones de arena. No hizo fotos de sí mismo, y si hizo alguna no la quiso guardar, prefirió quedarse al margen, observándolo todo desde la zona de sombra del estudio, bajo la cortinilla de felpa negra de aquella cámara antediluviana con la que fotografió a la emparedada de la Casa de las Torres, la mujer de su vida, le confesó a mi padre, dice Nadia, el pobre hombre estaba loco, hablaba de ella como si la hubiera conocido viva y fuera su viudo, con un sentimentalismo lloroso y pornográfico, recuerda, más de una tarde ella los escuchó hablar sin que se dieran cuenta, se bebía la primera copa de coñac que el comandante Galaz había dejado frente a él y le mostraba la foto, mírela, mi comandante, dígame si en esos países por los que usted ha viajado ha visto alguna vez a una mujer como ella, imagínese cómo sería aquel amor culpable, qué sentiría el hombre que la perdió para escribirle esos versículos de la Biblia que yo encontré en su corpiño. Ponme como un sello sobre tu corazón, como un signo sobre tu brazo, lee Nadia en voz alta, y Manuel mira los ojos y los pómulos y la tranquila sonrisa de la mujer incorrupta y se acuerda de los terrores más antiguos de su infancia, del portalón cerrado de la Casa de las Torres y de las gárgolas de los aleros hacia las que levantaba los ojos temiendo que el muro de piedra labrada se derrumbara sobre él, bajo las bombillas de las esquinas los niños mayores contaban la historia de la momia y él la imaginaba arañando los ladrillos que ahora cegaban las ventanas góticas, y una vez se unió a un grupo de golfos que se colaron en el zaguán con el propósito de bajar a los sótanos para ver el nicho tapiado y la guardesa surgió como una furiosa aparición maldiciéndolos a gritos y enarbolando con ademanes homicidas una gran porra de vaquero: se volvió loca, le cuenta a Nadia, la echaron de la Casa de las Torres y se fue a vivir a la otra punta de Mágina, pero regresaba todas las noches, el palacio estaba en obras y había delante de la puerta una pila muy alta de adoquines, bajaba por la calle del Pozo arrebujándose en una toquilla de lana negra, mirando al suelo y con las manos unidas en el regazo, murmurando oraciones o delirios, contaba que Nuestro Señor Jesucristo en persona iba a visitarla y se acostaba con ella, y que era muy cariñoso y muy limpio, y sobre todo muy hombre, alto, descalzo como un penitente, con una túnica blanca, una melena castaña hasta los hombros y una barba suave y recortada, igual que en
Rey de reyes.
En la media luz del anochecer, cuando aún no estaban encendidas las bombillas, se veía al fondo de la plaza la mancha blanca de su pelo, se hacía la distraída, escondía la cara como para evitar que la reconocieran sus antiguas vecinas, alargaba velozmente las manos y se guardaba un adoquín debajo de la toquilla, y volvía a subir por la calle del Pozo con breves pasos asustados de pájaro, apretando el adoquín contra el pecho, como si fuera un animal desvalido o un tesoro que pudiesen robarle, o el cadáver amojamado del niño que se le murió en su juventud, no saludaba a nadie, se perdía luego en la oscuridad del Altozano, nunca supimos dónde almacenaba los adoquines ni para qué los quería, pero regresaba sin falta cada anochecer, incluso cuando era invierno y estaba lloviendo, sin abrigo ni paraguas, sólo con su toquilla de lana negra, con el pelo blanco despeinado o mojado, temblando de frío y murmurando jaculatorias.
Qué lejos y qué olvidado todo, piensa, con qué vívida fluidez vuelve ahora, qué puros los sonidos y qué intensos los olores, la tierra apisonada y fría y el humo de la leña, el viento húmedo de los atardeceres de septiembre que sacudía las copas de los álamos en el preludio de una tormenta, la monotonía de un rosario que alguien escucha y sigue en una radio de la vecindad, las campanas de las iglesias, las del reloj de la plaza del General Orduña, el toque de oración en el cuartel y la sirena de la fundición a donde iban a trabajar los hombres jóvenes que abandonaban el campo, los cascos de las caballerías y las pezuñas de las vacas sobre el empedrado, el ruido que hacía al golpear en las rejas de las ventanas el bastón del ciego Domingo González, que vivía junto a nuestra casa y llevaba unas gafas de cristales negros muy grandes para que no se vieran las cicatrices de los disparos de sal alrededor de sus ojos. Estaba aterrorizado, nos decía mi abuelo Manuel, llevaba una pistola del nueve largo en el bolsillo y no dormía nunca porque el hombre que lo dejó ciego le prometió que volvería alguna vez a matarlo. Quién lo dejó ciego, pregunta Nadia, por qué, eso no me lo has contado todavía: era falangista, pasó el primer año de la guerra escondido en un desván, y cuando lo descubrieron pudo escapar saltando por los tejados, apareció de nuevo en Mágina dos años después, ascendido a coronel jurídico, y actuó de fiscal en casi todos los consejos de guerra, un carnicero, decía el teniente Chamorro, para quien Domingo González pidió dos penas de muerte, salía antes del amanecer vestido de uniforme y montado a caballo, cabalgaba sin descanso por los caminos de las huertas y entre los olivares y a las diez en punto de la mañana ya estaba en los juzgados, pero un día no volvió, lo encontraron tirado cerca del río, sin conocimiento, con la cara llena de sangre y el caballo parado junto a él, y luego se supo, al menos así lo contaba mi abuelo Manuel, que un hombre armado con una escopeta de dos cañones le había salido al camino apuntándole al pecho, para el caballo y no tengas tanta prisa, le dijo, tira la pistola, bájate con las manos en alto, y Domingo González, muerto de miedo, con lo valiente que se hacía cuando solicitaba para un infeliz la máxima pena (a mi abuelo Manuel le gustaba mucho esa expresión), cayó de rodillas ante el desconocido y le suplicó que no lo matara: no te preocupes, que por ahora no pienso matarte, pero te voy a hacer que sepas lo que es el miedo a morir, ya volveré cuando menos lo esperes. Se echó la escopeta a la cara, disparó un tiro y luego otro, y la sal de los cartuchos quemó los ojos de Domingo González, que se pasó el resto de su vida aterrorizado por una oscuridad en la que creía oír los pasos y la voz de aquel hombre que volvería alguna vez a rematar su venganza. Qué habrá sido de él, le dice a Nadia, adhiriéndose a su espalda y a sus caderas desnudas bajo el calor del edredón, confundido en su sombra, en el dormitorio donde no hay más claridad que la de los números rojos del despertador, qué habrá sido de cada uno de ellos, del hombre que disparó los tiros de sal y tal vez se apaciguó con los años o se marchó de Mágina y se olvidó de Domingo González, dónde estará Ramiro Retratista, aunque lo más probable es que haya muerto viejo y solo en una pensión o en un asilo de Madrid, qué ocurre con la gente cuando desaparece, cuando es olvidada y ni siquiera deja tras de sí el testimonio de una fotografía.