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Authors: Esteban Navarro

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras

El lodo mágico

BOOK: El lodo mágico
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Un anciano le cuenta a su nieto una historia acerca de un lodo mágico que es capaz de curar cualquier enfermedad y que solo existe en un lugar llamado Belsité. El lodo actúa por contacto y tan solo hay que aplicarlo sobre la parte del cuerpo enferma para que surta efecto. El nieto del anciano le cuenta la historia a dos amigos del colegio y los tres se embarcan en una aventura para localizar el lugar de la montaña donde se halla el lodo y averiguar si la historia del anciano es cierta.

Lo que en un principio parecía un viaje carente de complicaciones, se transforma en una odisea donde los tres amigos tienen que quitarle la pipa a un Menuto (un duende de la montaña) y sortear una serie de pruebas como subir a un tren fantasma y buscar una rana alada fabricada en bronce. Los tres amigos tienen que viajar a poblaciones como Huesca, Caravaca de la Cruz, Murcia o Ávila, buscando diferentes objetos que necesitan para encontrar el lodo.

Esteban Navarro

El lodo mágico

ePUB v1.0

Jianka
01.10.12

Título original:
El lodo mágico

Esteban Navarro, 2012.

Editor original: Jianka (v1.0)

ePub base v2.0

Al niño que todos llevamos dentro
.

—1—

A modo de prólogo

Siempre se relataron, con mayor o menor acierto, con mayor o menor entusiasmo, historias acerca de prodigios que se creyeron mágicos. Pasajes de un pasado próximo, al que la lógica y la ausencia de imaginación los borró de la memoria colectiva y los desvaneció de la mente infantil. Los vaporizó de la quimera más ancestral, de la cuna de los miedos, de los fantasmas que pueblan los sueños en las frías y solitarias noches de los inviernos gélidos. Y no es que esos hechos fuesen mágicos en sus inicios o cuando ocurrieron, sino que se les dotó de esa magia en el transcurrir del tiempo y a medida que fueron cuajando como acontecimientos inexplicables. Historias acontecidas en pueblos. En ciudades pequeñas. Historias que con el trascurrir de los años se transformaron en leyendas y donde cada uno de sus improvisados trovadores las dotó de una pizca de misterio, de un residuo de sus propias creencias y procuraron llenar cada uno de esos huecos, de la narración, con sus propias aportaciones.

Con el paso del tiempo esos cuentos perdieron fuelle y empezaron a creerse inventados, inconcebibles. Pensaron que nunca ocurrieron, que era del todo imposible que fuesen ciertos. Los desproveyeron de su magia…

—2—

Jueves 29 de octubre

El graznido de una manada de patos logró, por unos instantes, distraer a Alberto de la ilustrativa asignatura del profesor don Luis. Era justo lo que el chico necesitaba: un inicio de lapsus para divagar su atención fuera de la clase de historia.

A Alberto siempre le ocurría igual. Unas veces empezaba con los patos, que asolaban los ventanales de la escuela con sus estridentes graznidos. En otras ocasiones eran las moscas, las que forzaban su mirada en localizarlas revoloteando por encima de los pupitres. En alguna ocasión fueron las arañas del polvo las que buscaron su atención. Y hasta el jardinero, rastrillando las hojas caídas de los árboles del patio, desplazaron los ojos de Alberto a través de los grandes ventanales.

Y finalmente…

—¡Alberto! —gritó don Luis— ¿Qué es lo último que he dicho?

Ya hacía un buen rato que el profesor más emblemático del colegio Santa Ágata de Osca se había percatado de la ausencia cerebral de Alberto. Enérgico, clavó sus ojos en el niño mirándole por encima de sus gafas cuadradas y de cristales oscurecidos.

—Pues… —dudó un instante Alberto— Mire don Luis, estaba usted diciendo que…

De nuevo lo había vuelto a pillar despistado. Por enésima vez en esa mañana otoñal. El niño agotó las increíbles excusas de ocasiones anteriores, así que optó por no decir nada. Miró con complicidad a Andrés, el compañero que se sentaba justo a su lado. Lo observó escrutándole para ver si mostraba alguna señal que le permitiera averiguar de qué trataba la clase de historia. Por lo menos antes de que el maestro se enfadara y soltara una, de sus ya conocidas reprimendas, por la constante falta de atención en la asignatura. Buscó en los ojos de su compañero alguna pista, algún vestigio. Algo que le indicara cual era el tema de hoy.

Pero Andrés no dijo nada. No podía, ni siquiera, musitar palabra alguna sin que el profesor se diese cuenta. Su compañero no quiso implicarse y optó por el silencio.

—¡Lo imaginaba! —clamó don Luis, elevando el tono de voz y visiblemente irritado—. Siempre pensando en las musarañas, eternamente divagando, ausente de forma perpetua…

El resto de compañeros sonrieron al principio y luego soltaron una estruendosa carcajada.

—Haz el favor de aterrizar inmediatamente y sentarte en tu silla Alberto —abroncó don Luis, mientras andaba de un lado hacia otro de la tarima con las manos cruzadas detrás de la espalda y refunfuñando palabras incomprensibles.

Pero su mirada se pausó y su rostro no pudo evitar tornarse afable. Todos los alumnos lo conocían. Sabían que don Luis estaba ejercitando el papel de profesor duro, pero que en el fondo era un buenazo. Siempre lo había sido. Alberto escuchó de fondo las risas de los compañeros de aula: diez chicos y ocho chicas. No se ofendió. Era obligado reconocer que don Luis tenía razón, él era un despistado y necesitaba bien poco para distraerse con cualquier cosa. Es la aflicción que tenían que soportar los soñadores. Un sinfín de pesadumbres y penalidades, aderezadas con una pizca de mala conciencia, por no ser como los demás, por no seguir el ritmo marcado por el entorno. Incluso entonces, metido en medio de una amonestación del profesor, era incapaz de mantener la atención. Se abstrajo. Y solamente el creciente bullicio, provocado por la algarabía de sus compañeros de clase, fue lo que le hizo retornar al pupitre y percibir los ojos abiertos, hasta casi salirse de sus cuencas, del maestro de historia.

El profesor don Luis era muy querido en Osca. De hecho, como casi todos los alumnos, nació en esa ciudad y conocía a todos los padres desde que éstos eran unos niños. No era excesivamente viejo, a pesar de aparentar más edad de la que realmente tenía. Una larga enfermedad degenerativa le obligaba a plasmar su vigoroso temperamento con los escolares, cuando éstos no atendían en clase. Aunque todos sabían que era por el bien de ellos, que su mal carácter era fingido y que el buen profesor se esforzaba en parecer un ogro de ojos hinchados para provocar un miedo que nunca tendrían sus estudiantes. No podía evitar deslizar una sonrisa por debajo de su boca, ni bajar el tono de voz cuando advertía que algún alumno se atemorizaba con sus reprimendas y se daba cuenta de que se había, quizá, extralimitado con el rapapolvo. Don Luis siempre les estaba diciendo que lo único que quería era hacer de ellos es que fuesen hombres de provecho, de prepararles para afrontar la vida que les esperaba ahí afuera.

Mientras Alberto se distraía de nuevo, vio a don Luis haciendo aspavientos con los brazos y paseando de un lado a otro de la tarima, golpeando la pizarra con los nudillos de la mano. Pero el chico no lo escuchaba. Sus oídos permanecían cerrados como una concha marina ante las inclemencias del mar. Era como si viera al profesor en una película de cine mudo.

Y finalmente, el estridente y retumbante sonido de la sirena anunciando el final de la clase fue su salvación. Como siempre.

Ordenadamente salieron todos los alumnos al pasillo. El profesor se entretuvo en meter sus cosas en una carpeta de piel marrón.

—Vaya bronca te ha metido Alberto —le dijo, riéndose, su compañero Andrés, mientras arrancaba con los dientes trozos de una estirada tira de regaliz.

—También me podías haber echado una mano y soplarme acerca de lo que hablaba don Luis —le censuró.

Alberto reconoció que era un reproche injusto hacia su compañero de pupitre pues sabía que Andrés le ayudaba siempre que le era posible y en más de una ocasión le había sacado de los devaneos de su soñadora mente.

—Yo tampoco prestaba demasiada atención… ¿sabes? —respondió Andrés con un tono de voz que sonó a disculpa.

—¡Serás! Tú no necesitas estar pendiente de nada Andrés —le dijo—. Con un poco que escuches es suficiente.

Andrés era un alumno ejemplar, casi modélico. Era un entendido en todo lo referente a la electrónica, informática, técnica y cualquier tipo de ciencia. Siempre estaba construyendo aparatos con bobinas, cables o imanes. Le apasionaba inventar. En una ocasión llegó a armar un radio transistor y todos los de la clase estuvieron escuchando una emisora árabe. Se quedaron perplejos cuando de aquella caja de zapatos, atada con cuerdas y unos cuantos trozos de esparadrapo, surgieron, por unas improvisadas ranuras laterales, voces inteligibles y cánticos islamitas. En otra ocasión trajo a clase de ciencias unas gafas a las que había equipado con unos limpiaparabrisas en miniatura. En la base de una de las varillas incrustó, quemando el plástico, una pila alcalina de voltio y medio, con la que alimentaba las pequeñas escobillas que limpiaban los cristales de las gotas de lluvia. El profesor casi se muere de risa y algunos de sus amigos enmudecieron al observar la capacidad de inventiva de Andrés. Sin ninguna duda era de los alumnos más aventajados de clase, su capacidad de estudio era única y su inventiva imprevisible e infinita. Le bastaba echar una ojeada a cualquier libro de la asignatura que fuera, para quedarse con todo. Era incluso capaz de memorizar párrafos enteros en muy poco tiempo, llegando incluso a recitar diez hojas seguidas de la vida de
Felipe II
, sin apenas entretenerse en tragar saliva.

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