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Authors: Esteban Navarro

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras

El lodo mágico (9 page)

BOOK: El lodo mágico
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Estuvieron hablando largo rato, recordando una y otra vez la situación. Como entró Silverio en la estancia, dónde se colocó mientras hablaba y que estaban haciendo ellos cuando desapareció delante de sus narices. Dialogaron hasta que les venció el sueño. De vez en cuando Alberto se despertaba sobresaltado. Miraba a Juan y Andrés mientras dormían apaciblemente. Volvía a cerrar los ojos. Volvía a dormirse.

A la mañana siguiente se levantaron, recogieron sus cosas e iniciaron la marcha, río abajo, en busca del lugar donde dejaron aparcadas las bicicletas. Sobre las ocho de la mañana afrontaron el regreso hacia Guísar, llegando antes de las diez. Se subieron al tren y regresaron a casa al mediodía. En la Estación de Osca se despidieron y cada uno se fue a su casa. Durante el viaje apenas hablaron; había tantas cosas que decir que lo mejor era no decir nada.

Alberto no quería ni imaginarse la bronca que le esperaba, podía ser impresionante. De camino a su domicilio iba pensando cual sería la mejor excusa que contar a sus padres. Tampoco quedaron de acuerdo con Juan y Andrés sobre las coartadas que podían construir. Pensó que lo mejor sería aguantar el chaparrón como pudiera y que sus padres se olvidaran pronto del asunto, esperaba que ellos, sus amigos, hicieran lo mismo.

De lo que vieron en Belsité ni una palabra, ese era el trato. Aparte de que nadie les creería, evidentemente, era mejor no comentar nada de las pozas, de las casas abandonadas, del tren fantasma que subía hasta Guísar y mucho menos de Silverio, que posiblemente sería un espectro o un espíritu de las montañas. No estaba seguro de ello, pero la forma en que apareció en la casa abandonada y el modo de marcharse de la misma, indicaba que había algo extraño en ese personaje. Además poseía el barro mágico, la prueba irrefutable de ello era la cura milagrosa que hizo de la pierna de Juan. Por lo que, después de todo, pudieron comprobar la existencia del lodo y saber que era cierta la historia que le contó el abuelo de Andrés a su nieto y que éste a su vez le relató a Juan y Alberto.

Era la una del mediodía cuando Alberto llegaba a casa. Sus padres le esperaban en el comedor. Sentados los dos, uno frente al otro, como suelen hacer cuando están de malhumor. Alberto entró abriendo con su llave y cerró la puerta saludándolos de inmediato, igual que hacía siempre.

—Hola, buenas tardes —dijo esperando la peor de las reprimendas.

—Buenas tardes Alberto —contestaron a la vez sus padres en tono indulgente. El padre sostenía un libro en las manos.

—¿Cómo ha ido el día en el río? —le preguntó su madre, como si no hubiera ocurrido nada anormal—. Has venido más pronto de lo previsto, no te esperábamos para comer. Nosotros ya lo hemos hecho. Esta tarde tenemos que ir al médico.

—Pues, ha ido bien, como siempre —respondió Alberto confuso, mientras se descalzaba y se ponía las zapatillas de estar por casa.

A su madre no le gustaba que anduvieran por el piso con los zapatos de la calle, según ella tenían muchas bacterias y podían transportar enfermedades que luego contagiaban a todos.

—Bueno hijo, esta tarde nos vamos tu padre y yo al médico. Ahora me encuentro bien, pero he tenido una fuerte crisis asmática —dijo la madre, mientras cogía la chaqueta de la percha que había en la entrada—. Tengo que visitar al doctor Gervasio y como tiene la consulta en su casa, no le ha importado visitarme en domingo. No creo que volvamos tarde, pero si ves que se hace de noche y no estamos aquí, cierra las cortinas y la ventana del balcón. Caliéntate algo de comer en el horno. En el congelador tienes una gran variedad de preparados, ya sabes como hacerlos.

A Alberto no le gustó un pelo la forma que tuvieron sus padres de llevar ese asunto, el de su noche fuera de casa. Debía ser una nueva estrategia. Hablaban con él como si no hubiera ocurrido nada, igual que si acabara de llegar del río y después de marcharse esa mañana.

—Gracias mamá —respondió siguiéndole la corriente. Pensó que ya le dirían luego, si querían, en que acababa esa nueva forma de castigar su retraso.

Sus padres querían hacerle ver que no había pasado nada o quizá no había pasado nada de verdad, pensó Alberto. Todo apuntaba a que era domingo, y sus dos amigos y él salieron en domingo, si los cálculos no fallaban, en teoría debería ser lunes, ya que estuvieron un día completo en Belsité.

Cuando el chico se quedó solo en casa, llamó por teléfono a Juan y Andrés para que vinieran a pasar la tarde con él. Hablarían del asunto del lodo mágico y de por qué sus padres hacían como si no hubiera pasado nada esos dos días.

—Andrés —le dijo en tono tajante—, puedes venir esta tarde a mi casa, tenemos que hablar. Ha ocurrido algo que es mejor que te comente en persona.

—Sí, ya lo sé, supongo que a todos nos ha pasado lo mismo. Dentro de quince minutos estaré ahí —respondió Andrés, como si a él le hubiera ocurrido exactamente lo que le había sucedido a Alberto.

—Te encargas tú de llamar a Juan, —le pidió, desembrollando el cable del teléfono— mi padre controla el gasto telefónico y no quiero hacer muchas llamadas cuando no están ellos.

—Sí, descuida, ya le avisaré yo —respondió Andrés antes de colgar.

A las siete de la tarde se presentaron los dos en casa de Alberto. Venían con la misma cara de incredulidad que tenían cuando se desvaneció Silverio delante de ellos.

—Sentaos en el sofá —les dijo Alberto—. ¿Qué queréis beber? —les preguntó mientras se dirigía hacia la cocina en busca de algo para picar.

Allí observó la cantimplora que trajo de Belsité. Aún había restos de barro en el tapón. Miró su interior y, efectivamente, el gigante no terminó de vaciarla sobre la pierna de Juan y todavía contenía el supuesto lodo mágico. Como no tenía tiempo de limpiarla y sus amigos esperaban los refrescos, la guardó en un armario de la cocina y pensó enjuagarla más tarde, cuando se hubiesen ido Juan y Andrés.

—Una naranjada, —pidió Andrés mientras se sentaba en el butacón del padre de Alberto y agarraba el mando a distancia del televisor.

—Yo igual —dijo Juan, mientras asentía con la cabeza y se secaba una gota de sudor que le asomaba por la frente y dejaba sus gafas encima de la mesa del centro del comedor.

—Vaya historia… ¿no? —comentó Andrés—. He llegado a casa y parece como si no hubiera ocurrido nada. Todo está igual que el sábado por la noche antes de salir hacia Guísar. Es como si sólo hubieran pasado unas horas desde nuestra partida. Mis padres no han comentado nada sobre el asunto, lo único que me han preguntado es cómo me ha ido el día de pesca.

—Es curioso, se supone que nuestros padres piensan que hemos estado pescando en el río grande de Guísar, durante toda la mañana del domingo y realmente no ha sido así, ¿dónde hemos estado verdaderamente el lunes, que es mañana?

—Una paradoja —exclamó Andrés—. Se ha producido un absurdo, un salto hacia atrás en el tiempo. Toda nuestra estancia en Belsité ha sido durante unas escasas horas. Posiblemente nos debimos quedar dormidos, por el cansancio de la subida, y al despertar pensamos que habíamos estado más tiempo del que realmente estuvimos. Todo lo que ocurrió fue un sueño.

—Ya —recriminó Juan—, y todos soñamos lo mismo, ¿verdad? Eso es más increíble que la teoría de la paradoja de Andrés.

—Sí, eso está bien… ¿y el vagabundo? —preguntó Juan— ¿Qué pasa con él?

—A lo mejor lo soñamos —argumentó Andrés, defendiendo la teoría de la alucinación colectiva—. Posiblemente nunca estuvo allí.

—¿Y la pierna de Juan? —preguntó Alberto a Andrés, que parecía tener respuesta para todo—, ¿cómo es que se curó tan rápido?

—¿Creéis que realmente estuvo rota? —aseveró seguro de sí mismo— posiblemente ni siquiera estuvimos en Belsité. Hablamos de ir allí y la noche pasada soñamos con eso. Era tanta la emoción contenida por la aventura de encontrar el lodo que es aceptable la hipótesis de la ilusión.

—¿Los tres hemos tenido la misma ofuscación? —interpeló Alberto extrañado por las explicaciones de Andrés, que aunque lógicas y coherentes, no dejaban de ser absurdas por el hecho de que era casi imposible que tres personas tuvieran el mismo sueño al mismo tiempo—. ¿Cómo es posible que Juan, tú y yo, hayamos fantaseado en nuestros sueños con la misma historia? Todos visteis el río que sube a las casas abandonadas. Todos pudisteis ver la pierna rota de Juan, el vagabundo, el túnel de la Limonera. Nunca había estado allí y sin embargo, seguro que soy capaz de describirlo. Eso significa, sin lugar a dudas, que lo ocurrido este fin de semana es verídico. Si los tres vimos las mismas cosas… ¿cómo es posible que fuera una alucinación?

—Mira, Alberto, no tengo explicación para tantos elementos divergentes, —se excusó Andrés—, pero te puedo decir que respecto a la subida hasta Belsité, se puede maquillar y pensar que fue una alucinación colectiva. Pero lo de que hoy es domingo, eso es un hecho contrastado, es decir: medible y verificable. Lo cual invalida la otra explicación, de que esto es un montaje de nuestros padres para desorientarnos.

—Sí —interrumpió de nuevo Alberto, echando un poco más de naranjada en los vasos vacíos de sus amigos—, parece un poco absurdo que nuestros padres, suponiendo que supieran lo que hemos hecho, optaran por ponerse de acuerdo con el único objetivo de darnos una lección.

—A mí me parece demasiado rebuscado —apostilló Juan—, conozco bien a mi familia, sobre todo a mi madre, y no creo que hubiera aceptado todo este engaño solo para desconcertarme. Creo que ella es incapaz de engañar, ni tan siquiera para darme una lección. Si piensa que me he pasado toda la mañana en el parque de Osca, junto al río, hablando con mis amigos, como siempre suelo hacer, es que realmente creen que ha ocurrido eso.

—De todas formas, mañana, durante el recreo, iremos al despacho de don Luis —anunció Andrés mientras sorbía un trago de zumo—. Él no nos mentirá. No le diremos lo que pensamos que ocurrió, pero sí le preguntaremos cosas sobre los hechos acontecidos este fin de semana. El profesor de historia es un hombre culto y muy comprensivo, él sabrá orientarnos. Seguro.

—Lo mejor será decirle la verdad de todo, creo que es la única persona que nos puede aclarar algo de lo sucedido —afirmó Juan, más exaltado que nunca.

Los tres bebieron un buen trago de zumo de naranja. Y sonrieron…

—8—

Don Luis

Lunes 02 de noviembre.

A la mañana siguiente iniciaron los tres amigos la semana escolar. Y como de costumbre, la primera clase del lunes siempre era de matemáticas. La impartía la señorita Trinidad. Ninguno de los tres amigos prestaron mucha atención a la lección de ese día. La profesora no les dijo nada, por otro lado normal, había que tener en cuenta que era lunes y los maestros solían ser más permisivos respecto a la distracción de los alumnos.

A la hora del recreo se dirigieron los tres al despacho de don Luis, querían hablar con él sobre el tema de Belsité y el pozo de barro mágico. El profesor de historia era una persona muy culta e inteligente y buen conocedor de toda la comarca de Osca. Él, indudablemente, sabría orientarles acerca de lo ocurrido. Los tres recordaban como en alguna de sus clases había utilizado leyendas populares para explicar algún tipo de acontecimiento histórico. Por supuesto no le mencionarían, ni por asomo, que el objetivo principal de conseguir el tan ansiado fango milagroso, era para reponerle a él de su mortífera enfermedad. Pensaron, lógicamente, que no lo aprobaría.

—¿Se puede? —preguntó Andrés mientras abría la puerta lentamente.

—Adelante —se oyó una voz débil desde el interior de la estancia.

Los tres amigos entraron en el interior de un enorme despacho. Era realmente impresionante ver la cantidad de libros que adornaban las grandiosas estanterías de madera. En el centro, y como presidiendo la estancia, había una enorme mesa de caoba, con un confortable sillón tipo Luis XV. En un rincón de la sala se encontraba un sofá de piel, alumbrado por una lámpara de bronce con una cantidad importante de decorados en el pie de la misma. Por toda la pared pendían multitud de títulos y distinciones, todos con el nombre del profesor don Luis en letra negrita. El maestro estaba sentado en el sofá y tenía recogida, en una coleta, su enorme melena blanca, que normalmente llevaba suelta. Los miró a través de sus gafas pequeñas y cuadradas, fumando una enorme pipa blanca, de espuma de mar, y dejó sobre sus rodillas un libro abierto, que estaba leyendo justo al entrar ellos.

—¿Qué os trae por aquí muchachos? —dijo mientras se acariciaba la poblada barba gris.

—Hola don Luis —saludaron todos a la vez—, queríamos hablar con usted…, si fuese posible, sobre un hecho que nos ha ocurrido y, posiblemente, usted sepa de que se trata.

Andrés hablaba como los indios, con frases entrecortadas. Nervioso.

—Vamos a ver, chaval, no me estoy enterando de nada —don Luis se expresaba con una claridad característica, era imposible no entenderlo cuando vocalizaba de forma tan limpia. Pronunciaba despacio, sin prisas, siendo improbable no asimilar sus explicaciones—. Acomodaos en el sofá e ilustradme despacio y de forma entendible lo que tanto os preocupa.

Los chicos se sentaron en el tresillo que había al lado de la mesa del despacho. Lo hicieron igual que las visitas incómodas: en la punta del sofá y con las rodillas juntas.

—Andrés habla tú, que te explicarás mejor que nosotros dos —le dijo Alberto, mientras hacía el ademán de que su amigo recitara todo lo que les había ocurrido el fin de semana.

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