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Authors: Antonio Muñoz Molina

El jinete polaco (69 page)

BOOK: El jinete polaco
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Ya estás viniendo, hacia cualquier dirección que encamine mis pasos me acerco a tu llegada, cualquier gesto que haga es la señal de un preludio, se disuelve rápidamente en el pasado para que tú vengas antes, y hasta Mágina se vuelve una ciudad prometida y futura porque dentro de unos días estaré en ella contigo. Vendrás sola, pero no quieres que vaya a esperarte a Madrid, llegarás por la tarde en el autobús al que siguen llamando la Pava, como cuando viajaste en él con tu padre, y yo estaré esperando en el vestíbulo de la estación con los nervios de punta, tirando los cigarrillos apenas encendidos, y la seguridad de verte se me irá desvaneciendo a cada minuto que tarde en aparecer el autobús, pensaré que lo has perdido, o que me he equivocado de hora o de lugar, pediré un whisky en la cantina para templarme el ánimo y no beberé más de dos tragos, por miedo a que llegue el autobús sin que yo me dé cuenta, me desfallecerán las piernas cuando vea salir a los viajeros cargados de bolsas y de maletas y no te distinga inmediatamente entre ellos, me sorprenderá tu cara, tan poco parecida al principio a las fotografías y al recuerdo, me iré acostumbrando a tu voz y a la realidad de tu presencia mientras bajemos en un taxi a la plaza de Santa María, más bien intimidados, tú aturdida aún por el cambio de hora y la fatiga del viaje tan largo, peinándote el pelo con los dedos cuando salgas del taxi y te quedes mirando los balcones y la escalinata del parador con una sonrisa diáfana y cansada. Uno de esos balcones corresponde a la habitación que ya he reservado para ti: al pronunciar ante el recepcionista tu nombre y el mío y ver que anotaba con indiferencia una fecha muy próxima me ha parecido que mi deseo y nuestro encuentro perdían toda imprecisión imaginaria para ingresar en la objetividad de los hechos reales. No soy yo solo quien sabe que vendrás, no te he inventado como inventé a otras mujeres incluso después de haberlas conocido: tu nombre y el día en que vas a venir los ha dicho en voz alta alguien que no te ha visto nunca y los ha tecleado en la consola de un ordenador. He subido a la habitación, grande y blanca, con vigas oscuras en el techo, he abierto el balcón y he visto lo que verás tú, lo que posiblemente no recuerdas, la fachada del Salvador, la torre con saeteras y la cúpula bulbosa de color de bronce, los tejados del barrio del Alcázar, y más allá, a una distancia de horizonte marino, las cimas de la Sierra. Qué impaciencia, qué ganas de no moverme de aquí hasta que tú llegues, de tenderme en la cama y quedarme dormido soñando que te abrazo y de verte en cuanto abra los ojos, como cuando me despertaba en Nueva York el ruido de una llave en la cerradura y escuchaba tus pasos y aparecías tú en la puerta del dormitorio, con cara de frío, con los labios pintados, con una gran bolsa de papel en las manos, madrugadora y diligente, como quien nunca se rinde a la pereza. Una punzada de excitación, este lugar tan neutro que tú no has visto todavía será dentro de poco una de las habitaciones memorables de mi vida, en el espejo que hay frente a la cama se reflejará tu cuerpo desnudo cuando te levantes con la melena revuelta sobre los hombros para ir al baño o a buscar tu bata de seda, en la mesa de noche donde ahora sólo hay un cenicero limpio de cristal y una lámpara estarán tus cigarrillos, tu reloj de pulsera, tu barra de labios, en el suelo enmoquetado y en la butaca que ahora tiene un aire tan respetable y circunspecto habremos tirado de cualquier modo nuestra ropa. Estoy de pronto tan seguro que puedo recordar lo que aún no me ha sucedido. Será igual que cada una de las veces anteriores y no se parecerá del todo a ninguna de ellas, la sorpresa se aliará a la costumbre y el descubrimiento a la confirmación, veré todas las caras tuyas que he conocido y vislumbraré alguna que no sospechaba, y cuando nos quedemos serenados y exhaustos y nos volvamos el uno hacia el otro sentiremos que por fin estamos empezando a reconocernos después de la separación.

Cruzo del porvenir hacia el pasado, el presente inmediato de mi espera y de mis caminatas por Mágina es como una puerta giratoria que me lleva de uno a otro, en menos de un segundo, en la distancia de un paso, salgo del parador excitado de antemano por tu presencia futura y unos metros más allá, en la acera del hogar del pensionista, donde hay una fila de ancianos que toman el sol envueltos en bufandas y pellizas, oigo voces que conversan sobre los temporales y las cosechas de hace medio siglo y veo caras friolentas y figuras arrasadas por la vejez que me resultan familiares, a casi todos estos hombres los conocí yo cuando eran fuertes y ágiles, y es la incesante comparación entre lo que recuerdo y lo que miro la causa de que sólo en esta ciudad pueda cobrar una conciencia tan clara y obsesiva del tiempo. Casi nadie me es aquí completamente extraño, y cualquier camino que elija en mis paseos sin rumbo es la conmemoración involuntaria de algún episodio de mi vida. Ese hombre grande y gordo, con orejas largas y expresión alelada, que ha bajado de la cabina de una camioneta en la plaza de los Caídos y se dirige por señas a un municipal que hace guardia en la puerta del ayuntamiento es Matías el sordomudo: me parece raro que tenga una existencia real fuera de mi imaginación y de mis conversaciones contigo. Por el paseo del Mercado vienen hacia mí dos ancianos calmosos que se detienen charlando cada pocos pasos y uno de ellos, el más bajo y fornido, el que lleva una chaqueta de pana, una camisa abotonada hasta el cuello, boina ancha y gafas con cristales de aumento, es el teniente Chamorro, con sus ademanes pedagógicos y su carpeta azul de gomas bajo el brazo, guardará en ella recortes subrayados de periódicos o fragmentos a máquina de las memorias que ya pensaba escribir cuando iba a la huerta de mi padre, sigue teniendo un aspecto inquebrantable de dignidad y de salud, que atribuirá orgullosamente a su puritanismo libertario, agua fresca y no aguardiente, nos decía, y bibliotecas y escuelas en vez de tabernas, pasa a mi lado sin verme, gesticulando con un dedo acusador mientras habla de la corrupción de los tiempos, y un acceso de timidez me impide acercarme a él, aunque me ha contado mi padre que siempre le pregunta por mí, hay que ver, tu hijo, le dice, desde chico se le vio que valía para algo más que para el campo: me conmueve cómo reverencian lo que ellos nunca tuvieron, el saber y los libros, la posibilidad de los viajes, el uso de palabras que para ellos pertenecen a un tesoro inaccesible, no las pronuncian por miedo a equivocarse, tal vez incluso por desconfianza hacia ellas, pues no ignoran que son palabras de otros y que con frecuencia propagan la mentira y sirven para afirmar la primacía de sus dueños. Yo escucho las palabras de Mágina, las de los hortelanos y los aceituneros, las que aprendí de mis padres, y me doy cuenta de que muy pronto desaparecerán porque ya casi no existen las cosas que nombraban, igual que han desaparecido los romances de saltar a la comba y las cantilenas amenazadoras de los juegos porque ya no quedan niños en el barrio de San Lorenzo que se asusten de la Tía Tragantía o de la momia de la Casa de las Torres: también en las palabras soy un extranjero y un advenedizo, he perdido las que me legaron y el acento con que me enseñaron a decirlas y no acabo de aceptar como mías las que aprendí después, vivo entre ellas y de ellas pero me son ajenas y no pueden explicarme y tal vez me rechazan igual que las miradas claras y frías de la gente que se cruza conmigo en las ciudades adonde quise huir cuando tenía quince años. En casa de mis padres y en las calles de Mágina siento que habito en el reino de las palabras y que vuelvo a ser habitado por ellas, como una casa donde no ha vivido nadie durante mucho tiempo y en la que suenan con ecos excesivos las voces y los pasos de los recién llegados: voces que salen del interior de una tienda o de una barbería, palabras hermosas o brutales que atrapo al pasar como si me inclinase para recoger del suelo una moneda, miradas y rostros que me devuelven a las fotografías de Ramiro Retratista, a las historias que tú y yo nos contábamos en los días ya lejanos de Nueva York tan ávidamente como solíamos contarnos Félix y yo las películas o las novelas de la radio sentados en algún escalón de la calle Fuente de las Risas. Caras en las ventanas, detrás de los visillos, mirando a la gente que pasa con una curiosidad inmemorial, caras embrutecidas o desfiguradas por los años recorriendo al anochecer la calle Nueva con lentitud de procesión, facciones prematuramente reblandecidas y aflojadas por el confort doméstico y el ufano aburrimiento de Mágina, pálidas cataduras de yonquis que conservan tras las gafas una dureza rural, caras de mancebos de botica que ya estaban detrás del mismo mostrador donde ahora los veo cuando iba de la mano de mi madre a comprar medicinas, las caras rancias y las suaves manos clericales de los inveterados dependientes de los almacenes de género y confección que se han quedado vacíos y anacrónicos por culpa de la devastadora modernidad de los últimos años, Lorencito Quesada saliendo como un bólido de El Sistema Métrico y saludándome al pasar como si me conociera de algo, dinámico, ávido de noticias, con un leve temblor en las mejillas carnosas, con dos o tres periódicos bajo el brazo y un pequeño cassette en la mano, tal vez se dirige a entrevistar al que fue hijo pródigo del subcomisario Florencio Pérez, que ahora es un cantante célebre y ha venido a pasar unos días a su patria chica, según informaba esta mañana
Singladura
en un suelto anónimo donde se ofrecía la cálida bienvenida de toda la provincia a este paisano nuestro que ha triunfado en el mundillo de la canción ligera tan justamente y tan a pesar de todos los pesares como triunfó el llorado Carnicerito en el planeta de los toros. Guardo la hoja del periódico para enviársela a Félix, que tal vez es el lector más leal a la prosa de Lorencito Quesada, en los soportales de la plaza del General Orduña le compro un paquete de tabaco a mi antiguo amigo Juanito, que está sentado junto a su tenderete de chucherías ínfimas y nunca se acordará de mí, se queda mirando las monedas en la palma de la mano y frunce las cejas con un aire casi doloroso de concentración para calcular la vuelta que ha de darme, tiene unos ojos grandes e infantiles de idiota, las esquinas de la boca húmedas de saliva y un poco de bozo oscuro sobre el labio superior, se ha olvidado de darme el tabaco o no recuerda la marca que le he pedido, y cuando vuelvo a decírselo alza sus lentos ojos asustados hacia mí y yo aparto los míos para no intoxicarme de lástima y de ternura, porque me está mirando desde el estupor de la infancia que compartí con él y no sabe quién soy.

Vivo en suspenso, esperándote, camino por la ciudad imaginando que te hablo y que tú vas conmigo, no hago nada, no me decido a ir en busca de Martín o de Serrano, te llamo por teléfono desde un locutorio y gasto una fortuna contándote cómo es la habitación que he reservado para nosotros, me aflijo en los anocheceres con la misma tristeza puntual de los inviernos de hace veinte años, me levanto tarde y desayuno junto al fuego, como en silencio con mis padres y mi abuelo Manuel, recorro sin propósito las habitaciones altas de la casa, no entro nunca al dormitorio de mi abuela Leonor, encuentro en un armario arrumbado en el pajar mis libros de texto de cuando iba al instituto y los cuadernos de apuntes donde escribía mis confesiones patéticas de insumisión y desdicha y no quiero abrirlos, suena el teléfono a medianoche, oigo tu voz, me muero de deseo, mañana mismo a estas horas subirás a un avión, en cuanto tengas casa en Madrid volverás para traerte a tu hijo, yo no me atrevo a decirte que quiero vivir en esa casa contigo, apago la luz y no puedo dormirme, pienso en mi abuela muerta, en lo que sentiría en el instante justo en que murió, pena y alivio tal vez, no terror, extrañeza, no sé cómo voy a atravesar las dos noches que faltan para que tú vengas, escucho en el insomnio los ruidos olvidados de mi casa, la carcoma, el viento en el tejado, ese crujir de las vigas que suena exactamente igual que los pasos de alguien sobre mi cabeza, dan las campanadas de las cuatro en el reloj de la plaza, mi abuelo Manuel tose y gime dormido, mi padre se levanta y baja pesadamente las escaleras, arranca la furgoneta para ir al mercado de los mayoristas a comprar hortaliza, sueño que ya has llegado a Mágina y que por un malentendido trivial no logro encontrarte, veo al despertar las rayas del sol en la persiana y me acuerdo de que en mayo anidan siempre golondrinas en el hueco del balcón, bajo a la cocina, mi madre está inclinada sobre el fregadero y un llanto contenido le sacude los hombros, ha dejado pasar mucho tiempo desde la última vez que se tiñó el pelo y lo tiene blanco en las raíces, me besa, me pregunta si he dormido bien, no me atrevo todavía a hablarle de ti, salgo a la calle a pasear al sol de los gandules y los jubilados, calculo que tú estarás durmiendo y que cuando abras los ojos pensarás que éste es el día de tu viaje, la espera se me ha convertido en una acuciante necesidad sexual, te echo de menos como un adicto, descubro con alarma que no puedo vivir sin ti, si me besara de besos de su boca, leías en la Biblia, porque más dulces son tus amores que el vino: voy por la esquina del Real y veo una cara detrás de una reja, una cara familiar, ancha y lívida, que me estaba mirando antes de que yo la viera, una cara imposible, con un lunar junto a los labios, con el pelo negro partido sobre la frente por una raya recta y unos pesados tirabuzones negros que circundan sus pómulos, con un escapulario al cuello, ya pasaba de largo y me vuelvo y no lo puedo creer aunque la estoy viendo tras el cristal de la ventana, rodeada de cuadros sin valor, de muebles viejos y cacerolas y almireces de cobre, no es una ventana, pero por un segundo la mujer ha sido real, es el escaparate de un anticuario, y al fondo, medio oculta en la sombra, está la momia incorrupta que encontraron en un sótano de la Casa de las Torres hace cincuenta años, la que enajenó a Ramiro Retratista y tenía escondido en el seno un papel con unos versículos del Cantar de los Cantares.

Pero no puede ser, vas a decirme que soy un embustero cuando te lo cuente, empujo la puerta de la tienda, suena una campanilla y no viene nadie, y la mujer que tú y yo hemos visto en una fotografía que fue tomada setenta años después de su muerte está sentada y rígida contra una pared, en una especie de hornacina de cristal que tiene una diminuta cerradura dorada y una llave parecida a las de los relojes de péndulo, la hago girar con una audacia sonámbula, hay alguien más en la tienda, abro la puerta de cristal y la momia sigue mirándome con sus ojos claros, encogida, muy digna, tan ominosa como las figuras de monaguillos desdichados que había antes en las iglesias y que nos daban más pena y más miedo todavía al descubrir que eran de escayola, alguien se acerca a mi espalda entre el desorden de la tienda y yo no me vuelvo, extiendo los dedos de la mano derecha, la momia no es mayor que una niña, los botines afilados que sobresalen del bajo de su vestido cuelgan a unos centímetros del suelo, toco su cara y resbalan sobre ella las yemas de mis dedos, es de cera, por eso brilla de ese modo, y sus pupilas son de evidente cristal. El dueño de la tienda está a mi lado, un hombre de unos cuarenta años, con una expresión de despierta codicia, de simpatía, de afable interés. «¿Verdad que a primera vista impresiona? A mí también me pasaba al principio. Abría la tienda y antes de encender las luces ya veía sus ojos. En la oscuridad son como los de los gatos. Luego uno se acostumbra, y aunque le parezca raro acaba tomándole cariño. El negocio es el negocio, pero a mí no me agradaría desprenderme de ella. Un tesoro, créame, más valioso aún por su rareza, estatuaria en cera del siglo XIX, aunque a usted no me hace falta decírselo, se le nota que entiende. Habrá venido a Mágina en plan turismo, me figuro. Es lo que yo digo siempre, las cosas que tenemos aquí sólo sabe apreciarlas la gente de fuera.» No lo oigo, sigo mirando a la momia, a la estatua de cera, miro los tirabuzones de pelo natural y las pupilas de vidrio azulado que permanecen fijas en mí, en el vacío, las manos pequeñas y unidas en el regazo, el escapulario de Nuestro Padre Jesús, me dan ganas de comprobar si tiene por el otro lado el retrato de un caballero con bigote y perilla pero no me atrevo a volver a tocarla, se me ha quedado en los dedos el frío y la suavidad un poco pegajosa de la cera, su consistencia neutra, es como estar mirando a una enana muerta y bellísima, abominable, patética, con ojos alucinados de muñeca y bucles postizos, cautiva en el interior de la urna que parece una vitrina de museo. Por decir algo pregunto el precio: el anticuario sugiere después de un minuto de reflexión una cantidad insensata. Finjo que la considero, me intereso por la identidad de la dama de cera, pero él no sabe nada, me dice, lo llamaron para peritar los muebles y los cuadros de una casa que iba a ser derribada y se llevó un susto al encontrar la hornacina dentro de un armario, imagínese, me dice, un caserón donde no había ni luz eléctrica, nada más que polvo, muebles viejos y cuadros sin valor, lo de siempre, y muchos libros, eso sí, guardados en cajones, libracos tremendos de anatomía del siglo XIX, puede verlos si quiere, los tengo por ahí, incluso había un estetoscopio muy primitivo, con un tubo de caucho y una trompetilla de cuerno, se lo vendí a un médico, excelente amigo mío y muy aficionado a las antigüedades, a ver, como toda persona de gusto con posibles; bueno, pues como le decía, me dejan las llaves y entro solo en la casa, que era muy grande, voy abriendo todos los balcones para ver bien los muebles y las pinturas y para que no me sofoque el polvo y llego a lo que parece un dormitorio principal, con puerta de doble hoja, una cama con dosel y un armario muy alto, pero como no tiene ventana enciendo la linterna, y digo yo que por la corriente de aire el armario se abre solo, y allí la vi, me iba a dar algo, no es que uno crea a pies juntillas en los fenómenos sobrenaturales, pero en mi oficio se entra en casas muy viejas y se oye contar cosas, así que me quedé helado, se lo juro, pensé que podía ser una aparición, o un cadáver, y ganas me dieron de salir corriendo y de tirar las llaves, menos mal que yo, en el fondo, soy hombre de recursos, así que volví a enfocar la linterna y al descubrir que la figura estaba hecha de cera me tranquilicé, pero tampoco mucho, en esa casa yo notaba algo, una presencia, un aura, como dice en sus artículos un escritor que tenemos aquí, usted no lo conocerá, claro, se llama Lorenzo Quesada, aunque en Mágina todo el mundo le dice Lorencito, lleva en el periódico de la provincia una sección muy interesante de ufología y parapsicología que se titula «Más allá»; por cierto que le he mandado aviso para que venga a ver la estatua pero todavía no ha podido, usted no sabe lo ocupado que está ese hombre, siempre de un lado para otro con el bloc y el cassette, entre El Sistema Métrico y
Singladura
yo creo que ni le queda tiempo de dormir, y eso que en el periódico no cobra, pero le da igual, es lo que él me dice, Guillermo, el periodismo es mi vocación, para qué quiero yo más pago que la fidelidad de mis lectores y el realce que le doy a Mágina en todos mis artículos.

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