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Authors: Antonio Muñoz Molina

El jinete polaco (71 page)

BOOK: El jinete polaco
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Me inclino hacia Julián para no perder ni una palabra y no puedo graduar el orden de las preguntas que se me ocurren, ya no oigo las voces de los otros viejos a nuestros alrededor ni el estrépito de la televisión, estoy sentado frente a ese hombre como cuando escuchaba hablar a mi abuelo Manuel en la mesa camilla y no oía el péndulo ni las campanadas del reloj de pared ni veía nada más que su cara y las imágenes tan vívidas como fragmentos de sueños que me sugería su voz: pero por qué robó don Mercurio la momia, si es que fue él, qué hizo luego con ella, por qué se le ocurrió encargar una copia. Julián chasquea la lengua en el paladar de la dentadura postiza y se la pasa luego por los labios, frunce el duro mentón y roza con los dedos los cañones blancos de la barba, hay que ver, dice, que seas tú quien viene a preguntarme al cabo de tantos años. No fue don Mercurio, fui yo quien se la llevó de la Casa de las Torres, porque él me lo había ordenado, desde luego, les atamos unos trozos de fieltro a los cascos de los caballos,
Verónica y Bartolomé,
y bajamos en el coche por la calle del Pozo sin hacer ningún ruido, a las cuatro de la madrugada, don Mercurio me esperó dentro, con las cortinillas echadas, mientras yo saltaba por una tapia medio derribada y me colaba en la casa, levántela con mucho cuidado, Julián, me había dicho don Mercurio, con el sillón y todo, no vaya a deshacerse, y para alumbrarme por los sótanos cuando la trajera en brazos yo me había provisto de uno de esos gorros con candil que usan los mineros, pero no veas el susto que me llevé cuando iba a bajar los peldaños del sótano, vi una luz y oí a alguien que subía, me pegué a la pared, en el hueco de las escaleras, yo pensaba que sería la guardesa y que iba a perseguirme a gritos con su porra de vaquero, pero mira por dónde el que apareció en la trampilla fue Ramiro Retratista, andaba como borracho, pasó a mi lado y ni me vio, aunque me rozó los pies la luz de su linterna. Bueno, pues bajé al sótano y levanté la momia, con el sillón y todo, no pesaba más que un vilano, la saqué de allí alumbrándome con mi candil de minero y por poco se me cae cuando tuve que saltar otra vez la tapia, menos mal que yo estaba entonces muy ágil, la encajé dentro del coche al lado de don Mercurio, que parecía que se estuvieran hablando, y volvimos a casa sin que nadie nos viera. Don Mercurio, le dije, con la momia en brazos como una paralítica, dónde quiere usted que la ponga, pues por ahora en mi gabinete, Julián, y más adelante ya le buscaremos mejor acomodo. Quería disimular, porque le daba vergüenza, estas locuras a mis años, Julián, me decía, pero estaba muy raro, más viejo que nunca pero como con maneras de chiquillo, sería lo que él llamaba la demencia senil, le preparé un vaso de leche caliente, porque se había destemplado, encendí la lumbre y me dijo que tuviera mucho cuidado, no fuera a saltarle una chispa a la momia y ardiera en un minuto igual que la yesca, pobre don Mercurio, le eché una manta sobre las rodillas y seguía temblando de frío, me pidió su Biblia, él ya no tenía fuerzas ni para levantarla, miraba a la momia con los ojos húmedos, se limpiaba una gotita que le brillaba en la punta de la nariz, procure no juzgarme, Julián, eso me decía, pero yo quise mucho a esta mujer cuando los dos teníamos veintitantos años y hasta ayer por la mañana no supe qué había sido de ella. Figúrate la escena, al amanecer, a la luz de un quinqué y de la lumbre, un viejo de casi un siglo lloriqueando con una manta en las rodillas y leyendo unas cosas muy verdes en aquella Biblia, que no era como las nuestras, sino una Biblia protestante, y una mujer de carne momia que casi parecía estar viva y mirándonos a los dos cuando le daba en los ojos la claridad de la lumbre. ¿Que yo qué hice? Pues qué iba a hacer, lo que don Mercurio me mandaba, cerrar bien todos los postigos, limpiarle el polvo con un plumero a aquella señora, que se llamaba Águeda, por cierto, y procurar no mirarla a los ojos para que no me diera un escalofrío, oír a don Mercurio y atizar la lumbre y menear el brasero mientras él me hablaba, y si lo mismo que me dijo que me colara como un ladrón en la Casa de las Torres para robar un cadáver me llega a decir, Julián, tírese usted a un pozo, pues me habría tirado, no ves que era para mí un padre y un abuelo, mi consejero y mi maestro, todo junto, si me daba no sé qué oírle ese lloriqueo, tenía que parar de hablarme para sonarse los mocos y no fatigar demasiado el corazón, y yo le decía, venga, don Mercurio, vamos a dormir, que ya está clareando, pero él nada, Julián, déjeme seguir, déjeme acordarme de lo que me decía al oído esta mujer cuando el ultramontano de su marido se iba a visitar cortijos y santuarios y nos quedábamos solos en sus habitaciones, con la disculpa de que yo era el médico de la familia, ella en camisa, Julián, con las carnes más blancas y más suaves que yo he visto nunca, le caía el pelo por los hombros cuando se soltaba los tirabuzones, examíname, doctor, eso me decía mordiéndome la oreja, que me está quemando un mal muy grande, nos moríamos de gusto, Julián, nos escocía todo, y cuanto más nos dolía disfrutábamos más, yo iba por la calle y me temblaban las piernas, bebía leche y huevos crudos para fortalecerme el organismo, porque tenía miedo de quedarme tísico, y si pasábamos un día sin abrazarnos carnalmente al menos una vez nos entraban sudores y sufríamos insomnio, como los morfinómanos, llegaba de visita a la Casa de las Torres y nada más abrirse la puerta del salón donde ella y su marido estaban esperándome la olía con más finura de olfato que un perdiguero, entiéndame, Julián, no su jabón de tocador, ni el agua de rosas ni los polvos de arroz que se ponía en la cara, sino el flujo que le mojaba los muslos en cuanto me veía.

Qué cosas, dice Julián, mirando de soslayo hacia las mesas cercanas, con un poco de desdén por la vejez aceptada de los otros y la puerilidad de sus juegos, si la monja me oyera, pero no creas, que yo también me ponía colorado con lo que me contaba don Mercurio, tenía entonces unos treinta años pero sabía menos de mujeres de lo que sabe ahora cualquier chiquillo de catorce, a ver, con la vida tan negra que llevábamos, lo más que había hecho era ir a una casa de trato, ya me entiendes, de putas, así que esos delirios de los que me hablaba don Mercurio me sonaban a cosa de película, o de aquellas novelas verdes que alquilaban en los soportales de la plaza antes de la guerra, y me dio envidia, vaya si me dio, con ochenta años que tengo todavía no se me ha pasado, aquel viejo que. se podía desmadejar con un soplo había disfrutado mucho más en su juventud de lo que disfrutaría yo en toda la vida, y leía su Biblia y se acordaba, qué palabras, lástima que no tenga yo memoria para poder repetírtelas, me dijo que cuando no estaba el marido se las leía a ella, que sus tetas eran racimos y su ombligo una copa y su vientre un puñado de trigo, cosas así, cerraba el libro, se miraban y se volvían locos, eso me contó, una vez tuvieron que esconderse dentro de un armario y se las arreglaron para desahogarse sin que los criados ni el marido oyeran nada, pero al final los cogieron, no me preguntes cómo porque don Mercurio no me lo quiso contar, lo que sí me dijo es que por entonces ya sabía que ella estaba preñada, a él por poco lo degüellan, tuvo que poner agua por medio y acabó en Filipinas y después en Cuba, cuando la guerra de entonces, curó de la malaria a no sé cuántos miles de soldados, y se vino a España con ellos en el último vapor que salió de La Habana, le faltó tiempo para volver a Mágina, recién desembarcado en Cádiz, y cuando llegó a la plaza de San Lorenzo con el corazón en un puño, ya puedes figurártelo, vio la Casa de las Torres sin más ocupantes que una guardesa, la madre de la que tú conociste, y nadie supo darle razón de adónde habían ido los señores, ni se acordaban ya de ellos después de tantos años. Preguntó en todas partes, viajó por no sé cuántos sanatorios de España, porque alguien le había dicho que la señora estaba débil de los pulmones y que su marido se la llevó de Mágina para que el clima no la perjudicara, incluso escribió en francés y en alemán a los mejores sanatorios de Suiza, y lo único que pudo averiguar, por mediación de una partera vieja que tenía medio perdida la memoria, fue que su amante había dado a luz un hijo, y que nada más nacer lo echaron a la inclusa. Mire lo que ha sido mi vida, Julián, me decía aquella noche, con aquella manera de hablar tan adornada que tenía, primero una página del Cantar de los Cantares y luego una miserable novela por entregas...

¿Que si encontró al hijo? Digo si lo encontró, como don Mercurio se empeñara en algo no había nada ni nadie que se le pusiera por delante, pero a mí no quiso decirme quién era, sólo que vivía en Mágina y que se había negado a conocer a su padre, las rarezas de entonces. Yo le seguía preguntando, pero él me cortó en seco, moviendo así la mano, como si espantara una mosca, me pidió que me acercara, que me parece que lo estoy viendo, más amarillo que la momia, con su gorro de terciopelo, y me dijo, Julián, antes de morirme debo decirle algo, tuve un hijo en mi juventud y lo perdí, y no lo culpo porque no quisiera conocerme ni recibir de mí ningún beneficio, pero en la vejez encontré a otro, usted, así que a lo mejor he podido remediar una parte del daño que hice engendrando a alguien que estaba destinado a la humillación y a la pobreza. Eso me dijo, con las mismas palabras. La gente ya no habla así, ni en las películas antiguas que ponen en la televisión, y si es entonces, en mis tiempos, tampoco, yo no le entendía a don Mercurio la mitad de las cosas, y menos desde que robamos la momia y empezó a no salir ni para sus paseos higiénicos, había que estar siempre con los postigos cerrados, porque la luz del día la dañaba, y el aire libre, hasta el calor, de manera que don Mercurio no me permitía encender la lumbre ni ponerle brasero bajo las faldillas, el pobre tiritaba de frío envuelto en sus mantas, que daba pena verlo, cada día más consumido y más callado, hasta que se dio cuenta de que la momia, Águeda, empezaba a echarse poco a poco a perder, como las momias egipcias, se le agrietaba la cara, se le caían rizos de pelo, entonces fue cuando me hizo llamar al escultor, Utrera, lo esperaba igual que esperan a un médico en una casa donde hay alguien muy malo, y lo tuvo trabajando allí no sé cuántos días, hasta por la noche, no lo dejaba irse a dormir, y qué bien que la sacó aquel hombre, con todos sus detalles, como a esas vírgenes y santos que hacía para las iglesias, que parece que van a hablarle a uno, y todo a contra reloj, como dicen ahora en las noticias, porque a la pobre Águeda ya no había quien la conociera, te lo puedes figurar, don Mercurio ni entraba a mirarla, se le caía todo, se quedaba calva a pegotes, como esos que tienen cáncer, se le deshacía la nariz, una lástima, con el reparo que me daba al principio yo hasta había empezado a tomarle cariño, le rozaba el vestido con la mano y se me quedaba llena de una cosa como la ceniza que me sofocaba la garganta, igual que el polvo de la trilla. Don Mercurio volvió a entrar en el gabinete cuando Utrera ya había terminado su trabajo, y ya no se movió de allí, algunas noches ni me dejaba que lo llevara a acostarse, leía su Biblia con la lupa y me advertía siempre que añadiera mucha ceniza a las ascuas del brasero, para que el calor no dañara a la nueva Águeda, y no me preguntó qué había hecho con la antigua, con lo poco que quedaba de ella, me da escrúpulo acordarme, lo recogí todo con una escoba lo mejor que pude, lo guardé en un saco y prendí una hoguera en el corral, y hasta le recé un padrenuestro mientras subía el humo, más que nada por educación, porque ya entonces era yo tan ateo como don Mercurio...

Sin darnos cuenta nos hemos ido quedando solos, el televisor todavía encendido retumba más en el salón casi desierto, una mujer de bata y cofia blancas lleva del brazo a un anciano que arrastra las zapatillas de goma sobre las baldosas y tiene un continuo temblor en el mentón y en las manos, su cara no me resulta desconocida, pero me niego a saber quién es, a recordar cómo fue y dónde lo he visto otras veces. Suena un timbre como los que señalaban el final de las clases en el instituto, la cena, dice Julián con asco y resignación, sopa de sobre, jamón york a la plancha y croquetas congeladas, me pide que lo disculpe, aquí ha perdido la costumbre de hablar y se le va el santo al cielo, aquí no hay más que muertos que todavía respiran, y la mitad de ellos ni andan, hace ademán de levantarse, le tiendo una mano y la rechaza, se pone en pie con un simulacro difícil de energía, es más alto que yo, pero camina de una manera extraña, con el torso ligeramente inclinado y las rodillas demasiado abiertas, me pregunta por mi trabajo, ha oído que tengo una colocación muy buena en el extranjero y que hablo más lenguas que un ministro, en la puerta del comedor, de donde viene un vaho hediondo, como el de los cuarteles, me aprieta muy fuerte la mano al despedirse de mí y me da recuerdos para mi abuelo Manuel, dile que de parte de Julián el taxista, el de los coches, le explico que probablemente no se acordará y ladea la cabeza, seguro que sí, tú díselo y verás como por lo menos se sonríe, con la de aventuras que corrimos juntos por las tabernas de flamencos. Me da la espalda, se cierran tras él las puertas batientes, con marcos blancos y cristal esmerilado, vuelven a abrirse y lo veo avanzar en medio de un pasillo, muy alto, con su nuca ancha y pelada, con los brazos colgando separados del cuerpo y las piernas abiertas, más frágiles que el torso. Entre el humo de la sopa me miran viejas caras alineadas, de una ruinosa fealdad, suena en los altavoces una moderna canción litúrgica acompañada de guitarras, hay en los muros de los corredores, sobre los azulejos sanitarios, pósters de amaneceres con frases poéticas y de cristos melenudos y afables, paso junto a un banco donde una mujer sumida en la decrepitud aferra con sus dedos artríticos las cuentas de un rosario, quiero salir cuanto antes de aquí, no seguir percibiendo este olor ni escuchando de lejos esas voces y esas canciones blandas con guitarras, el sonido de los cubiertos sobre los platos de duralex, el roce de pasos lentísimos y solitarios en las baldosas, miro el reloj, son las nueve de la noche, las tres de la tarde en Nueva York, aún faltan intolerablemente varias horas para que tú subas al avión y una eternidad para que llegues a Madrid y tomes el autobús hacia Mágina.

Salgo a la calle y agradezco el frío, el ruido y las voces de los bares, las caras jóvenes, las luces de los escaparates, me doy cuenta de que camino más aprisa de lo que tengo por costumbre, estoy todavía escapándome del asilo, miro a mi alrededor y nada de lo que allí he dejado parece existir, esos hombres y mujeres no son de este mundo, sobreviven ocultos como leprosos, como refugiados en un país indiferente y extranjero, arrojados de la ciudad que hace dos generaciones fue suya, incapaces ahora de reconocerla si pudieran salir, de cruzar a la velocidad necesaria un paso de peatones, aliados de antemano a los muertos, mucho más semejantes a ellos que a los vivos. Yo oigo sus voces, pero no quiero que me atrapen, ahora advierto el peligro de aventurarse demasiado en la memoria o en las mentiras de otros, incluso en las de uno mismo. Cuando éramos niños nos aseguraban que si llegábamos a oír cantar a la Tía Tragantía la noche de San Juan estábamos perdidos, porque nos llevaría embrujados tras ella. De pronto no quiero escuchar otra voz que la tuya y no tener más patria que tú ni más pasado que los últimos meses. Veo en un escaparate un vestido negro y ajustado a los muslos de plástico de un maniquí que tiene puesta una peluca roja y me excita imaginarte con él una noche tibia y futura de mayo. Te nombro, pienso en tu nombre igual que intento acordarme de tu cara, lo repito en voz alta, Nadia, Nadia Allison, Nadia Galaz, y al decir sus sílabas casi paladeo el gusto de tu boca, de tus labios mojados, de tu lengua lamiéndome la cara cuando me ciego tendido sobre ti y ya no sé quién soy, ni quién eres tú, en ese momento en que perdemos la singularidad de nuestros rasgos y nombres y hasta la gravitación de nuestras vidas sobre la conciencia y no somos más que una hembra y un varón furiosamente apareados que sudan y aprietan los dientes y chocan entre sí, ajenos a las dilaciones y rodeos de la ternura y a los sonidos del lenguaje humano, primitivos, voraces, con besos que apetecen convertirse en mordiscos y caricias detenidas en el límite del arañazo, con las pupilas idas y las facciones trastornadas, emitiendo gruñidos y quejas, huyendo la mirada del otro o mirándonos con una intensidad en la que tal vez haya una dosis de espanto, creyendo morir, lentamente revividos unos minutos más tarde, recobrando poco a poco el aliento y el uso de las palabras, la facultad de sonreír con una apaciguada sensación de conjura y algo de vergüenza, porque hemos ido más lejos de lo que nos parecía posible y dejado atrás en el desvarío de ese trance todas las justificaciones, las moralidades y las prudentes reservas del amor y nos da miedo y orgullo habernos ofrecido e inmolado, bebido y lamido el uno al otro en una especie de sacrificio humano. Te reirías de mí si me vieras ahora, si bajaras la mirada hacia la cremallera de mi pantalón, como cuando estábamos en un restaurante y te habías descalzado para acariciarme con el pie y yo te pedía que no te levantaras aún, que ni siquiera me rozaras la mano, qué bochorno, en Mágina, yo solo, por la calle Nueva, mirando vestidos de mujer en los escaparates que ya anuncian a finales de enero la moda del verano, esa enigmática y prometedora estación que tú y yo no hemos conocido juntos, acordándome de ti, menos mal que los faldones del chaquetón ocultan el descaro, a don Mercurio le pasaría lo mismo en su juventud cuando entrara en la Casa de las Torres, aunque a él lo protegería la levita, o la capa, me imagino contándotelo todo, te lo iba contando mientras escuchaba a Julián, te veía a mi lado, orgulloso de ti, muy atenta, acodada en la mesa, apartándote el pelo que se te viene a la cara, próxima y real, a seis mil kilómetros de distancia, bajando mañana noche, tomada de mi brazo, por la plaza del General Orduña, perezosa, cansada, impaciente por volver a la habitación, y yo observando con vanidad secreta las miradas que se detienen en ti mientras sigo contándote lo que Julián me ha contado, lo que le contó a él don Mercurio hace medio siglo, las cosas que me contó mi madre de mi bisabuelo Pedro: tantas voces, a lo largo de tantos años, y casi ninguna dijo la verdad, pero tal vez en eso se parecen a las nuestras e importa más lo que callaron, no los deseos ni los sueños, sino el puro azar de los actos olvidados o secretos que perduran en las ramificaciones de sus consecuencias. Oigo mis pasos en la calle del Pozo, el toque de silencio en el cuartel, las campanadas de las once, veo la luz en la esquina de la plaza de San Lorenzo, ya vas camino del aeropuerto, el taxi corre hacia el norte junto a la orilla del East River, tal vez se queda parado en un atasco, pero eso a ti no te inquieta, si fuera yo me mordería las uñas, nada más que de pensarlo me pongo nervioso, tú miras con calma por la ventanilla, te pintas los labios, lees un periódico o hablas con el taxista, tan convencida de que vas a venir que ni se te ocurre la posibilidad de perder el vuelo, tan serena que muy probablemente apurarás el último minuto deambulando sin prisa por la tienda libre de impuestos y serás la última pasajera que suba al avión, sonriendo siempre a un paso del desastre que no llega a ocurrir, como un personaje distraído y miope de los dibujos animados que se inclina admirativamente sobre una mariposa justo a tiempo de eludir por milímetros la trayectoria de una bala. En el comedor de mi casa mi madre hace punto mirando una película en la televisión y mi abuelo Manuel se ha dormido o finge que duerme al calor del brasero y sueña un recuerdo de su juventud que habrá olvidado cuando abra por un instante sus ojos y no sepa dónde está. En un avión medio vacío que sobrevuela de noche el océano Atlántico a diez mil metros de altura una mujer de pelo rojizo y ojos adormilados y castaños reclina la cabeza en el borde curvado de la ventanilla por la que no ve nada más que oscuridad y calcula cuántas horas le faltan para llegar a Madrid. Julián el de los coches respira tendido boca arriba en una cama del asilo, oye ronquidos brutales, llantos agudos y seniles, jadeos quejumbrosos de enfermos o de moribundos, piensa en el hombre joven que lo visitó esta noche, se acuerda del modo en que resonaban los cascos de los caballos y las ruedas del coche de don Mercurio en los callejones de Mágina y en la fachada de la Casa de las Torres. Tras la ventana ancha y enrejada de una tienda que hace esquina a la calle Real la luz de una farola se refleja muy débilmente en las pupilas de una estatua de cera. En un museo de Nueva York los bedeles van apagando cansinamente los focos y dejan en penumbra un cuadro de Rembrandt en el que apenas puede verse ya la silueta de un caballo blanco a galope y la cara pálida del jinete que lleva un gorro tártaro. En Mágina, en la plaza del General Orduña, cuya estatua fusilada de bronce se inclina ligeramente hacia el sur, sigue encendida la luz eléctrica en uno de los balcones de la comisaría, suenan pesadamente las campanadas del reloj y alguien que no logra dormir no acierta a contarlas. En un apartamento de Bruselas donde vibra ruidosamente el motor de un frigorífico vacío la claridad sucia del alba ilumina una lata de cerveza consumida hasta la mitad y un periódico abierto que tiene fecha de hace más de un mes. En el interior de un baúl arrinconado contra la pared de un dormitorio de Manhattan hay guardados varios miles de fotografías en blanco y negro y una Biblia traducida al español en el siglo XVI por un clérigo fugitivo y hereje, editada en Madrid en 1869, encuadernada en cuero negro, carcomida en los márgenes. A dos metros bajo el césped helado de un cementerio de New Jersey yace rígido y pudriéndose el cuerpo del comandante Galaz, y en otro extremo del mundo, en los ficheros de una oficina de Nairobi, están archivadas las fotografías y las huellas digitales de un colombiano de treinta y cuatro años que se llamaba Donald Fernández y fue enterrado hace meses en una fosa común. Para soportar la última noche de la espera, la noche doble de los amantes solitarios, alguien ingiere dos pastillas de valium y un vaso de agua y cierra los ojos, oye igual que en su infancia ruidos de carcoma, cantos lejanos de gallos y ladridos de perros, cree dormirse escuchando el motor de un avión. Un piso más abajo una mujer de sesenta y un años se desvela junto al marido que ronca y considera un deber y un gesto de lealtad que no se le mitigue el dolor por la muerte de su madre.

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