Authors: Antonio Muñoz Molina
Fue a descorrer las cortinas y cuando se volvió hacia él rompió a reír sonoramente al verlo parado todavía en el recibidor, sin dar un paso, tal vez queriendo acostumbrarse al hecho increíble de que estaba en el lugar a donde había llamado tantas veces por teléfono, con el gorro en la mano, sacudiéndose de nieve los hombros del chaquetón a cuadros rojos y negros, sofocado por la calefacción después del frío de la calle, con la maleta y la bolsa de viaje a los pies, como si aún no hubiera decidido quedarse, inmovilizado todavía por el estupor de haber descubierto al encontrarla que no sabía quién era y que estaba enamorado de ella: había venido a América en busca de una mujer rubia que se llamaba Allison y con la que pasó una noche dos meses atrás, y ahora, a la sorpresa inevitable del reencuentro y a las correcciones de la memoria, que le negó durante todo ese tiempo su cara, dejándole tan sólo las vividas manchas de color de su pelo y sus labios, el presentimiento de la calidad trémula y ferviente de su piel en las yemas de los dedos y del sabor de su vientre y su boca en el paladar, tenía que añadir la evidencia súbita de un cambio que confinaba en el pasado y tal vez en la mentira a la otra mujer que conoció, no porque ella, al menos al principio, hubiera decidido ocultarse, sino porque él mismo prefirió verla e inventarla a la medida de sus deseos y sus distracciones de entonces. Lo desconcertaron su pelo rojo y su español tan puro que le resultaba arcaico: pero más aún lo desconcertó su propia actitud hacia ella, el desvanecimiento de ternura con que la miraba, atesorando detalles olvidados que se le convertían en signos del amor, sus manos, su manera de encogerse de hombros con una actitud de ironía o modestia, de invitación y desamparo, apareciendo y aproximándose a él como sin reclamar con su presencia la primacía sobre el mundo, como eligiendo por gusto el margen de las cosas.
No le mintió sobre su vida porque él no le hizo ni una sola pregunta acerca de ella: no supo verla ni ver dentro de sí mismo porque estaba acostumbrado a enamorarse literariamente de mujeres que parecen llevar inscrita en la cara la sugestión de un misterio que resulta insoluble por la mediocre razón de que es inexistente. Tenía el pelo entre castaño oscuro y rojizo y se llamaba Nadia Galaz: Allison fue durante unos años de los que prefería no acordarse su apellido de casada. Meses atrás se había teñido el pelo de rubio como un antojo o un emblema de su decisión de empezar a vivir otra clase de vida: yo te recordé y te elegí, le dijo con orgullo, lo había visto antes de que él la viera, a las nueve menos diez de aquella mañana de Madrid ella estaba en la explanada del palacio de Congresos y lo vio bajar angustiosamente de un taxi y pasar a su lado con una prisa de neurótico, pero no lo reconoció todavía, era imposible, llevaba casi dieciocho años sin verlo, se fijó en él porque le pareció guapo y porque desde hacía algún tiempo había vuelto a reparar en los hombres y a mirarse a sí misma sin hostilidad en los espejos: más tarde, a las once, dijo con su hábito de exactitud, curiosamente compatible con su falta de sentido del tiempo, te sentaste a mi lado en la barra de la cafetería, y no me miraste, por supuesto, estabas como ido, como si no hubiera nadie a tu alrededor y sólo existieran tu café con leche, tu vaso de zumo de naranja y tu media tostada, en ese momento eras tan parecido a todos los demás que casi dejaste de gustarme, con el traje oscuro y la chaqueta y la insignia de traductor en la solapa y esa capacidad de mirar sin encontrarse con los ojos de nadie y de tocar las cosas como con guantes de goma, actuabas igual que un belga o que un profesor norteamericano, como uno de esos europeos congelados en las oficinas del mercado común, o como algunos españoles que llevan mucho tiempo dando clases en universidades americanas, estabas sentado con la espalda rígida y la cabeza inclinada, manejabas el tenedor y el cuchillo y bebías el café sin separar los codos de los costados, te lo juro, no me mires así, comías igual que ellos, muy rápido pero masticando con mucho cuidado, como si fuera un poco vergonzoso y lo hicieras con una finalidad exclusivamente sanitaria, cortabas trozos pequeños de tostada y los hacías desaparecer en seguida dentro de tu boca, bebías sorbos de zumo o de café con leche y te limpiabas en seguida los labios con la servilleta de papel, y en ningún momento miraste a tu alrededor, pero tampoco mirabas al camarero, ni las botellas de la estantería ni el espejo que había delante de ti, que era donde yo estaba viendo de frente tu cara: entonces te reconocí, casi seguro, has cambiado muy poco en todos estos años, lo que me hacía dudar era tu comportamiento, tu manera de estar, aquel traje que llevabas, tan serio, sólo que más bien arrugado, como de funcionario internacional de mediana categoría, un poco moderno, pero discreto, con zapatos negros y calcetines negros, y los dos pies muy juntos en el soporte del taburete, me fijé en todo, incluso en que no llevabas anillo de casado y en que tus manos seguían siendo como yo las recordaba, aunque demasiado pálidas, no sabes cómo odio esas manos de hombres casados que parecen manos de curas, pienso que me tocan y me dan arcadas. Cuando te conocí las tenías morenas y fuertes: yo era muy sentimental entonces y me gustaron porque me parecían manos españolas. Estabas muy flaco, como a medio hacer, con aquellos granos en la cara, el flequillo sobre los ojos, las patillas tan largas que se llevaban entonces, a ti te iban fatal, y a cualquiera, pero tus manos ya eran las de un hombre, y también tu voz, muy oscura, cuando llegué a casa esta mañana y la oí en el contestador sonó igual que aquella noche.
Qué noche, dice Manuel, extraviado todavía en la confusión de la sorpresa y el olvido, cuándo me viste tú con las patillas largas y granos en la cara, pero ella sigue sonriendo y no le contesta, tiene el pelo mojado sobre los pómulos y la sonrisa resplandece en sus labios, en sus pupilas y en todos sus rasgos como una carcajada, no es posible que tenga algo que ver con aquel comandante Galaz del que hablaban las voces de su infancia, lleva un jersey gris y negro que resalta el tono canela claro de su piel y el brillo rojizo de su melena, más larga y rizada que hace dos meses, pero también parece haber adelgazado en este tiempo, ahora poseen sus facciones una claridad de rostro clásico que antes no tenían, como si la hubiera rejuvenecido una serenidad jovial, se ha quitado las botas y ha saltado al sofá para descorrer las cortinas y alcanzar la manivela de la persiana y cuando volvía hacia él, que aún no se ha movido, paralizado en el recibidor con su chaquetón y su gorro y su pelo blanqueado de nieve como un explorador ártico, ha reparado en la mesa donde están el teléfono y el contestador y ha pulsado los mandos para oír de nuevo una sucesión de pitidos y mensajes cada vez más lúgubres, aunque pronunciados con una intención de puntillosa indiferencia, sobre todo el último, Allison, soy yo, el pesado de siempre, vuelvo a España esta tarde, a las seis y media, te llamaré desde Madrid cuando tenga teléfono: no reconoce su propia voz, pero inmediatamente se avergüenza de ella, sobre todo al oírse hablar en inglés, le pide que detenga la cinta, que no siga burlándose, retrocede cuando la mujer que no se llama Allison se acerca a él y lo retiene sujetando con las dos manos los extremos de la bufanda que aún no se ha quitado, quién eres tú, le dice, por qué sabes tanto de mí, pero ella no le contesta, se complace en seguir intrigándolo, acuérdate del Martos, de las ganas que tenías de irte de Mágina. Respira con los labios rojos entreabiertos y tira de él no para abrazarlo, sino para conducirlo hacia el pasillo, lo mira muy fija, no sonríe, camina de espaldas, suelta un extremo de la bufanda para empujar una puerta detrás de la cual hay una habitación en penumbra, lo lleva hasta los pies de la cama, se sienta en ella y empieza a desabotonarle el chaquetón con gestos terminantes, con la pericia de sus dedos que parecen tan frágiles y que fueron una vez audaces y sabios, él termina de quitarse el chaquetón y busca educadamente dónde dejarlo, pero ella se lo arrebata de las manos y lo tira al suelo. Todavía de pie, apocado, nervioso, porque nunca se ha encontrado a gusto en las casas de otros, mira a su alrededor y ve un armario, una ventana cerrada, un baúl en el suelo, y junto a él un largo cilindro de cartón, se desnuda pensando con reparo que ella descubrirá que lleva no sólo dos jerseys y dos pares de calcetines, sino también los pantalones del pijama, pero nunca ha presenciado en ninguna mujer un deseo tan imperioso e impúdico, una urgencia tan franca y despojada de reserva y preámbulos, la ancha sombra del pelo le rodea la cara y ha extendido la mano hacia atrás para encender la luz de la mesa de noche, le ha cambiado la cara, como aquella vez, se le afilan los pómulos cuando está tendida, cuando dobla tanteando la almohada y se la pone debajo de la nuca para mirarlo arrodillado en el suelo frente a ella, despeinado, también él con un brillo de enajenación e impaciencia en los ojos, quitándole los calcetines y acariciando el empeine y los talones y la planta y los dedos de los pies, volcándose entre sus piernas abiertas para desabrocharle el cinturón y bajarle al mismo tiempo los pantalones y las bragas, levantado, enceguecido entre sus muslos, arrodillado y erguido sobre ella, con el pelo sobre la frente y la boca mojada, delicado y hosco, tendiéndose, buscando a ciegas con los dedos la manera de abrirla, pero ella se niega, tensa y retadora, con las piernas rectas y juntas, le aparta el pelo de la cara y lo obliga a mirarla, otra vez ha cambiado su cara, se han contraído sus rasgos como si esperara un golpe de dolor o no pudiera soportar la impaciencia, aprieta los dientes y el carmín se ha borrado de sus labios, dice su nombre, le acaricia las sienes, le hunde los dedos en el pelo, mira hacia abajo, en el espacio entre los dos cuerpos, y curva las rodillas para obligarlo a adelantar las caderas, lo acomoda, lo conduce, lo atrapa, lo estrecha contra sus senos desbordados, le aparta el pelo de la frente, le alza los párpados, le toca las sienes percibiendo los golpes de su sangre, no quiere que deje de mirarla, que cierre los ojos y se convierta en una sombra jadeante y emboscada en su cuello, quiere reconocer al hombre con quien estuvo hace dos meses y al adolescente de hace dieciocho años, huele su aliento y nota en la cara el calor de su respiración y la aspereza de la barba que él no se afeitó esta mañana, sin conocerlo lo posee como no ha poseído a ningún hombre y se entrega a él desvaneciéndose en su deseo y en la rítmica y delicada violencia masculina como si su propio cuerpo fuera una sustancia blanda, traspasada, líquida, partida en dos, deshecha y luego recobrada, triunfal, agitándose cada vez más despacio, conmovida y serena.
No se movieron al final: él permaneció tendido sobre ella, todavía dentro de ella, sin querer desprenderse, desfallecido y tranquilo, regresando poco a poco a la realidad exterior tan perezosamente como se vuelve del sueño y se ven las paredes y las cortinas y la luz en la ventana y no se renuncia todavía a sumergirse unos minutos más en la inconsciencia, ahondaba en ella suavemente, a un ritmo muy demorado, la halagaba con la persistencia de un deseo apaciguado pero no extinguido por la satisfacción, convertido ahora en gratitud y ternura, prolongándose en contracciones fugaces que aún los estremecían a los dos tan hondamente como si los límites de la piel no los dividieran. Dijo su nuevo nombre, el verdadero, Nadia, y le pareció al decirlo que sólo ahora estaba abrazándola y viendo de verdad su cara, limpia de miedo y de dolor, renovada o rejuvenecida por una certidumbre física de felicidad, con una sonrisa de complacencia y halago que también ahora estaba viendo por primera vez: apenas le curvaba los labios, se sugería en las comisuras de su boca y en las pupilas veladas por las pestañas como la sonrisa de alguien que duerme. Procuraba no moverse, levantado y atraído por su respiración con la quietud de un nadador que se abandona a un mar en calma, le acariciaba los costados con una cautelosa dulzura, al más leve movimiento se saldría de ella. Te tengo presa, le dijo, sujetando sus muñecas contra la almohada, pero Nadia apretó los muslos y se enredó a sus pies, soy yo quien te tiene preso a ti y no voy a soltarte, esta vez no te escaparás: tan fácil todo como si se conocieran desde siempre, como si no hubiera habido otros hombres ni otras mujeres, noches de soledad y de horror y caras familiares que se volvían hostiles y desconocidas, horas de asco y silenciosa tortura y ganas de acabar cuanto antes y de quedarse dormidos y muertos con sólo cerrar los ojos, aquí mismo, piensa Nadia, todavía no se atreve a decirlo, en esta cama y en esta misma habitación, tantas veces, empeñándonos en el suplicio de una tarea imposible, aplastados por años de insatisfacción y culpabilidad, y de pronto el más desconocido es quien mejor me conoce, quien sabe cómo y dónde tocarme y en qué instante y qué palabras me excitarán si me las dice al oído, como si estuviera dentro de mí y averiguara mis deseos justo cuando surgen, un poco antes, cuando ni siquiera me he atrevido a pensarlos. Lo vio incorporarse, arrodillado sobre ella, le tomó la cara entre las manos para que no se fuera, le ordenó el pelo acariciándole la frente, adivinando en sus ojos el asombro y la seguridad, la gozosa soberbia y la impaciencia de saber. Le dio la espalda y le pareció más desvalido y alto de lo que él creía, pero no era cierto, pensaba, es fuerte y no lo sabe. Lo oyó orinar en el cuarto de baño y abrir el grifo para lavarse la cara y durante unos segundos la alarmó el silencio, sus pies grandes y descalzos no se oían sobre la moqueta, estaba buscando los cigarrillos en el comedor, y como sus cinco sentidos se habían aguzado olió el humo del tabaco antes de que él apareciera de nuevo en el umbral del dormitorio y se acercara a ella tendiéndole un cigarrillo encendido, mirándola mientras soltaba el humo entre los labios, a la luz tenue de la lámpara, con una atenta devoción que la enternecía, las manos en la nuca, la melena extendida, las piernas abiertas, un pie oscilando a un lado de la cama, los labios rojos e hinchados como los bordes de una herida entre la sombra del vello, al final de los muslos. Le ofreció el cigarrillo —era tan pulcro que también se había preocupado de traer un cenicero— pero no se quedó sentado junto a ella, se atravesó sobre la cama, le separó un poco más las piernas acariciando sus tobillos y los dedos de sus pies, le besó las rodillas y el interior suave de los muslos y fue subiendo despacio, dejándole en la piel un rastro de saliva, le apartó el vello, cuidadosamente, con determinación y lentitud, y entonces empezó a besarla exactamente igual que si besara su boca, hundiéndole la lengua, moviéndola en ondulaciones circulares, arriba y abajo, respiraba por la nariz, retrocedía para recobrar el aliento o quitarse un pelo de los labios y la miraba sonriendo, con la cara entusiasta y mojada, la veía fumar entornando los ojos, la horadaba, la olía, su carne rosa se dilataba y contraía como un corazón, cerró los ojos y respiró ella también con la boca abierta y el cigarrillo se le desprendió de los dedos, y mientras las manos de él subían para cerrarse alrededor de sus pechos las suyas descendieron y le acariciaron el desorden del pelo, la frente, las aletas trémulas de la nariz, buscaron su lengua y las comisuras de la boca y casi no podían distinguirlas del vientre y del vello empapado en el que se sumergían a un ritmo cada vez más sofocado y veloz, se abrió ella misma más aún, hasta sentir dolor en las junturas de los huesos, más allá del ofrecimiento y la vergüenza, sin saber a quién de los dos pertenecían los labios que estaba acariciando, la respiración y las palabras que escuchaba, la gradual ebriedad que los arrebataba y los hacía aplastarse el uno contra el otro como para no perder un asidero en el delirio, los sudores y secreciones y olores que envolvían y lubricaban sus miembros igualándolos en un desfallecimiento fervoroso y común.