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Authors: Antonio Muñoz Molina

El jinete polaco (41 page)

BOOK: El jinete polaco
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Involuntariamente imitaba la voz ruda de su padre, se oía a sí mismo y le parecía que la voz de aquel hombre muerto hacía más de medio siglo se encarnaba en la suya, desfigurándola tanto que su hija no la reconocía, igual que su cara olvidada volvía ahora a su memoria claudicante y se le presentaba en los espejos, en el que ella le ponía delante cuando terminaba de afeitarlo, el mismo que acercarían a su boca cuando su aliento ya no pudiera empañarlo. Pero por fortuna el general Galaz no vivió para conocer el cumplimiento de todos sus vaticinios, la irrupción del desastre y de la vergüenza que aniquilaron la carrera militar de su hijo y mancharon para siempre su nombre, y con él la gloria de todos sus mayores, los capitanes y coroneles y brigadieres Galaz, cuyas fotografías y retratos al óleo poblaban las paredes de su casa. El general Galaz murió, como había vivido, temiendo lo peor y al mismo tiempo enaltecido de orgullo, unos días después de que su hijo alcanzara el grado de comandante, cuando ya le había dado un nieto varón que haría perdurar su apellido y faltaban unos pocos meses para que le diera otro, y ahora no importaba que fuera una niña: esa cosa creciendo en el vientre de ella, pensaba de vez en cuando el comandante Galaz en su retiro de Mágina, mientras mandaba una formación o leía en su cuarto tendido en la cama y con un cigarrillo entre los dedos, concediéndose una claudicación secreta a la pereza, esa criatura innominada, sin sexo, sin rasgos humanos todavía, con membranas, con arborescencias de venas azules bajo el blando cráneo translúcido, con una forma indeterminada y acuosa de animal submarino, latiendo en la negrura y dilatándose en su concavidad, como un pulpo o un pez de grandes ojos idiotas, esa criatura extraña y temible que sin embargo había sido originada por él, en una sórdida noche conyugal de la que ni siquiera se acordaba, en un acto tan despojado de emoción o sentido como los acoplamientos ciegos de los animales inferiores, sangre de su sangre, decían con reverencia, sangre y vida que sin él no hubieran existido y de las que no podría renegar: antes del amanecer, en el cuartel de Mágina, en el preludio ya sofocante del día de su deshonra y su heroísmo, el comandante Galaz se despertó estremecido de terror porque había soñado que una criatura acuosa como un pulpo lo estaba mirando, y el despertar no lo alivió: la criatura existía, aunque él no quisiera acordarse de ella, aunque hubiera encargado a su doble que escribiera cartas y enviara fotografías dedicadas y se interesara afectuosamente por la salud de su esposa y le mintiera que seguía buscando una casa adecuada en la ciudad, si bien tal vez era más razonable esperar a que pasaran los calores de julio, Mágina era un horno en verano, y ni siquiera había hospital militar. No se levantó aún, tenía abierta la ventana que daba al valle del Guadalquivir pero no entraba por ella ni un poco de brisa, en toda la noche no se había estremecido el aire quieto y caliente, y la luz de la luna sobre los barbechos y los olivares añadía al calor una consistencia caliza. Permaneció acostado, desnudo, contra su costumbre, con los ojos abiertos, fijos en el techo muy alto donde empezaba a notarse una cierta claridad sin origen preciso, pensando en la criatura, que no sólo había estado en su sueño, sino que verdaderamente existía en la realidad, acordándose del cuerpo hinchado y sudoroso que ahora mismo estaría revolviéndose en la gran cama conyugal de la que él desertó con alivio hacía tres meses: una mano posada en el vientre podría percibir ya los movimientos de la criatura, golpes bruscos, sinuosas ondulaciones de reptil: en el estetoscopio se oirían con seca claridad los latidos del corazón, muy rápidos, desacompasados, como un galope veloz o un tamborileo de los dedos nerviosos sobre una lámina de metal, como pequeños pasos, como si aquella cosa se le estuviera acercando desde tan lejos, de día y de noche, infatigable, igual que el jinete del grabado, desde la ciudad donde ella la sentía crecer y esperaba la previsible carnicería bendecida de su advenimiento, las rodillas flexionadas y los muslos abiertos sobre una camilla, las manos enguantadas y ensangrentadas del médico y sus antebrazos desnudos como los de un carnicero, la criatura roja y sucia brotando entre la sangre y las heces y levantada luego por los pies a la luz de una lámpara que exageraba el brillo del sudor y el rojo caudaloso y oscuro de la hemorragia. Se puso en pie de un salto, se tendió boca abajo en el suelo, se incorporó rígidamente sobre las palmas de las manos y las puntas de los pies y empezó a contar en voz alta las flexiones que hacía, sin descansar nunca el vientre en las baldosas. Y luego los abrazos ofuscados de la familia de ella, los parabienes del médico, con la frente todavía sudorosa y las tres estrellas de capitán cosidas en la bata blanca, las felicitaciones en el cuartel, el brindis por el recién nacido en la sala de oficiales, la caja de farias ofrecida a quien quisiera tomar uno, incluso a los camareros, que no obstante solicitarían permiso antes de hacerlo. «Con su permiso, mi comandante, pero un día es un día.» Y él, su doble, estrechando manos y recibiendo palmadas sonoras en la espalda y pensando, mientras miraba aquellas caras, que alguna vez la de su hijo recién llegado al mundo se parecería a ellas, que le aguardaba la misma vida y la misma corrupción y que nadie sino él mismo, su padre, el autómata que lo suplantaba, habría sido cómplice y culpable de su existencia y su segura idiotez o desgracia.

Pero estaba todo tan lejos, era tan fácil quedarse imaginariamente tendido en la cama, con el cerrojo echado, con una noche graduada y propicia en la ventana abierta, en el valle blanco y azulado de luna, todo tan infinitamente lejano de él como los rastrojos incendiados y las luces diminutas que temblaban en la ladera de la Sierra y los faros de algún automóvil solitario que brillaban con destellos intermitentes en los caminos abiertos entre los olivares, como los silbatos de los trenes nocturnos que pasaban a la orilla del río y avanzaban más lentamente al emprender la subida de la colina de Mágina. Sería el otro, el autómata a cuya sombra él se acogía como a una vestidura que lo volviera invisible, quien bajaría al patio del cuartel unos minutos después de las ocho para recibir las novedades de los capitanes y pasar revista a las compañías formadas y volverse despacio y acercarse al lugar rezagado donde esperaba el coronel Bilbao y cuadrarse ante él y decirle, a la orden de usía, mi coronel, sin novedad en el batallón. Nada podía cambiar esa mañana, ni nunca, eso pensaba yo, le dijo a Nadia, y ni siquiera le hacía falta pensarlo para estar seguro de que todo se repetiría, del mismo modo que a nadie le hace falta pensar que el sol no se detendrá en medio del cielo o que los edificios junto a los que camina no van a caer derribados de golpe. A las siete y cuarto en punto su ordenanza le había traído el café caliente y las botas recién embetunadas, justo cuando él se estaba terminando de afeitar, a las siete y media examinó y firmó una relación exhaustiva de uniformes y armas que le había entregado la tarde anterior el cabo Chamorro, a las ocho menos diez terminó de fumar el primero de sus seis o siete cigarrillos diarios acodado en la ventana y tiró la colilla al precipicio vertical sobre el que se levantaba el muro sur del cuartel, a las ocho y media, después de la formación del desayuno, tomó un segundo café en el bar de oficiales y fingió que no advertía el silencio que se había hecho cuando él entró ni la cobarde hostilidad en las mismas caras de todos los días, a las nueve abrió enérgicamente la puerta de las oficinas del batallón y caminó hacia su despacho sin mirar a los suboficiales administrativos y a los escribientes que permanecían de pie junto a las mesas llenas de papeles, a las nueve y cinco, frente a su escritorio, bajo el retrato oficial desde donde parecía mirarlo la cara triste y bulbosa del presidente de la República, abrió con llave un cajón y trató de reanudar la carta mediada que había guardado en él la tarde antes, pero el autómata se negaba aquella mañana a escribir y la pluma resbalaba en la mano húmeda de sudor.

Nada sucedería, pensaba, nada más que el calor y el tedio de la mañana del sábado, el ruido de las máquinas de escribir al otro lado de las mamparas de cristal translúcido que separaban su despacho de la oficina común, los papeles, las hojas de permisos que debía firmar, los toques de corneta a las horas prescritas, los gritos de los suboficiales que dirigían con desgana la instrucción, el sonido acompasado de las botas sobre la grava del patio y el de los fusiles al golpear el suelo o los hombros de los soldados, se prohibía rigurosamente pensar en los posibles signos de alteración o desorden que había venido percibiendo en los últimos tiempos, reuniones a deshoras en la sala de oficiales, visitas de civiles notoriamente armados con revólveres bajo las chaquetas de verano que entraban en el cuartel por la puerta trasera, conversaciones interrumpidas en el comedor cuando aparecía él, rumores sobre una próxima huelga general, sobre quemas de cosechas y motines en los cortijos del valle, política, decía con desprecio cuando alguien se atrevía a preguntarle su opinión, bulos inventados por gente ociosa que no sabe atenerse a la neutralidad militar, le contestó hacía dos o tres noches al coronel Bilbao, que a las tres de la madrugada hizo que lo llamaran para preguntarle oblicuamente cuál sería su actitud si se produjera una intervención del Ejército. Pero también el coronel había cambiado, ya no daba vueltas por su despacho con la guerrera abierta, las manos a la espalda y la cabeza caída sobre el pecho, ya no lo miraba con aquella devoción de padre fracasado que a él le hacía sentirse tan incómodamente un impostor. En la formación general de las mañanas, cuando él se le cuadraba para darle novedades, el coronel Bilbao apartaba los ojos y respondía sin convicción a su saludo, y luego regresaba en seguida a su despacho y se encerraba en él y había veces en que el capitán ayudante no le permitía el paso al comandante Galaz, diciéndole que el coronel estaba hablando por teléfono o que tenía una visita de mucho protocolo.

Guardó de nuevo la carta en el cajón, sin saber aún que era la última y que nunca terminaría de escribirla, se permitió, contra su costumbre, un segundo cigarrillo, adormecido por el calor, por el humo, por el ruido de las máquinas de escribir y de las aspas de los ventiladores, acordándose del sueño en el que había visto a la criatura, decidió bajar por sorpresa a las cocinas para inspeccionar el orden y la limpieza del almacén, necesitaba no interrumpir la cadena usual de los actos ficticios, no abandonarse a la pereza, no permitir que el doble o el autómata bajara la guardia, inmovilizado por el desconcierto y el pánico. Una figura borrosa apareció tras el cristal y vio moverse el pomo de la puerta, aplastó el cigarrillo y guardó el cenicero, se irguió apoyando los codos en el filo de la mesa: era el cabo Chamorro, pequeño y miope, con un portafolios bajo el brazo, con unas gafas redondas de montura barata, disciplinado y rudo, con una vulgaridad campesina en sus gestos y en su manera de llevar el uniforme. No era de fiar, le había dicho el teniente Mestalla, se le habían encontrado en su taquilla libros de propaganda libertaria, pero escribía a máquina más rápido que nadie y no cometía faltas ortográficas, a diferencia de la mayor parte no sólo de los oficinistas sino también de los mandos. El comandante Galaz simpatizaba vagamente con él, pero se había guardado siempre de manifestarlo, porque era tan incapaz de tratar espontáneamente a un inferior como de permitirle confianzas a un criado. El cabo Chamorro le presentó una relación minuciosa y seguramente imaginaria de soldados presentes en el cuartel y raciones de rancho y él hizo como que la revisaba y la firmó, ésa era otra de sus tareas ficticias y ocupaba un lugar secundario pero no desdeñable en el equilibrio del mundo, los nombres copiados una y otra vez por orden alfabético, las cantidades exactas pero también falsas de carne o legumbres o aceite, el precio al céntimo de cada artículo y la suma detallada de todo, ilusoria y perfecta como la apariencia de disciplina y de valor de una columna de soldados en posición de firmes. Pero aquella mañana el cabo Chamorro no se marchó en seguida después de guardar los papeles en el portafolios. Se quedó parado frente al comandante, y éste lo notó y prefirió fingir que no se daba cuenta, y como el cabo no se decidía a salir y le daba vueltas nerviosamente a la gorra entre las manos el comandante lo miró con frialdad y le dijo, gracias, Chamorro, con una entonación indiferente y a la vez imperiosa que abolía sin posibilidad de discusión la presencia del cabo: así de educadamente se le ordena a un criado que abandone una habitación, y un momento después, como si la orden lo volviera invisible, el criado ya no está. Pero el cabo Chamorro seguía sin moverse. El cuello de su camisa estaba sucio y él olía a sudor y a pobreza. «Mi comandante», dijo, «con su permiso de usted tengo una cosa que decirle, a lo mejor usted pensará que es meterme en lo que no me importa, así que si quiere arrestarme o mandarme a las cuadras estará en su derecho, pero haga el favor de oírme antes, usted anda siempre en lo suyo y me parece, con perdón, que no se da cuenta de muchas cosas, pero uno, aunque no quiere, oye lo que no debe, o lo que otros no quieren que oiga, y yo he oído hablar de usted al capitán Monasterio y al teniente Mestalla, en la biblioteca, que ya es raro, aunque esté mal decirlo, creían que estaban solos, pero yo los oí, ayer tarde, hablaban no sé qué de un telegrama cifrado que había venido de Melilla, y dijeron que el único del que no estaban seguros cuando llegara la hora de la verdad era de usted, y que si hacía falta se lo llevaban por delante. Y anoche no vea usted la que cogieron en la sala de oficiales, aunque esté feo decirlo, mi comandante, oían lo que contaba la radio sobre lo del ejército de África y brindaban, a lo mejor a usted le llegaron las voces hasta su dormitorio, un camarero amigo mío me ha dicho que el capitán Monasterio sacó la pistola y habló de subir a detenerlo a usted mientras dormía. Muerto el perro se acabó la rabia, eso dijo, mi comandante.»

No dijo nada, no varió la expresión de su cara ni hizo una sola pregunta. Desconcertado por su silencio, sofocado de calor, el cabo Chamorro se atrevió a limpiarse la frente con un pañuelo sucio y permaneció firme ante él, mirándose las puntas de las alpargatas, con el portafolios bajo el brazo y la gorra sudada entre las manos. Seguramente lo imaginaba invulnerable, o resignado a la capitulación o al suicidio, o aliado en secreto con los conspiradores. Después de un breve silencio en el que siguieron escuchándose las máquinas de escribir y las aspas de los ventiladores, el comandante dijo, «gracias, Chamorro», y el cabo salió tan confundido del despacho que olvidó repetir la fórmula de despedida. Una hora más tarde lo vio cruzar serena y decididamente entre las mesas alineadas de la oficina, y creyó que cuando pasara junto a él lo miraría, pero el comandante Galaz salió como si no viera ni escuchara a nadie, con la cabeza alta y los ojos fríos y orgullosos de siempre, con su impecable uniforme de verano, su pistola al cinto y sus botas relucientes, dejando tras de sí un olor a cuero engrasado y flexible y a loción de afeitar. Va a hacer algo, pensó el cabo Chamorro, convencido de que aquella actitud de energía y eficacia ocultaba una determinación irremediable, va a contarle al coronel lo que yo le he dicho y dentro de unas horas el teniente Mestalla y el capitán Monasterio estarán arrestados en el cuarto de banderas. Pero cuando sonó el toque de fajina y los soldados formaron en el patio aún no había ocurrido nada, y el cabo Chamorro apenas vio de lejos al comandante Galaz: aquella tarde supo con alarma que estaban cancelados todos los pases de salida, y su amigo Rafael Moreno le dijo que no había visto al comandante y que la puerta de su habitación estaba cerrada con llave.

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