Authors: César Vidal
—Sí. Yo tampoco lo comprendía al principio, pero entonces escuché que uno de ellos decía: «Herr Herzl, no puede usted entrar ahí. ¡Es la iglesia del Santo Sepulcro!». Miré y me percaté de que, efectivamente, nos hallábamos a unos pasos tan sólo del templo. ¡Herzl, en su absoluta inconsciencia, estaba a punto de penetrar en aquel lugar bajo el que, supuestamente, se había depositado siglos atrás el cadáver del Nazareno y de donde se había levantado al tercer día! Sentí que las piernas me Saqueaban y busqué apoyo en uno de los lados de la calle. Le confieso que me encontraba tan abrumado que no me sentí con fuerzas para intervenir, pero contemplé con verdadero alivio que, al final, lograban disuadir a Herzl para que no llevara a cabo sus intenciones. Al cabo de unos instantes, continuaron caminando y yo me uní a ellos. Hubiera preferido seguir en silencio hasta llegar a casa de Marx, pero Theodor se las arregló para separarse de los otros y colocarse de nuevo a mi altura. Era obvio que se sentía contrariado. «No me han dejado entrar en esa iglesia, me dijo. Es la del Santo Sepulcro. Por lo visto, los rabinos de por acá excomulgan a los que entran ahí o en la mezquita de Ornar. Me han dicho que eso es lo que le sucedió a Moses Montefiore. ¡Cuánta superstición y fanatismo por todas partes!»
—¿Eso le dijo?
El judío asintió con la cabeza.
—Sí. Eso mismo fue lo que me dijo: «¡Cuánta superstición y fanatismo por todas partes!» y luego añadió: «pero a mí todos esos fanáticos no me dan miedo».
—La verdad es que a Herzl la intransigencia de determinadas personas le importaba muy poco —prosiguió el judío—. En realidad, a esas alturas lo que más le quitaba el sueño era que el káiser le acabara concediendo de una vez la audiencia tanto tiempo esperada y que además lo hiciera antes del martes.
—¿Antes del martes? Creo que no le entiendo.
—Sí, verá. La única conexión segura que existía para llegar a Port Said y desde allí regresar a Europa era un barco correo que zarpaba de Jaffa todos los martes. Su deseo hubiera sido que el káiser lo recibiera antes para poder salir con la mayor celeridad de Palestina. Por supuesto, antes de que los turcos decidieran tomar alguna medida contra él. Pero lo cierto es que llegó la tarde del lunes y no había recibido ninguna comunicación del káiser. Y entonces, como siempre, intervino Hechler.
—¿Volvió a ponerse en contacto con Guillermo II?
—Volvió a ponerse en contacto con Dios.
—Perdón... —acerté a decir sorprendido-—. No sé si lo entiendo.
—Hechler le dijo que no se preocupara y elevó una oración al Señor pidiendo que el káiser recibiera a Herzl.
—Tengo la sensación de que la cita se celebró... —dije con un ligero tono de ironía.
—Sí, ha acertado —reconoció el judío—. El martes por la mañana, cuando Herzl estaba al borde de la desesperación, fue convocado para que compareciera en el lugar donde se alojaba el káiser. Allí lo recibió un diplomático arrogante y, me temo, de rango no muy elevado, que exigió ver el discurso que Theodor tenía intención de pronunciar ante Guillermo. No puede usted imaginarse el destrozo que aquel majadero realizó en el texto que le entregó Herzl. Y además fue un expolio estúpido. Algunas de las frases más comprometidas se habían mantenido, mientras que otras absolutamente inocuas fueron tachadas. Desde luego, dar a un tonto galones siempre es un peligro y aquel episodio fue un ejemplo clarísimo, pero, bueno, el caso es que, al final, le comunicaron que a las 12.30 del día siguiente el káiser lo iba a recibir. Ya puede usted imaginarse el estado de nervios con que Herzl pasó el resto de la jornada.
—Puedo intentarlo —reconocí—. ¿Cómo fue todo?
—Caluroso. A las doce del mediodía salimos de casa de Marx todos, incluido nuestro correligionario espía, aquel desgraciado que se llamaba Mendel Kramer. Íbamos vestidos de punta en blanco y, por lo menos yo, percibía cómo el sudor me chorreaba por la espalda como si acabara de tomar un baño y no hubiera tenido tiempo para secarme. El káiser se hallaba alojado en una loma al norte de la Ciudad vieja. Allí habían montado veintitantas tiendas de campaña, nada austeras, no se vaya a creer, pero de indudable aspecto militar. Guillermo salió a recibirnos ataviado como un militar y nos saludó de la manera más marcial que imaginarse pueda. ¡Pobre hombre! Tenía un brazo más corto que otro, no sé si lo sabe, y estaba empeñado desde niño en presentar un aspecto aguerrido. En fin, no nos desviemos. El caso es que Herzl estaba a punto de ponerse a leer el discurso, cuando me percaté de que Bülov, el inefable Bülov, estaba sentado al fondo con unos papeles en la mano. ¡Se trataba de una copia del discurso de Theodor! ¡Y estuvo releyéndolo durante todo el tiempo! ¡Para comprobar si Herzl se había saltado lo dispuesto por la censura!
—Me parece de mal gusto —comenté.
—¿De mal gusto? De pésimo gusto querrá usted decir. Bueno, el caso es que Herzl terminó la lectura y el káiser comenzó a hablar informalmente con nosotros y Bülov, el mal educado Bülov, se levantó de su silla y se nos unió. Así, como lo oye.
—¿Qué les dijo el káiser? —dije intentando interrumpir la ira que el judío sentía por el ministro de Asuntos Exteriores de Guillermo II.
—¿Qué quiere que le diga? Bobadas. Que si el movimiento que representaba Herzl tenía una base sólida, que si el país necesitaba agua... Theodor comentó entonces que eso costaba dinero, lo que resultaba una obviedad, y entonces el káiser y el memo que le servía de ministro comentaron que eso nos sobraba. Espere... espere, exactamente lo que dijo fue: «ése es un bien que ustedes poseen en abundancia».
—¿A quién se refería con «ustedes»?
—A nosotros, los judíos, naturalmente. Sin ningún género de dudas, se creían todas esas majaderías sobre que controlamos las finanzas mundiales y cosas así. De todas formas, Herzl estaba tan entusiasmado porque el monarca que representaba a su amada cultura germánica nos había recibido que no le dio mayor importancia. Nos despedimos y entonces pasó lo que menos podíamos esperar.
—¿El qué?
—Bueno, llegamos hasta la salida de aquella especie de campamento de opereta que había levantado el káiser y entonces la policía turca que lo custodiaba nos dijo que no permitían que abandonáramos el lugar. Discusiones, voces, caras de espanto, temores de que todo pudiera acabar con una detención y con nuestros huesos en un calabozo turco y entonces, ah, entonces, ¿a que no sabe usted quién solucionó todo?
—¿Los empleados del káiser?
—¿Los empleados del káiser? ¡Quiá! Piense, piense.
—Francamente, no se me ocurre...
—Mendel Kramer. El espía Mendel Kramer. El agente de los turcos Mendel Kramer. El baboso Mendel Kramer. El traidor Mendel Kramer. Claro, como trabajaba para el sultán... pues no tuvo mayor problema a la hora de conseguir que nos dejaran salir. —Comprendo.
—Es uno de los dramas de nuestro pueblo. Siempre existe algún traidor dispuesto a venderse por dinero para causarnos mal.
—Me temo que ése es un drama de todos los pueblos —objeté—. Quizá la traición sea propia de algunas naturalezas como la humana.
El judío me miró con el ceño fruncido, como si intentara desentrañar lo que acababa de decir, pero mantuvo aquella postura tan sólo un instante y prosiguió su relato.
—Aquella misma noche, volvimos a Jaffa. Lo que vino luego fue una verdadera cadena de incomodidades hasta regresar a Europa. Herzl estaba rebosante de entusiasmo. Nada menos que el káiser lo había recibido y a las mismísimas afueras de Jerusalén.
—Es comprensible su alegría.
—Seguramente —aceptó el judío—. Desde luego aquella entrevista tuvo mucha resonancia. Bueno, los británicos llegaron a ofrecernos la posibilidad de crear en ese momento, insisto, en ese momento, un hogar nacional judío en Uganda.
—Tenía noticia de ello.
—Al final, el plan Uganda, así es como lo llamaron, fue rechazado, pero Theodor murió antes. A decir verdad, sus días estaban contados desde antes de visitar Jerusalén. Su corazón, al que había obligado a trabajar a marchas forzadas en los últimos años, estaba exhausto y se negaba a seguirlo en sus correrías. Creo que ya no podía más. Así se lo digo. Decidió pasar unos días en Edlach, una población de Austria, para tratarse, aunque a su madre le dijo que estaba tomándose sólo unos días de reposo.
—Pero el tratamiento no funcionó... —aventuré.
—A veces he pensado que el corazón se sintió tan bien en aquella situación de reposo que se fue parando hasta que Theodor falleció —dijo el judío—. Por supuesto, él lo sabía. El bueno de William Hechler vino a verle y le dijo que tenían que volver a visitar Jerusalén juntos. Se lo comentó únicamente por animarle porque bastaba mirar a Herzl para darse cuenta de que tenía los días contados, pero esta vez... esta vez Theodor no se dejó llevar por el entusiasmo de aquel pastor infatigable y se limitó a decirle que había dado la sangre de su corazón por su pueblo No exageraba. Según me contó Hechler, su última noche fue verdaderamente espantosa. Al parecer, el corazón se le paraba y se volvía a poner en marcha, se le paraba y se volvía a poner en marcha, así una y otra vez hasta que, finalmente, dejó de latir.
Guardó silencio el judío y yo no me atreví a pronunciar palabra alguna.
—Lo enterramos en Viena, en la sección judía del cementerio de Doebling —prosiguió al cabo de unos instantes—. Tenía... tenía tan sólo cuarenta y cuatro años.
—Pero ahora está enterrado en Jerusalén —comenté.
—Sí, claro —aceptó el judío—.Ahora reposa en Jerusalén. Sí, es cierto.
—He visto su tumba —añadí e inmediatamente me pareció que mi comentario sonaba estúpido.
—Creo que fue la muerte de Herzl la que me llevó a apartarme del sionismo —dijo el judío como si no hubiera escuchado mis últimas palabras—. Aquel hombre había dado todo lo que tenía para alcanzar una meta, pero...
—... pero... —repetí al notar que dejaba de hablar.
—Pero algo me decía que se trataba de una empresa fallida. De una más de entre todas las que había emprendido mi pueblo y que yo había tenido la oportunidad de ver a lo largo de los últimos diecinueve siglos en Palestina y en España y en el Este de Europa y en tantos otros lugares.
—No acertó usted, a juzgar por el lugar en el que nos encontramos —le dije.
—Sí, claro, es verdad. El Estado de Israel existe y, seguramente Herzl se hubiera sentido más que satisfecho con lo que ha sucedido en el último medio siglo, pero la cuestión es si este logro resulta suficiente. Entiéndame bien. No estoy en absoluto en contra de este Estado, pero, entre nosotros, ¿cuántos de estos israelíes se rinden de corazón ante el Dios de Abraham, Isaac y Jacob y están dispuestos a cumplir la Torah? ¿En qué se diferencian no pocos de ellos de cualquier goy? ¿En que los circuncidaron al octavo día? Eso sólo tiene sentido si luego se guarda el pacto con Dios, pero si se rechaza, si se cuestiona Su misma existencia... Ése era el gran problema de Herzl. No es que yo diga que era un ateo, pero creo que Dios le importaba muy poco. A él lo que verdaderamente le llenaba el corazón era la nación y, puedo decírselo porque lo he visto muchas veces, la nación suele ser un dios falso que suplanta al verdadero. ¿No le parece irónico que de todos nosotros, los primeros en suplicar a diestra y siniestra que se creara un Estado judío, el que más creía en el Dios de los profetas fuera precisamente un goy, un pastor protestante? Mientras Herzl vivió, mientras estuvo cerca, mientras se pudo sentir su cercanía yo, ¡yo que había vivido tantos siglos!, me sentí absorbido por todo aquello, pero cuando lo vi morir... cuando lo vi morir, decidí que no tenía por qué tener prisa ya que, a fin de cuentas, delante de mí podían extenderse siglos e incluso milenios.
—¿Qué pasó con Hechler? —pregunté.
—¿Hechler? Bueno, como ya le he dicho, fue de los últimos en ver a Herzl antes de morir. A decir verdad, fue el último que no era miembro de su familia que tuvo esa oportunidad. Todo eso indica el afecto que le profesaba Theodor, pero no había poca gente que se sentía molesta con aquel goy entusiasta. Lo fueron aislando poco a poco, casi como si le dijeran, «esto no es cosa tuya» o «¿por qué no te ocupas de tus asuntos?». Se quedó en Viena... déjeme ver... sí, debió de ser hasta 1910 más o me-nos. Luego tuve escasas noticias de él, pero todas las que me llegaban eran... no sé cómo decirle... inquietantes, sí, inquietantes. Verá, en 1913, se entrevistó con Martin Buber.
—¿El filósofo alemán?
—Judío alemán —me corrigió mi interlocutor—. Sí, ese mismo. Charlaron un buen rato y entonces Hechler le dijo que al año siguiente iba a estallar una «guerra mundial». ¿Se da cuenta? Una guerra mundial. Hasta entonces nadie había utilizado ese término. Es más, creo que a nadie se le había pasado por la cabeza una enormidad semejante.
—Pues acertó de pleno —pensé en voz alta.
—Sí. Ya lo creo que acertó, pero ahí no acaba todo. Ese mismo año, 1913, recuérdelo usted bien, Hechler se encontró con un amigo de Herzl que se llamaba Max Bodenheimer. Hablaron de muchas cosas, claro está, pero Hechler le dijo que muy pronto iba a estallar una guerra que arrastraría a Europa y que Alemania no sólo iba a perderla sino que incluso el káiser sería destronado.
—¡Dios santo! —exclamé sobrecogido.
—Como usted sabe, en plena guerra mundial, la primera me refiero, el ministro británico Balfour emitió una declaración en la que se indicaba la benevolencia con que el gabinete de Su Graciosa Majestad vería el establecimiento de un hogar nacional judío en Palestina.
—Sí —reconocí—, lo sé.
—También sabrá que esa declaración provocó una verdadera explosión de optimismo entre los sionistas. —Pues sí.
—No en Hechler. Por el contrario, se empeñó en convencer a los dirigentes sionistas de que dentro de muy poco llegaría lo que él llamaba la «tribulación de Jacob», es decir, una época de indecibles sufrimientos para los judíos.
—Extraordinario... —acerté a musitar profundamente abrumado por aquellos datos.
—Sí. Lo es ciertamente. Como también resulta extraordinario que anunciara los ataques que íbamos a sufrir los judíos por parte de los árabes en Palestina. Los anunció apenas unos meses antes de la revuelta árabe de 1920 en el curso de la cual asesinaron a muchos de los nuestros. Me consta que todo esto puede resultar muy extraño, pero es la pura verdad. Hechler era un personaje extraordinario, pero los judíos lo hemos olvidado hace mucho tiempo y lo mismo pasó con los cristianos y eso que era un clérigo...