Müller dudó unos instantes y luego, a regañadientes, despidió al criado y me invitó a pasar al salón. Pero no a sentarme; se quedó de pie en medio de aquella estancia decorada con clásicos y carísimos muebles ingleses, se cruzó de brazos y me espetó:
—¿Qué quiere?
Sin perder la sonrisa, me aproximé a una de las ventanas y dije:
—Acérquese.
—¿Qué?
—Venga un momento, por favor; quiero enseñarle algo.
Müller frunció el ceño y se acercó a mí con aire receloso. Señalé hacia la calle y pregunté:
—¿Reconoce a ese hombre que está ahí?
El alemán echó una ojeada a través de la ventana. Y vio a Ángel. Estaba frente a la casa, mirando en nuestra dirección, con su gorra a cuadros, las manos cruzadas a la espalda y una sonrisa de niño loco en el rostro. Al verlo, Müller palideció y, mirándome con acritud, susurró:
—¿Me está amenazando, señora Hidalgo?
Siempre sonriente, me encogí de hombros.
—Más o menos —respondí—. Permítame hablarle de ese amigo mío que está ahí abajo. Se llama Ángel, aunque ése no es su verdadero nombre. Se trata de un asesino a sueldo y además, quizá se dio usted cuenta anoche, está profundamente desequilibrado. Pero me adora, me quiere muchísimo; tanto, que haría casi cualquier cosa por mí. Y, ¿sabe lo que creo?; que si me sucediera algo, si sufriera un accidente o una agresión, Ángel pensaría que es usted el responsable. Y le mataría, algo que sabe hacer muy bien, se lo garantizo. Es todo un profesional.
Müller permaneció unos segundos silencioso e inexpresivo.
—Me importa un bledo si usted muere o no —dijo al fin—. Ya no puede causarme ningún perjuicio.
—Quizá —repliqué—, pero se lo cuento por si acaso llegara en algún momento a la conclusión de que sería mejor que no hubiese testigos de sus chanchullos. A fin de cuentas, ya intentó matarme una vez.
—Yo no he… —comenzó a protestar.
—Sí, sí que lo hizo —le interrumpí—. Sus hombres contrataron a un par de macarras para que me mataran, o me violaran, o me hicieran algo básicamente desagradable. Por cierto, a esos dos infelices se los cargó Ángel. El caso es que usted intentó quitarme de en medio, así que tiene una deuda conmigo.
—¿Y qué piensa hacer al respecto? —preguntó en tono desafiante.
—Proponerle un trato. Si responde a un par de preguntas, olvidaré que intentó matarme y daré por saldada la deuda.
Müller demoró unos segundos la respuesta.
—¿Qué preguntas? —murmuró, siempre receloso.
—Verá, tengo un amigo que sabe mucho de fútbol. Según él, era absurdo organizar ese tejemaneje de las suplantaciones sólo para conseguir que uno de los hermanos estuviera más fresco durante el segundo tiempo de los partidos. Dice que la ventaja que se obtendría sería demasiado pequeña y no compensaría el riesgo.
Sin apartar la mirada de mí, el alemán asintió.
—Su amigo tiene razón.
—Entonces, ¿por qué lo hacían?
De repente, Müller se echó a reír. Hasta entonces no le había visto esbozar siquiera una sonrisa.
—De acuerdo —repuso—, se lo explicaré.
El alemán se acomodó en una butaca y yo me senté frente a él, en una silla de madera labrada tan cómoda como un potro de tortura.
—En líneas generales —dijo—, lo que conté la otra noche es cierto; salvo por un pequeño detalle. Como dije, Rubén enfermó, de repente apareció Simón, le hice unas pruebas para ver cómo jugaba al fútbol y… ¿jugaba casi tan bien como su hermano? No: jugaba mucho mejor. Tenía un talento innato para el deporte, era un diamante en bruto; tanto es así que en unos pocos meses alcanzó un nivel de juego que a otros les exigiría años de entrenamiento. —Respiró pesadamente—. Resulta sarcástico, ¿verdad?; Simón, uno de los mejores futbolistas del mundo, no podía jugar porque era un fugitivo.
—Luego —dije, invitándole a continuar—, Rubén se recuperó de su enfermedad.
—Se recuperó físicamente, pero no volvió a ser el mismo. Antes de caer enfermo, Rubén era un futbolista muy prometedor, aunque aún por confirmar. Después se transformó en un jugador mediocre. En el fondo, creo que era una cuestión de personalidad. Rubén tenía una gran técnica, pero nada de carácter; Simón, sin embargo, poseía ambas cualidades y en grandes cantidades. —Apoyó los codos en los brazos de la butaca y entrelazó los dedos—. Al cabo de un par de años, la diferencia de calidad entre ambos hermanos era aplastante; de modo que le propuse a Rubén que sólo jugara su hermano. Simón metería los goles y él se llevaría el dinero y la gloria.
—Pero Rubén no aceptó.
—Puso el grito en el cielo y se negó en redondo. Quería el aplauso del público, quería el rugido de las gradas, quería sentirse una estrella del fútbol. —Suspiró—. Finalmente, accedió a compartir los encuentros con su hermano. Y fíjese si era bueno Simón que el año pasado fue pichichi de la liga jugando sólo la mitad del tiempo. ¿Qué hubiera hecho de haber jugado los partidos completos?
De pronto, recordé lo que me contó Emilio Santamaría acerca de que Mochedano había perdido la fe, pues ya no rezaba en el descanso de los partidos.
—Últimamente sólo jugaba Rubén, ¿no es cierto? —pregunté.
—Sí, para nuestra desgracia y la del equipo.
—¿Por qué? ¿Qué sucedió?
Müller chasqueó la lengua con desagrado.
—Raquel Tena, eso es lo que sucedió. Esa mujer hechizó a los hermanos. Les sorbió el cerebro… y supongo que otras cosas. El caso es que Rubén y Simón se enamoraron de ella como dos estúpidos adolescentes, y Rubén, ciego de celos, decidió arrinconar a su hermano expulsándole del fútbol. Ya sólo habría un Rubén Mochedano; aunque eso sí, mediocre a más no poder. Creo que ésa fue la causa de que Simón decidiera chantajearle. —Hizo una pausa—. Bueno, ya he contestado a su primera pregunta. ¿Cuál es la segunda?
Me incorporé; aquella silla me estaba destrozando la espalda.
—Una muy rápida: ¿cuál de los dos hermanos ha sobrevivido?
El alemán se levantó a su vez.
—No lo sé —dijo—. Espero que Simón; él era la estrella.
Ya no quedaba nada más que hablar. Müller me acompañó a la salida y se despidió con un seco adiós, pero antes de cerrar la puerta vaciló unos instantes y agregó:
—Una última cuestión, señora Hidalgo: ¿qué pasaría si usted sufriera un auténtico accidente, algún suceso fortuito con el que yo no tuviera nada que ver?
Sonreí con inocencia.
—Me temo que Ángel le mataría igualmente —respondí—. Así que más vale que rece por mi salud.
Müller gruñó algo y cerró dando un portazo. Y yo me quedé allí, en el descansillo, disfrutando del pueril, pero no por ello menos gratificante, placer de haber inquietado, aunque sólo fuera un poco, a aquel hijo de puta.
Tendí la mano para pulsar el botón de llamada del ascensor, pero cambié de idea y decidí bajar andando; a fin de cuentas, sólo eran cuatro pisos. Y mientras descendía por el mármol de la escalera, no pude evitar pensar en los hermanos Mochedano. Lo que me había contado Müller, aunque en el fondo no tenía importancia, cambiaba por completo mi perspectiva del asunto. Antes, Rubén era el alma de la caridad que había acogido a un hermano fugitivo que al final acabó traicionándole, pero ahora, de repente, Rubén se convertía en el parásito de su hermano, y Simón en una especie de esclavo de lujo al servicio de Rubén y de Müller, un patético fantasma sin identidad que sólo quería ser libre. O quizá, en vez de parasitismo, sería mejor hablar de simbiosis; todos se aprovechaban de todos, porque en el fondo sus intereses eran los mismos. Hasta que llegó Raquel Tena, la Yoko Ono de los Mochedano, y aquel equilibrio basado en el engaño se fue al garete.
Lo que sucedió después, a fin de cuentas, es la historia más vieja del mundo, el crimen más antiguo, el primero de todos. Está en la Biblia, en el Génesis, y sus protagonistas fueron Caín y Abel.
Aunque, en el caso de Rubén y Simón Mochedano, no resultaba sencillo determinar quién era Abel y quién Caín.
No volví a ver a Ignacio Vázquez. Una semana después de los hechos que acabo de narrar, le envié la minuta; veinticuatro horas más tarde recibí dos cheques suyos: uno cubría el importe de la factura, el otro era una bonificación de cien mil euros.
Cien mil euros; ése era el precio de mi discreción, el pago por mi involuntario silencio. No estaba mal, pero al ver aquel inesperado cheque sentí asco, auténticas ganas de vomitar, y pensé en romperlo, hacerlo añicos, meter los trozos en un sobre y enviárselo a Vázquez para dejarle muy claro que podía vencerme, pero no comprarme. Sí, eso fue lo que pensé, aunque lamento reconocer que no lo hice. Aquel dinero me permitiría saldar definitivamente las deudas de la agencia; rechazarlo era un lujo que no podía permitirme. Así que firme el cheque al dorso y se lo entregué a Gabriel para que lo ingresara en el banco.
Más adelante, averigüé que Mario Gutiérrez, el detective colombiano, estaba casado y tenía un hijo, de modo que le mandé a la viuda la mitad de la bonificación, cincuenta mil euros. No pretendo engañar a nadie, y menos a mí misma; lo hice para lavar mi conciencia, no porque sea la Madre Teresa de los detectives privados. Aun así, jamás el dinero me ha dejado un regusto tan amargo.
Supongo que por eso, buscando una forma rápida de anestesiar mi conciencia, invertí parte de los ingresos en comprarme unos obscenamente caros zapatos de Manolo Blahnik. Son preciosos, de seda color peltre, con rosetas de chinchilla plateada sobre el empeine. Hasta ahora, nunca me los he puesto y creo que jamás me los pondré.
Finalmente, intenté olvidarme de aquel asunto y, hasta cierto punto, lo conseguí. Pero un día, dos meses más tarde, llegó a mis oídos una noticia que, automáticamente, me trajo a la memoria todo lo que había sucedido. Apareció en la prensa deportiva y del corazón, en la radio, en los telediarios y en los magazines de cotilleo: el astro del fútbol Rubén Mochedano y la
top model
Raquel Tena habían anunciado su próxima boda.
No sabría decir por qué —quizá sólo fuera curiosidad—, pero desde el momento en que me enteré de aquello, supe que debía volver a hablar con Raquel Tena. A fin de cuentas, si alguien conocía la verdad, era ella. De modo que empecé a rastrear sus actividades y, un buen día, descubrí que iba a participar en un programa de Tele 5 cuya grabación estaba prevista esa misma tarde. De modo que, tras remover alguna que otra pequeña influencia, conseguí un pase de entrada y me presenté en la emisora con la esperanza de desentrañar el último secreto del caso Mochedano.
* * *
Encontré a Raquel Tena en la cafetería. Llevaba un traje rojo, ceñido y escotado, el pelo recogido en una coleta y los ojos sabiamente maquillados para parecer aún más grandes y resplandecientes. Hasta a mí me afectó su belleza. Estaba sola, sentada a una mesa sobre la que descansaba una taza de café, tan abstraída leyendo una revista que no advirtió mi presencia hasta que me senté en una silla frente a ella.
—Carmen… —musitó, alzando una ceja—. No esperaba volver a verte. —Sonrió—. ¿Debo llamar a seguridad?
Le devolví la sonrisa.
—No será necesario. Quería felicitarte por tu compromiso.
—Gracias. ¿Eso es todo?
Negué con la cabeza.
—También me gustaría conocer tu versión de lo que sucedió.
Ladeó la cabeza y me miró con una mezcla de extrañeza y fingida ingenuidad.
—¿Y qué sucedió? —dijo.
Dejé escapar un suspiro.
—Ya lo sabes: Rubén y Simón.
Hizo un gesto de desconcierto.
—No, no sé de qué me estás hablando. ¿Quién es Simón?
—Ya ha pasado todo —dije en voz baja, inclinándome hacia ella—; no hace falta fingir.
La sonrisa abandonó su rostro.
—Esta conversación se está volviendo demasiado misteriosa —repuso, al tiempo que hacía amago de recoger su bolso—. Creo que deberíamos despedirnos.
—Espera —la contuve—. Vamos a hacerlo de otra forma: yo te cuento una historia y tú te limitas a escucharme.
—¿Vas a contarme un cuento? —preguntó con aire burlón.
—Sí; el cuento de dos hermanos gemelos, dos hombres físicamente idénticos, pero muy distintos en su interior. Uno era un chico bueno que lo tenía todo y el otro un chico malo que no tenía nada. Un día, uno de los hermanos conoció a una princesa: no estoy segura de cuál de los dos fue, pero apostaría por el chico malo, porque tenía una personalidad más fuerte y un carácter más extravertido. Probablemente era un seductor. El caso es que el chico malo comenzó a frecuentar a la princesa. Pero no sólo él; los hermanos lo compartían todo y estaban acostumbrados a suplantarse el uno al otro, de modo que el chico bueno también conoció a la princesa. Pero esos trucos no sirvieron de nada, porque en la intimidad no se puede engañar a una mujer. —Hice una pausa y pregunté—: ¿Voy bien?
Raquel se encogió de hombros.
—Es tu historia —respondió con ironía.
—Entonces continúo. Lo que empezó siendo una travesura acabó convirtiéndose en algo más serio y ambos hermanos se enamoraron de la hermosa muchacha.
—¿Era hermosa?
—Mucho, la más bella del reino. Tanto, que los dos hermanos se enemistaron entre sí a causa de los celos, y al final el bueno expulsó al malo de su palacio, condenándole al destierro. Pero ¿sabes qué?, creo que a la princesa quien realmente le gustaba era el chico malo.
—Las chicas siempre preferimos a los chicos malos —comentó.
—Sí, podría contarte un par de cosas sobre mi fracasado matrimonio. Pero sigamos con el cuento. El chico malo decidió fugarse con la princesa, pero era pobre, de modo que intentó robar a su hermano. O quizá robar no sea la palabra adecuada; digamos que intentó recuperar lo que él consideraba suyo. Pero las cosas no salieron bien y uno de los hermanos mató al otro.
Hubo un silencio.
—¿Ya está? —dijo Raquel con fingida decepción—. ¿Así se acaba el cuento? ¿No fueron felices ni comieron perdices?
—Oh, sí; al final hubo una boda y todo. Pero ¿sabes?, lo que yo me pregunto es por qué la princesa, pudiendo elegir al hermano bueno, que lo tenía todo, escogió al malo, que sólo podía traerle problemas.
Raquel desvió la mirada y permaneció unos instantes pensativa.
—No lo sé, Carmen —dijo lentamente, como si sopesara cada palabra—. Supongo que incluso las princesas tienen corazón. —Consultó su reloj y se puso en pie—. Perdona, pero me están esperando en el plató.