Abro la solapa, vuelco el sobre y lo agito. Dos docenas de cuadrados de papel caen como una fina lluvia sobre mi escritorio. «Recibo de taxi», puede leerse en gruesas letras negras sobre cada uno. Formo una ordenada pila con todos ellos y me aseguro de que todos estén en blanco. Hasta ahora todo va bien.
Cojo un bolígrafo, busco la sección que dice «Número de taxi» y escribo rápidamente el número 727 en el casillero en blanco. Taxi 727. Esa es mi identificación. A continuación, hago una pequeña marca de comprobación en la esquina superior derecha del recibo. Esa es la apuesta: veinticinco dólares si quieres jugar. Sin embargo, yo no sólo quiero jugar. Yo quiero ganar, que es la razón por la que comienzo con una apuesta fuerte. En el espacio marcado «Tarifa», escribo «10.00 dólares». Para el ojo no entrenado no es mucho. Pero para los que jugamos, bueno… ésa es la razón por la que añadimos un cero. Un dólar es diez dólares; cinco dólares son, en realidad, cincuenta. Es por eso por lo que lo llaman el Juego del Cero. En este caso, diez pavos son un sólido Benjamin Franklin, la primera oferta en la subasta.
Abro el cajón superior del escritorio, saco un sobre de papel manila nuevo y meto dentro los recibos de taxi. Es hora de un poco de correo entre oficinas. En el frente del sobre escribo «Harris Sandler - 427 Edificio Russell». Junto a la dirección añado la palabra «Privado», sólo para estar seguro. Naturalmente, aun cuando el sobre lo abra el ayudante de Harris —aun cuando el presidente de la Cámara de Representantes abra el sobre—, no derramaré ni una gota de sudor. Yo veo una apuesta de cien dólares. Cualquier otra persona ve un recibo de taxi por valor de diez pavos, nada que merezca una segunda mirada.
Me levanto, voy al área de recepción y lanzo el sobre dentro de la cesta de metal oxidada que utilizamos para el correo saliente. Roxanne se encarga personalmente de la mayor parte de la correspondencia entre las oficinas.
—Roxanne, ¿puedes asegurarte de que esto salga con el próximo envío?
Ella asiente mientras yo regreso a mi escritorio. Un día más.
—¿Aún está ahí? —pregunto veinte minutos más tarde.
—Ya ha salido —contesta Harris. Por el sonido crepitante de su voz, me doy cuenta de que tiene activado el manos libres del teléfono. Lo juro, no le teme a nada.
—Lo dejaste en blanco, ¿verdad? —pregunto.
—No, decidí ignorar todo lo que habíamos hablado. Adiós, Matthew. Llámame cuando tengas alguna noticia.
Cuando está a punto de colgar, alcanzo a oír un clic de fondo. La puerta de la oficina de Harris se está abriendo.
—El mensajero está aquí —dice su ayudante.
Con un portazo, Harris desaparece. Y también los recibos del taxi. De mí a mi mentor, de Harris al suyo. Me reclino en mi silla giratoria de vinilo negro y no puedo evitar preguntarme quién es. Harris ha estado en el Capitolio desde el día de su graduación. Si hay algo en lo que es un auténtico experto, es en hacer amigos y contactos. Eso reduce la lista a unos cuantos miles. Pero si está utilizando un mensajero, el envío es fuera del campus. Contemplo a través de la ventana una vista perfecta de la cúpula del Capitolio. El campo de deportes se extiende delante de mis ojos. En esta ciudad hay antiguos empleados por todas partes. Firmas de abogados… departamentos de relaciones públicas… y sobre todo…
En ese momento suena mi teléfono y compruebo el nombre en la pantalla digital.
… tiendas donde se practica el cabildeo.
—Hola, Barry —digo, levantando el auricular.
—¿Aún estás de pie? —pregunta—. He oído que anoche os quedasteis negociando hasta las diez.
—Es esa época del año… —le digo, preguntándome de dónde habrá sacado la información. Nadie nos vio anoche cuando nos marchamos. Pero así es Barry. No tiene vista, pero de alguna manera lo ve todo—. Dime, ¿en qué puedo ayudarte?
—Entradas, entradas y más entradas. Este domingo es el partido inaugural de los Redskins en casa. ¿Quieres verlos vapuleados por unos asientos cuyos precios están por las nubes? He conseguido el palco privado de la industria discográfica. Tú, Harris y yo… mantendremos una pequeña reunión.
Barry detesta el fútbol americano y, obviamente, no puede ver ningún partido, pero eso no significa que no le encante el catering privado y el mayordomo que viene con esos asientos. Además, eso le da a Barry una ventaja temporal en su carrera actual con Harris. Ninguno de los dos sería capaz de admitirlo, pero es el juego no establecido que siempre han practicado. Y mientras que Barry puede meternos en el palco de los peces gordos, cuando llegue el día del partido Harris se las ingeniará para encontrar el mejor asiento en ese palco. Es algo clásico en el Congreso: demasiados presidentes del gobierno de estudiantes en el mismo lugar.
—Tío, eso suena genial. ¿Se lo has dicho a Harris?
—Ya está hecho. —La respuesta no me sorprende. Barry está más próximo a Harris, siempre lo llama primero a él. Pero eso no significa que lo inverso sea verdad. De hecho, cuando Harris necesita un cabildero, evita a Barry y va directamente al tío que está encima.
—¿Cómo te trata Pasternak? —pregunto, refiriéndome al jefe de Barry.
—¿Cómo crees que he conseguido las entradas? —bromea Barry.
Pero no es totalmente una broma. Especialmente para Barry. Como el socio más hambriento de la firma, ha estado tratando de salirse de la manada durante años, razón por la cual siempre le está pidiendo a Harris que le lance algún hueso. El año pasado, cuando el jefe de Harris cambió su posición en el tema de la desregulación de las telecomunicaciones, Barry incluso le preguntó si podía ser él quien les diese la noticia a las compañías de telecomunicaciones.
—«No es nada personal —le dijo Harris—, pero Pasternak tiene prioridad». En política, como en el crimen organizado, los mejores regalos tienen que empezar por la cima.
—Que Dios lo bendiga, sin embargo —añade Barry, hablando de su jefe—. El tío es un viejo maestro.
Eso es indiscutible. Como socio fundador de Pasternak&Asociados, Bud Pasternak es respetado, tiene contactos y es realmente uno de los tíos más agradables que hay en el Capitolio. También es el primer jefe de Harris —en los días en los que Harris dirigía la máquina de firmas—, y la persona que le dio su primera gran oportunidad: un primer borrador de un discurso para la propuesta de reelección del senador. A partir de aquel momento, Harris no volvió a tocar la máquina.
Estudio las ventanas arqueadas a un costado del Capitolio. Pasternak invitó a Harris; Harris me invitó a mí. Como tiene que ser, ¿no?
Hablo con Barry durante otros quince minutos para ver si oigo la llegada de un mensajero como sonido de fondo. Su oficina se encuentra sólo a un par de manzanas. El mensajero nunca llega.
Una hora y media más tarde, alguien vuelve a llamar a mi puerta. Salto del sillón apenas veo la chaqueta azul y los pantalones grises.
—Supongo que usted es Matthew —dice un mensajero con el pelo negro y la mandíbula inferior algo prominente.
—Lo has adivinado —digo mientras me alcanza el sobre.
Cuando lo abro, echo un rápido vistazo a mis tres compañeros de oficina, quienes están sentados a sus respectivos escritorios. Roy y Connor se encuentran a mi izquierda. Dinah está a mi derecha. Los tres tienen más de cuarenta años y los dos hombres llevan barbas de profesor; Dinah lleva una riñonera con un logotipo del Smithsonian. Funcionarios profesionales contratados por su experiencia en presupuestos.
Los congresistas vienen y van. También demócratas y republicanos. Pero estos tres se quedan para siempre. Lo mismo sucede en todos los subcomités de Asignaciones. Con todos los diferentes cambios de poder, no importa qué partido ocupe la Casa Blanca, alguien tiene que saber cómo dirigir el gobierno. Es uno de los pocos ejemplos de consorcio no partidista en todo el Capitolio. Naturalmente, mi jefe lo detesta. De modo que, cuando se hizo cargo del subcomité, me colocó en este puesto para que protegiese sus intereses y no les quitase el ojo de encima. Pero cuando abro mi sobre sin ninguna marca, son ellos los que deberían estar vigilándome a mí.
Vuelco el contenido sobre mi escritorio y diviso la esperada pila de recibos de taxi. Esta vez, sin embargo, mientras que la mayoría de los recibos aún están en blanco, uno de ellos está escrito. La letra es claramente masculina: unos diminutos garabatos que no se inclinan ni a derecha ni a izquierda. La tarifa es de cincuenta pavos. Irreal. Una ronda y ya hemos alcanzado los quinientos dólares. Por mí, excelente.
Harris lo llama el Concurso de Meados del Congreso. Yo lo llamo «Nombra esa Melodía». Por todo el Capitolio, los mensajeros del Congreso y el Senado entregan recibos de taxi en blanco a gente repartida por ambas cámaras. Todos incluimos nuestras propuestas y las pasamos a quienquiera que nos haya invitado a participaren el juego, quien luego se encarga de pasarla a su patrocinador, y así sucesivamente. Jamás hemos calculado hasta dónde llega, pero sí sabemos que no se trata de una simple línea recta, eso llevaría demasiado tiempo. En cambio, está dividida en ramas. Yo inicio nuestra rama y se la paso a Harris. En alguna otra parte, otro jugador inicia su rama. Podría haber cuatro ramas; podría haber cuarenta. Pero, en algún punto, las diferentes apuestas regresan a los amos de las mazmorras, quienes las recogen, las unen y vuelven a iniciar el proceso.
Ultima ronda, ofrezco cien dólares. En este momento, la apuesta máxima son quinientos pavos. Estoy a punto de aumentarla. Al final, aquel que puje más «compra» el derecho a que el tema sea de su propiedad. El mayor postor tiene que hacer que la proposición sea efectiva, ya sea consiguiendo ciento diez votos en el proyecto de ley del béisbol o bien insertando un pequeño proyecto de tierras en Asignaciones de Interior. Todos los demás que han apostado tratan de asegurarse de que eso no suceda. Si lo consigues, te quedas con toda la pasta, incluyendo cada dólar que haya sido apostado (menos un pequeño porcentaje para los amos de las mazmorras, naturalmente). Si fallas, el dinero se reparte entre todos aquellos que han estado trabajando contra ti.
Estudio el número del taxi en el recibo de quinientos dólares: 326. No me dice nada. Pero quienquiera que sea el 326, es evidente que piensa que ha conseguido el carril interior. Pero se equivoca.
Miro fijamente el recibo en blanco con el bolígrafo preparado. Junto a «Número de taxi» escribo el número 727. Junto a «Tarifa» pongo «60.00 dólares». Ahora son seiscientos, más los 125 que puse antes. Si la apuesta sube demasiado, siempre puedo retirarme dejando en blanco la cantidad de dólares. Pero éste no es el momento de retirarse. Es el momento de ganar. Meto todos los recibos en un nuevo sobre, lo cierro, escribo las señas de Harris y lo llevo a recepción. El correo entre oficinas no tardará mucho.
El nuevo sobre no llega a mi escritorio hasta la una y media. El recibo que busco está rellenado con los mismos garabatos que antes. Es el taxi número 326. La tarifa es de cien dólares, o sea, mil pavos justos. Eso es lo que sucede cuando toda la apuesta está centrada en un tema que puede decidirse con una sola llamada telefónica bien dirigida. En este lugar, todo el mundo cree que tiene lo que hay que tener para conseguir lo. Y tal vez sea así. Pero, por una vez, nosotros tenemos más.
Cierro los ojos y hago todos los cálculos mentalmente. Si voy demasiado de prisa, asustaré a 326. Es mejor ir despacio y arrastrarlo conmigo. Con una rúbrica, relleno el blanco del recibo con una tarifa de ciento cincuenta dólares. Mil quinientos. Y la cuenta continúa.
Hacia las tres y cuarto, mis tripas resuenan y estoy empezando a irritarme, pero no voy a almorzar. En cambio, recurro a los últimos puñados de Grape-Nuts que Roy esconde en su escritorio. Los cereales no duran mucho. Sigo sin moverme de mi sillón. A estas alturas, estamos demasiado cerca de envolverlo para regalo. Según Harris, ninguna apuesta ha superado nunca los mil novecientos pavos, y sólo porque se toparon con Ted Kennedy.
—¿Matthew Mercer? —pregunta desde la puerta un mensajero con el pelo rubio cortado al cepillo. Le hago señas de que entre.
—Eres muy popular hoy —dice Dinah después de colgar el teléfono.
—Échale la culpa al Senado —respondo—. Estamos luchando con el lenguaje, y Trish no sólo no confía en los fax, sino que tampoco quiere usar el correo electrónico porque le preocupa que resulte tan sencillo reenviarlo a los cabilderos.
—Tiene razón —dice Dinah. Chica lista.
Girando el sillón sólo un poco para que Dinah no pueda verlo, abro el sobre y echo un vistazo en su interior. Juro que siento que se me encogen los testículos. No puedo creerlo. No se trata de la cantidad, que ahora asciende a tres mil dólares. Es el flamante número del taxi: 189. La letra es redonda y gruesa. Hay otro participante en el juego. Y está claro que no teme gastar un poco de pasta.
Suena el teléfono y prácticamente salto del sillón. La pantalla digital dice que se trata de Harris.
—¿Cómo vamos? —pregunta tan pronto como levanto el auricular.
—No está mal, aunque el lenguaje aún no está allí.
—¿Tienes a alguien en la oficina? —pregunta.
—Así es —digo, manteniéndome de espaldas a Dinah—. Y una nueva sección que no había visto nunca antes.
—¿Otro jugador? ¿Cuál es el número?
—Uno-ocho-nueve.
—Es el tío que ganó ayer… con el proyecto de ley del béisbol.
—¿Estás seguro?
Es una pregunta estúpida. Harris vive y respira todo esto. Nunca se equivoca.
—¿Crees que deberíamos preocuparnos? —pregunto.
—No, si puedes despachar el pedido.
—Oh, puedo hacerlo —insisto.
—Entonces, no te preocupes. En cualquier caso, soy feliz —añade Harris—. Con dos postores ahí fuera, el bote es mucho más grande. Y si ese tío ganó ayer, es arrogante y despreocupado. Es el momento perfecto para dejarlo sin pantalones.
Asintiendo, cuelgo el teléfono y miro el recibo de taxi con la letra gruesa.
—¿Está todo bien? —pregunta Dinah desde su escritorio.
Garabateo el papel lo más rápido que puedo, elevo la apuesta a cuatro mil dólares y meto el recibo dentro del sobre.
—Sí —digo, mientras me dirijo a la caja de metal que hay en recepción—. Perfecto.
El sobre regresa una hora más tarde y le pido al mensajero que espere para que lo lleve directamente a Harris. Roxanne ya ha hecho suficiente servicio de envíos entre oficinas. Es mejor combinar las cosas para que ella no sospeche. Lo abro y busco la señal de que hemos conseguido la apuesta máxima. En cambio, encuentro otro recibo. Número de taxi 189. Tarifa de quinientos dólares. «Cinco de los grandes, más todo lo que ya hemos puesto». Durante un nanosegundo, dudo, preguntándome si ha llegado el momento de retirarse. Luego me recuerdo a mí mismo que tenemos todos los ases. Y los comodines. Es posible que 189 tenga la pasta, pero nosotros tenemos toda la jodida baraja. Él no nos asusta.