El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada (27 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada
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El agua del Nilo era conocida por sus cualidades digestivas. Ligera, expulsaba del cuerpo los humores nocivos. Algunos médicos suponían que sus poderes curativos procedían de las hierbas medicinales que crecían en las orillas y transmitían sus virtudes a las aguas. Cuando comenzaba la crecida, se cargaba de partículas vegetales y de sales minerales. Los egipcios llenaban miles de jarras donde el precioso líquido se conservaba sin alterarse.

Sin embargo, Neferet comprobó las reservas del año pasado; cuando el contenido de un recipiente le parecía turbio, arrojaba en él una almendra dulce. Veinticuatro horas más tarde, el agua estaba transparente y deliciosa. Algunas jarras, con tres años de antigüedad, seguían siendo excelentes.

Tranquilizada, la joven observó el comportamiento del lavandero. En palacio, el cargo se atribuía a un hombre de confianza, pues la limpieza de los vestidos se consideraba esencial; en todas las comunidades, grandes o pequeñas, ocurría lo mismo. Tras haber lavado y escurrido la ropa, el lavandero tenía que golpearla con una paila de madera, sacudirla levantando mucho los brazos y tenderla en una cuerda colocada entre dos estacas.

—¿Estáis enfermo acaso?

—¿Por qué lo decís?

—Porque os falta energía. Desde hace algunos días, la ropa queda gris.

—¡Bueno! El oficio es difícil. La ropa manchada de las mujeres me horroriza.

—El agua no basta. Utilizad este desinfectante y este perfume.

Taciturno, el lavandero aceptó las dos redomas que le ofrecía el médico. Su sonrisa le había desarmado.

Para evitar los ataques de los insectos, Neferet hacía que se vertieran cenizas de madera en los almacenes de grano, eficaz y barato esterilizante. A pocas semanas de la crecida, salvaguardaría los cereales.

Cuando estaba inspeccionando el último compartimento del granero, recibió una nueva entrega de Kani: perejil, romero, salvia, comino y menta. Secas o pulverizadas, las hierbas medicinales servían de base para los remedios que Neferet prescribía. Las pociones habían aliviado los dolores del anciano y, feliz al permanecer junto a los suyos, su salud mejoraba.

Pese a la discreción de la médico, sus éxitos no pasaban desapercibidos; su reputación se propagó pronto, de boca en boca, y numerosos campesinos de la orilla oeste fueron a consultarla.

La joven no despidió a nadie y se tomó el tiempo necesario; tras agotadoras jornadas, pasaba parte de la noche preparando píldoras, unguentos y emplastos, ayudada por dos viudas, elegidas en función de su meticulosidad. Unas horas de sueño y, al alba, se organizaba la procesión de los pacientes.

No había imaginado así su carrera, pero le gustaba curar; ver cómo una expresión alegre aparecía en un rostro inquieto la recompensaba de sus esfuerzos. Nebamon le había hecho un favor obligándola a formarse en contacto con los más humildes. Aquí, los hermosos discursos de un médico mundano habrían fracasado. El labrador, el pescador, la madre de familia deseaban una curación rápida y con pocos gastos.

Cuando el cansancio la vencía,
Traviesa
, la pequeña mona verde que había traído de Menfis, la distraía con sus juegos. Le recordaba su primer encuentro con Pazair, tan entero, tan absoluto, inquietante y atractivo a la vez. ¿Qué mujer podría vivir con un juez que daba primacía a la vocación?

Diez hombres cargados con unos cestos depositaron su carga ante el nuevo laboratorio de Neferet.
Traviesa
saltó de uno a otro. Contenían corteza de sauce, natrón, aceite blanco, olíbano, miel, resma de terebinto y distintas grasas animales en gran cantidad.

—¿Es para mí?

—¿Sois la doctora Neferet?

—Sí.

—Entonces os pertenecen.

—El precio de estos productos…

—Está pagado.

—¿Por quién?

—Nosotros nos limitamos a entregar. Firmadme un recibo.

Feliz y pasmada, Neferet escribió su nombre en una tablilla de madera. Podría ejecutar recetas complejas y tratar sola enfermedades graves.

Cuando Sababu cruzó la puerta de su morada, al ponerse el sol, no se extrañó.

—Os aguardaba.

—¿Lo habéis adivinado?

—La pomada antirreumática estará lista pronto. No falta ningún ingrediente.

Sababu, con la cabellera adornada con juncos olorosos y llevando al cuello un collar de flores de loto de cornalina, ya no parecía una mendiga. Una túnica de lino, transparente a partir del talle, ofrecía el espectáculo de sus largas piernas.

—Quiero que me cuidéis vos sólo vos. Los demás médicos son charlatanes y ladrones.

—¿No exageráis?

—Sé lo que me digo. Vuestro precio será el mío.

—Vuestro regalo es suntuoso. Dispongo de suficiente cantidad de productos costosos para tratar centenares de casos.

—Primero el mío.

—¿Habéis hecho fortuna?

—He reanudado mis actividades. Tebas es una ciudad más pequeña que Menfis, su espíritu es más religioso y menos cosmopolita, pero sus burgueses ricos aprecian también las casas de cerveza y sus hermosas pupilas. He reclutado algunas mujeres jóvenes, he alquilado una hermosa mansión en pleno centro de la ciudad, he dado al jefe de policía local lo necesario y he abierto las puertas de un establecimiento cuya fama crece con rapidez. ¡Tenéis la prueba ante vuestros ojos!

—Sois muy generosa.

—Desengañaos. Sólo quiero que me curéis bien.

—¿Seguiréis mis consejos?

—Al pie de la letra. Dirijo, pero ya no ejerzo.

—Pues no deben faltaros las solicitudes.

—Acepto dar placer a un hombre, pero sin contrapartida. Ahora soy inaccesible.

Neferet se había ruborizado.

—¡Doctora! ¿Os he escandalizado?

—No, claro que no.

—También vos dais mucho amor, ¿pero lo recibís?

—Esta pregunta no tiene sentido alguno.

—Ya sé: sois virgen. Feliz el hombre que sepa seduciros.

—Señora Sababu, yo…

—¿Señora, yo? ¡Bromeáis!

—Cerrad la puerta y quitaos el vestido. Hasta que estéis completamente curada, vendréis aquí cada día y os aplicaré el bálsamo.

Sababu se tendió en la losa de masaje.

—También vos, doctora, merecéis ser realmente feliz.

CAPÍTULO 27

U
na fuerte corriente hacía peligroso el brazo del río. Suti levantó a Pantera y la puso sobre sus hombros.

—Deja de moverte. Si te caes, te ahogarás.

—Sólo quieres humillarme.

—¿Quieres comprobarlo?

Ella se apaciguó. Con el agua hasta el pecho, Suti siguió un camino curvo, apoyándose en las grandes piedras.

—Súbete a mis espaldas y agárrate del cuello.

—Casi sé nadar.

—Ya te perfeccionarás más tarde.

El joven perdió pie, Pantera lanzó un grito. Mientras avanzaba, rápido y flexible, ella se agarró más aún.

—Sé más ligera y mueve los pies.

La angustia le oprimía. Una ola furiosa cubrió la cabeza de Suti, pero volvió a la superficie y llegó a la orilla.

Clavó una estaca, ató una cuerda y la lanzó a la otra orilla, donde un soldado la fijó sólidamente. Pantera habría podido huir. Los supervivientes del asalto y el destacamento de arqueros del general Asher cruzaron el obstáculo. El último infante, presumiendo de sus fuerzas, soltó la cuerda para divertirse. Con el peso de sus armas, chocó contra una roca que sobresalía y, aturdido, se hundió.

Suti se zambulló de nuevo.

Como si se alegrara de poder devorar dos presas en vez de una, la corriente se hizo más fuerte. Nadando bajo el agua, Suti descubrió al infeliz. Lo agarró con ambas manos por las axilas, detuvo su descenso e intentó ascender. El hombre recuperó el conocimiento, apartó a su salvador con un codazo en el pecho y desapareció en las profundidades del torrente. Con los pulmones ardiendo, Suti se vio obligado a abandonar.

—No eres responsable —afirmó Pantera.

—No me gusta la muerte.

—¡Era sólo un estúpido egipcio!

Él la abofeteó. Atónita, ella le dirigió una mirada de odio.

—¡Nadie me había tratado así nunca!

—Lástima.

—¿En tu país pegan a las mujeres?

—Tienen los mismos derechos y los mismos deberes que los hombres. Pensándolo bien, sólo merecías unos azotes.

Se levantó, amenazador.

—¡Retrocede!

—¿Lamentas tus palabras?

Los labios de Pantera siguieron cerrados.

El ruido de una cabalgata intrigó a Suti. Los soldados salían corriendo de las tiendas. Tomó su arco y su carcaj.

—Si quieres marcharte, lárgate.

—Me encontrarías y me matarías.

Él se encogió de hombros.

—¡Malditos sean los egipcios!

No se trataba de un ataque por sorpresa sino de la llegada del general Asher y sus tropas de élite. Las noticias circulaban ya. El antiguo pirata dio un abrazo a Suti.

—¡Estoy orgulloso de conocer a un héroe! Asher te concederá, por lo menos, cinco asnos, dos arcos, tres lanzas de bronce y un escudo redondo. No serás por mucho tiempo soldado raso. Eres valeroso, muchacho, y eso no es frecuente, ni siquiera en el ejército.

Suti estaba exultante. Por fin conseguía su objetivo. Ahora debería obtener informaciones del entorno del general y descubrir el fallo. No fracasaría, Pazair estaría orgulloso de él.

Un coloso que llevaba casco le interpeló.

—¿Eres tú Suti?

—El es —afirmó el antiguo pirata—. Nos ha permitido ocupar el fortín enemigo y ha arriesgado su vida para salvar a uno que se ahogaba.

—El general Asher te nombra oficial de carro. A partir de mañana nos ayudarás a perseguir a ese canalla de Adafi.

—¿Huye?

—Parece una anguila. Pero hemos aplastado la rebelión y acabaremos echando mano a ese cobarde. Decenas de valientes han perecido en las emboscadas que ha tendido. Mata por la noche, como la muerte rapaz, corrompe a los jefes de tribu y sólo piensa en sembrar disturbios. Ven conmigo, Suti. El general quiere condecorarte personalmente.

Aunque ese tipo de ceremonias le horrorizaba, porque la vanidad de unos sólo aumentaba las fanfarronadas de los otros, Suti aceptó. Ver cara a cara al general le recompensaría por los peligros corridos.

El héroe pasó entre dos hileras de entusiastas soldados que golpeaban los escudos con el casco y gritaban el nombre del triunfador. De lejos, el general Asher no parecía un gran guerrero; bajo, encogido sobre si mismo, evocaba más al escriba acostumbrado a las astucias de la administración.

A diez metros de él, Suti se detuvo en seco.

En seguida le dieron un empujón por la espalda.

—¡Vamos, el general te espera!

—¡No tengas miedo, muchacho!

El joven avanzó, lívido. Asher dio un paso hacia él.

—Me alegra conocer al arquero cuyos méritos todos alaban. Oficial de carro Suti, te condecoro con la mosca de oro
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de los valientes. Conserva esta joya; es la prueba de tu valor.

Suti abrió la mano. Sus camaradas le felicitaron. Todos querían ver y tocar aquella condecoración tan ambicionada.

El héroe parecía ausente. Su actitud se atribuyó a la emoción.

Cuando volvió a su tienda, tras haber bebido un poco, por autorización del general, Suti fue objeto de las burlas más subidas de tono. ¿Le reservaba la hermosa Pantera otros asaltos?

Suti se tendió de espaldas, con los ojos abiertos. No veía a la muchacha y ella, sin atreverse a hablarle, se hizo un ovillo en un rincón. ¿Acaso no parecía un demonio privado de sangre, ávido de la de sus víctimas?

El general Asher… Suti no podía olvidar ya el rostro del oficial superior, de aquel mismo hombre que había torturado y asesinado a un egipcio, a pocos metros de él.

El general Asher, un cobarde, un mentiroso y un traidor.

Pasando por entre los barrotes de una alta ventana, la luz de la mañana iluminó una de las ciento treinta y cuatro columnas de la inmensa sala cubierta, de una profundidad de cincuenta y tres metros y una anchura de ciento dos. Los arquitectos habían ofrecido al templo de Karnak el más vasto bosque de piedra del país, decorado con escenas rituales en las que el faraón hacía sus ofrendas a las divinidades. Los colores, vivos y tornasolados, sólo se revelaban a determinadas horas; era preciso vivir allí un año entero para seguir el recorrido de los rayos que desvelaban los ritos ocultos para los profanos, iluminando columna tras columna, escena tras escena.

Dos hombres charlaban mientras caminaban lentamente por la avenida central, flanqueada por lotos de piedra de abiertos cálices. El primero era Branir, el segundo el sumo sacerdote de Amón, un hombre de setenta años, encargado de administrar la ciudad sagrada del dios, velar por sus riquezas y mantener la jerarquía.

—Vuestra petición ha llegado a mis oídos, Branir. Vos, que a tantos jóvenes habéis guiado por el camino de la sabiduría, deseáis retiraros del mundo y residir en el templo interior.

—Ese es mi deseo. Mis ojos se debilitan y mis piernas protestan al caminar.

—La vejez no parece afectaros tanto.

—Las apariencias engañan.

—Vuestra carrera está muy lejos de haber terminado.

—He transmitido toda mi ciencia a Neferet y ya no recibo pacientes. Por lo que a mi casa de Menfis se refiere, la he legado ya al juez Pazair.

—Nebamon no ha alentado a vuestra protegida.

—La somete a dura prueba, pero ignora su verdadera naturaleza. Su corazón es tan fuerte como dulce es su rostro.

—¿No es Pazair originario de Tebas?

—En efecto.

—Vuestra confianza en él parece total.

—Le habita el fuego.

—La llama puede destruir.

—Domeñada, ilumina.

—¿Qué papel pensáis hacerle desempeñar?

—El destino se encargará de ello.

—Tenéis el sentido de los seres, Branir; un retiro prematuro privaría a Egipto de vuestro don.

—Aparecerá un sucesor.

—También yo pienso en retirarme.

—Vuestra carga es abrumadora.

—Cada día más, es cierto. Demasiada administración y escaso recogimiento. El faraón y su consejo aceptaron mi petición; dentro de unas semanas, ocuparé una pequeña morada en la orilla este del lago sagrado y me consagraré al estudio de los antiguos textos.

—Entonces seremos vecinos.

—Me temo que no. Vuestra residencia será mucho más suntuosa.

—¿Qué queréis decir?

—Habéis sido designado mi sucesor, Branir.

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