Read El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada Online
Authors: Christian Jacq
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
—¿Es robusto?
—Sólido como una roca.
—¿Enfermedades graves?
—Ninguna.
El examen de Neferet duró más de una hora. Cuando salió de la cabina, formuló su diagnóstico: «Un mal contra el que lucharé.»
—El riesgo es grande —añadió—. Si no intervengo, morirá. Si tengo éxito, tal vez viva.
Comenzó la operación a últimas horas de la mañana. Pazair le sirvió de ayudante y fue pasándole los instrumentos quirúrgicos que le pedía. Neferet había practicado una anestesia general utilizando una piedra silícea mezclada con opio y raíz de mandrágora; el conjunto, pulverizado, tenía que absorberse a pequeñas dosis. Cuando trabajaba en una herida, diluía el polvo en vinagre. De allí se desprendía un ácido que recogía en un cuerno de piedra para aplicarlo localmente y suprimir el dolor. Comprobó cuánto duraba la acción de los productos consultando su reloj de muñeca.
Con cuchillos y escalpelo de obsidiana, más cortante que el metal, hizo una incisión. Sus gestos eran precisos y seguros. Remodeló las carnes, aproximó los labios de cada herida cosiéndolos con una fina correa obtenida de un intestino bovino; los numerosos puntos de sutura fueron consolidados con vendas adhesivas, en forma de tela engomada.
Al cabo de cinco horas de operación, Neferet estaba agotada, Suti vivía.
Sobre las heridas más graves, la cirujano puso carne fresca, grasa y miel. A la mañana siguiente cambiaría los apósitos; compuestos por un tejido vegetal suave y protector, evitarían la infección y apresurarían la cicatrización.
Pasaron tres días. Suti salió del coma, bebió agua y tomó miel. Pazair no había abandonado su cabecera.
—¡Te has salvado, Suti, salvado!
—¿Dónde estoy?
—En un barco, cerca de nuestra aldea.
—Lo has recordado… Quería morir aquí.
—Neferet te ha operado, te curarás.
—¿Tu prometida?
—Una cirujano extraordinaria, y la mejor de los médicos.
Suti intentó levantar el busto; el dolor le arrancó un grito, se derrumbó.
—¡Sobre todo, no te muevas!
—Inmóvil, yo.
—Ten un poco de paciencia.
—Aquel oso me hizo trizas.
—Neferet te cosió, recuperarás las fuerzas.
Los ojos de Suti se pusieron en blanco. Aterrado, Pazair creyó que moría; pero estrechó su mano con violencia.
—¡Asher! Tenía que vivir para hablarte de ese monstruo.
—¡Cálmate!
—Debes conocer la verdad, juez, porque debes hacer respetar la justicia en este país.
—Te escucho, Suti, pero no te excites, te lo ruego.
La cólera del herido se apaciguó.
—Vi al general Asher torturando y asesinando a un oficial egipcio. Iba en compañía de asiáticos, de los rebeldes que afirma combatir.
Pazair se preguntó si la fiebre no hacía delirar a su amigo; pero Suti se había expresado pausadamente, aunque martilleara cada palabra.
—Tenías razón cuando sospechabas de él, yo te traigo la prueba que te faltaba.
—Un testimonio —rectificó el juez.
—¿No es suficiente?
—Lo negará.
—¡Mi palabra es tan buena como la suya!
—En cuanto puedas ponerte de pie, pensaremos una estrategia. No hables con nadie.
—Viviré. Viviré para ver a ese miserable condenado a muerte.
Un rictus de dolor deformó el rostro de Suti.
—¿Estás orgulloso de mi, Pazair?
—Tú y yo sólo tenemos una palabra.
En la orilla oeste, la reputación de Neferet crecía. El éxito de la operación dejó pasmados a sus colegas; algunos apelaron a la joven facultativa para tratar casos dificiles. Ella no se negó, siempre que la aldea que la había acogido tuviera primacía y pudiese obtener la hospitalización de Suti en Deir el-Bahari
[50]
. Las autoridades sanitarias aceptaron; héroe de los campos de batalla, aquel hombre salvado por milagro se convertía en una gloria de la medicina.
El templo de Deir el-Bahari veneraba a Imhotep, el mayor terapeuta del Imperio Antiguo, a quien le estaba consagrada una capilla excavada en la roca. Los médicos se recogían allí y solicitaban la sabiduría de su antepasado, indispensable para la práctica de su arte. Algunos enfermos eran admitidos en aquel lugar magnífico a pasar su convalecencia; deambulaban bajo las columnatas, admiraban los relieves que narraban las hazañas de la reina-faraón Hatsepsut, y paseaban por los jardines para respirar la resma aromática de los árboles de incienso, importados del misterioso país de Punt, junto a la costa de los somalíes. Tubos de cobre conectaban las albercas a sistemas de drenaje subterráneo y transportaban un agua curativa, recogida en recipientes de cobre también; Suti vaciaría unos veinte diarios, evitando así infecciones y complicaciones postoperatorias. Gracias a su prodigiosa vitalidad, se curaría pronto.
Pazair y Neferet bajaban por la larga rampa florecida que unía entre sí las terrazas de Deir el-Bahari.
—Le habéis salvado.
—He tenido suerte, él también.
—¿Secuelas?
—Algunas cicatrices.
—Aumentarán su encanto.
Un sol ardiente llegó al cenit. Se sentaron a la sombra una acacia, al pie de la rampa.
—¿Lo habéis pensado, Neferet?
Ella guardó silencio. Su respuesta le daría felicidad o desgracia. Bajo el calor de mediodía, la vida se había detenido. En los campos, los campesinos almorzaban al abrigo de chozas de cañas, donde luego harían una larga siesta. Neferet cerró los ojos.
—Os amo con toda mi alma, Neferet. Quisiera desposaros.
—Una vida juntos… ¿Somos capaces de hacerlo?
—No amaré a otra mujer.
—¿Cómo podéis estar seguro? Las penas de amor se olvidan pronto.
—Si me conocierais…
—Soy consciente de la gravedad de lo que hacéis. Y eso es lo que me asusta.
—¿Estáis enamorada de otro?
—No.
—No lo habría soportado.
—¿Celoso?
—Por encima de todo.
—Me imagináis como una mujer ideal, sin defectos, adornada con todas las virtudes.
—No sois un sueño.
—Pero me soñáis. Algún día despertaréis y quedaréis decepcionado.
—Os veo vivir, respiro vuestro perfume, estáis cerca de mí… ¿es una ilusión, acaso?
—Tengo miedo. Si os equivocáis, si nos equivocamos, el sufrimiento será atroz.
—Nunca me decepcionaré.
—No soy una diosa. Cuando seáis consciente de ello, ya no me amaréis.
—Es inútil que intentéis desanimarme. Desde nuestro primer encuentro, desde el momento en que os vi, supe que seríais el sol de mi vida. Brilláis, Neferet; nadie puede negar la luz que emana de vos. Mi existencia os pertenece, lo queráis o no.
—Os engañáis. Tenéis que acostumbraros a la idea de vivir lejos de mí; vuestra carrera transcurrirá en Menfis, la mía en Tebas.
—¡Qué importa mi carrera!
—No traicionéis vuestra vocación. ¿Admitiríais que yo renunciara a la mía?
—Exigidlo y obedeceré.
—Ese no es vuestro temperamento.
—Mi ambición es amaros cada día más.
—¿No sois excesivo?
—Si os negáis a ser mi esposa, desapareceré.
—Me sometéis a una coacción indigna de vos.
—No es lo que pretendo. ¿Aceptáis amarme, Neferet?
Ella abrió los ojos y le miró con tristeza.
—Engañaros sería indigno.
Y se alejó, ligera y graciosa. Pese al calor, Pazair estaba helado.
S
uti no era hombre para disfrutar largo tiempo la paz y el silencio de los jardines del templo. Como las sacerdotisas, aunque hermosas, no se encargaban de los enfermos y eran inaccesibles, sólo tenía contactos con un enfermero desabrido que cambiaba sus apósitos. Menos de un mes después de la operación, hervía de impaciencia. Cuando Neferet le examinó, no pudo contenerse.
—Ya estoy restablecido.
—No del todo, pero vuestro estado es notable. No ha cedido ningún punto de sutura, las heridas han cicatrizado, no se ha declarado ninguna infección.
—¡Así pues, puedo salir!
—A condición de que os cuidéis.
Sin poder resistirlo, la besó en ambas mejillas.
—Os debo la vida y no soy un ingrato. Si me llamáis, acudiré. ¡Palabra de héroe!
—Os llevaréis una jarra de agua curativa y beberéis tres copelas al día.
—¿Tengo prohibida la cerveza?
—Y también el vino, sólo pequeñas dosis.
Suti tendió los brazos e hinchó el pecho.
—¡Qué bueno es vivir de nuevo! Tantas horas de sufrimiento… Sólo las mujeres podrán borrarlas.
—¿No pensáis casaros con una?
—¡Que la diosa Hator me proteja de tal desastre! ¿Yo con una esposa fiel y una retahíla de mocosos agarrados a mi paño? Una amante, luego otra y otra más, ése es mi maravilloso destino. Ninguna se parece a la otra, todas tienen su secreto.
—Parecéis muy distinto de vuestro amigo Pazair —advirtió ella sonriendo.
—No os fiéis de su reservado aspecto: es un pasional, tal vez más que yo. Si se ha atrevido a hablaros…
—Se ha atrevido.
—No toméis a la ligera sus palabras.
—Me asustaron.
—Pazair amará sólo una vez. Pertenece a esa raza de hombres que se enamora locamente y mantiene su locura durante toda una vida. Una mujer no puede comprenderlo, pues necesita acostumbrarse, tomarse algún tiempo antes de comprometerse. Pazair es un torrente furioso, no un fuego de pajas; su pasión no cederá. Es torpe, demasiado tímido, apresurado, de una sinceridad absoluta. Ha rechazado los amoríos y las aventuras, pues sólo es capaz de un gran amor.
—¿Y si se engaña?
—Beberá hasta las heces su ideal. No esperéis la menor concesión.
—¿Admitís mis temores?
—En el amor, los argumentos razonables son inútiles. Os deseo que seáis feliz, sea cual sea vuestra decisión.
Suti comprendía a Pazair. La belleza de Neferet era luminosa.
Sentado al pie de una palmera, ya no se alimentaba. Con la cabeza apoyada en las rodillas, en postura de luto, ni siquiera distinguía el día de la noche. Los niños ya no le molestaban, pues parecía un bloque de piedra.
—¡Pazair, soy yo, Suti!
El juez no reaccionó.
—Estás convencido de que no te ama.
Suti se apoyó en un tronco, junto a su amigo.
—No habrá otra mujer, lo sé también. No intentaré consolarte, compartir tu desgracia es imposible. Sólo queda tu misión.
Pazair guardó silencio.
—Ni tú ni yo podemos permitir que Asher triunfe. Si renunciamos, el tribunal del otro mundo nos condenará a la segunda muerte, y no habrá justificación alguna para nuestra cobardía.
El juez permaneció inerte.
—Como quieras, muérete de inanición pensando en ella. Combatiré solo contra Asher.
Pazair salió de su embotamiento y miró a Suti.
—Te destruirá.
—A cada uno su prueba. Tú no soportas la indiferencia de Neferet; a mí, el rostro de un asesino me obsesiona durante el sueño.
—Te ayudaré.
Pazair intentó levantarse, pero la cabeza le daba vueltas; Suti le tomó de los hombros.
—Perdóname, pero…
—Me has recomendado a menudo no faltar a la palabra. Lo esencial es que te recuperes.
Los dos hombres tomaron el transbordador, tan cargado como de costumbre. Pazair había mordisqueado un poco de pan con cebolla. El viento le azotó el rostro.
—Contempla el Nilo —recomendó Suti—. Es la nobleza. Frente a él, somos mediocres.
El juez miró el agua clara.
—¿En qué piensas, Pazair?
—Como si lo ignoraras…
—¿Cómo puedes estar tan seguro de que Neferet no te ama? He hablado con ella y…
—Es inútil, Suti.
—Tal vez los ahogados sean beatificados, pero de todos modos se ahogan. Y prometiste acusar a Asher.
—Sin ti, renunciaría.
—Porque ya no eres tú.
—Al contrario, ya sólo soy yo, y reducido a la peor de las soledades.
—Olvidarás.
—No lo comprendes.
—El tiempo es el único remedio.
—No borrará nada.
En cuanto el transbordador tocó la orilla, una ruidosa muchedumbre desembarcó, azuzando asnos, corderos y bueyes. Los dos amigos dejaron salir a la multitud, subieron una escalera y caminaron hasta el despacho del juez principal de Tebas. El servicio de correos no había recibido ningún mensaje para Pazair.
—Volvamos a Menfis —exigió Suti.
—¿Tanta prisa tienes?
—Estoy impaciente por ver a Asher. ¿Y si me resumieras tus investigaciones?
Con voz monocorde, Pazair relató las etapas de su gestión. Suti escuchaba atentamente.
—¿Quién te siguió?
—No lo sé.
—¿Son los métodos del jefe de la policía?
—¿Por qué no?
—Antes de salir de Tebas, pasemos a ver a Kani.
Dócil, Pazair aceptó. Indiferente, se alejaba de la realidad. El rechazo de Neferet le corroía el alma.
Kani no trabajaba solamente en su jardín, provisto de varios sistemas de irrigación basculante. Una intensa actividad reinaba en la parcela de tierra consagrada a las legumbres. El hortelano se ocupaba de las plantas medicinales. Curtido, con la piel cada vez más arrugada, lentos los gestos, soportaba el peso de la gran pértiga, de cuyos extremos colgaban dos grandes recipientes llenos de agua. No concedía a nadie el privilegio de alimentar a sus protegidas.
Pazair le presentó a Suti. Kani le contempló.
—¿Amigo vuestro?
—Podéis hablar ante él.
—He proseguido mi sistemática búsqueda del veterano. Ebanistas, carpinteros, aguadores, lavanderos, campesinos… No olvido ninguna actividad. Un mínimo indicio: nuestro hombre fue por algunos días reparador de carros, antes de desaparecer.
—No tan mínimo —rectificó Suti—. ¡Significa que está vivo!
—Esperemos que sí.
—¿Le habrán eliminado también?
—En cualquier caso, ha desaparecido.
—Proseguid —recomendó Pazair—. El quinto veterano está todavía en este mundo.
¿Existía más suave dulzura que la de los anocheceres tebanos, cuando el viento del norte llevaba el frescor a los cenadores y las pérgolas donde se bebía cerveza mientras se admiraba el ocaso? La fatiga de los cuerpos desaparecía, el tormento de las almas se apaciguaba, la belleza de la diosa del silencio se desplegaba por el rojizo occidente. Unos ibis atravesaban el crepúsculo.
—Mañana, Neferet, me voy a Menfis.
—¿Vuestro trabajo?