El juez de Egipto 2 - La ley del desierto (19 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El juez de Egipto 2 - La ley del desierto
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La ejecución de aquel plan tenía enormes dificultades. El devorador de sombras había exigido tres lingotes de oro, una hermosa fortuna que le permitiría establecerse en el delta, comprar una granja y vivir días felices. Ya sólo mataría por placer, cuando el deseo le fuera irresistible, y se complacería mandando un ejército de servidores, dispuestos a satisfacer sus menores necesidades.

En cuanto hubiera recibido el oro, iniciaría la caza, excitado por la idea de llevar a cabo su obra maestra.

El horno estaba al rojo blanco. Chechi había dispuesto unos moldes en los que vertería el metal líquido para que tomara la forma de un lingote de gran tamaño. En el laboratorio reinaba una temperatura insoportable; sin embargo, el químico del pequeño bigote negro no transpiraba, mientras que Denes sudaba la gota gorda.

—He conseguido el acuerdo de nuestros amigos —declaró.

—¿No lo lamentan?

—No tenemos elección.

De una bolsa de tela, el transportista sacó la máscara de Keops y el collar, del mismo metal, que había adornado el busto de su momia.

—Obtendremos dos lingotes.

—¿Y el tercero?

—Lo compraremos al general Asher. Sus robos de oro están perfectamente organizados, pero no se me escapa nada.

Chechi contempló el rostro del constructor de la gran pirámide. Los rasgos eran severos y serenos, de extraordinaria belleza. El orfebre había conseguido una sensación de eterna juventud.

—Me da miedo —confesó Chechi.

—Sólo es una máscara funeraria.

—Sus ojos… ¡están vivos!

—No caigas en fantasmagorías. Ese juez nos ha hecho perder una fortuna apoderándose del bloque de hierro celeste que queríamos vender a los hititas, y del escarabajo de oro que me había reservado para mi tumba. Conservar la máscara y el collar resulta demasiado arriesgado; además, lo necesitamos para pagar al devorador de sombras. Apresúrate.

Chechi, como siempre, obedeció a Denes. El sublime rostro y el collar desaparecieron en el horno. Pronto, el oro en fusión fluiría por un canalón y llenaría los moldes.

—¿Y el codo de oro? —interrogó el químico.

El rostro de Denes se iluminó.

—Podrá servir… ¡de tercer lingote! Prescindiremos de los servicios del general.

Chechi pareció vacilar.

—Será mejor que nos libremos de él —afirmó el transportista—, conservaremos sólo lo esencial: el testamento de los dioses. En el lugar donde se encuentra, Pazair no tiene ninguna posibilidad de encontrarlo.

Denes rió sarcástico cuando el codo de Keops desapareció en el horno.

—Mañana, mi buen Chechi, serás uno de los personajes más importantes del reino. Esta noche, el devorador de sombras recibirá la primera parte de su pago.

El policía del desierto medía más de dos metros. En el cinturón de su paño llevaba dos puñales con el mango muy gastado. Nunca calzaba sandalias; había caminado tanto por los canchales que ni siquiera una espina de acacia perforaba la callosidad formada en la planta de sus pies.

—¿Tu nombre?

—Suti.

—¿De dónde vienes?

—De Tebas.

—¿Profesión?

—Aguador, recolector de lino, criador de cerdos, pescador…

Un dogo de ojos vacíos olisqueó al joven. No debía de pesar menos de setenta kilos. Tenía el pelo muy corto y el lomo cubierto de cicatrices. Se notaba que estaba dispuesto a saltar.

—¿Por qué quieres ser minero?

—Me gusta la aventura.

—¿Te gusta también la sed, la canícula, las víboras cornudas, los escorpiones negros, las marchas forzadas, el trabajo agotador en estrechas galerías o la falta de aire?

—Todos los oficios tienen sus inconvenientes.

—Vas por mal camino, muchacho.

Suti sonrió del modo más bobalicón posible. El policía lo dejó pasar.

Suti destacaba entre todos los que formaban la fila de espera, que llegaba a la oficina de contratación. Su aspecto conquistador y su impresionante musculatura contrastaban con el aspecto enflaquecido de varios candidatos, evidentemente inadecuados.

Dos mineros de edad avanzada le hicieron las mismas preguntas que el policía, y les dio las mismas respuestas. Se sentía examinado como una bestia de tiro.

—Está organizándose una expedición. ¿Estás disponible?

—Lo estoy. ¿Cuál es el destino?

—En nuestra corporación se obedece y no se hacen preguntas. La mitad de los novatos caen por el camino y se las arreglan para regresar al valle. No nos ocupamos de las bajas. Saldremos esta noche, a las dos, antes de que amanezca. Este es tu equipo.

Suti recibió un bastón, una estera y una manta enrollada.

Con una cuerda ataría la manta y la estera alrededor del bastón, indispensable en el desierto, ya que golpeando el suelo, el caminante apartaba las serpientes.

—¿Y el agua?

—Te entregarán tu ración. No olvides lo más precioso.

Suti se colgó al cuello la pequeña bolsa de cuero donde el afortunado descubridor introducía el oro, la cornalina, el lapislázuli o cualquier piedra preciosa. El contenido de la bolsa le pertenecía, además de su sueldo.

—No cabe mucho —observó.

—Muchas bolsas se quedan vacías, muchacho.

—Incapaces.

—Tienes la lengua muy larga; el desierto se encargará de que enmudezcas.

A la salida de la ciudad, al borde de la pista, se habían reunido más de doscientos hombres. La mayoría rezaba al dios Min, formulando tres deseos: regresar sanos y salvos, no morir de sed y llenar de piedras preciosas su bolsa de cuero. De su garganta colgaban amuletos. Los más instruidos habían consultado a un astrólogo, algunos habían renunciado al viaje debido a un augurio desfavorable. Los veteranos transmitían a los incrédulos y descreídos el mensaje de la corporación: «Se va al desierto sin Dios, se regresa con él al valle.»

El jefe de la expedición, Efraim, era un coloso barbudo de interminables brazos. Tenía el cuerpo cubierto de pelo negro e hirsuto, que hacía que se pareciera a un oso asiático. Al verlo, varios candidatos renunciaron; se decía que Efraim era cruel y brutal. Pasó revista a su tropa, deteniéndose ante cada uno de los voluntarios.

—¿Tú eres Suti?

—Tengo esa suerte.

—Parece que eres ambicioso.

—No vengo a recoger guijarros.

—Pues, mientras, llevarás mi bolsa.

El coloso le soltó un pesado equipaje, que Suti se puso en su hombro izquierdo. Efraim rió sarcásticamente.

—Aprovecha. Pronto no te mostrarás tan orgulloso.

La tropa se puso en marcha antes del amanecer y caminó hasta media mañana, avanzando por un paisaje desnudo y árido. Los campesinos, mal equipados para el terreno, pronto tuvieron los pies ensangrentados; Efraim evitaba la ardiente arena y tomaba caminos sembrados de fragmentos de roca tan cortantes como el metal. Las primeras montañas sorprendieron a Suti; parecían formar una infranqueable barrera, que impedía a los humanos el acceso a un país secreto, donde se formaban los bloques de piedra pura reservados para las moradas de los dioses. Allí se concentraba una formidable energía; la montaña daba nacimiento a la roca, que estaba preñada de minerales preciosos, pero sólo desvelaba sus riquezas a los amantes pacientes y obstinados. Fascinado, dejó su fardo.

Una patada en los riñones lo arrojó sobre la arena.

—No te he permitido descansar —dijo Efraim malhumorado.

Suti se levantó.

—Limpia mi saco. Durante la comida, no lo dejes en el suelo. Como me has desobedecido, te quedarás sin agua.

Suti se preguntó si no lo habrían denunciado; pero otros voluntarios fueron objeto de malos tratos. A Efraim le gustaba poner a prueba al personal hasta sacarlos de sus casillas.

Un nubio, que hizo ademán de levantar el puño, fue derribado rápidamente y abandonado al borde de la pista.

Al caer la tarde, la tropa llegó a una cantera de gres. Talladores de piedra desprendían bloques y los marcaban con una señal característica de su equipo. Se habían excavado cuidadosamente pequeñas trincheras a lo largo de cada veta y, luego, alrededor del bloque deseado; el contramaestre hundía con una maza estacas de madera en las hendiduras alineadas a cordel, para desprenderlo de la roca madre sin que se rompiera.

Efraim lo saludó.

—Llevo a las minas una pandilla de perezosos. Si necesitas que te echemos una mano, no lo dudes.

—No puedo rechazarlo, pero ¿no han caminado todo el día?

—Si quieren comer, que hagan algo útil.

—No es muy regular.

Yo dicto la ley.

—Hay que bajar una decena de bloques de lo alto de la cantera; con una treintena de hombres sería rápido.

Efraim los designó; entre ellos se encontraba Suti, a quien libró de su equipaje.

—Bebe y sube.

El contramaestre había construido una guía, pero se había roto a media ladera. Por lo tanto, era preciso sujetar los bloques con cuerdas, hasta aquel lugar, antes de liberarlos y permitir que prosiguieran su carrera. Un grueso cable, sujetado por cinco hombres en cada uno de sus extremos, estaba tendido horizontalmente para frenar una carrera demasiado rápida. En cuanto la guía se hubiese reparado, la maniobra resultaría inútil. Pero el contramaestre se había retrasado y la propuesta de Efraim le convenía.

El incidente se produjo cuando el sexto bloque llegó al cable con demasiada velocidad. Los hombres, fatigados, no consiguieron detenerlo. El cable recibió un choque tan violento que los obreros fueron lanzados hacia un lado, salvo uno de unos cincuenta años, que cayó de cabeza sobre la guía. Este intentó, en vano, agarrarse al brazo de Suti, del que dos compañeros tiraron con fuerza hacia atrás. El aullido del infeliz se ahogó muy pronto. El bloque lo aplastó, salió de su camino y se quebró con un rugido de trueno.

El contramaestre lloró.

—Al menos hemos hecho la mitad del trabajo —afirmó Efraim.

CAPÍTULO 21

P
lantada en una roca elevada, con sus dos largos cuernos arqueados dirigidos hacia el cielo y una corta barba en el mentón, la cabra montesa contemplaba a los mineros que caminaban bajo el sol.

El animal, en la lengua jeroglífica, era el símbolo de la serena nobleza, adquirida al término de una existencia conforme a la ley divina.

—¡Allí! —aulló uno de los obreros—. ¡Matémosla!

—Cállate, imbécil —repuso Efraim—. Es la protectora de la mina. Si la tocamos, moriremos todos.

El gran macho trepó por una pendiente muy empinada y, de un prodigioso salto, desapareció al otro lado de la montaña.

Cinco días de marchas forzadas habían agotado al grupo; sólo Efraim parecía tan fresco como al principio. Suti seguía resistiendo; el esplendor inhumano del paisaje le daba fuerzas. Ni la brutalidad del jefe de la expedición ni las terribles condiciones del viaje habían mermado su determinación.

El coloso barbudo ordenó a los hombres que se reunieran y trepó sobre un bloque. De este modo aplastaba a los desharrapados.

—El desierto es inmenso —declaró con su retumbante voz—, y vosotros sois menos que hormigas. Os quejáis sin descanso de que tenéis sed, como viejas impotentes. No sois dignos de ser mineros y hurgar en las entrañas de la tierra. Sin embargo, os he traído hasta aquí. Los metales son mejores que vosotros. Cuando excavéis la montaña, la haréis sufrir; ella intentará vengarse enterrándoos. ¡Peor para los incapaces! Estableced el campamento, el trabajo comenzará mañana al amanecer.

Los obreros plantaron las tiendas, comenzando por la del jefe de la expedición, tan pesada que había agotado a cinco hombres. Se desenrolló con precaución y se montó ante la vigilante mirada de Efraim, hasta que presidió el centro del campamento. Prepararon la comida, mojaron el suelo para evitar el polvo y calmaron su sed bebiendo el agua que los odres mantenían fresca. No faltaría el precioso líquido, gracias al pozo excavado junto a la mina.

Suti dormitaba cuando una patada le laceró el flanco.

—Levántate —ordenó Efraim.

El joven contuvo su rabia y obedeció.

—Todos los que están aquí tienen algo que reprocharse. ¿Y tú?

—Es mi secreto.

—Habla.

—Déjame tranquilo.

—Odio a los que van con tapujos.

—Abandoné el trabajo obligatorio.

—¿Dónde?

—En mi pueblo, cerca de Tebas. Querían llevarme a Menfis para limpiar canales. Preferí huir y probar suerte como minero.

—No me gusta tu cara. Estoy seguro de que mientes.

—Quiero hacer fortuna. Nadie me lo impedirá, ni siquiera tú.

—Me molestas, pequeño. Te aplastaré. Peleémonos con los puños desnudos.

Efraim designó un árbitro. Su papel consistiría en descalificar al adversario que mordiera; los demás golpes estaban permitidos.

Sin más advertencia, el barbudo se lanzó sobre Suti, lo agarró por el torso, lo levantó del suelo, lo hizo girar por encima de su cabeza y lo lanzó a varios metros.

Lacerado, con un hombro dolorido, el joven se levantó.

Efraim, con las manos en las caderas, lo miraba con desdén. Los mineros reían.

—Ataca si tienes valor.

Desafiado, Efraim no vaciló. Esta vez, sus largos brazos sólo agarraron el vacío. Suti, que lo había esquivado en el último momento, recuperó el aliento. Demasiado seguro de su fuerza, Efraim conocía sólo una llave. Aunque no existieran, Suti agradeció a los dioses haberle proporcionado una infancia belicosa durante la que había aprendido a pelearse. Evitó más de diez veces los desordenados asaltos de su adversario.

Multiplicando su furia, lo fatigaba y le hacía perder la lucidez. El joven no tenía derecho a equivocarse; si llegara a caer prisionero de la tenaza de sus brazos, lo aplastaría. Apostando por la rapidez, desequilibró a su adversario con una zancadilla, se deslizó bajo el coloso que caía y utilizó su propia energía para hacerle una llave de cuello. Efraim cayó pesadamente al suelo. Suti se sentó a horcajadas sobre su nuca y amenazó con romperla; el vencido golpeó la arena con el puño, admitiendo su derrota.

—¡Bien hecho, pequeño!

—Mereces morir.

—Si me matas, no te librarás de la policía del desierto.

—Me importa un pimiento. No serás el primero a quien mande a los infiernos.

Efraim se asustó.

—¿Qué quieres?

—Jura que no seguirás martirizando a los hombres del grupo.

Los mineros ya no reían. Se acercaron, atentos.

—Date prisa o te retuerzo el cuello.

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