El juez de Egipto 2 - La ley del desierto (37 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El juez de Egipto 2 - La ley del desierto
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—Trata tú con ella.

—Iba a pedírtelo.

Viento del Norte
había subido ya a bordo del barco que zarpaba hacia Tebas; el asno se complacía con forraje fresco mientras contemplaba el río.
Traviesa
, la mona verde de Neferet, había escapado a su dueña para trepar a lo alto del mástil.
Bravo
, más reservado y bastante inquieto ante la idea de una larga travesía, se mantenía entre las piernas de Pazair.

Al perro no le gustaban la agitación y el bamboleo, aunque seguiría a su dueño por un mar tempestuoso.

El traslado había sido rápido; el ex decano del porche abandonaba la mansión y su mobiliario a un eventual sucesor que Bagey no quería designar, prefiriendo mantener la función en su seno, ante la ausencia de candidatos de consideración. Antes de retirarse, el viejo visir rendía así homenaje a Pazair que, a su modo de ver, seguía mereciéndolo.

El juez llevaba la estera de sus comienzos, Neferet su estuche médico. A su alrededor había cajas llenas de jarras y botes. Viajarían con mercaderes que alababan a gritos, a modo de ensayo, la calidad de los productos, que más tarde venderían en el gran mercado de Tebas.

Pazair sentía sólo una decepción: la ausencia de Kem. Sin duda, el nubio no aprobaba su actitud.

—¡Neferet, Neferet! ¡No os vayáis!

La médica se dio la vuelta. Silkis, jadeante, la agarró del brazo.

—¡Qadash… ha muerto!

—¿Qué ha sucedido?

—Un horror… Apartémonos un poco.

Pazair hizo bajar a
Viento del Norte
y llamó a
Traviesa
. Cuando vio que su dueña se alejaba, la mona verde saltó al muelle.
Bravo
dio media vuelta con satisfacción.

—Qadash y sus dos jóvenes amantes extranjeros se han envenenado —confesó Silkis en un soplo—. Un sirviente ha avisado a Kem, que se ha quedado en el lugar de la tragedia. Uno de sus hombres acaba de avisar a Bel-Tran… ¡Y aquí estoy! Todo cambia, Neferet. La votación que os designó como médico en jefe vuelve a tener fuerza de ley… ¡Y seguiréis cuidándome!

—Estáis segura de que…

—Bel-Tran afirma que vuestro nombramiento no puede ser discutido. ¡Os quedáis en Menfis!

—Ya no tenemos casa, nosotros…

—Mi marido ya os ha encontrado una.

Neferet, indecisa, tomó a Pazair de la mano.

—No tienes elección —dijo él.

Bravo
ladró de un modo insólito, sin furor, más bien con pasmada alegría. Así recibía la llegada de un bajel de dos mástiles procedente de Elefantina.

A proa iban un joven de largos cabellos y una mujer rubia de soberbias formas.

—¡Suti! —aulló Pazair.

El banquete fue improvisado, pero abundante. Bel-Tran y Silkis celebraron a la vez la redención de Neferet y el regreso de Suti. El héroe ocupó el proscenio narrando hazañas cuyos detalles todos querían conocer. El aventurero relató cómo se había enrolado con los mineros, el descubrimiento de aquel ardiente infierno, la traición del policía del desierto, el encuentro con el general Asher, la partida de este último hacia un destino desconocido y su propia y milagrosa fuga gracias a la intervención de Pantera. La libia se embriagó riendo, sin apartar los ojos de su amante.

Como había prometido, Bel-Tran ofreció a Pazair el disfrute de una casita en el barrio norte de la ciudad, hasta que atribuyeran una mansión oficial a Neferet. La pareja albergó de buena gana a Suti y Pantera. La libia se tendió en la cama y se durmió en seguida. Neferet se retiró a su alcoba. Ambos amigos subieron a la terraza.

—El viento no es cálido; algunas noches, en el desierto, hacía mucho frío.

—Esperé tu mensaje.

—Imposible hacértelo llegar; si me enviaste uno, no lo recibí. ¿He oído mal durante la cena: realmente Neferet es la médico en jefe del reino y tú has dimitido de tu cargo de decano del porche?

—Tu oído sigue siendo muy bueno.

—¿Te han destituido?

—Sinceramente, no. Lo dejé por propia voluntad.

—¿Desesperas de este mundo?

—Ramsés decretó una amnistía general.

—Todos los asesinos perdonados…

—Es el mejor modo de decirlo.

—Tu hermosa justicia se ha hecho pedazos.

—Nadie comprende la decisión del rey.

—El resultado es lo único que cuenta.

—Tengo que hacerte una confesión.

—¿Grave?

—He dudado de ti. Creí que me habías traicionado.

Suti se agazapó, dispuesto a saltar.

—Voy a romperte la cabeza, Pazair.

—Un justo castigo, pero también tú lo mereces.

—¿Por qué?

—Porque me has mentido.

—Es nuestra primera entrevista tranquila. A fin de cuentas, no podía decirle la verdad a ese burgués de Bel-Tran y a su melindrosa. A ti no tenía esperanza alguna de engañarte.

—¿Cómo podía admitir que habías abandonado la pista del general Asher? Tu relato es correcto hasta llegar a vuestro encuentro. Luego ya no lo creo.

—Asher y sus esbirros me torturaron con la intención de matarme a fuego lento. Pero el desierto se convirtió en mi aliado, y Pantera fue mi hada buena. Nuestra amistad me salvó cuando había perdido el valor.

—Una vez liberado, seguiste la pista del general. ¿Cuál era su plan?

—Llegar a Libia pasando por el sur.

—Astuto. ¿Tenía cómplices?

—Un policía felón y un experto minero.

—¿Muertos?

—El desierto es cruel.

—¿Qué buscaba Asher en aquellas soledades?

—Oro. Pensaba gozar de la fortuna acumulada en casa de su amigo Adafi.

—Lo mataste, ¿no es cierto?

—Su cobardía y su bajeza no tenían limites.

—¿Fue testigo Pantera?

—Más aún. Lo condenó tendiéndome la flecha que disparé.

—¿Lo enterraste?

—La arena será su sudario.

—Le negaste cualquier posibilidad de vida.

—¿Merecía una?

—Así pues, el glorioso general no gozará de la amnistía…

—Asher fue juzgado, ejecuté la sentencia que habría debido pronunciarse según la ley del desierto.

—Tus atajos son brutales.

—Me siento bastante bien. En mis sueños, el rostro del hombre que Asher torturó y asesinó aparece apaciguado por fin.

—¿Y el oro?

—Botín de guerra.

—¿No temes una investigación?

—No la realizarás tú.

—El jefe de policía te interrogará. Kem es un ser íntegro y poco manejable. Además, perdió la nariz a causa de un robo de oro del que fue injustamente acusado.

—¿No es tu protegido?

—Yo ya no soy nada, Suti.

—¡Yo soy rico! Sería estúpido dejar pasar semejante oportunidad.

—El oro está reservado a los dioses.

—¿No lo poseen en abundancia?

—Te metes en una aventura muy peligrosa.

—Lo más difícil ya ha pasado.

—¿Abandonarás Egipto?

—No pienso hacerlo, deseo ayudarte.

—Ahora sólo soy un pequeño juez campesino, sin poder alguno, como antaño.

—No abandonarás.

—No tengo medios para proseguir.

—¿Pisotearás tu ideal, olvidarás el cadáver de Branir?

—Iba a iniciarse el proceso de Denes; era un paso decisivo hacia la verdad.

—Las acusaciones incluidas en tu instrucción han sido anuladas, pero ¿y las demás?

—¿Qué quieres decir?

—Mi amiga Sababu redactó un diario intimo. Estoy convencido de que contiene apasionantes detalles; tal vez descubras allí algo que te interese.

—Antes de que Neferet quede atrapada en una red de obligaciones, haz que te examine. Tu aventura ha tenido que dejar huella.

—Pensaba suplicarle que me pusiera de nuevo en pie.

—¿Y Pantera?

—La libia es hija del desierto, tiene una salud de escorpión. Quiera el cielo que me abandone en seguida.

—El amor…

—Se desgasta antes que el cobre, y yo prefiero el oro.

—Si lo entregaras al templo de Coptos, obtendrías una recompensa.

—No bromees. ¡Una miseria comparado con lo que mi carro contiene! Pantera quiere ser muy rica. Haber seguido la pista del oro y regresar vencedor… ¿Hay algún milagro más suntuoso? Puesto que dudaste de mí, exijo un severo castigo.

—Estoy dispuesto a pagar por ello.

—Desapareceremos durante dos días. Iremos a pescar en el delta. Tengo ganas de ver agua, de bañarme, de revolcarme en fértiles praderas y en la hierba verde, de circular en barca por las marismas.

—La entronización de Neferet…

—Conozco a tu esposa: a ella no le importará.

—¿Y Pantera?

—Si estás conmigo, tendrá confianza. Ayudará a Neferet a prepararse; la libia es experta en el arte de peinar y trenzar una peluca. ¡Y regresaremos con pescados enormes!

CAPÍTULO 36

M
édicos generales, cirujanos, oculistas, dentistas y demás especialistas se habían reunido para asistir a la investidura de Neferet. Los facultativos fueron admitidos en el gran patio al aire libre del templo de la diosa Sekhmet, que propagaba las enfermedades y desvelaba los remedios capaces de curarlas.

El visir Bagey, cuyo profundo cansancio fue advertido por todos, presidió la ceremonia. Ver a una mujer accediendo a lo más alto de la jerarquía médica no sorprendía a ningún egipcio, aunque sus colegas masculinos no se privaban de ciertas críticas, referentes a su menor resistencia y a su falta de autoridad.

Pantera había actuado con talento. No sólo había peinado a Neferet, sino que se había perocupado también de vestirla; la joven apareció con una larga túnica de lino de resplandeciente blancura. Un ancho collar de cornalina al cuello, brazaletes de lapislázuli en las muñecas y los tobillos, y una peluca estriada le daban un porte real que impresionó mucho a la concurrencia, pese a la dulzura del rostro y a la ternura de su ligero cuerpo.

El decano de edad de la corporación de médicos revistió a Neferet con una piel de pantera para indicar que, como el sacerdote encargado de dar vida a la momia real durante los ritos de resurrección, tenía el deber de insuflar una constante energía en el inmenso cuerpo que formaba Egipto. Luego le entregó el sello del médico en jefe, que le concedía autoridad sobre todos los facultativos del reino, y el escritorio en el que redactaría los decretos concernientes a la salud pública, antes de someterlos al visir.

El discurso oficial fue de corta duración; precisó los cargos de Neferet y le conminó a respetar la voluntad de los dioses para preservar la felicidad de los humanos. Cuando su esposa prestó juramento, el juez Pazair se ocultó para llorar.

Pese a unos dolores cuya intensidad sólo Kem percibía, el babuino había recuperado su vigor. Gracias a los cuidados de Neferet, al gran mono no le quedaría secuela alguna de sus graves heridas. Se alimentaba de nuevo con su habitual apetito y reanudó sus rondas de vigilancia.

Pazair y
Matón
se dieron un abrazo.

—Nunca olvidaré que le debo la vida.

—No lo miméis demasiado, perdería su ferocidad y se pondría en peligro. ¿No se ha producido ningún incidente?

—Desde mi dimisión, ya no corro riesgo alguno.

—¿Cómo contempláis el porvenir?

—Un nombramiento en un barrio y servir del mejor modo a los humildes. Si se presenta un caso difícil, os avisaré.

—¿Creéis todavía en la justicia?

—Daros la razón me destroza el corazón.

—Yo también tengo ganas de dimitir.

—Conservad el puesto, os lo suplico. Al menos, detendréis a los delincuentes y garantizaréis la seguridad.

—Hasta la próxima amnistía… A mí ya no me sorprende nada, pero sufro por vos.

—Estemos donde estemos, aunque el campo de acción sea irrisorio, comportémonos con rectitud. Mi mayor temor, Kem, era no obtener vuestro consentimiento.

—Maldecía por verme obligado a permanecer en casa de Qadash, en vez de despediros en el muelle.

—¿Cuáles son vuestras conclusiones?

—Triple envenenamiento. Pero ¿quién lo concibió? Los dos muchachos eran hijos de un actor de paso. Los funerales se celebraron del modo más discreto, sin ninguna concurrencia. Sólo participaron en él los sacerdotes especializados. Es el asunto más sórdido del que he tenido que ocuparme. Los cuerpos no descansarán en Egipto; fueron entregados a los libios dados los orígenes de Qadash.

—¿No habrá cometido un asesinato otra persona?

—¿Pensáis en el hombre que os perseguía?

—Durante la festividad de Opet, Denes me interrogó para conocer el comportamiento de su amigo Qadash. No le oculté que el dentista me había prometido una confesión antes de beber el veneno.

—Denes puede haber suprimido a un testigo molesto…

—¿Por qué tanta violencia?

—Deben de estar en juego enormes intereses. Naturalmente, Denes utilizó los servicios de una criatura de las sombras. No renuncio a identificarlo. Puesto que
Matón
ya está bien, reanudaremos las investigaciones.

—Me obsesiona un detalle: Qadash parecía estar seguro de escapar al supremo castigo.

—Creía que Denes obtendría su liberación.

—Sin duda, pero se comportaba con tanta arrogancia… como si previera la futura amnistía.

—¿Una indiscreción?

—Yo lo hubiera sabido.

—Desengañaos; por el contrario fuisteis vos el último informado. La corte conoce vuestra intransigencia y sabía que el proceso de Denes habría tenido enorme resonancia.

Pazair rechazaba la horrenda suposición que le torturaba el espíritu: una colusión entre Ramsés el Grande y Denes, la corrupción en la cima del Estado, la tierra amada por los dioses entregada a sórdidos apetitos.

Kem percibió la turbación del juez.

—Sólo los hechos lo aclararán. Por eso pienso seguir una pista que nos lleve a vuestro agresor. Sus confidencias tendrán mucho interés.

—Ahora os toca a vos ser prudente, Kem.

El cojo era uno de los mejores vendedores del mercado oculto de Menfis, que se celebraba en un muelle abandonado cuando llegaban barcos mercantes cargados con los más diversos productos. La policía vigilaba aquellas prácticas; los escribas de los impuestos cobraban tasas sin miramientos. El cojo, que tendría unos sesenta años, habría podido retirarse mucho tiempo antes en su mansión a orillas del río, pero le complacía entregarse a interminables regateos y engañar a los aficionados crédulos. Su última presa había sido un escriba del Tesoro, experto en madera de ébano. Halagando su vanidad, el cojo le había vendido un mobiliario fabricado con madera vulgar, al precio de madera preciosa, imitada a la perfección.

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